La
zarpa
José
Emilio Pacheco
Padre,
las cosas que habrá oído en el confesionario y aquí en la sacristía… Claro, usted es joven, es hombre y le será
difícil entenderme. De verdad, créame, no sabe cuánto me apena quitarle el
tiempo con mis problemas, pero a quién si no a usted puedo confiarme ¿verdad?
No
sé cómo empezar. Es decir, ¿cómo se
llama el pecado de alegrarse del mal ajeno? Todos lo cometemos ¿no es cierto?
Fíjese usted cuando hay un accidente, un crimen, un incendio, la alegría que
sienten los demás al ver que no fue para ellos alguna de las desdichas que hay
en el mundo…
Bueno,
verá, usted no es de aquí, Padre; usted no conoció a México cuando era una
ciudad chica, preciosa, muy cómoda, no la monstruosidad tan terrible de ahora.
Entonces una nacía y moría en la misma
colonia sin cambiarse nunca de barrio. Una era de San Rafael, de Santa María,
de la Roma. Había cosas que ya jamás habrá…
Perdone,
le estoy quitando el tiempo. Es que no tengo con quién hablar y cuando hablo…
Ay, Padre, si supiera, qué pena, nunca me había atrevido a contarle esto a
nadie, ni a usted; pero ya estoy aquí y después me sentiré más tranquila.
Mire,
Rosalba y yo nacimos en edificios de la misma cuadra y con pocos meses de
diferencia. Nuestras madres eran muy amigas. Nos llevaban juntas a la Alameda,
juntas nos enseñaron a hablar y a caminar… Mi primer recuerdo de Rosalba es de
cuando entramos en la escuela de parvulitos. Desde entonces ella fue la más
linda, la más graciosa, la más inteligente. Le caía bien a todos, era buena con
todos. En primaria y secundaria lo mismo: la mejor alumna, la que llevaba la
bandera, la que salía bailando, actuando o recitando en todos los festivales de
la escuela. Y no le costaba trabajo estudiar, le bastaba oír una vez algo para
aprendérselo de memoria.
Ay
Padre ¿por qué las cosas estarán tan mal repartidas?, ¿por qué a Rosalba le
tocó todo lo bueno y a mí todo lo malo? Fea, bruta, gorda, pesada, antipática,
grosera, malgeniosa, en fin…
Ya
se imaginará usted lo que nos pasó al entrar en la Preparatoria cuando casi
ninguna llegaba hasta esos estudios. Todos querían ser novios de Rosalba; a mí
ni quién me echara un lazo, nadie se iba a fijar en la amiga fea de la muchacha
guapa.
En
un periodiquito estudiantil publicaron –sin firma, pero yo sé quién fue y no se
lo voy a perdonar nunca aunque ahora sea muy famoso y muy importante–: “Dicen
las malas lenguas de la Prepa que Rosalba anda por todas partes con Zenobia
para que el contraste haga resplandecer aún más su belleza extraordinaria,
única, incomparable”.
Qué
injusticia ¿no cree? Nadie escoge su cara y si una nace fea por fuera la gente
se la arregla para que también se vaya haciendo fea por dentro.
A
los quince años, Padre, ya estaba amargada, odiaba a mi mejor amiga y no podía
demostrarlo porque ella era siempre amable, buena, cariñosa, y cuando me
quejaba de mi fealdad me decía: “Pero qué tonta, cómo puedes creerte fea con
esos ojos y esa sonrisa tan bonita que tienes”.
Era
sólo la juventud, Padre. A esa edad no hay nadie que no tenga una gracia. Mi
mamá se había dado cuenta desde mucho antes y trataba de consolarme diciendo
cuánto sufren las mujeres hermosas y qué fácilmente se pierden…
Aún
no terminábamos la prepa – yo quería estudiar leyes; ser abogada, aunque
entonces daba risa que una mujer anduviera metida en trabajos de hombre –
cuando Rosalba se casó con un muchacho bien de la colonia Juárez al que había
conocido en una kermés.
Mientras
ella se fue a vivir a la avenida Chapultepec en una casa preciosa que hace
tiempo tiraron, yo me quedé arrumbada en el mismo departamento donde nací, en
las calles de Pino. Para entonces mi mamá ya había muerto, mi padre estaba ciego
por sus vicios de juventud y mi hermano era un borracho que tocaba la guitarra,
hacía canciones y quería ser rico y famoso como Agustín Lara…
Tanta
ilusión que tuve y ya ve, me vi obligada a trabajar desde muy chica, en “El
Palacio de Hierro” primero y luego de secretaria en Hacienda y Crédito Público,
cuando murió mi padre y al poco tiempo mataron a mi hermano en un pleito de
cantina…
Rosalba,
claro, me invitó a su casa pero nunca fui. Pasó mucho tiempo y un día llegó a
la sección de ropa íntima donde yo trabajaba y me saludó como si nada, como si
no hubiéramos dejado de vernos, y me presentó a su nuevo esposo, un extranjero
que apenas entendía el español.
Estaba,
aunque no lo crea, más linda y elegante, en plenitud como suele decirse. Me
sentí tan mal, Padre, que me hubiese gustado verla caer muerta a mis pies. Y lo
peor, lo más doloroso, era que Rosalba seguía tan amable, tan sencilla de trato
como siempre.
Le
dije que la visitaría en su nueva casa, ahora en Las Lomas. No lo hice nunca.
Por las noches rogaba a Dios no volver a encontrármela. Todas nuestras amigas
se habían casado y comenzaban a irse de Santa María. Las que se quedaron ya
estaban gordas, llenas de hijos, con maridos que les gritaban y les pegaban y
se iban de juerga con mujeres de ésas.
Para
vivir así, Padre, mejor no casarse. Y no me casé aunque oportunidades no me
faltaron, pues para todo hay gustos y siempre por más amolados que estemos
viene alguien a nuestra espalda recogiendo lo que tiramos ¿verdad?
Se
fueron los años y ya sería época de Alemán o Ruiz Cortines cuando una noche en
que estaba esperando mi camión en el centro y llovía a mares la vi en su gran
automóvil, con chofer de uniforme y toda la cosa. Hubo un alto, Rosalba me
descubrió entre la gente y me invitó a subir.
Rosalba
se había casado por cuarta vez, aunque parezca increíble, y a pesar de tanto
tiempo, gracias a sus esmeros, seguía siendo la misma: su cara fresca de
muchacha, sus ojos verdes, sus hoyuelos, sus dientes perfectos…
Me
reclamó que no la buscara nunca, aunque ella me mandaba cada año tarjetas de
Navidad, y me dijo que el próximo domingo no me escapaba, mandaría por mí al
chofer para llevarme a almorzar a su casa.
Cuando
llegamos, por cortesía la invité a pasar. Y aceptó, Padre, imagínese, aceptó.
Ya se figurará la pena que me dio mostrarle mi departamento a ella que vivía
entre tantos lujos y comodidades. Por limpio y arreglado que lo tuviera aquello
seguía siendo el cuchitril que conoció Rosalba cuando andaba también de pobretona.
Todo tan viejo y miserable que me dieron ganas de llorar de humillación, celos
y rabia.
Rosalba
se puso triste. Hicimos recuerdos de cuando éramos niñas. Por eso, Padre, y
fíjese en quién se lo dice, no debiéramos envidiar a nadie, porque nadie se
escapa de algo, de cualquier cosa mala. Rosalba no podía tener hijos y los
hombres la ilusionaban un ratito para luego decepcionarla y hacerla buscar otro
nuevo. Imagínese, tantos y tantos que la rodeaban, que la asediaron siempre, lo
mismo en Santa María que en esos lugares ricos y elegantes que conoció después…
Bueno,
se quedó poco tiempo; iba a una fiesta y tenía que vestirse. El domingo se
presentó el chofer. Lo espié por la ventana y no le abrí. Qué iba a hacer yo,
la fea, la quedada, la solterona, la empleadilla, en ese ambiente de riqueza.
Para qué exponerme a ser comparada otra vez con Rosalba. No seré nadie pero
tengo mi orgullo, Padre.
Ay,
ese encuentro se me grabó en el alma. No podía ir yo al cine, ver la
televisión, hojear revistas porque siempre veía mujeres hermosas con los mismos
rasgos de Rosalba. Así, cuando en mi trabajo me tocaba atender a una muchacha
que se le pareciera en algo, la trataba mal, le inventaba dificultades, buscaba
formas de humillarla delante de los otros empleados para sentir que me vengaba
de Rosalba.
Usted
me preguntará, Padre, qué me hizo Rosalba. Nada, lo que se llama nada. Eso era
lo peor y lo que más furia me daba. Es decir, siempre fue buena y cariñosa
conmigo; pero me hundió, me arruinó la vida, sólo por ser, por existir, tan
bonita, tan rica, tan todo…
Yo
sé lo que es estar en el infierno, Padre. Y sin embargo no hay plazo que no se
cumpla ni deuda que no se pague. Eso último que le conté, ese encuentro, pasó
hace veinte años o más, no puedo acordarme…
Pero
hoy, Padre, esta mañana, la vi en la esquina de Madero y Palma, de lejos
primero, luego muy de cerca. No puede imaginarse, Padre: ese cuerpo
maravilloso, esa cara, esas piernas, esos ojos, ese pelo color caoba, se
perdieron para siempre en un barril de manteca, bolsas, arrugas, papadas,
manchas, várices, canas, maquillajes, colorete, rímel, pestañas postizas…
Me
apresuré a besarla y abrazarla, Padre. Se había acabado ya todo lo que nos
separó. No importaba lo de antes y ya nunca más seríamos una la fea y otra la
bonita. Ahora por fin Rosalba y yo somos iguales. Ahora la vejez nos ha hecho
iguales.
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