La oración fúnebre.
Herta Müller
En la estación, los parientes
avanzaban junto al tren humeante. A cada paso agitaban el brazo levantado y
hacían señas.
Un joven estaba de pie tras la
ventanilla del tren. El cristal le llegaba hasta debajo de los brazos. Sostenía
un ramillete ajado de flores blancas a la altura del pecho. Tenía la cara
rígida.
Una mujer joven salía de la estación
con un niño de aspecto inexpresivo. La mujer tenía una joroba.
El tren iba a la guerra.
Apagué el televisor.
Papá yacía en su ataúd en medio de la
habitación. De las paredes colgaban tantas fotos que ya ni se veía la pared.
En una de ellas papá era la mitad de
grande que la silla a la cual se aferraba.
Llevaba un vestido y sus piernas
torcidas estaban llenas de pliegues adiposos. Su cabeza, sin pelo, tenía forma
de pera.
En otra foto aparecía en traje de
novio. Sólo se le veía la mitad del pecho. La otra mitad era un ramillete ajado
de flores blancas que mamá tenía en la mano. Sus cabezas estaban tan cerca una
de la otra que los lóbulos de sus orejas se tocaban.
En otra foto se veía a papá ante una
valla, recto como un huso. Bajo sus zapatos altos había nieve. La nieve era tan
blanca que papá quedaba en el vacío. Estaba saludando con la mano levantada
sobre la cabeza. En el cuello de su chaqueta había unas runas.
En la foto de al lado papá llevaba una
azada al hombro. Detrás de él, una planta de maíz se erguía hacia el cielo.
Papá tenía un sombrero puesto. El sombrero daba una sombra ancha y ocultaba la
cara de papá.
En la siguiente foto, papá iba sentado
al volante de un camión. El camión estaba cargado de reses. Cada semana papá
transportaba reses al matadero de la ciudad. Papá tenía una cara afilada, de
rasgos duros.
En todas las fotos quedaba congelado
en medio de un gesto. En todas las fotos parecía no saber nada más. Pero papá
siempre sabía más. Por eso todas las fotos eran falsas. Y todas esas fotos
falsas, con todas esas caras falsas, habían enfriado la habitación. Quise
levantarme de la silla, pero el vestido se me había pegado a la madera. Mi
vestido era transparente y negro. Crujía cuando me movía. Me levanté y le toqué
la cara a papá. Estaba más fría que los demás objetos de la habitación. Fuera
era verano. Las moscas, al volar, dejaban caer sus larvas. El pueblo se
extendía bordeando el ancho camino de arena, un camino caliente, ocre, que le
calcinaba a uno los ojos con su brillo.
El cementerio era de rocalla. Sobre
las tumbas había enormes piedras.
Cuando miré el suelo, noté que las
suelas de mis zapatos se habían vuelto hacia arriba. Me había estado pisando
todo el tiempo los cordones, que, largos y gruesos, se enroscaban en los
extremos, detrás de mí.
Dos hombrecillos tambaleantes sacaron
el ataúd del coche fúnebre y lo bajaron a la tumba con dos cuerdas raídas. El
ataúd se columpiaba. Los brazos y las cuerdas se alargaban cada vez más. Pese a
la sequedad, la fosa estaba llena de agua.
Tu padre tiene muchos muertos en la
conciencia, dijo uno de los hombrecillos borrachos.
Yo le dije: estuvo en la guerra. Por
cada veinticinco muertos le daban una condecoración. Trajo a casa varias
medallas.
Violó a una mujer en un campo de
nabos, dijo el hombrecillo. Junto con cuatro soldados más. Tu padre le puso un
nabo entre las piernas. Cuando nos fuimos, la mujer sangraba. Era una rusa.
Después de aquello, y durante semanas, nos dio por llamar nabo a cualquier
arma.
Fue a finales de otoño, dijo el
hombrecillo. Las hojas de los nabos estaban negras y pegadas por la helada.
El hombrecillo colocó luego una piedra
gruesa sobre el ataúd.
El otro hombrecillo borracho siguió
hablando:
Ese Año Nuevo fuimos a la ópera en una
pequeña ciudad alemana. Los agudos de la cantante eran tan estridentes como los
gritos de la rusa. Abandonamos la sala uno tras otro. Tu padre se quedó hasta
el final. Después, y durante semanas, llamó nabos a todas las canciones y a
todas las mujeres.
El hombrecillo bebía aguardiente. Las
tripas le sonaban. Tengo tanto aguardiente en la barriga como agua hay en las
fosas, dijo.
Luego colocó una piedra gruesa sobre
el ataúd.
El predicador estaba junto a una cruz
de mármol blanco. Se dirigió hacia mí. Tenía ambas manos sepultadas en los
bolsillos de su hábito.
El predicador se había puesto en el
ojal una rosa del tamaño de una mano. Era aterciopelada. Cuando llegó a mi
lado, sacó una mano del bolsillo. Era un puño. Quiso estirar los dedos y no
pudo. Los ojos se le hincharon del dolor. Rompió a llorar en silencio.
En tiempos de guerra uno no se
entiende con sus paisanos, dijo. No aceptan órdenes.
Y el predicador colocó luego una
piedra gruesa sobre el ataúd.
De pronto se instaló a mi lado un
hombre gordo. Su cabeza parecía un tubo y no tenía cara.
Tu padre se acostó durante años con mi
mujer, dijo. Me chantajeaba estando yo borracho y me robaba el dinero.
Se sentó sobre una piedra.
Luego se me acercó una mujer flaca y
arrugada, escupió a la tierra y me dijo ¡qué asco!
La comitiva fúnebre estaba en el
extremo opuesto de la fosa. Bajé la mirada y me asusté, porque se me veían los
senos. Sentí mucho frío.
Todos tenían los ojos puestos en mí.
Unos ojos vacíos. Sus pupilas punzaban bajo los párpados. Los hombres llevaban
fusiles en bandolera, y las mujeres desgranaban sus rosarios.
El predicador se puso a juguetear con
su rosa. Le arrancó un pétalo color sangre y se lo comió.
Me hizo una señal con la mano. Me di
cuenta de que tenía que decir unas palabras. Todos me miraban.
No se me ocurría nada. Los ojos se me
subieron por la garganta a la cabeza. Me llevé la mano a la boca y me mordí los
dedos. En el dorso de mi mano si veían las huellas de mis dientes. Unos dientes
cálidos. Por las comisuras de los labios empezó a gotear sangre sobre mis
hombros.
El viento me había arrancado una de
las mangas del vestido, que ondeaba ligera y negra en el aire.
Un hombre apoyó su bastón de caminante
contra una gruesa piedra. Apuntó con un fusil y disparó a la manga. Cuando cayó
al suelo ante mi cara, estaba llena de sangre. La comitiva fúnebre aplaudió.
Mi brazo estaba desnudo. Sentí cómo se
petrificaba al contacto con el aire.
El predicador hizo una señal. Los
aplausos enmudecieron.
Estamos orgullosos de nuestra
comunidad. Nuestra habilidad nos preserva del naufragio. No nos dejamos
insultar, dijo. No nos dejamos calumniar. En nombre de nuestra comunidad
alemana serás condenada a muerte.
Todos me apuntaron con sus fusiles. En
mi cabeza retumbó una detonación ensordecedora.
Me desplomé y no llegué al suelo.
Permanecí en el aire, flotando en diagonal sobre sus cabezas. Fui abriendo
suavemente las puertas, una a una.
Mi madre había vaciado todas las
habitaciones.
En el cuarto donde habían velado el
cadáver se veía ahora una gran mesa. Era una mesa de matarife. Encima había un
plato blanco vacío y un florero con un ramillete ajado de flores blancas.
Mamá llevaba puesto un vestido negro y
transparente. En la mano tenía un cuchillo enorme. Se acercó al espejo y se
cortó la gruesa trenza gris con el cuchillo enorme. Luego la llevó a la mesa
con ambas manos y puso uno de sus extremos en el plato.
Vestiré de negro toda mi vida, dijo.
Encendió uno de los extremos de la
trenza, que iba de un lado a otro de la mesa. La trenza ardió como una mecha.
El fuego lamía y devoraba.
En Rusia me cortaron el pelo al rape.
Era el castigo más leve, dijo. Apenas podía caminar de hambre. De noche me
metía a rastras en un campo de nabos. El guardián tenía un fusil. Si me hubiera
visto, me habría matado. Era un campo silencioso. El otoño tocaba a su fin, y
las hojas de los nabos estaban negras y pegadas por la helada.
No volví a ver a mi madre. La trenza
seguía ardiendo. La habitación estaba llena de humo.
Te han matado, dijo mi madre.
No volvimos a vernos por la cantidad
de humo que había en la habitación. Oí sus pasos muy cerca de mí. Estiré los
brazos tratando de aferrarla.
De pronto enganchó su mano huesuda en
mi pelo. Me sacudió la cabeza. Yo grité.
Abrí bruscamente los ojos. La
habitación daba vueltas. Yo yacía en una esfera de flores blancas ajadas y
estaba encerrada.
Luego tuve la sensación de que todo el
bloque de viviendas se volcaba y se vaciaba en el suelo.
Sonó el despertador. Era un sábado por
la mañana, a las seis y media.
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