La Noche
Guy de Maupassant
Amo la noche con pasión. La amo, como uno ama a
su país o a su amante, con un amor instintivo, profundo, invencible. La amo con
todos mis sentidos, con mis ojos que la ven, con mi olfato que la respira, con
mis oídos, que escuchan su silencio, con toda mi carne que las tinieblas
acarician. Las alondras cantan al sol, en el aire azul, en el aire caliente, en
el aire ligero de la mañana clara. El búho huye en la noche, sombra negra que
atraviesa el espacio negro, y alegre, embriagado por la negra inmensidad, lanza
su grito vibrante y siniestro.
El día me cansa y me aburre. Es brutal y ruidoso.
Me levanto con esfuerzo, me visto con desidia y salgo con pesar, y cada paso,
cada movimiento, cada gesto, cada palabra, cada pensamiento me fatiga como si
levantara una enorme carga.
Pero cuando el sol desciende, una confusa alegría
invade todo mi cuerpo. Me despierto, me animo. A medida que crece la sombra me
siento distinto, más joven, más fuerte, más activo, más feliz. La veo
espesarse, dulce sombra caída del cielo: ahoga la ciudad como una ola
inaprensible e impenetrable, oculta, borra, destruye los colores, las formas;
oprime las casas, los seres, los monumentos, con su tacto imperceptible.
Entonces tengo ganas de gritar de placer como las
lechuzas, de correr por los tejados como los gatos, y un impetuoso deseo de
amar se enciende en mis venas.
Salgo, unas veces camino por los barrios
ensombrecidos, y otras por los bosques cercanos a París donde oigo rondar a mis
hermanas las fieras y a mis hermanos, los cazadores furtivos. Aquello que se
ama con violencia acaba siempre por matarlo a uno.
Pero ¿cómo explicar lo que me ocurre? ¿Cómo hacer
comprender el hecho de que pueda contarlo? No sé, ya no lo sé. Sólo sé que es.
Helo aquí.
El caso es que ayer -¿fue ayer?-. Sí, sin duda, a
no ser que haya sido antes, otro día, otro mes, otro año -no lo sé-. Debió ser
ayer, pues el día no ha vuelto a amanecer, pues el sol no ha vuelto a salir.
Pero, ¿desde cuándo dura la noche? ¿Desde cuándo…? ¿Quién lo dirá? ¿Quién lo
sabrá nunca? El caso es que ayer salí como todas las noches después de la cena.
Hacía, bueno, una temperatura agradable, hacía calor. Mientras bajaba hacia los
bulevares, miraba sobre mi cabeza el río negro y lleno de estrellas recortado
en el cielo por los tejados de la calle, que se curvaba y ondeaba como un
auténtico torrente, un caudal rodante de astros. Todo se veía claro en el aire
ligero, desde los planetas hasta las farolas de gas. Brillaban tantas luces
allá arriba y en la ciudad que las tinieblas parecían iluminarse. Las noches
claras son más alegres que los días de sol espléndido.
En el bulevar resplandecían los cafés; la gente
reía, pasaba o bebía. Entré un momento al teatro; ¿a qué teatro? ya no lo sé.
Había tanta claridad que me entristecí y salí con el corazón algo ensombrecido
por aquel choque brutal de luz en el oro de los balcones, por el destello
ficticio de la enorme araña de cristal, por la barrera de fuego de las
candilejas, por la melancolía de esta claridad falsa y cruda.
Me dirigí hacia los Campos Elíseos, donde los
cafés concierto parecían hogueras entre el follaje. Los castaños radiantes de
luz amarilla parecían pintados, parecían árboles fosforescentes. Y las
bombillas eléctricas, semejantes a lunas destellantes y pálidas, a huevos de
luna caídos del cielo, a perlas monstruosas, vivas, hacían palidecer bajo su
claridad nacarada, misteriosa y real, los hilos del gas, del feo y sucio gas, y
las guirnaldas de cristales coloreados.
Me detuve bajo el Arco del Triunfo para mirar la
avenida, la larga y admirable avenida estrellada, que iba hacia París entre dos
líneas de fuego, y los astros, los astros allá arriba, los astros desconocidos,
arrojados al azar en la inmensidad donde dibujan esas extrañas figuras que
tanto hacen soñar e imaginar.
Entré en el Bois de Boulogne y permanecí largo
tiempo. Un extraño escalofrío se había apoderado de mí, una emoción imprevista
y poderosa, un pensamiento exaltado que rozaba la locura.
Anduve durante mucho, mucho tiempo. Luego volví.
¿Qué hora sería cuando volví a pasar bajo el Arco
del Triunfo? No lo sé. La ciudad dormía y nubes, grandes nubes negras, se
esparcían lentamente en el cielo.
Por primera vez sentí que iba a suceder algo
extraordinario, algo nuevo. Me pareció que hacía frío, que el aire se espesaba,
que la noche, que mi amada noche, se volvía pesada en mi corazón. Ahora la
avenida estaba desierta. Solos, dos agentes de policía paseaban cerca de la
parada de coches de caballos y, por la calzada iluminada apenas por las farolas
de gas que parecían moribundas, una hilera de vehículos cargados con legumbres
se dirigía hacia el mercado de Les Halles. Iban lentamente, llenos de
zanahorias, nabos y coles. Los conductores dormían, invisibles, y los caballos
mantenían un paso uniforme, siguiendo al vehículo que los precedía, sin ruido
sobre el pavimento de madera. Frente a cada una de las luces de la acera, las
zanahorias se iluminaban de rojo, los nabos se iluminaban de blanco, las coles
se iluminaban de verde, y pasaban, uno tras otro, estos coches rojos; de un
rojo de fuego, blancos, de un blanco de plata, verdes, de un verde esmeralda.
Los seguí, y luego volví por la calle Royale y
aparecí de nuevo en los bulevares. Ya no había nadie, ya no había cafés
luminosos, sólo algunos rezagados que se apresuraban. Jamás había visto un
París tan muerto, tan desierto. Saqué mi reloj. Eran las dos.
Una fuerza me empujaba, una necesidad de caminar.
Me dirigí, pues, hacia la Bastilla. Allí me di cuenta de que nunca había visto
una noche tan sombría, porque ni siquiera distinguía la columna de Julio, cuyo
genio de oro se había perdido en la impenetrable oscuridad. Una bóveda de
nubes, densa como la inmensidad, había ahogado las estrellas y parecía
descender sobre la tierra para aniquilarla.
Volví sobre mis pasos. No había nadie a mi
alrededor. En la Place du Château-d’Eau, sin embargo, un borracho estuvo a
punto de tropezar conmigo, y luego desapareció. Durante algún tiempo seguí
oyendo su paso desigual y sonoro. Seguí caminando. A la altura del barrio de
Montmartre pasó un coche de caballos que descendía hacia el Sena. Lo llamé. El
cochero no respondió. Una mujer rondaba cerca de la calle Drouot: «Escúcheme,
señor.» Aceleré el paso para evitar su mano tendida hacia mí. Luego nada. Ante
el Vaudeville, un trapero rebuscaba en la cuneta. Su farolillo vacilaba a ras
del suelo. Le pregunté:
-¿Amigo, qué hora es?
-¡Y yo que sé! -gruñó-. No tengo reloj.
Entonces me di cuenta de repente de que las
farolas de gas estaban apagadas. Sabía que en esta época del año las apagaban
pronto, antes del amanecer, por economía; pero aún tardaría tanto en amanecer…
«Iré al mercado de Les Halles», pensé, «allí al
menos encontré vida».
Me puse en marcha, pero ni siquiera sabía ir.
Caminaba lentamente, como se hace en un bosque, reconociendo las calles,
contándolas.
Ante el Crédit Lyonnais ladró un perro. Volví por
la calle Grammont, perdido; anduve a la deriva, luego reconocí la Bolsa, por la
verja que la rodea. Todo París dormía un sueño profundo, espantoso. Sin embargo,
a lo lejos rodaba un coche de caballos, uno solo, quizá el mismo que había
pasado junto a mí hacía un instante. Intenté alcanzarlo, siguiendo el ruido de
sus ruedas a través de las calles solitarias y negras, negras como la muerte.
Una vez más me perdí. ¿Dónde estaba? ¡Qué locura
apagar tan pronto el gas! Ningún transeúnte, ningún rezagado, ningún vagabundo,
ni siquiera el maullido de un gato en celo. Nada.
«¿Dónde estaban los agentes de policía?”, me
dije. «Voy a gritar, y vendrán.» Grité, no respondió nadie.
Llamé más fuerte. Mi voz voló, sin eco, débil,
ahogada, aplastada por la noche, por esta noche impenetrable.
Grité más fuerte: «¡Socorro! ¡Socorro! ¡Socorro!»
Mi desesperada llamada quedó sin respuesta. ¿Qué
hora era? Saqué mi reloj, pero no tenía cerillas. Oí el leve tic-tac de la
pequeña pieza mecánica con una desconocida y extraña alegría. Parecía estar
viva. Me encontraba menos solo. ¡Qué misterio! Caminé de nuevo como un ciego,
tocando las paredes con mi bastón, levantando los ojos al cielo, esperando que
por fin llegara el día; pero el espacio estaba negro, completamente negro, más
profundamente negro que la ciudad.
¿Qué hora podía ser? Me parecía caminar desde
hacía un tiempo infinito pues mis piernas desfallecían, mi pecho jadeaba y
sentía un hambre horrible.
Me decidí a llamar en la primera casa. Toqué el
timbre de cobre, que sonó de una forma extraña, como si este ruido vibrante
fuera el único del edificio. Esperé. No contestó nadie. No abrieron la puerta.
Llamé de nuevo; esperé… Nada.
Tuve miedo. Corrí a la casa siguiente, e hice
sonar veinte veces el timbre en el oscuro pasillo donde debía dormir el
portero. Pero no se despertó, y fui más lejos, tirando con todas mis fuerzas de
las anillas o apretando los timbres, golpeando con mis pies, con mi bastón o
mis manos todas las puertas obstinadamente cerradas.
Y de pronto, vi que había llegado al mercado de
Les Halles. Estaba desierto, no se oía un ruido, ni un movimiento, ni un
vehículo, ni un hombre, ni un manojo de verduras o flores. Estaba vacío,
inmóvil, abandonado, muerto.
Un espantoso terror se apoderó de mí. ¿Qué
sucedía? ¡Oh Dios mío! ¿qué sucedía?
Me marché. Pero, ¿y la hora? ¿y la hora? ¿quién
me diría la hora?
Ningún reloj sonaba en los campanarios o en los
monumentos. Pensé: «Voy a abrir el cristal de mi reloj y tocaré la aguja con
mis dedos.» Saqué el reloj… ya no sonaba… se había parado. Ya no quedaba nada,
nada, ni siquiera un estremecimiento en la ciudad, ni un resplandor, ni la
vibración de un sonido en el aire. Nada. Nada más. Ni tan siquiera el rodar
lejano de un coche, nada.
Me encontraba en los muelles, y un frío glacial
subía del río.
¿Corría aún el Sena?
Quise saberlo, encontré la escalera, bajé… No oía
la corriente bajo los arcos del puente… Unos escalones más… luego la arena… el
fango… y el agua… hundí mi brazo, el agua corría, corría, fría, fría, fría…
casi helada… casi detenida… casi muerta.
Y sentí que ya nunca tendría fuerzas para volver
a subir… y que iba a morir allí abajo… yo también, de hambre, de cansancio, y
de frío.
No hay comentarios:
Publicar un comentario