lunes, 24 de abril de 2017

La rueda de agua. Cuento de Jean-Marie Gustave Le Clézio


La Rueda de Agua
Jean-Marie Gustave Le Clézio


El sol todavía no ha salido sobre el río. Por la angosta puerta de la casa, Juba mira las aguas planas que ya espejean, al otro lado de los campos grises. Se incorpora en la cama, aparta la sábana que lo envuelve. El aire frío de la mañana le da escalofríos. En la casa oscura, hay otras formas enrolladas en las sábanas, otros cuerpos dormidos. Juba reconoce a su padre, al otro lado de la puerta, a su hermano y, al fondo, a su madre y a sus dos hermanas muy juntas bajo la misma sábana. Un perro ladra largamente, en alguna parte, con una voz extraña que canta y luego se estrangula. Pero no hay muchos ruidos en la tierra, ni en el río, pues el sol todavía no ha salido. La noche está gris y fría, lleva el aire de las montañas y del desierto y la luz pálida de la luna.
Juba mira la noche temblando, sin moverse de su cama. A través de la manta de juncos trenzados, el frío de la tierra sube y se forman gotas de rocío sobre el polvo. Fuera, las hierbas brillan un poco, como filos húmedos. Las acacias grandes y delgadas están negras, inmóviles en la tierra resquebrajada.
Juba se levanta sin hacer ruido, dobla la sábana y enrolla la estera, luego camina sobre el sendero que atraviesa los campos desiertos. Mira el cielo, al este, y adivina que el día aparecerá de un momento a otro. Siente la llegada de la luz en el fondo de su cuerpo, y la tierra también lo sabe, la tierra labrada de los campos y la tierra polvorienta entre los arbustos de espinos y los troncos de acacias. Es como una inquietud, como una duda que viene desde el cielo, recorre el agua lenta del río y se propaga a ras de la tierra. Las telas de araña tiemblan, los pastos vibran, los moscardones sobrevuelan las charcas, pero el cielo está vacío, pues los murciélagos se han ido y todavía no han llegado los pájaros. Bajo los pies descalzos de Juba, el sendero es duro. La vibración lejana camina al mismo tiempo que él, y los grandes saltamontes grises comienzan a brincar por los pastos. Lentamente, mientras Juba se aleja de la casa, el cielo se aclara río abajo. La bruma desciende entre las orillas, a la velocidad de una balsa, estirando sus membranas blancas.
Juba se detiene en el camino. Mira un instante el río. Sobre las orillas de arena, los juncos mojados están inclinados. Un gran tronco negro oscila en la corriente, se hunde y saca sus ramas como el cuello de una serpiente que nada. La sombra está todavía sobre el río, el agua es pesada y densa, fluye formando pliegues lentos. Pero más allá del río, ya aparece la tierra seca. El polvo es duro bajo los pies de Juba, la tierra roja está quebrada como las vasijas viejas, los surcos zigzaguean, semejantes a antiguas fisuras.
La noche se abre poco a poco, en el cielo, sobre la tierra. Juba cruza los campos desiertos, se aleja de las últimas casas de campesinos, ya no ve el río. Sube un montículo de piedras secas de donde cuelgan algunas acacias. Juba recoge del suelo algunas flores de acacia que mastica al escalar el montículo. El jugo se esparce en su boca y disuelve el embotamiento del sueño. Al otro lado de la colina de piedras esperan los bueyes. Cuando Juba llega cerca de ellos, los grandes animales patean cojeando y uno de ellos echa la cabeza hacia atrás para mugir.
«¡Tttt! ¡Uta, uta!», dice Juba y los bueyes lo reconocen. Sin dejar de chasquear con la lengua, Juba les quita las trabas y los conduce hacia lo alto de la colina de piedras. Los dos bueyes avanzan con dificultad, cojeando, porque las trabas han entumecido sus patas traseras. El vapor sale de su hocico.
Cuando llegan frente a la noria, los bueyes se detienen. Se agitan y tiran para atrás, hacen ruidos con la garganta, las pezuñas golpean el piso y despiden piedras. Juba ata los bueyes en el extremo de un largo madero. Mientras ajusta las bestias en el yugo, sigue chasqueando la lengua contra el paladar. Las moscas comienzan a volar alrededor de los ojos y el hocico de los bueyes y Juba ahuyenta las que se posan en su cara y en sus manos.
Los animales esperan junto al pozo, el pesado timón de madera cruje y rechina cuando dan un paso adelante. Juba tira de la cuerda atada al yugo y la rueda comienza a gemir, como un barco que se sacude. Los bueyes grises caminan pesadamente por el sendero circular. Las pezuñas se apoyan sobre las huellas del día anterior, cavan los antiguos surcos en la tierra roja, entre las piedras. En el extremo del largo madero está la gran rueda que gira al mismo tiempo que los bueyes y cuyo eje impulsa el engranaje de la otra rueda vertical. La larga correa de cuero baja hasta el fondo del pozo, llevando los cubos hasta el agua.
Juba excita a las bestias haciendo chasquear la lengua continuamente. También les habla, en voz baja, suavemente, porque la oscuridad envuelve aún los campos y el río. La pesada máquina de madera rechina y cruje, se resiste, vuelve a empezar. Los bueyes se detienen cada tanto, y Juba tiene que correr tras ellos, darles un latigazo en las nalgas, empujar el timón. Los bueyes retoman su marcha circular, la cabeza gacha y resoplando.
Cuando el sol sale por fin, ilumina de una vez los campos. La tierra roja está llena de surcos, muestra sus bloques de greda seca, sus piedras agudas que brillan. Sobre el río al otro lado de los campos, la bruma se rasga, el agua se ilumina.
Una bandada de pájaros surge brutalmente de las orillas, entre los juncos, estalla en el cielo claro lanzando su clamor. Son las gangas, las perdices del desierto, y sus gritos agudos sobresaltan a Juba. De pie sobre las piedras de los pozos, las sigue por un instante con la mirada. Los pájaros suben alto en el cielo, pasan frente al disco del sol, luego se inclinan nuevamente hacia la tierra y desaparecen en las hierbas del río. Lejos, al otro lado de los campos, las mujeres salen de las casas. Encienden los braseros, pero la luz del sol es tan nueva que no llega a empañar el brillo rojo del carbón de madera que está ardiendo. Juba oye gritos de niños, voces de hombres. Alguien, en alguna parte, llama y su voz aguda resuena largo rato en el aire:
«Ju-uuu-baa».
Ahora los bueyes caminan más rápido. El sol recalienta sus cuerpos y les da fuerzas. El molino gime y rechina, cada diente del engranaje cruje al encajar en el otro, la correa de cuero, tensa por el peso de los cubos, produce una vibración continua. Los cubos suben hasta el brocal del pozo, se derraman por la canaleta de chapa, vuelven a bajar golpeando las paredes del pozo. Juba mira el agua que fluye haciendo olas a lo largo de la canaleta, corre por la acequia, baja a espacios regulares hacia la tierra roja de los campos. El agua corre como tragos lentos y la tierra seca bebe ávidamente. El barro invade el fondo del foso y el flujo regular avanza, metro a metro. Juba no se cansa de mirar el agua, sentado sobre una piedra en el borde del pozo. Junto a él, la rueda de madera gira muy lentamente, crujiendo, y el zumbido continuo de la correa sube por el aire, los cubos golpean contra la canaleta de chapa, uno después de otro, derraman el agua que fluye sibilante. Es una música lenta y llorosa como una voz humana, llena el cielo vacío y los campos. Es una música que Juba reconoce día tras día. El sol se eleva lentamente por encima del horizonte, la luz del día vibra sobre las piedras, sobre los tallos de las plantas, sobre el agua que fluye en la acequia. Los hombres caminan a lo lejos, en la curva del campo, siluetas negras en el cielo pálido. El aire se calienta poco a poco, las piedras parecen inflarse, la tierra roja brilla como una piel de hombre. Hay gritos, de un extremo a otro de la tierra, gritos de hombres y ladridos de perros, y que retumban en el cielo sin fin, mientras la rueda de madera gira y cruje. Juba ya no mira más a los bueyes. Les da la espalda, pero oye el aliento que les raspa la garganta, que se aleja, que vuelve. Las pezuñas de los animales golpean siempre las mismas piedras en el camino circular, se hunden en los mismos huecos.
Entonces Juba envuelve su cabeza en la tela blanca y ya no se mueve. Mira a lo lejos, tal vez, al otro lado de los campos de tierra roja, al otro lado del río metálico. No oye el ruido de la rueda que gira, no oye el ruido del pesado timón de madera que gira alrededor de su eje.
«¡Eh-oh!»
Canta en su garganta, lentamente, él también, con los ojos entrecerrados.
«¡Eeeeh-oooh, oooh-ooooh!»
Con las manos y el rostro ocultos bajo la tela blanca y el cuerpo inmóvil, Juba canta al mismo tiempo que la rueda que gira. Abre apenas la boca y su canto sale largamente de su garganta, como el aliento de los bueyes, como el zumbido continuo de la correa de cuero.
«¡Eeh-eeh-eyaah-oh!»
El aliento de los bueyes se aleja, vuelve, gira sin cesar a lo largo del camino circular. Juba canta para sí mismo y nadie lo puede oír, mientras el agua fluye a borbotones a lo largo de la acequia. La lluvia, el viento, el agua pesada del gran río que desciende hacia el mar, están en su garganta, en su cuerpo inmóvil. El sol sube sin prisa en el cielo, el calor hace vibrar las ruedas de madera y el timón. Quizá sea el mismo movimiento que mueve el astro hacia el centro del cielo, mientras los bueyes avanzan pesadamente a lo largo del camino circular.
«¡Eya-oooh, eya-oooh, oooh-oh-ooo-oh!»
Juba oye el canto que sube en él, que atraviesa su vientre y su pecho, el canto que viene de la profundidad del pozo. El agua fluye en olas, del color de la tierra, y desciende hacia los campos desnudos. El agua gira también, lentamente, rodea los ríos, rodea los muros, rodea las nubes alrededor del eje invisible. El agua fluye estallando, crujiendo, fluye sin cesar hacia el abismo oscuro del pozo donde los cubos vacíos la vuelven a tomar.
Es una música que no puede terminar, pues está en todo el mundo, en el mismo cielo, donde asciende lentamente el disco solar, a lo largo de su camino curvo. Los sonidos profundos, regulares, monótonos, suben de la gran rueda de madera de engranajes plañideros, el torno gira alrededor de su eje haciendo su queja, los cubos de metal descienden hacia el pozo, la correa de cuero vibra como una voz y el agua sigue fluyendo por la canaleta, en oleadas, inunda el canal de la acequia. Nadie habla, nadie se mueve y el agua cae en cascadas, crece como un torrente, se expande en los surcos, en los campos de tierra roja y de piedras. Juba inclina un poco la cabeza hacia atrás y mira el cielo. Ve el lento movimiento circular que deja sus huellas fosforescentes, ve las esferas transparentes, los engranajes de la luz en el espacio. El sonido de la rueda de agua llena toda la atmósfera, gira interminablemente con el sol. Los bueyes caminan al mismo ritmo, con la frente inclinada, la nuca tiesa bajo el peso del yugo. Juba oye el ruido sordo de sus pezuñas, el ruido de su aliento que va y viene, y les sigue hablando, les dice palabras graves que duran mucho, palabras que se mezclan con el quejido del timón, con los ruidos de esfuerzo de los engranajes de las ruedas, con el tintineo de los baldes que suben sin cesar, derraman el agua.
«¡Eeeya-ayaaah, eyaaa-oh! ¡Eyaaa-oh!»
Luego, mientras el sol sube lentamente, arrastrado por la rueda y por los pasos de los bueyes, Juba cierra los ojos. El calor y la luz forman un torbellino suave que lo transporta en esa corriente, a lo largo de un círculo tan vasto que parece que nunca se volverá a cerrar.
Juba está sobre las alas de un buitre blanco, muy alto en el cielo sin nubes. Se desliza sobre sí mismo, a través de las capas del aire, y la tierra roja da vueltas lentamente bajo sus alas. Los campos desnudos, los caminos, las casas de techos de hojas, el río de color metal, todo gira alrededor del pozo, haciendo un ruido que cruje y se desvencija. La música monótona de las ruedas de agua, el aliento de los bueyes, el gorgoteo del agua en la acequia, todo eso da vueltas, lo transporta, lo levanta. La luz es grande, el cielo está abierto. Ahora no hay más hombres, han desaparecido. Solamente hay agua, tierra, cielo, planos móviles que pasan y se cruzan, cada elemento semejante a una rueda dentada que muerde un engranaje.
Juba no duerme. Ha abierto nuevamente los ojos y mira frente a él, más allá de los campos. No se mueve. La tela blanca cubre su cabeza y su cuerpo y respira suavemente.
Entonces aparece Yol. Yol es una ciudad extraña, muy blanca en medio de la tierra desierta y de las piedras rojas. Sus altos monumentos todavía se mueven, indecisos, irreales, como si no hubieran sido terminados. Son semejantes a los reflejos del sol en los grandes lagos de sal.
Juba conoce bien esta ciudad. La ha visto a menudo, a lo lejos, cuando la luz del sol está muy fuerte y un velo de fatiga cubre los ojos. La ha visto a menudo, pero nadie se ha acercado, por los espíritus de los muertos. Un día, le preguntó a su padre el nombre de la ciudad, tan bella y tan blanca, y su padre le dijo que se llamaba Yol, y que no era una ciudad para los hombres sino solamente para los espíritus de los muertos. Su padre también le habló de aquel que reinaba en esta ciudad, hace mucho tiempo, un joven rey que había venido del otro lado del mar y que llevaba el mismo nombre que él.
Ahora, en la música lenta de las ruedas, en la luz cegadora, cuando el sol está en lo más alto del cielo, Yol ha aparecido, una vez más. Crece delante de Juba y él ve claramente sus grandes edificios temblar en el aire caliente. Hay altas torres sin ventanas, casonas blancas en medio de jardines de palmeras, palacios, templos. Los bloques de mármol brillan como si acabaran de ser cortados. La ciudad gira lentamente alrededor de Juba y la música monótona de la rueda de agua se parece al rumor del mar. La ciudad flota sobre los campos desiertos, liviana como los reflejos del sol en los grandes lagos de sal y, frente a ella, fluye el agua del río Azan como un camino de luz. Juba escucha el rumor del mar, al otro lado de la ciudad. Es un ruido muy pesado, que se mezcla con los redobles del tambor y con los bramidos de las bocinas y de las tubas. El pueblo de Himyar se amontona en las calles de la ciudad. Hay esclavos negros llegados de Nubia, cohortes de soldados, caballeros de capas rojas con cascos de cuero, los niños rubios de los habitantes de las montañas. El polvo sube por el aire, por encima de los caminos y de las casas, forma una gran nube gris que se arremolina en las puertas de las murallas.
«¡Eya! ¡Eya!», grita la multitud, mientras Juba avanza a lo largo de la vía blanca. Es el pueblo de Himyar que lo llama, que le tiende los brazos. Pero él avanza sin mirarlos, a lo largo de la vía real. En lo alto de la ciudad, por encima de las casas y de los árboles, el templo de Diana es inmenso, sus columnas de mármol parecen troncos petrificados. La luz del sol ilumina el cuerpo de Juba y lo embriaga, y él oye crecer el rumor continuo del mar. La ciudad a su alrededor es liviana, vibra y se ondula como los reflejos del sol en los grandes lagos de sal. Juba camina y sus pies no parecen tocar el suelo, como si lo transportara una nube. El pueblo de Himyar, los hombres y las mujeres caminan con él, la música escondida resuena en las calles y en las plazas y, a veces, el rumor del mar queda cubierto por los gritos que llaman:
«¡Juba! ¡Eya! ¡Ju-uuu-baa!».
La luz aparece de repente, cuando Juba llega a lo alto del templo. Es el mar inmenso y azul que se extiende hasta el horizonte. El lento movimiento circular traza la línea pura del horizonte y la voz monótona de las olas retumba contra las rocas.
«¡Juba! ¡Juba!»
Las voces del pueblo de Himyar gritan y su nombre suena en toda la ciudad, por encima de las murallas color tierra, en los peristilos de los templos, en los patios de los palacios blancos. Su nombre llena los campos rojos, hasta los límites del río Azan.
Entonces Juba sube los últimos peldaños del templo de Diana. Está vestido de blanco, sus cabellos negros están atados con una cinta de hilo dorado. Su bello rostro color cobre señala la ciudad y sus ojos oscuros miran, pero es como si vieran a través del cuerpo de los hombres, a través de los muros blancos de los edificios.
La mirada de Juba atraviesa las murallas de Yol, va más allá; sigue los meandros del río Azan, pasa la extensión de los campos desiertos, va hasta los montes Amour, hasta el manantial de Sebgag. Ve el agua clara que surge entre las rocas, el agua preciosa y fría que fluye haciendo su ruido regular.
La multitud se calla ahora, mientras Juba mira con sus ojos sombríos. Su rostro se parece al de un joven dios y la luz del sol parece multiplicada en sus ropas blancas y en su piel color cobre.
La música surge nuevamente, como un clamor de pájaros, reverbera entre los muros de la ciudad. Hincha el cielo y el mar, su onda se aleja largamente.
«Soy Juba», piensa el joven rey, luego dice en voz alta, con fuerza:
«¡Soy Juba, el hijo de Juba, el nieto de Hiempsal!».
«¡Juba! ¡Juba! ¡Eya-oooh!», grita la multitud.
«¡Soy Juba, vuestro rey!»
«¡Juba! ¡Ju-uuu-baa!»
«¡He regresado hoy y Yol es la capital de mi reino!»
El rumor del mar sigue creciendo. Ahora, por los escalones del templo sube una joven mujer. Es hermosa, lleva un vestido blanco que se mueve con el viento y sus cabellos claros están cargados de chispas. Juba toma su mano y camina con ella hasta el templo.
«¡Cleopatra Selene, hija de Antonio y de Cleopatra, vuestra reina!», dice Juba.
El ruido de la multitud cubre la ciudad.
La joven mira sin moverse las casonas blancas, las murallas y la extensión de tierra roja. Tiene una leve sonrisa.
Pero el lento movimiento de las ruedas continúa y el ruido del mar es más fuerte que las voces de los hombres. En el cielo, el sol desciende poco a poco, en su camino circular. Su luz cambia de color en los muros de mármol, alarga las sombras de las columnas.
Es como si ahora estuvieran solos, sentados en lo alto de los escalones del templo, junto a las columnas de mármol. A su alrededor, la tierra y el mar giran mientras emiten su quejido regular. Cleopatra Selene mira el rostro de Juba. Admira el rostro del joven rey, la frente alta, la nariz aguileña, los ojos alargados rodeados por el dibujo negro de las pestañas. Ella se inclina hacia él y le habla suavemente en una lengua que Juba no puede comprender. Su voz es suave y su aliento perfumado. Juba, a su vez, la mira y dice:
«Todo es hermoso aquí, hace tanto tiempo que deseo volver. Cada día, desde mi infancia, pensaba en el momento en que podría volver a ver todo esto. Quisiera ser eterno, para no abandonar nunca esta ciudad y esta tierra, para ver esto siempre».
Sus ojos sombríos brillan por el espectáculo que lo rodea. Juba no deja de mirar la ciudad, las casas blancas, las terrazas, los jardines de palmeras. Yol vibra a la luz de la tarde, ligera e irreal como los reflejos del sol en los grandes lagos de sal. El viento que sopla mueve los cabellos de Cleopatra Selene, el viento lleva hasta la parte más alta del templo el rumor monótono del mar.
La voz de la joven lo interroga, pronunciando simplemente su nombre:
«¿Juba… Juba?».
«Mi padre murió vencido aquí mismo», dice Juba.
«Me llevaron como un esclavo a Roma. Pero hoy esta ciudad es bella y quiero que sea aún más bella. Quiero que no haya una ciudad más bella sobre la Tierra. Se enseñará la filosofía, la ciencia de los astros, la ciencia de las cifras, y los hombres vendrán de todos los puntos del mundo para aprender.»
Cleopatra Selene escucha las palabras del joven rey sin comprender. Pero también mira la ciudad, escucha el rumor de la música que gira alrededor del horizonte. Su voz canta un poco cuando lo llama:
«¡Juba! ¡Eyaaa-oh!».
«En la plaza, en el centro de la ciudad, los maestros enseñarán la lengua de los dioses. Los niños aprenderán a venerar el conocimiento, los poetas leerán sus obras, los astrólogos predecirán el porvenir. No habrá tierra más próspera ni pueblo más pacífico. La ciudad resplandecerá por los tesoros del espíritu, por esta luz.»
El hermoso rostro del joven rey brilla en la claridad que rodea el templo de Diana. Sus ojos ven lejos, más allá de las murallas, más allá de las colinas, hasta el centro del mar.
«Los hombres más sabios de mi nación vendrán aquí, a este templo, con los escribas, y yo estableceré con ellos la historia de esta tierra, la historia de los hombres, de las guerras, de los grandes hechos de la civilización, y la historia de las ciudades, de los cursos de agua, de las montañas, de las orillas del mar, desde Egipto hasta el país de Cerné.»
Juba mira a los hombres del pueblo de Himyar que se amontonan en las calles de la ciudad, alrededor del templo, pero no oye el ruido de sus voces, escucha solamente el rumor monótono del mar.
«No he venido por venganza», dice Juba.
Mira también a la joven reina sentada a su lado.
«Mi hijo Ptolomeo va a nacer», sigue diciendo. «Reinará aquí, en Yol, y sus hijos reinarán después de él, para que nada se termine.»
Luego, se pone de pie, en la plataforma del templo, completamente frente al mar. Una luz cegadora está sobre él, la luz que viene del cielo, que hace resplandecer los muros de mármol, las casas, los campos, las colinas. La luz viene del centro del cielo, inmóvil sobre el mar.
Juba ya no habla. Su rostro parece una máscara de cobre y la luz brilla en su frente, en la curva de su nariz, en sus pómulos. Sus ojos sombríos ven lo que hay más allá del mar. A su alrededor, las paredes blancas y las estelas de calcita tiemblan y vibran como los reflejos del sol en los grandes lagos de sal. El rostro de Cleopatra Selene está inmóvil también, iluminado, apaciguado como el rostro de una estatua.
Juntos, de pie el uno contra el otro, el joven rey y su esposa están sobre la plataforma del templo y la ciudad gira lentamente a su alrededor. La música monótona de las grandes ruedas ocultas llena sus oídos y se confunde con el ruido de las olas sobre las rocas de la orilla. Es como un canto, como una voz humana que grita de muy lejos, que llama:
«¡Juba! ¡Ju-uuu-baa!».
Las sombras se agrandan en la tierra, mientras el sol baja poco a poco hacia el oeste, a la izquierda del templo. Juba ve los edificios temblar y deshacerse. Se deslizan como nubes y, en el cielo y en el mar, el canto de las ruedas se vuelve más grave, más quejumbroso. Hay grandes círculos blancos en el cielo, grandes ondas que nadan. Las voces humanas disminuyen, se alejan, se desvanecen. A veces, todavía, se oyen los acentos de la música, los sonidos de las tubas, las flautas agrias, el tambor. O los gritos guturales de los camellos, cerca de las puertas de las murallas. La sombra gris y malva se extiende bajo las colinas, avanza en el valle del río. Sólo el templo está iluminado por el sol, se levanta sobre la ciudad como un navío de piedra.
Ahora Juba está solo en las ruinas de Yol. Las ondas lentas pasan sobre los mármoles quebrados, agitan la superficie del mar. Las columnas descansan en el fondo del agua, los grandes troncos petrificados perdidos entre las algas, las escaleras devoradas. No quedan hombres ni mujeres aquí, no hay más niños. La ciudad se asemeja a un cementerio que tiembla en el fondo del mar, y las olas vienen a golpear los últimos peldaños del templo de Diana, como un escollo. Siempre está el ruido monótono, el rumor del mar. Es el movimiento de las grandes ruedas dentadas que rechinan todavía, que gimen, mientras el par de bueyes atados al timón hace más lenta su marcha circular. En el cielo azul oscuro, la luna creciente ha salido y brilla con su luz sin calor.
Entonces Juba se quita el velo blanco que cubre su cabeza. Tiembla, porque el frío de la noche llega rápido. Sus miembros están entumecidos y tiene la boca seca. En el hueco de su mano, toma un poco de agua de un cubo inmóvil. Su bello rostro está muy oscuro, casi negro, por todo el calor del sol. Sus ojos miran la extensión de los campos rojos, donde ahora no hay nadie. Los bueyes se detienen en su camino circular. Las grandes ruedas de madera ya no giran, pero crujen y rechinan y la larga correa de cuero vibra todavía.
Sin prisa, Juba deshace los nudos de los bueyes, separa la pesada viga de madera. La noche avanza al otro lado de la tierra, río arriba. Cerca de las casas, los fuegos de brasas están encendidos y las mujeres están paradas frente a los braseros.
«¡Ju-uuu-baa! ¡Ju-uuu-baa!»
Es la misma voz que llama, aguda y musical, en alguna parte al otro lado de los campos desiertos. Juba se da la vuelta y mira por un instante, luego desciende el montículo de piedras guiando a los bueyes por la correa. Cuando llega al pie del montículo, Juba anuda las trabas a los jarretes de los bueyes. El silencio en el valle del río es inmenso, ha cubierto la tierra y el cielo como un agua calma donde no se mueve ni una ola. Es el silencio de las piedras.
Juba mira a su alrededor, largo rato, escucha el ruido de la respiración de los bueyes. El agua ha dejado de fluir por la acequia, la tierra bebe las últimas gotas, en las fisuras de los surcos. La sombra gris ha cubierto la ciudad blanca de los templos livianos, las murallas, los jardines de palmeras. ¿Queda, quizás, en alguna parte, un monumento en forma de tumba, una cúpula de piedras partidas, donde crecen las hierbas y los arbustos, no lejos del mar? Tal vez mañana, cuando las grandes ruedas comiencen de nuevo a girar, cuando los bueyes vuelvan a empezar, lentamente resoplando, por su camino circular, tal vez entonces la ciudad aparezca nuevamente, muy blanca, temblorosa e irreal como los reflejos del sol. Juba gira un poco sobre sí mismo, mira solamente la extensión de los campos que descansan de la luz bañadas por el vapor del río. Luego, se aleja, avanza rápidamente por el camino, hacia las casas donde esperan los vivos.


domingo, 23 de abril de 2017

La oración fúnebre. Cuento de Herta Müller


La oración fúnebre.
Herta Müller

En la estación, los parientes avanzaban junto al tren humeante. A cada paso agitaban el brazo levantado y hacían señas.
Un joven estaba de pie tras la ventanilla del tren. El cristal le llegaba hasta debajo de los brazos. Sostenía un ramillete ajado de flores blancas a la altura del pecho. Tenía la cara rígida.
Una mujer joven salía de la estación con un niño de aspecto inexpresivo. La mujer tenía una joroba.
El tren iba a la guerra.
Apagué el televisor.
Papá yacía en su ataúd en medio de la habitación. De las paredes colgaban tantas fotos que ya ni se veía la pared.
En una de ellas papá era la mitad de grande que la silla a la cual se aferraba.
Llevaba un vestido y sus piernas torcidas estaban llenas de pliegues adiposos. Su cabeza, sin pelo, tenía forma de pera.
En otra foto aparecía en traje de novio. Sólo se le veía la mitad del pecho. La otra mitad era un ramillete ajado de flores blancas que mamá tenía en la mano. Sus cabezas estaban tan cerca una de la otra que los lóbulos de sus orejas se tocaban.
En otra foto se veía a papá ante una valla, recto como un huso. Bajo sus zapatos altos había nieve. La nieve era tan blanca que papá quedaba en el vacío. Estaba saludando con la mano levantada sobre la cabeza. En el cuello de su chaqueta había unas runas.
En la foto de al lado papá llevaba una azada al hombro. Detrás de él, una planta de maíz se erguía hacia el cielo. Papá tenía un sombrero puesto. El sombrero daba una sombra ancha y ocultaba la cara de papá.
En la siguiente foto, papá iba sentado al volante de un camión. El camión estaba cargado de reses. Cada semana papá transportaba reses al matadero de la ciudad. Papá tenía una cara afilada, de rasgos duros.
En todas las fotos quedaba congelado en medio de un gesto. En todas las fotos parecía no saber nada más. Pero papá siempre sabía más. Por eso todas las fotos eran falsas. Y todas esas fotos falsas, con todas esas caras falsas, habían enfriado la habitación. Quise levantarme de la silla, pero el vestido se me había pegado a la madera. Mi vestido era transparente y negro. Crujía cuando me movía. Me levanté y le toqué la cara a papá. Estaba más fría que los demás objetos de la habitación. Fuera era verano. Las moscas, al volar, dejaban caer sus larvas. El pueblo se extendía bordeando el ancho camino de arena, un camino caliente, ocre, que le calcinaba a uno los ojos con su brillo.
El cementerio era de rocalla. Sobre las tumbas había enormes piedras.
Cuando miré el suelo, noté que las suelas de mis zapatos se habían vuelto hacia arriba. Me había estado pisando todo el tiempo los cordones, que, largos y gruesos, se enroscaban en los extremos, detrás de mí.
Dos hombrecillos tambaleantes sacaron el ataúd del coche fúnebre y lo bajaron a la tumba con dos cuerdas raídas. El ataúd se columpiaba. Los brazos y las cuerdas se alargaban cada vez más. Pese a la sequedad, la fosa estaba llena de agua.
Tu padre tiene muchos muertos en la conciencia, dijo uno de los hombrecillos borrachos.
Yo le dije: estuvo en la guerra. Por cada veinticinco muertos le daban una condecoración. Trajo a casa varias medallas.
Violó a una mujer en un campo de nabos, dijo el hombrecillo. Junto con cuatro soldados más. Tu padre le puso un nabo entre las piernas. Cuando nos fuimos, la mujer sangraba. Era una rusa. Después de aquello, y durante semanas, nos dio por llamar nabo a cualquier arma.
Fue a finales de otoño, dijo el hombrecillo. Las hojas de los nabos estaban negras y pegadas por la helada.
El hombrecillo colocó luego una piedra gruesa sobre el ataúd.
El otro hombrecillo borracho siguió hablando:
Ese Año Nuevo fuimos a la ópera en una pequeña ciudad alemana. Los agudos de la cantante eran tan estridentes como los gritos de la rusa. Abandonamos la sala uno tras otro. Tu padre se quedó hasta el final. Después, y durante semanas, llamó nabos a todas las canciones y a todas las mujeres.
El hombrecillo bebía aguardiente. Las tripas le sonaban. Tengo tanto aguardiente en la barriga como agua hay en las fosas, dijo.
Luego colocó una piedra gruesa sobre el ataúd.
El predicador estaba junto a una cruz de mármol blanco. Se dirigió hacia mí. Tenía ambas manos sepultadas en los bolsillos de su hábito.
El predicador se había puesto en el ojal una rosa del tamaño de una mano. Era aterciopelada. Cuando llegó a mi lado, sacó una mano del bolsillo. Era un puño. Quiso estirar los dedos y no pudo. Los ojos se le hincharon del dolor. Rompió a llorar en silencio.
En tiempos de guerra uno no se entiende con sus paisanos, dijo. No aceptan órdenes.
Y el predicador colocó luego una piedra gruesa sobre el ataúd.
De pronto se instaló a mi lado un hombre gordo. Su cabeza parecía un tubo y no tenía cara.
Tu padre se acostó durante años con mi mujer, dijo. Me chantajeaba estando yo borracho y me robaba el dinero.
Se sentó sobre una piedra.
Luego se me acercó una mujer flaca y arrugada, escupió a la tierra y me dijo ¡qué asco!
La comitiva fúnebre estaba en el extremo opuesto de la fosa. Bajé la mirada y me asusté, porque se me veían los senos. Sentí mucho frío.
Todos tenían los ojos puestos en mí. Unos ojos vacíos. Sus pupilas punzaban bajo los párpados. Los hombres llevaban fusiles en bandolera, y las mujeres desgranaban sus rosarios.
El predicador se puso a juguetear con su rosa. Le arrancó un pétalo color sangre y se lo comió.
Me hizo una señal con la mano. Me di cuenta de que tenía que decir unas palabras. Todos me miraban.
No se me ocurría nada. Los ojos se me subieron por la garganta a la cabeza. Me llevé la mano a la boca y me mordí los dedos. En el dorso de mi mano si veían las huellas de mis dientes. Unos dientes cálidos. Por las comisuras de los labios empezó a gotear sangre sobre mis hombros.
El viento me había arrancado una de las mangas del vestido, que ondeaba ligera y negra en el aire.
Un hombre apoyó su bastón de caminante contra una gruesa piedra. Apuntó con un fusil y disparó a la manga. Cuando cayó al suelo ante mi cara, estaba llena de sangre. La comitiva fúnebre aplaudió.
Mi brazo estaba desnudo. Sentí cómo se petrificaba al contacto con el aire.
El predicador hizo una señal. Los aplausos enmudecieron.
Estamos orgullosos de nuestra comunidad. Nuestra habilidad nos preserva del naufragio. No nos dejamos insultar, dijo. No nos dejamos calumniar. En nombre de nuestra comunidad alemana serás condenada a muerte.
Todos me apuntaron con sus fusiles. En mi cabeza retumbó una detonación ensordecedora.
Me desplomé y no llegué al suelo. Permanecí en el aire, flotando en diagonal sobre sus cabezas. Fui abriendo suavemente las puertas, una a una.
Mi madre había vaciado todas las habitaciones.
En el cuarto donde habían velado el cadáver se veía ahora una gran mesa. Era una mesa de matarife. Encima había un plato blanco vacío y un florero con un ramillete ajado de flores blancas.
Mamá llevaba puesto un vestido negro y transparente. En la mano tenía un cuchillo enorme. Se acercó al espejo y se cortó la gruesa trenza gris con el cuchillo enorme. Luego la llevó a la mesa con ambas manos y puso uno de sus extremos en el plato.
Vestiré de negro toda mi vida, dijo.
Encendió uno de los extremos de la trenza, que iba de un lado a otro de la mesa. La trenza ardió como una mecha. El fuego lamía y devoraba.
En Rusia me cortaron el pelo al rape. Era el castigo más leve, dijo. Apenas podía caminar de hambre. De noche me metía a rastras en un campo de nabos. El guardián tenía un fusil. Si me hubiera visto, me habría matado. Era un campo silencioso. El otoño tocaba a su fin, y las hojas de los nabos estaban negras y pegadas por la helada.
No volví a ver a mi madre. La trenza seguía ardiendo. La habitación estaba llena de humo.
Te han matado, dijo mi madre.
No volvimos a vernos por la cantidad de humo que había en la habitación. Oí sus pasos muy cerca de mí. Estiré los brazos tratando de aferrarla.
De pronto enganchó su mano huesuda en mi pelo. Me sacudió la cabeza. Yo grité.
Abrí bruscamente los ojos. La habitación daba vueltas. Yo yacía en una esfera de flores blancas ajadas y estaba encerrada.
Luego tuve la sensación de que todo el bloque de viviendas se volcaba y se vaciaba en el suelo.

Sonó el despertador. Era un sábado por la mañana, a las seis y media.

martes, 18 de abril de 2017

Los cachorros. Cuento de Mario Vargas Llosa

Los cachorros
Mario Vargas Llosa 

Todavía llevaban pantalón corto ese año, aún no fumábamos, entre todos los deportes preferían el fútbol y estábamos aprendiendo a correr olas, a zambullimos desde el segundo trampolín del Terrazas, y eran traviesos, lampiños, curiosos, muy ágiles, voraces. Ese año, cuando Cuéllar entró al colegio Champagnat.
Hermano Leoncio, ¿cierto que viene uno nuevo?, ¿para el "Tercero A", Hermano? Sí, el Hermano Leoncio apartaba de un manotón el moño que le cubría la cara, ahora a callar.
Apareció una mañana, a la hora de la formación, de la mano de su papá, y el Herma- no Lucio lo puso a la cabeza de la fila porque era más chiquito todavía que Rojas, y en la clase el Hermano Leoncio lo sentó atrás, con nosotros, en esa carpeta vacía, jovencito. ¿Cómo se llamaba? Cuéllar, ¿y tú?
Choto, ¿y tú? Chingolo, ¿y tú? Mañuco, ¿y tú? Lalo. ¿Miraflorino? Sí, desde el mes pasado, antes vivía en San Antonio y ahora en Mariscal Castilla, cerca del Cine Colina.
Era chanconcito (pero no sobón): la primera semana salió quinto y la siguiente tercero y después siempre primero hasta el accidente, ahí comenzó a flojear y a sacarse malas notas. Los catorce Incas, Cuéllar, decía el Hermano Leoncio, y él se los recitaba sin respirar, los Mandamientos, las tres estrofas del Himno Marista, la poesía: Mi bandera de López Albújar: sin respirar. Qué trome, Cuéllar, le decía Lalo y el Hermano muy buena memoria jovencito, y a nosotros ¡aprendan, bellacos!' Él se lustraba las uñas en la solapa del saco y miraba a toda la clase por encima del hombro, sobrándose (de a mentiras, el fondo no era sobrado, sólo un poco loquibambio y juguetón. Y además, buen compañero.' Nos soplaba en los exámenes y en los recreos nos convidaba chupetes, ricacho, tofis, suertudo, le decía Choto, te dan más propina que a nosotros cuatro, y él por las buenas notas que se sacaba, y nosotros menos mal que eres buena gente, chanconcito, eso lo salvaba),
Las clases de la Primaria terminaban a las cuatro, a las cuatro y diez el Hermano Lucio hacía romper filas y a las cuatro y cuarto ellos estaban en la cancha de fútbol.
Tiraban los maletines al pasto, los sacos, las corbatas, rápido Chingolo rápido, ponte en el arco antes que lo pesquen otros, y en su jaula Judas se volvía loco, guau, paraba el rabo, guau guau, les mostraba los colmillos, guau guau guau, tiraba saltos mortales, guau guau, sacudía los alambres. Pucha diablo se escapa un día, decía Chingolo, y Mañuco si se escapa hay que quedarse quietos, los daneses sólo mordían cuando olían que les tienes miedo,_¿quién te lo dijo?, mi viejo,' y Choto yo me treparía al arco, ahí no lo alcanzaría, y Cuéllar sacaba su puñalito y chas chas lo sonaba, deslonjaba y enterrabaaaaauuuu, mirando al cielo, uuuuuuaaauuuu, las dos manos en la boca, auauauauauuuuu: ¿qué tal gritaba Tarzán? Jugaban apenas hasta las cinco pues a esa hora salía la media y a nosotros los grandes nos corrían de la cancha a las buenas o a las malas. Las lenguas afuera, sacudiéndonos y sudando recogía libros, sacos y corbatas y salíamos a la calle. Bajaban por la Diagonal haciendo pases de básquet con los maletines, chápate ésta papacito, cruzábamos el Parque a la altura de Las Delicias, ¡la chapé! ¿Viste, mamacita?, ven la bodeguita de la esquina de D' Onofrio comprábamos barquillos ¿de vainilla? ¿Mixtos?, 'echa un poco más, cholo, no estafes, un poquito de limón, tacaño, una ya- pita de fresa. Y después seguían bajando por la Diagonal, el Violín Gitano, sin hablar, la calle Porta, absortos en los helados, un semáforo, shhp chupando shhp y saltando hasta el edificio San Nicolás y ahí Cuéllar se despedía, hombre, no te vayas todavía, vamos al Terrazas, le pedirían la pelota al Chino, ¿no quería jugar por la selección de la clase?, hermano, para eso habría que entrenarse, ven vamos anda, sólo hasta las seis, un partido de fulbito en el Terrazas, Cuéllar. No podía, su papá no lo dejaba, tenía que hacer las tareas. Lo acompañaban hasta su casa, ¿cómo iba a entrar al equipo de la clase si no se entrenaba?, y por fin acabábamos yéndonos al Terrazas solos.
Buena gente pero muy chancón. Decía Choto, por los estudios descuida el deporte, y Lalo no era culpa suya, su viejo debía ser un fregado, y Chingolo claro, él se moría por venir con ellos y Mañuco iba a estar bien difícil que entrara al equipo, no tenía físico, ni patada, ni resistencia, se cansaba ahí mismo, ni nada. [ ... ]
Pero Cuéllar, que era terco y se moría por jugar en el equipo, se entrenó tanto en el verano que al año siguiente se ganó el puesto de interior izquierdo en la selección de la clase: mens sana in corpore sano, decía el Hermano Agustín, ¿ya veíamos?, se puede ser un buen deportista y aplicado en los estudios, que siguiéramos su ejemplo. ¿Cómo has hecho?, le decía Lalo, ¿de dónde esa cintura, esos pases, esa codicia de pelota, esos tiros al ángulo? [ ... ] Su padre lo llevaba al
Estadio todos los domingos y ahí, viendo a los cracks, les aprendía los trucos ¿captábamos? Se había pasado los tres meses sin ir a las matinés ni a las playas, sólo viendo y jugando fútbol mañana y tarde, toquen esas pantorrillas, ¿no se habían puesto duras? Sí, ha mejorado mucho, le decía Choto al Hermano Lucio, el entrenador. [ ... ]

En julio, para el Campeonato Interaños, el Hermano Agustín autorizó al equipo de “Cuarto A” a entrenarse dos veces por semana, los lunes y los viernes a la hora de Dibujo y Música. Después del segundo recreo, cuando el patio quedaba vacío, mojadito por la garúa, lustrado como un chimpún nuevecito, los once seleccionados bajaban a la cancha, nos cambiábamos el uniforme y, con zapatos de fútbol y buzos negros, salían de los camarines en fila india, a paso gimnástico, encabezados por Lalo, el capitán. [ ... ] Entrenamos regio, decía Cuéllar, bestial ganaremos. Una hora después el Hermano Lucio tocaba el silbato y, mientras se desaguaban las aulas y los años formaban en el patio, los seleccionados nos vestíamos para ir a sus casas a almorzar. Pero Cuéllar se demoraba porque (te las copias todas las de los cracks, decía Chingolo, ¿quién te crees?, ¿Toto Terry?) se metía siempre a la ducha después de los entrenamientos. A veces ellos se duchaban también, guau, pero ese día, guau guau, cuando Judas se apareció en la puerta de los camarines, guau guau guau, sólo Lalo y Cuéllar se estaban bañando: guau guau guau guau. Choto, Chingolo y Mañuco saltaron por las ventanas, Lalo chilló se escapó mira hermano y alcanzó a cerrar la puertecita de la ducha en el hocico mismo del danés. Ahí, encogido, losetas blancas, azulejos y chorritos de agua, temblando, oyó los ladridos de Judas, el llanto de Cuéllar, sus gritos, y oyó aullidos, saltos, choques, resbalones y después sólo ladridos, y un montón de tiempo después, les juro (pero cuánto, decía Chingolo, ¿dos minutos?, más hermano, y Choto ¿cinco?, más mucho más), el vozarrón del Hermano Lucio, las lisuras de Leoncio (¿en español, Lalo?, sí, también en francés, ¿le entendías?, no, pero se imaginaba que eran lisuras, idiota, por la furia de su voz), los carambas, Dios mío, fueras, sapes, largo largo, la desesperación de los Hermanos, su terrible susto. Abrió la puerta y ya se lo llevaban cargado, lo vio apenas entre las sotanas negras, ¿desmayado?, sí, ¿calato, Lalo?, sí y sangrando, hermano, palabra, qué horrible: el baño entero en purita sangre. Qué más, qué pasó después mientras yo me vestía, decía Lalo, y Chingolo el Hermano Agustín y el Hermano Lucio metieron a Cuéllar en la camioneta de la Dirección, los vimos desde la escalera, y Choto arrancaron a ochenta (Mañuco cien) por hora, tocando bocina y bocina como los bomberos, como una ambulancia. Mientras tanto el Hermano Leoncio perseguía a Judas que iba y venía por el patio dando brincos, volatines, lo agarraba y lo metía a su jaula y por entre los alambres (quería matarlo, decía Choto, si lo hubieras visto, asustaba) lo azotaba sin misericordia, colorado, el moño bailándole sobre la cara.