Volando
Mo Yan
Tras mostrar sus respetos al Cielo y la Tierra,
Hong Xi, un hombre corpulento y moreno, no podía contener su excitación. El
rostro de su prometida, cubierto por el velo, estaba oculto para él, pero sus
largos y hermosos brazos, así como su esbelta cintura, revelaban que era más
bella que la mayoría de las chicas de la provincia norteña de Jiaozhou. Hong
Xi, de cuarenta años de edad y con el rostro gravemente picado por la viruela,
era uno de los solteros más destacados en el pueblo de Gaomi, al noreste. Su
anciana madre había acordado que contrajera matrimonio con Yanyan a cambio de
que su hija, Yanghua, una de las mujeres más hermosas de Gaomi, se casara con
el hermano mayor de Yanyan, que era mudo. Profundamente conmovido por el
sacrificio de su hermana, Hong Xi pensó en la confusión en la que crecerían los
hijos de su hermana, y entre estos sentimientos entrelazados nació una
hostilidad hacia su prometida.
—Mudo, si le haces algo a mi hermanita, lo pagaré
con la tuya.
Era mediodía cuando la nueva esposa de Hong Xi
atravesó la habitación nupcial. Unos niños traviesos habían hecho agujeros en
el papel rosa que recubría las ventanas para observar boquiabiertos a la novia
mientras se sentaba en el borde de la cama de piedra. Una vecina le dio una
palmadita en el hombro a Hong Xi entre risas.
—Cariño, ¡eres un hombre afortunado! Tienes una
flor de loto pequeña y sensible, de modo que debes tratarla con delicadeza.
Hong Xi jugueteó con sus pantalones y se rio en
voz baja. Las marcas de su cara se pusieron rojas.
El sol colgaba inmóvil en el cielo, mientras Hong
Xi paseaba de un lado a otro por el jardín, esperando a que llegara la noche.
Su madre se acercó cojeando con su bastón.
—Xi, hay algo de mi nuera que me preocupa. Ten
cuidado de que no se escape.
—No se preocupe Madre. Con Yanghua rondando por
allí, no se irá a ninguna parte. Son como chicharras unidas por una cuerda.
Ninguna puede huir sin la otra.
Mientras madre e hijo estaban hablando, la nuera
entró en el jardín acompañada por dos damas de honor. La madre de Hong Xi
farfulló molesta.
—¿Dónde se ha visto que una novia se levante de
la cama antes del anochecer para orinar? Esto demuestra que el matrimonio no
durará. Creo que está tramando algo.
Pero Hong Xi estaba demasiado absorto en la
belleza de su mujer como para compartir la preocupación de su madre. Tenía la
cara larga, unas cejas hermosas, la nariz elevada, y los ojos sesgados como los
de un fénix. Sin embargo, en cuanto ella vislumbró las marcas de la cara de
Hong Xi, se paró en seco y, después de un largo silencio, soltó un grito y
salió corriendo. Las damas de honor trataron de sujetarla por los brazos,
rasgando y arrancando su vestido rojo, exponiendo a la vista de todos la piel
blanca, nívea, de sus brazos, su esbelto cuello, así como la camisa roja que
usaba como ropa interior.
Hong Xi estaba aturdido. Golpeándolo en la cabeza
con su bastón, su madre le gritó:
—¡Ve tras ella, imbécil!
Eso hizo que espabilara y salió dando tumbos tras
ella.
Yanyan se deslizó a la calle, arrastrando su
cabello suelto como la cola de un pájaro.
—¡Deténganla! —gritó Hong Xi—. ¡Deténganla!
Sus gritos sacaron fuera de sus casas a un
enjambre de personas a la calle, desatando frenéticos ladridos en una docena o
más de perros feroces.
Yanyan dobló por una calle y se dirigió al sur,
hacia un campo donde las espigas de trigo se inclinaban con el viento, sus
puntas florecidas subiendo y bajando como las olas de un océano verde. Yanyan
atravesó las olas de trigo, que le llegaban por la cintura, su verdor
resaltando con la camisa roja y los brazos de un blanco lechoso, un cuadro
encantador en movimiento.
Una novia huyendo de su boda era una vergüenza
para el pueblo de Gaomi. De modo que los hombres del pueblo se unieron a la
persecución con sed de venganza, yendo a por ella desde todas partes. Los
perros también, saltando y dando brincos entre las olas verdes.
A medida que la red humana se cerraba en torno
suyo, Yanyan se zambulló de cabeza en las olas de trigo.
Hong Xi suspiró aliviado. Los perseguidores
aminoraron el paso, respirando con dificultad. Frotándose las manos, se
movieron con sigilo, como pescadores tendiendo una red.
A medida que la ira se extendía por su corazón,
todo lo que Hong Xi podía pensar era en la paliza que le iba a dar una vez que
la cogieran.
De repente, un rayo de luz roja se alzó por
encima del campo de trigo, dejando de piedra a la multitud que estaba debajo,
que cayó fulminada al suelo. Entonces contemplaron a Yanyan, sus manos se
agitaban en el aire y sus piernas estaban juntas, como una espléndida mariposa,
mientras se elevaba con energía sobre el círculo de personas.
Todos se quedaron clavados como estatuas,
pasmados mientras ella movía los brazos y planeaba sobre ellos; entonces
comenzó a volar, lo suficientemente lento como para que ellos siguieran los
pasos de su sombra si quisieran correr tras ellos. Apenas estaba a seis o siete
metros sobre sus cabezas y, sin embargo, era tan grácil, tan adorable. Habían
pasado cosas muy raras en el poblado de Gaomi, casi todo lo que puedas
imaginar, pero era la primera vez que una mujer se elevaba por los aires.
Cuando el asombro desapareció, la gente retomó la
caza. Algunos corrieron a sus casas y volvieron en bicicleta para continuar la
persecución de su sombra, esperando a que aterrizara para poder atraparla.
La chica voladora y la gente por debajo eran
actores de un apasionante drama de persecución y captura en medio de los gritos
proferidos por los campos. Algunos forasteros se unieron a los transeúntes que
estiraban el cuello para contemplar el extraño suceso del cielo. La mujer
volaba con una elegancia cautivadora; sus perseguidores, debiendo siempre alzar
la vista mientras corrían, se tropezaban con los surcos del campo, cayéndose y
chocando los unos con los otros como un ejército en desbandada.
Finalmente, Yanyan se posó sobre un bosque de
pinos que rodeaba el viejo cementerio al este, a las afueras del pueblo. Los
pinos negros, que se extendían por media hectárea, vigilaban los cientos de
túmulos bajo los que yacían los ancestros de Gaomi. Los árboles, muy antiguos,
se alzaban derechos y altos, perforando con sus puntas las nubes más bajas. El
viejo cementerio, unido al bosque de pinos negros, era el lugar más aterrador y
sagrado del pueblo. Sagrado porque era el lugar donde reposaban los ancestros
del pueblo; aterrador debido a todos los incidentes con fantasmas que habían
ocurrido.
Yanyan se posó en la copa del pino más alto y más
viejo, en el mismo centro del cementerio. La gente la siguió hasta ahí, y
entonces se pararon y miraron hacia lo alto, donde ella descansaba suavemente
sobre las ramas más altas y finas del árbol que soportaban con facilidad su
peso, a pesar de que debía pesar más de cuarenta y cinco kilos; todo ello
asombraba a las personas que miraban desde abajo.
Una docena de perros alzó sus cabezas y aulló
hacia donde levitaba Yanyan.
—¡Baja, baja aquí ahora mismo! —gritó Hong Xi.
Los ladridos de los perros y los gritos de Hong
Xi cayeron en saco roto. Yanyan permanecía sentada, indiferente, subiendo y
bajando con cada golpe de la brisa.
La multitud pronto comenzó a cansarse de estar
ahí sin hacer nada, a excepción de algunos niños que armaban jaleo y gritaban.
—¡Novia, la que está ahí arriba, novia, déjanos
verte volar!
Yanyan levantó los brazos. «Vuela —gritaron los
niños—, va a volar». Pero no lo hizo. En lugar de eso, se pasó los dedos por el
pelo, como un pájaro cuando se arregla las plumas con su pico.
Hong Xi se arrodilló y comenzó a gemir.
—Amigos, hermanos, querido pueblo, ayudadme a
encontrar un modo para bajarla. ¡Sabéis lo difícil que ha sido para mí
encontrar una mujer!
En ese momento llegó la madre de Hong Xi en un
burro. Se bajó del lomo del animal, quejándose de dolor al tropezarse contra el
suelo.
—¿Dónde está? —preguntó la anciana a Hong Xi—.
¿Dónde está?
Hong Xi señaló a la copa del árbol con la mano, y
la anciana miró a su nuera, encaramada en lo alto del árbol.
—¡Demonio, es un demonio!
Montaña de Hierro, el jefe del pueblo, dijo:
—Debemos encontrar el modo para hacer que baje,
sea un demonio o no. Esto tiene que acabarse, como todo lo demás.
—Anciano —dijo la mujer—, por favor hazte cargo
de esto, te lo ruego.
A lo que replicó Montaña de Hierro:
—Esto es lo que haremos. Primero, enviaremos a
alguien al poblado norteño de Jiaozhou para traer a su madre, a su hermano y a
Yanghua. Entonces, si no baja, retendremos a Yanghua aquí y no la dejaremos
volver. A continuación, enviaremos a gente a casa para que hagan arcos y
flechas y corten grandes palos. Si nada de esto funciona, la bajaremos de malas
maneras. E informaremos de esto al gobierno local. Dado que Hong Xi y ella son
marido y mujer, el gobierno con toda seguridad tomará cartas en el asunto
salvaguardando las leyes matrimoniales. Así sea entonces. Hong Xi, tú la
vigilarás desde aquí abajo. Enviaremos a alguien de vuelta con un gong. Si pasa
algo, golpéalo con todas tus fuerzas. Por el modo en que se está comportando,
estoy completamente seguro de que está poseída. Tendremos que regresar al
pueblo y matar un perro para poder tener un poco de sangre animal a mano por si
la necesitáramos.
La multitud se dispersó y se dirigió a hacer los
preparativos. La madre de Hong Xi insistió en quedarse con su hijo, pero
Montaña de Hierro se mantuvo firme.
—No seas idiota. ¿Qué esperas conseguir
quedándote aquí? Si la situación se pone fea, estarás en medio del meollo. Vete
a casa.
Viendo que era inútil discutir, la anciana dejó
que la subieran al lomo del burro y abandonó el lugar llorando y lamentándose.
Ahora que el tumulto había disminuido, Hong Xi,
que era conocido como una de las almas más valientes del poblado de Gaomi,
encontró desasosiego en la calma. Mientras el sol se ponía por el Oeste, los
vientos se arremolinaban y gemían entre los árboles. Dejó caer la cabeza y
masajeó su cuello dolorido, sentándose en una roca cercana. Se estaba
encendiendo un cigarrillo cuando una risa siniestra descendió desde lo alto. Se
le pusieron los pelos de punta, y sintió escalofríos en todo el cuerpo. La
cerilla se apagó con rapidez, y se puso de pie para retroceder varios pasos y
mirar hacia la copa del árbol.
—No intentes trucos espeluznantes conmigo. Espera
a que te ponga las manos encima.
Con la puesta de sol como telón de fondo, la
camiseta roja de Yanyan parecía estar en llamas, irradiando su rostro dorado.
No había razón para pensar que la risa siniestra hubiera procedido de ella. Una
bandada de cuervos que regresaba a sus nidos voló por encima, lanzando sus
excrementos grises como si de gotas de lluvia se tratara. Muchas de ellas
cayeron sobre su cabeza. Escupió en el suelo, sintiendo que le estaba
persiguiendo la mala suerte. La copa del árbol continuaba radiante con la luz,
a pesar de que el pinar se estaba volviendo negro y los murciélagos habían
empezado a revolotear con destreza entre los árboles. Los zorros aullaban en el
cementerio. Sus miedos regresaron.
Los espíritus estaban por todo el bosque, podía
sentirles; sus oídos se inundaron con todo tipo de sonidos. La risa siniestra
seguía apareciendo, y cada vez que irrumpía le provocaba sudores fríos. Recordó
que morderse la punta del dedo corazón era la mejor manera de mantener alejados
a los espíritus, de modo que así hizo, y el dolor punzante le despejó la mente.
Ahora podía ver que el pinar no era tan oscuro como le parecía un momento
antes. Filas de túmulos funerarios y lápidas adquirían forma. Era capaz de
distinguir los troncos de los árboles, surcados por los últimos rayos de sol.
Algunos cachorros de zorros estaban retozando entre las lápidas, vigilados por
su madre, tumbada sobre la hierba, y cada cierto tiempo manifestaban su
presencia aullando. Cuando miró de nuevo hacia el cielo vio a Yanyan, que no se
había movido; alrededor de ella volaban cuervos.
Un niño pequeño y pálido apareció de entre dos
árboles y le entregó el gong y una maza, un hacha y una torta. El chico le
contó que Montaña de Hierro estaba supervisando la fabricación de arcos y
flechas, que se había enviado gente a Jiaozhou y que los líderes del pueblo se
estaban tomando el incidente muy en serio; enviarían a alguien muy pronto. Hong
Xi debía satisfacer su hambre con la torta y mantenerse alerta. Debía hacer
sonar el gong si pasaba algo.
Una vez que el niño se marchó, Hong Xi dejó el
gong en la lápida, colocó el hacha en su cinturón y comenzó a devorar la torta.
Cuando la hubo acabado, sacó el hacha y gritó:
—¿Vas a bajar sí o no? Si no lo haces talaré el
árbol.
Ninguna respuesta por parte de Yanyan.
Así que Hong Xi hundió el hacha en el árbol, que
tembló del golpe. Yanyan seguía sin decir nada. El hacha estaba clavada tan
profundo que no podía quitarla.
—¿Estará muerta? —se preguntó Hong Xi.
Ajustando su cinturón y quitándose los zapatos,
Hong Xi comenzó a escalar. La corteza áspera hacía que fuera sencillo subir, y
cuando había escalado la mitad del árbol, se paró para echar un vistazo. Todo
lo que podía ver desde su perspectiva eran sus piernas colgando y sus nalgas
descansando sobre la rama. «Deberíamos estar en la cama ahora mismo, pero en
lugar de eso me tienes trepando por un árbol», pensó enfadado. Su rabia se
transformó en energía, y a medida que el tronco se estrechaba, las ramas eran
menos numerosas, haciéndole más fácil alzarse entre la enramada, en la que
aseguró los pies para tratar de agarrarla con sigilo. Pero nada más tocar la
punta de su pie, escuchó un largo suspiro y sintió las ramas crujir por debajo
de él.
Motas de oro saltaron por los aires, como las
escamas doradas de la carpa. Yanyan agitó los brazos e izó el vuelo desde las
ramas. Entonces, con sus cuatro extremidades en acción y su pelo flotando en el
aire, voló hasta la copa de otro árbol. Hong Xi estaba preocupado al notar que
su capacidad de vuelo había mejorado sensiblemente desde el campo de trigo.
Ella se sentó en lo más alto del árbol con la
misma postura que en el primero. Vuelta hacia el sonrosado atardecer, lanzó un
suspiro tan conmovedor como una flor en primavera.
—Yanyan —la llamó Hong Xi entre lágrimas—, mi
querida esposa, ven a casa y vive conmigo. Si no lo haces, no dejaré que
Yanghua se acueste con tu hermano el Mudo…
Su lamento no se había extinguido aún en el aire
cuando escuchó un aterrador crac debajo de él mientras la rama se partía y le
enviaba al suelo, contra el que se estampó como un trozo de carne. Se quedó
tendido un buen rato hasta que se puso de pie apoyándose en la alfombra de las
hojas descompuestas del pino, para después dar un par de pasos ayudándose del
tronco. Con excepción de los lógicos dolores, parecía estar intacto: ningún
hueso roto. Miró al cielo buscando a Yanyan y todo lo que vio fue la luna,
cuyos rayos acuosos se filtraban por entre las ramas de los pinos para herir la
superficie de una lápida aquí, la esquina de un túmulo ahí, o bien sobre el
musgo. Yanyan estaba bañada por la luz de la luna, un pájaro grande y hermoso
posado en mitad de la noche en lo más alto de un árbol.
Alguien más allá del pinar gritó su nombre. Él
respondió con otro grito. Recordó el gong que estaba sobre la piedra y lo
cogió, pero no encontraba por ningún lado la maza.
Una muchedumbre muy ruidosa entró en el bosque
con antorchas, faroles y linternas, dirigiendo los haces de luz hacia los
espacios entre los árboles, disipando los rayos de la luna.
Entre ella se encontraba la anciana madre de
Yanyan, el hermano mudo, mayor que ella, y la hermana de Hong Xi, Yanghua.
También vio a Montaña de Hierro y a siete u ocho hombres del pueblo sanos, con
arcos y flechas a su espalda. Otros venían ataviados con largos troncos, o
escopetas de caza, e incluso redes para pájaros. Un hombre joven y atractivo
con un uniforme color verde militar sostenía un revólver. Se trataba de un
policía local.
Percatándose de los moratones y arañazos del
rostro de Hong Xi, Montaña de Hierro preguntó:
—¿Qué ha pasado?
—No es nada —contestó.
—¿Dónde está? —inquirió la madre de Yanyan en voz
alta.
Alguien apuntó con la linterna a la copa del
árbol, alumbrando directamente la cara de Yanyan. La gente escuchó cómo crujían
las ramas superiores, y vieron cómo una sombra oscura se desplazaba en silencio
hacia la copa de otro árbol.
—¡Cabrones! —maldijo la madre de Yanyan—. Sé que
habéis matado a mi hija y habéis inventado una historia para engañar a esta
vieja viuda y a su hijo huérfano. ¿Cómo puede una chica volar como un búho?
—Cálmese Tía —dijo Montaña de Hierro—. Nosotros
tampoco lo habríamos creído si no lo hubiéramos visto con nuestros propios
ojos. Déjeme preguntarle, ¿estudió su hija en alguna ocasión con algún maestro?
¿Aprendió alguna destreza extraña? ¿Se juntaba con brujas? ¿Hechiceros?
—Mi hija nunca ha estudiado con un maestro —dijo
la madre de Yanyan—, ni ha aprendido destrezas extrañas. Y por supuesto que no
se ha juntado con brujas o hechiceros. Nunca permití que estuviera lejos de mi
vista mientras crecía, y ella hacía lo que le decía. Los vecinos decían que
tenía una niña muy buena. Y ahora esta jovencita pasa un día en vuestra casa y
se convierte en un águila sobre un árbol. ¿Cómo ha pasado? No descansaré hasta
descubrir qué le habéis hecho. ¡Devolvedme a mi Yanyan o jamás tendréis a
Yanghua!
—Basta ya de discusiones, Vieja Tía —dijo el
policía—. Mantén los ojos fijos en el árbol.
Apuntó con la linterna a la sombra del árbol, y
entonces la encendió, dirigiendo la luz a la cara de Yanyan. Con un batir de
sus brazos, se alzó en el aire y voló hacia la copa de otro árbol.
—¿Has visto eso, Tía? —preguntó el policía.
—Sí —contestó la madre de Yanyan.
—¿Es tu hija?
—Es mi hija.
—No queremos tomar medidas drásticas a menos que
nos veamos obligados a ello —dijo el policía—. Ella te escuchará si le pides
que baje.
Justo en ese momento el hermano mudo de Yanyan
comenzó a gruñir excitado y a agitar los brazos, como si tratara de imitar el
vuelo de su hermana.
La madre de Yanyan se echó a llorar.
—¿Qué he hecho en otra vida como para merecer
esto?
—Trate de no llorar, Tía —dijo el policía—.
Concéntrese en bajar a su hija de ahí.
—Siempre ha sido una chica con mucho carácter.
Tal vez no me escuche —admitió con tristeza la madre de Yanyan.
—No es momento para la timidez, Tía —dijo el
policía—. Llámela.
Con pasos remilgados sobre sus pies diminutos, la
madre de Yanyan caminó hacia el árbol sobre el que se había posado su hija,
inclinó la cabeza y comenzó a llamarla entre lágrimas.
—Yanyan, sé una buena chica y escucha a tu madre.
Por favor, ven aquí abajo… Sé que te han tratado mal, pero esto no ayuda nada.
Si no bajas, no podremos retener a Yanghua, y si eso sucede, nuestra familia
está acabada.
En ese momento la anciana se vino abajo y comenzó
a gemir mientras apoyaba su cabeza contra el tronco del árbol. Un sonido áspero
descendió desde la copa, el tipo de sonido que se escucha cuando un pájaro
agita sus plumas.
—Sigue hablando —le instó el policía.
El mudo agitó sus brazos y gruñó en voz alta a su
hermana, encima de él.
—Yanyan —gritó Hong Xi—, sigues siendo humana,
¿no es así? Si todavía hay un resquicio de humanidad en ti, bajarás con
nosotros.
Yanghua se unió al lamento.
—Cuñada, te lo ruego baja. Tú y yo somos dos
sufridoras en este mundo. Mi hermano es feo, pero al menos puede hablar. Sin
embargo tu hermano… por favor, ven aquí… es nuestro destino…
Yanyan alzó el vuelo otra vez y trazó círculos
por el cielo encima de la gente. Gotas heladas de rocío cayeron sobre la
superficie: tal vez se trataba de sus lágrimas.
—Apartaos a un lado, dadle un poco de espacio
para que pueda posarse en el suelo —ordenó Montaña de Hierro a la multitud.
Todos excepto la anciana y Yanghua retrocedieron
unos pasos.
Sin embargo, las cosas no salieron como Montaña
de Hierro esperaba, ya que después de trazar varios círculos por encima de
ellos, Yanyan se posó en una rama.
La luna se había deslizado hacia el oeste; estaba
anocheciendo. El cansancio y el frío comenzaron a poseer a la multitud.
—Imagino que tendremos que hacerlo por las malas
—dijo el policía.
Montaña de Hierro añadió:
—Me preocupa que la gente pueda empujarla fuera
del bosque, y si no la cazamos aquí esta noche, será mucho más difícil después.
—Tal y como yo lo veo —dijo el policía— carece de
la habilidad para volar distancias largas, lo que significa que en realidad
será más sencillo cogerla si abandona el bosque.
—¿Pero y si a su familia no le parece bien ese
plan? —preguntó Montaña de Hierro.
—Déjame que me encargue yo de eso —le pidió el
policía.
Regresó y le dijo a alguno de los más jóvenes que
escoltaran al mudo y a su madre fuera del bosque. La anciana, que del llanto
había pasado a un estado catatónico, no ofreció resistencia. El Mudo, por otro
lado, gruñó en señal de desacuerdo, pero en cuanto el policía le mostró su
revólver, se marchó con docilidad. Ahora las únicas personas que permanecían
allí eran el policía, Montaña de Hierro, Hong Xi y dos hombres jóvenes, uno con
un tronco y el otro sujetando la red.
—Un disparo podría alarmar a la población —dijo
el policía—. Usemos el arco y la flecha.
—Con mi vista tan deteriorada no soy el más
indicado —afirmó Montaña de Hierro—. Si le apunto y me desvío aunque solo sea
un poquito, podría matarla. Hong Xi debe hacerlo.
Le pasó el arco de bambú y una flecha afilada,
con una pluma. Hong Xi los cogió pero permaneció de pie, absorto en sus
pensamientos.
—No puedo hacerlo —dijo, dándose cuenta de pronto
de lo que le estaban pidiendo—. No puedo, no lo haré. Es mi mujer, ¿no? Mi
mujer.
—Hong Xi —dijo Montaña de Hierro—, ¡no seas
idiota! En tus brazos es tu esposa, pero posada en lo alto de un árbol no deja
de ser un tipo de pájaro extraño.
—Vosotros dos —dijo el policía molesto—, ¿no vais
a hacer nada? Si vais a quedaros de pie dudando y vacilando, pasadme el arco y
la flecha.
Enfundó el revólver, cogió el arco y la flecha,
apuntó a la figura posada en lo alto del árbol y disparó una flecha. Un ruido
sordo demostró que había dado en el blanco. Las ramas crujieron, y los hombres
vieron cómo Yanyan, con una flecha hundida en su tripa, se levantó a la luz de
la luna para estrellarse contra la copa de un pequeño árbol cercano.
Obviamente, era incapaz de mantener el equilibrio. El policía colocó otra
flecha en el arco, apuntó a Yanyan, que estaba posada en lo alto de un pino no
muy alto, y gritó:
—¡Baja aquí!
La segunda flecha salió disparada antes de que su
grito se apagara; se escuchó un lamento de dolor, y Yanyan cayó de cabeza en el
suelo.
—Maldito cabrón —chilló Hong Xi—, has matado a mi
mujer…
La gente que se había retirado del bosque acudió
con sus faroles y sus antorchas.
—¿Está muerta? —preguntaban ansiosos—. ¿Tiene
plumas en el cuerpo?
Sin articular palabra, Montaña de Hierro cogió el
cubo con la sangre del perro y volcó el contenido sobre el cuerpo de Yanyan.
No hay comentarios:
Publicar un comentario