El hombre
de hielo
Haruki
Murakami
Me casé con un
hombre de hielo. Lo vi por primera vez en un hotel para esquiadores, que es
quizá el sitio indicado para conocer a alguien así. El lobby estaba lleno de
jóvenes bulliciosos pero el hombre de hielo permanecía sentado a solas en una
butaca en la esquina más alejada de la chimenea, absorto en un libro. Pese a
que era cerca de mediodía, la luz diáfana y fría de esa mañana de principios de
invierno parecía demorarse a su alrededor.
—Mira, un hombre
de hielo —susurró mi amiga.
En ese momento,
sin embargo, yo no tenía la menor idea de lo que era un hombre de hielo. A mi
amiga le sucedía lo mismo: —Debe estar hecho de hielo. Por eso lo llaman así.
—Dijo esto con una expresión grave, como si hablara de un fantasma o de alguien
que padeciera una enfermedad contagiosa.
El hombre de
hielo era alto y aparentemente joven pero en su cabello grueso, similar al
alambre, había zonas de blancura que hacían pensar en parches de nieve sin
derretir. Sus pómulos eran angulosos, como piedra congelada, y sus dedos
estaban rodeados por una escarcha que daba la impresión de que nunca se
fundiría. Por lo demás, no obstante, parecía un hombre común y corriente.
No era lo que se
dice guapo aunque uno notaba que podía ser muy atractivo, dependiendo del modo
en que se le observara. En cualquier caso, algo en él me conmovió hasta lo más
profundo, algo que sentí se localizaba en sus ojos más que en ninguna otra
parte. Silenciosa y transparente, su mirada evocaba las astillas de luz que
atraviesan los carámbanos en una mañana invernal. Era como el único destello de
vida en un cuerpo artificial.
Me quedé inmóvil
por un tiempo, espiando al hombre de hielo a la distancia. No alzó la vista.
Continuó sentado sin inmutarse, enfrascado en su libro como si no hubiera nadie
en torno suyo.
A la mañana
siguiente el hombre de hielo se hallaba otra vez en el mismo lugar, leyendo un
libro de la misma manera. Cuando fui al comedor para el almuerzo, y cuando
regresé de esquiar con mis amigos al atardecer, aún estaba ahí, fijando la
misma mirada en las páginas del mismo libro. Al día siguiente no hubo cambios.
Incluso al caer el sol, y mientras la oscuridad ganaba terreno, permaneció en
su butaca con la quietud de la escena invernal al otro lado de la ventana.
La tarde del
cuarto día inventé alguna excusa para no salir a esquiar. Me quedé sola en el
hotel y vagué un rato por el lobby, desierto como un pueblo fantasma. El aire
era cálido y húmedo y la estancia tenía un olor curiosamente abatido: el olor
de la nieve adherida a la suela de los zapatos que ahora se derretía frente a
la chimenea. Miré por los ventanales, hojeé uno o dos periódicos y luego,
armándome de valor, me dirigí al hombre de hielo y le hablé.
Tiendo a ser
tímida con extraños, y salvo que haya una buena razón no acostumbro platicar
con gente que no conozco. Pero pese a todo me sentí impelida a hablar con el
hombre de hielo. Era mi última noche en el hotel, y temía que si dejaba pasar
la oportunidad nunca volvería a conversar con alguien así. —¿No esquías? —le
pregunté del modo más casual que pude.
Alzó el rostro
con lentitud, como si hubiera oído un ruido lejano, y me miró con esos ojos.
Después negó con la cabeza.
—No esquío
—dijo—. Me gusta sentarme aquí a leer y observar la nieve. Encima de él las
palabras formaron nubes blancas semejantes a los globos de un cómic. De hecho
pude ver las palabras en la atmósfera, hasta que las borró con un dedo
escarchado. No supe qué decir a continuación. Me sonrojé y me quedé inmóvil. El
hombre de hielo me vio a los ojos y pareció esbozar una sonrisa tenue.
—¿Quieres sentarte? —preguntó—. Te intereso, ¿verdad? Quieres saber qué es un
hombre de hielo. —Rió—. Tranquila, no hay por qué preocuparse. No vas a
resfriarte sólo por hablar conmigo.
Nos sentamos
juntos en un sofá en un rincón del lobby y vimos danzar los copos de nieve a
través de la ventana. Pedí un chocolate caliente y lo bebí, pero él no ordenó
nada. Al parecer era tan torpe como yo a la hora de entablar una conversación.
No sólo eso, sino que daba la impresión de que no teníamos ningún tema en
común. Al principio hablamos del clima. Luego, del hotel.
—¿Estás solo? —le
pregunté. —Sí —contestó. Después preguntó si me gustaba esquiar. —No mucho
—dije—. Vine únicamente porque mis amigos insistieron. De hecho casi no esquío.
Había tantas
cosas que quería saber. ¿Realmente su cuerpo era de hielo? ¿Qué comía? ¿Dónde
pasaba los veranos? ¿Tenía familia? Cosas por el estilo. Pero el hombre de
hielo no habló de sí mismo, y yo me abstuve de hacerle preguntas personales.
En lugar de eso,
habló de mí. Sé que es difícil creerlo, pero de alguna manera sabía todo sobre
mí. Sabía quiénes eran los miembros de mi familia; sabía mi edad, mis
preferencias y aversiones, mi estado de salud, a qué escuela iba, qué amigos
frecuentaba. Sabía incluso cosas que me habían ocurrido hacía tanto tiempo que
hasta las había olvidado.
—No entiendo
—dije, confundida. Me sentía como si estuviera desnuda ante un extraño—.
¿Cómo sabes tanto
de mí? ¿Puedes leer la mente? —No, no puedo leer la mente ni nada parecido.
Sólo sé —respondió—. Sólo sé. Es como si mirara con fuerza dentro del hielo:
cuando te miro así, de pronto veo perfectamente cosas acerca de ti. —¿Puedes
ver mi futuro? —le pregunté. —No puedo ver el futuro —dijo con calma—. El
futuro no me puede interesar para nada; para ser más preciso, no sé qué
significa. Eso es porque el hielo no tiene futuro; todo lo que posee es el
pasado que encierra. El hielo es capaz de preservar las cosas de esa forma:
limpia y clara y tan vívidamente como si aún existieran. Ésa es la esencia del
hielo. —Qué bonito —dije, y sonreí—. Me alegra escucharlo. A fin de cuentas, lo
cierto es que no me importa averiguar mi futuro.
Nos volvimos a
encontrar en varias ocasiones, una vez que regresamos a la ciudad. A la larga
comenzamos a salir. No íbamos al cine, sin embargo, ni a tomar café. Ni
siquiera íbamos a restaurantes. Era raro que el hombre de hielo comiera algo.
En lugar de eso, solíamos sentarnos en una banca en el parque a hablar de
distintas cosas: de todo salvo de él.
—¿Por qué? —le
pregunté un día—. ¿Por qué no hablas de ti? Quiero conocerte mejor. ¿Dónde
naciste? ¿Cómo son tus padres? ¿Cómo te convertiste en un hombre de hielo?
Me observó un
rato y luego sacudió la cabeza. —No lo sé —dijo nítida, serenamente, exhalando
una bocanada de palabras blancas—. Conozco la historia de todo lo demás, pero
yo carezco de pasado.
No sé dónde nací
ni cómo eran mis padres; ni siquiera sé si los tuve. Ignoro qué tan viejo soy;
ignoro, aun más, si tengo edad.
El hombre de
hielo era tan solitario como un iceberg en la noche oscura.
Me enamoré
perdidamente del hombre de hielo. Él me amaba tal como era: en el presente, sin
ningún futuro. Yo, por mi parte, lo amaba tal como era: en el presente, sin
ningún pasado. Incluso empezamos a hablar de matrimonio.
Yo acababa de
cumplir veinte años y él era mi primer amor real. En aquella época ni siquiera
podía imaginar qué significaba amar a un hombre de hielo. Pero dudo que haberme
enamorado de un hombre común hubiera aclarado mi noción del amor.
Mi madre y mi
hermana mayor se oponían con firmeza a que me casara con él. —Estás muy joven
para casarte —decían—. Además, no sabes nada de su vida. Vaya, no sabes dónde
ni cuándo nació. ¿Cómo decirles a nuestros parientes que te casarás con alguien
así? Por si fuera poco, hablamos de un hombre de hielo: ¿qué vas a hacer si de
pronto se derrite? Parece que ignoras que el matrimonio implica un compromiso
auténtico.
Sus
preocupaciones, no obstante, eran infundadas. Al fin y al cabo, un hombre de
hielo no está hecho verdaderamente de hielo. Por más calor que haga no se va a
fundir. Se le llama así porque su cuerpo es frío como el hielo pero su
constitución es distinta, y no es la clase de frialdad que roba la calidez de
la gente.
De modo que nos
casamos. Nadie bendijo la unión, ningún amigo o pariente compartió nuestra
alegría. No hubo ceremonia, y a la hora de anotar mi nombre en su registro
familiar, bueno, resultó que el hombre de hielo no tenía. Así que simplemente
decidimos que estábamos casados. Compramos un pequeño pastel y lo comimos
juntos: ésa fue nuestra modesta boda.
Rentamos un
departamento diminuto, y el hombre de hielo comenzó a ganarse la vida en un
depósito de carne congelada. Podía soportar las más bajas temperaturas, y por
mucho que trabajara nunca se sentía exhausto. Le caía muy bien al patrón, que
le pagaba mejor que al resto de los empleados. Llevábamos una rutina feliz, sin
molestar y sin que nos molestaran.
Cuando él me
hacía el amor, en mi mente aparecía un trozo de hielo que estaba segura existía
en algún sitio en medio de una soledad imperturbable. Pensaba que quizá él
sabía dónde se hallaba. Era un pedazo de hielo duro, tanto que yo imaginaba que
nada podía igualar su dureza. Era el trozo de hielo más grande del orbe. Se
encontraba en un lugar muy lejano, y el hombre de hielo transmitía la memoria
de esa gelidez tanto a mí como al mundo.
Al principio me
sentía turbada cuando él me hacía el amor, aunque al cabo de un tiempo me
acostumbré. Incluso me empezó a agradar el sexo con el hombre de hielo. De
noche compartíamos en silencio esa enorme mole congelada en la que cientos de
millones de años — todos los pasados del mundo— se almacenaban.
En nuestro
matrimonio no había problemas de consideración. Nos amábamos profundamente,
nada se interponía entre nosotros. Queríamos tener un hijo, algo que se
antojaba imposible tal vez porque los genes humanos no se mezclan fácilmente
con los de un hombre de hielo. En cualquier caso, fue en parte debido a la
ausencia de hijos que de golpe me vi con tiempo de sobra. Terminaba con todas
las labores hogareñas por la mañana y después no tenía nada qué hacer. No había
amigos con los que pudiera platicar o salir y tampoco congeniaba con los
vecinos del barrio.
Mi madre y mi
hermana aún estaban furiosas conmigo por haberme casado con el hombre de hielo
y no daban señales de querer verme de nuevo. Y pese a que, con el paso de los
meses, la gente a nuestro alrededor empezó a platicar con él de vez en cuando,
en lo más hondo de sus corazones todavía no aceptaban al hombre de hielo ni a
mí, que lo había desposado. Éramos distintos a ellos, y ni todo el tiempo del
mundo podría salvar el abismo que nos separaba.
Así que mientras
el hombre de hielo trabajaba yo me quedaba en el departamento, leyendo libros o
escuchando música. Sea como sea prefiero por lo general estar en casa, y no me
importa la soledad. Pero aún era joven, y hacer lo mismo día tras día comenzó a
incomodarme a la larga. Lo que dolía no era el tedio sino la repetición.
Por eso un día le
dije a mi marido: —¿Qué tal si para variar viajamos a algún lado? —¿Un viaje?
—contestó. Entrecerró los ojos y me miró—. ¿Por qué se te ocurre que debemos
viajar? ¿No estás contenta aquí conmigo? —No es eso —dije—. Soy feliz. Pero
estoy aburrida. Tengo ganas de viajar a un sitio lejano para ver cosas que
jamás he visto. Quiero saber qué se siente respirar aire nuevo.
¿Comprendes?
Además, aún no hemos tenido nuestra luna de miel. Contamos con ahorros y tus
días de vacaciones se acercan. ¿No es hora de que huyamos de aquí para
descansar un poco? El hombre de hielo lanzó un suspiro glacial y profundo que
se cristalizó en la atmósfera con un sonido tintineante. Entrelazó sus largos
dedos sobre las rodillas y dijo: —Bueno, si en serio te mueres por viajar no
tengo nada en contra. Iré a donde sea si eso te hace feliz. Pero ¿sabes a dónde
quieres ir? —¿Qué tal si vamos al Polo Sur? —dije. Elegí el Polo Sur porque
estaba segura de que al hombre de hielo le interesaría visitar un lugar frío.
Y, para ser sincera, siempre había querido viajar ahí. Quería vestir un abrigo
de pieles con capucha, ver la aurora austral y una bandada de pingüinos.
Al oír esto mi
esposo me vio directamente a los ojos, sin parpadear, y yo sentí como si una
afilada estalactita me taladrara hasta la parte trasera del cráneo. Permaneció
un rato en silencio y al fin dijo, con voz fulgurante: —De acuerdo, si eso es
lo que quieres, vamos al Polo Sur. ¿Estás absolutamente convencida de que es lo
que deseas? Fui incapaz de responder de inmediato. El hombre de hielo me había
clavado su mirada durante tanto tiempo que sentía adormecido el interior de mi
cabeza. Luego asentí.
Con el tiempo,
sin embargo, fui arrepintiéndome de haber propuesto la idea de viajar al Polo
Sur. Ignoro por qué, pero me dio la impresión de que en cuanto mencioné las
palabras “Polo Sur” algo cambió dentro de mi marido. Sus ojos se aguzaron, su
aliento comenzó a salir más blanco, la escarcha de sus dedos aumentó. Ya casi
no hablaba conmigo, y dejó de comer por completo. Todo ello me hizo sentir muy
insegura.
Cinco días antes
de nuestra partida, me armé de valor y dije: —Olvidémonos de visitar el Polo
Sur. Ahora que lo pienso me doy cuenta de que va a hacer mucho frío, lo que
quizá no es bueno para la salud. Empiezo a creer que tal vez sea mejor ir a un
lugar más ordinario. ¿Qué tal Europa? Vámonos de vacaciones a España. Podemos
beber vino, comer paella y ver una corrida de toros o algo así.
Pero mi esposo no
me prestó atención. Durante unos minutos se quedó con la mirada perdida en el
espacio. Después dijo: —No, España no me atrae particularmente: demasiado
calurosa para mí. Demasiado polvo, comida muy condimentada. Además, ya compré
los boletos para el Polo Sur y hay un abrigo de pieles y botas especiales para
ti. No podemos tirar todo a la basura. Ahora que llegamos tan lejos no se puede
dar marcha atrás.
La verdad es que
estaba asustada. Tenía la sospecha de que si íbamos al Polo Sur nos sucedería
algo que seríamos incapaces de remediar. Sufría una pesadilla recurrente,
siempre la misma: daba un paseo y caía en una grieta insondable que se había
abierto a mis pies. Nadie me encontraría y yo me congelaría. Encerrada en el
hielo, escrutaría la bóveda celeste. Estaría consciente pero no podría mover ni
un dedo. Descubriría que poco a poco me transformaba en el pasado. Las personas
que me observaban, que veían en lo que me había convertido, miraban el pasado.
Yo era una escena que retrocedía, alejándose de ellas.
Y entonces
despertaba para toparme con el hombre de hielo durmiendo junto a mí.
Acostumbraba dormir sin respirar, como un difunto. Aunque lo amaba. Yo empezaba
a llorar y mis lágrimas goteaban en su mejilla y él se incorporaba para
abrazarme. —Tuve una pesadilla —le decía. —Es sólo un sueño —me contestaba—.
Los sueños vienen del pasado y no del futuro. No estás atada a ellos, tú eres
quien los atas. ¿Lo entiendes? —Sí —decía yo pese a no estar convencida.
No hallé una
buena razón para cancelar el viaje, de modo que al final mi marido y yo
abordamos un avión rumbo al Polo Sur. Todas las aeromozas se veían taciturnas.
Yo quería admirar el paisaje por la ventanilla, pero las nubes eran tan espesas
que obstaculizaban la visibilidad. Al cabo de un rato la ventanilla se cubrió
con una capa de hielo. Mi esposo iba sentado en silencio, absorto en un libro.
Yo no sentía ni un gramo de la excitación que implica salir de vacaciones.
Actuaba como autómata, haciendo cosas que ya estaban decididas.
Al bajar por la
escalerilla y tocar el suelo del Polo Sur, noté que el cuerpo de mi marido se
cimbraba. Duró menos que un parpadeo, apenas medio segundo, y su expresión no
varió, pero lo advertí con claridad. Algo dentro del hombre de hielo se había
agitado secreta, violentamente. Se detuvo y estudió el cielo, después sus
manos. Soltó un enorme suspiro. Entonces me miró y sonrió. Dijo: —¿Es éste el
sitio que querías conocer? —Sí —respondí—. Así es.
El desamparo del
Polo Sur rebasó todas mis expectativas. Casi nadie vivía ahí. Había únicamente
un pueblo pequeño, anodino, con un hotel que era también, por supuesto, pequeño
y anodino. El Polo Sur no era un destino turístico. No había pingüinos. No se
podía ver la aurora austral. No había árboles, flores, ríos ni estanques. A
dondequiera que iba sólo había hielo. El erial congelado se extendía por
doquier, hasta donde alcanzaba la vista.
Mi esposo, no
obstante, caminaba con entusiasmo de un lado a otro como si no tuviera
suficiente. Aprendió pronto el idioma local, y platicaba con los lugareños con
una voz en la que se detectaba el sordo rugido de una avalancha. Charlaba con
ellos durante horas con una expresión seria en el rostro, pero yo no tenía
manera de saber de qué hablaban. Sentía como si mi marido me hubiera
traicionado y dejado a que me cuidara yo sola. Ahí, en ese orbe sin palabras
rodeado de hielo sólido, perdí a la larga toda mi energía. Poco a poco, poco a
poco.
Al final ya no
tenía ni la fuerza necesaria para enojarme. Era como si en algún punto hubiera
extraviado la brújula de mis emociones. Había perdido la noción de a dónde me
dirigía, la noción del tiempo, la noción de mí misma. Ignoro en qué momento
esto comenzó o cuándo concluyó, pero al recobrar la conciencia me encontraba en
un mundo de hielo, un invierno eterno drenado de color, cercada por mi soledad.
Aun al cabo de
que me abandonaran casi todas mis sensaciones, no se me escapaba lo siguiente:
en el Polo Sur mi esposo no era el mismo hombre de antes. Me atendía igual que
siempre, me hablaba con cariño. Sabía que en verdad profesaba las cosas que me
decía. Pero también sabía que ya no era el hombre de hielo que yo había
conocido en el hotel para esquiadores. Sin embargo, no había forma de
comunicarle esto a nadie. Toda la gente del Polo Sur lo quería, y sea como sea
no podían comprender ni media palabra de lo que yo expresaba. Exhalando su
aliento blanco, intercambiaban bromas y discutían y cantaban canciones en su
idioma mientras yo permanecía sentada en nuestra habitación, mirando un cielo
gris que no daba señales de despejarse en los meses venideros. El avión que nos
trajo había desaparecido mucho tiempo atrás y la pista de aterrizaje no tardó
en ser cubierta por una firme capa de hielo, al igual que mi corazón.
—Ha llegado el
invierno —dijo mi marido—. Será muy largo y no habrá más aviones ni barcos.
Todo se ha congelado. Parece que tendremos que quedarnos aquí hasta la
primavera. Unos tres meses después de arribar al Polo Sur, caí en la cuenta de
que estaba embarazada. El bebé, lo asumí desde el inicio, sería un pequeño
hombre de hielo. Mi útero se había congelado, mi líquido amniótico era
aguanieve. Sentía su frialdad dentro de mí. Mi hijo sería idéntico a su padre,
con ojos como carámbanos y dedos escarchados. Y nuestra nueva familia jamás se
mudaría del Polo Sur. El pasado perpetuo, denso más allá de todo juicio, nos
tenía en su poder. Nunca nos libraríamos de él.
Ahora ya casi no
me queda corazón. Mi calor se ha ido muy lejos; en ocasiones olvido que existió
alguna vez. En este sitio soy la persona más solitaria del mundo. Cuando lloro,
el hombre de hielo besa mi mejilla y mi llanto se endurece. Toma las lágrimas congeladas
y se las lleva a la lengua. —¿Ves cuánto te amo? —murmura. Dice la verdad. Pero
un viento que sopla desde ninguna parte arrastra sus palabras blancas hacia
atrás, rumbo al pasado.
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