La
Rueda de Agua
Jean-Marie
Gustave Le Clézio
El sol todavía no ha salido sobre el
río. Por la angosta puerta de la casa, Juba mira las aguas planas que ya
espejean, al otro lado de los campos grises. Se incorpora en la cama, aparta la
sábana que lo envuelve. El aire frío de la mañana le da escalofríos. En la casa
oscura, hay otras formas enrolladas en las sábanas, otros cuerpos dormidos. Juba
reconoce a su padre, al otro lado de la puerta, a su hermano y, al fondo, a su
madre y a sus dos hermanas muy juntas bajo la misma sábana. Un perro ladra
largamente, en alguna parte, con una voz extraña que canta y luego se
estrangula. Pero no hay muchos ruidos en la tierra, ni en el río, pues el sol
todavía no ha salido. La noche está gris y fría, lleva el aire de las montañas
y del desierto y la luz pálida de la luna.
Juba mira la noche temblando, sin
moverse de su cama. A través de la manta de juncos trenzados, el frío de la
tierra sube y se forman gotas de rocío sobre el polvo. Fuera, las hierbas
brillan un poco, como filos húmedos. Las acacias grandes y delgadas están
negras, inmóviles en la tierra resquebrajada.
Juba se levanta sin hacer ruido, dobla
la sábana y enrolla la estera, luego camina sobre el sendero que atraviesa los
campos desiertos. Mira el cielo, al este, y adivina que el día aparecerá de un
momento a otro. Siente la llegada de la luz en el fondo de su cuerpo, y la
tierra también lo sabe, la tierra labrada de los campos y la tierra polvorienta
entre los arbustos de espinos y los troncos de acacias. Es como una inquietud,
como una duda que viene desde el cielo, recorre el agua lenta del río y se
propaga a ras de la tierra. Las telas de araña tiemblan, los pastos vibran, los
moscardones sobrevuelan las charcas, pero el cielo está vacío, pues los
murciélagos se han ido y todavía no han llegado los pájaros. Bajo los pies
descalzos de Juba, el sendero es duro. La vibración lejana camina al mismo
tiempo que él, y los grandes saltamontes grises comienzan a brincar por los
pastos. Lentamente, mientras Juba se aleja de la casa, el cielo se aclara río
abajo. La bruma desciende entre las orillas, a la velocidad de una balsa,
estirando sus membranas blancas.
Juba se detiene en el camino. Mira un
instante el río. Sobre las orillas de arena, los juncos mojados están
inclinados. Un gran tronco negro oscila en la corriente, se hunde y saca sus
ramas como el cuello de una serpiente que nada. La sombra está todavía sobre el
río, el agua es pesada y densa, fluye formando pliegues lentos. Pero más allá
del río, ya aparece la tierra seca. El polvo es duro bajo los pies de Juba, la
tierra roja está quebrada como las vasijas viejas, los surcos zigzaguean,
semejantes a antiguas fisuras.
La noche se abre poco a poco, en el
cielo, sobre la tierra. Juba cruza los campos desiertos, se aleja de las
últimas casas de campesinos, ya no ve el río. Sube un montículo de piedras
secas de donde cuelgan algunas acacias. Juba recoge del suelo algunas flores de
acacia que mastica al escalar el montículo. El jugo se esparce en su boca y
disuelve el embotamiento del sueño. Al otro lado de la colina de piedras
esperan los bueyes. Cuando Juba llega cerca de ellos, los grandes animales patean
cojeando y uno de ellos echa la cabeza hacia atrás para mugir.
«¡Tttt! ¡Uta, uta!», dice Juba y los
bueyes lo reconocen. Sin dejar de chasquear con la lengua, Juba les quita las
trabas y los conduce hacia lo alto de la colina de piedras. Los dos bueyes
avanzan con dificultad, cojeando, porque las trabas han entumecido sus patas
traseras. El vapor sale de su hocico.
Cuando llegan frente a la noria, los
bueyes se detienen. Se agitan y tiran para atrás, hacen ruidos con la garganta,
las pezuñas golpean el piso y despiden piedras. Juba ata los bueyes en el
extremo de un largo madero. Mientras ajusta las bestias en el yugo, sigue
chasqueando la lengua contra el paladar. Las moscas comienzan a volar alrededor
de los ojos y el hocico de los bueyes y Juba ahuyenta las que se posan en su
cara y en sus manos.
Los animales esperan junto al pozo, el
pesado timón de madera cruje y rechina cuando dan un paso adelante. Juba tira
de la cuerda atada al yugo y la rueda comienza a gemir, como un barco que se
sacude. Los bueyes grises caminan pesadamente por el sendero circular. Las
pezuñas se apoyan sobre las huellas del día anterior, cavan los antiguos surcos
en la tierra roja, entre las piedras. En el extremo del largo madero está la
gran rueda que gira al mismo tiempo que los bueyes y cuyo eje impulsa el
engranaje de la otra rueda vertical. La larga correa de cuero baja hasta el
fondo del pozo, llevando los cubos hasta el agua.
Juba excita a las bestias haciendo
chasquear la lengua continuamente. También les habla, en voz baja, suavemente,
porque la oscuridad envuelve aún los campos y el río. La pesada máquina de
madera rechina y cruje, se resiste, vuelve a empezar. Los bueyes se detienen
cada tanto, y Juba tiene que correr tras ellos, darles un latigazo en las
nalgas, empujar el timón. Los bueyes retoman su marcha circular, la cabeza
gacha y resoplando.
Cuando el sol sale por fin, ilumina de
una vez los campos. La tierra roja está llena de surcos, muestra sus bloques de
greda seca, sus piedras agudas que brillan. Sobre el río al otro lado de los
campos, la bruma se rasga, el agua se ilumina.
Una bandada de pájaros surge
brutalmente de las orillas, entre los juncos, estalla en el cielo claro
lanzando su clamor. Son las gangas, las perdices del desierto, y sus gritos
agudos sobresaltan a Juba. De pie sobre las piedras de los pozos, las sigue por
un instante con la mirada. Los pájaros suben alto en el cielo, pasan frente al
disco del sol, luego se inclinan nuevamente hacia la tierra y desaparecen en
las hierbas del río. Lejos, al otro lado de los campos, las mujeres salen de
las casas. Encienden los braseros, pero la luz del sol es tan nueva que no
llega a empañar el brillo rojo del carbón de madera que está ardiendo. Juba oye
gritos de niños, voces de hombres. Alguien, en alguna parte, llama y su voz
aguda resuena largo rato en el aire:
«Ju-uuu-baa».
Ahora los bueyes caminan más rápido.
El sol recalienta sus cuerpos y les da fuerzas. El molino gime y rechina, cada
diente del engranaje cruje al encajar en el otro, la correa de cuero, tensa por
el peso de los cubos, produce una vibración continua. Los cubos suben hasta el
brocal del pozo, se derraman por la canaleta de chapa, vuelven a bajar
golpeando las paredes del pozo. Juba mira el agua que fluye haciendo olas a lo
largo de la canaleta, corre por la acequia, baja a espacios regulares hacia la
tierra roja de los campos. El agua corre como tragos lentos y la tierra seca
bebe ávidamente. El barro invade el fondo del foso y el flujo regular avanza,
metro a metro. Juba no se cansa de mirar el agua, sentado sobre una piedra en
el borde del pozo. Junto a él, la rueda de madera gira muy lentamente,
crujiendo, y el zumbido continuo de la correa sube por el aire, los cubos
golpean contra la canaleta de chapa, uno después de otro, derraman el agua que
fluye sibilante. Es una música lenta y llorosa como una voz humana, llena el
cielo vacío y los campos. Es una música que Juba reconoce día tras día. El sol
se eleva lentamente por encima del horizonte, la luz del día vibra sobre las
piedras, sobre los tallos de las plantas, sobre el agua que fluye en la
acequia. Los hombres caminan a lo lejos, en la curva del campo, siluetas negras
en el cielo pálido. El aire se calienta poco a poco, las piedras parecen
inflarse, la tierra roja brilla como una piel de hombre. Hay gritos, de un
extremo a otro de la tierra, gritos de hombres y ladridos de perros, y que
retumban en el cielo sin fin, mientras la rueda de madera gira y cruje. Juba ya
no mira más a los bueyes. Les da la espalda, pero oye el aliento que les raspa
la garganta, que se aleja, que vuelve. Las pezuñas de los animales golpean
siempre las mismas piedras en el camino circular, se hunden en los mismos
huecos.
Entonces Juba envuelve su cabeza en la
tela blanca y ya no se mueve. Mira a lo lejos, tal vez, al otro lado de los
campos de tierra roja, al otro lado del río metálico. No oye el ruido de la
rueda que gira, no oye el ruido del pesado timón de madera que gira alrededor
de su eje.
«¡Eh-oh!»
Canta en su garganta, lentamente, él
también, con los ojos entrecerrados.
«¡Eeeeh-oooh, oooh-ooooh!»
Con las manos y el rostro ocultos bajo
la tela blanca y el cuerpo inmóvil, Juba canta al mismo tiempo que la rueda que
gira. Abre apenas la boca y su canto sale largamente de su garganta, como el
aliento de los bueyes, como el zumbido continuo de la correa de cuero.
«¡Eeh-eeh-eyaah-oh!»
El aliento de los bueyes se aleja,
vuelve, gira sin cesar a lo largo del camino circular. Juba canta para sí mismo
y nadie lo puede oír, mientras el agua fluye a borbotones a lo largo de la
acequia. La lluvia, el viento, el agua pesada del gran río que desciende hacia
el mar, están en su garganta, en su cuerpo inmóvil. El sol sube sin prisa en el
cielo, el calor hace vibrar las ruedas de madera y el timón. Quizá sea el mismo
movimiento que mueve el astro hacia el centro del cielo, mientras los bueyes
avanzan pesadamente a lo largo del camino circular.
«¡Eya-oooh, eya-oooh, oooh-oh-ooo-oh!»
Juba oye el canto que sube en él, que
atraviesa su vientre y su pecho, el canto que viene de la profundidad del pozo.
El agua fluye en olas, del color de la tierra, y desciende hacia los campos
desnudos. El agua gira también, lentamente, rodea los ríos, rodea los muros,
rodea las nubes alrededor del eje invisible. El agua fluye estallando,
crujiendo, fluye sin cesar hacia el abismo oscuro del pozo donde los cubos
vacíos la vuelven a tomar.
Es una música que no puede terminar,
pues está en todo el mundo, en el mismo cielo, donde asciende lentamente el
disco solar, a lo largo de su camino curvo. Los sonidos profundos, regulares,
monótonos, suben de la gran rueda de madera de engranajes plañideros, el torno
gira alrededor de su eje haciendo su queja, los cubos de metal descienden hacia
el pozo, la correa de cuero vibra como una voz y el agua sigue fluyendo por la
canaleta, en oleadas, inunda el canal de la acequia. Nadie habla, nadie se
mueve y el agua cae en cascadas, crece como un torrente, se expande en los
surcos, en los campos de tierra roja y de piedras. Juba inclina un poco la
cabeza hacia atrás y mira el cielo. Ve el lento movimiento circular que deja
sus huellas fosforescentes, ve las esferas transparentes, los engranajes de la
luz en el espacio. El sonido de la rueda de agua llena toda la atmósfera, gira
interminablemente con el sol. Los bueyes caminan al mismo ritmo, con la frente
inclinada, la nuca tiesa bajo el peso del yugo. Juba oye el ruido sordo de sus
pezuñas, el ruido de su aliento que va y viene, y les sigue hablando, les dice
palabras graves que duran mucho, palabras que se mezclan con el quejido del
timón, con los ruidos de esfuerzo de los engranajes de las ruedas, con el
tintineo de los baldes que suben sin cesar, derraman el agua.
«¡Eeeya-ayaaah, eyaaa-oh! ¡Eyaaa-oh!»
Luego, mientras el sol sube
lentamente, arrastrado por la rueda y por los pasos de los bueyes, Juba cierra
los ojos. El calor y la luz forman un torbellino suave que lo transporta en esa
corriente, a lo largo de un círculo tan vasto que parece que nunca se volverá a
cerrar.
Juba está sobre las alas de un buitre
blanco, muy alto en el cielo sin nubes. Se desliza sobre sí mismo, a través de
las capas del aire, y la tierra roja da vueltas lentamente bajo sus alas. Los
campos desnudos, los caminos, las casas de techos de hojas, el río de color
metal, todo gira alrededor del pozo, haciendo un ruido que cruje y se desvencija.
La música monótona de las ruedas de agua, el aliento de los bueyes, el gorgoteo
del agua en la acequia, todo eso da vueltas, lo transporta, lo levanta. La luz
es grande, el cielo está abierto. Ahora no hay más hombres, han desaparecido.
Solamente hay agua, tierra, cielo, planos móviles que pasan y se cruzan, cada
elemento semejante a una rueda dentada que muerde un engranaje.
Juba no duerme. Ha abierto nuevamente
los ojos y mira frente a él, más allá de los campos. No se mueve. La tela
blanca cubre su cabeza y su cuerpo y respira suavemente.
Entonces aparece Yol. Yol es una
ciudad extraña, muy blanca en medio de la tierra desierta y de las piedras
rojas. Sus altos monumentos todavía se mueven, indecisos, irreales, como si no
hubieran sido terminados. Son semejantes a los reflejos del sol en los grandes
lagos de sal.
Juba conoce bien esta ciudad. La ha
visto a menudo, a lo lejos, cuando la luz del sol está muy fuerte y un velo de
fatiga cubre los ojos. La ha visto a menudo, pero nadie se ha acercado, por los
espíritus de los muertos. Un día, le preguntó a su padre el nombre de la
ciudad, tan bella y tan blanca, y su padre le dijo que se llamaba Yol, y que no
era una ciudad para los hombres sino solamente para los espíritus de los
muertos. Su padre también le habló de aquel que reinaba en esta ciudad, hace
mucho tiempo, un joven rey que había venido del otro lado del mar y que llevaba
el mismo nombre que él.
Ahora, en la música lenta de las
ruedas, en la luz cegadora, cuando el sol está en lo más alto del cielo, Yol ha
aparecido, una vez más. Crece delante de Juba y él ve claramente sus grandes
edificios temblar en el aire caliente. Hay altas torres sin ventanas, casonas
blancas en medio de jardines de palmeras, palacios, templos. Los bloques de
mármol brillan como si acabaran de ser cortados. La ciudad gira lentamente
alrededor de Juba y la música monótona de la rueda de agua se parece al rumor
del mar. La ciudad flota sobre los campos desiertos, liviana como los reflejos
del sol en los grandes lagos de sal y, frente a ella, fluye el agua del río
Azan como un camino de luz. Juba escucha el rumor del mar, al otro lado de la
ciudad. Es un ruido muy pesado, que se mezcla con los redobles del tambor y con
los bramidos de las bocinas y de las tubas. El pueblo de Himyar se amontona en
las calles de la ciudad. Hay esclavos negros llegados de Nubia, cohortes de
soldados, caballeros de capas rojas con cascos de cuero, los niños rubios de
los habitantes de las montañas. El polvo sube por el aire, por encima de los
caminos y de las casas, forma una gran nube gris que se arremolina en las
puertas de las murallas.
«¡Eya! ¡Eya!», grita la multitud,
mientras Juba avanza a lo largo de la vía blanca. Es el pueblo de Himyar que lo
llama, que le tiende los brazos. Pero él avanza sin mirarlos, a lo largo de la
vía real. En lo alto de la ciudad, por encima de las casas y de los árboles, el
templo de Diana es inmenso, sus columnas de mármol parecen troncos
petrificados. La luz del sol ilumina el cuerpo de Juba y lo embriaga, y él oye
crecer el rumor continuo del mar. La ciudad a su alrededor es liviana, vibra y
se ondula como los reflejos del sol en los grandes lagos de sal. Juba camina y
sus pies no parecen tocar el suelo, como si lo transportara una nube. El pueblo
de Himyar, los hombres y las mujeres caminan con él, la música escondida
resuena en las calles y en las plazas y, a veces, el rumor del mar queda
cubierto por los gritos que llaman:
«¡Juba! ¡Eya! ¡Ju-uuu-baa!».
La luz aparece de repente, cuando Juba
llega a lo alto del templo. Es el mar inmenso y azul que se extiende hasta el
horizonte. El lento movimiento circular traza la línea pura del horizonte y la
voz monótona de las olas retumba contra las rocas.
«¡Juba! ¡Juba!»
Las voces del pueblo de Himyar gritan
y su nombre suena en toda la ciudad, por encima de las murallas color tierra,
en los peristilos de los templos, en los patios de los palacios blancos. Su
nombre llena los campos rojos, hasta los límites del río Azan.
Entonces Juba sube los últimos
peldaños del templo de Diana. Está vestido de blanco, sus cabellos negros están
atados con una cinta de hilo dorado. Su bello rostro color cobre señala la
ciudad y sus ojos oscuros miran, pero es como si vieran a través del cuerpo de
los hombres, a través de los muros blancos de los edificios.
La mirada de Juba atraviesa las
murallas de Yol, va más allá; sigue los meandros del río Azan, pasa la
extensión de los campos desiertos, va hasta los montes Amour, hasta el
manantial de Sebgag. Ve el agua clara que surge entre las rocas, el agua
preciosa y fría que fluye haciendo su ruido regular.
La multitud se calla ahora, mientras
Juba mira con sus ojos sombríos. Su rostro se parece al de un joven dios y la
luz del sol parece multiplicada en sus ropas blancas y en su piel color cobre.
La música surge nuevamente, como un
clamor de pájaros, reverbera entre los muros de la ciudad. Hincha el cielo y el
mar, su onda se aleja largamente.
«Soy Juba», piensa el joven rey, luego
dice en voz alta, con fuerza:
«¡Soy Juba, el hijo de Juba, el nieto
de Hiempsal!».
«¡Juba! ¡Juba! ¡Eya-oooh!», grita la
multitud.
«¡Soy Juba, vuestro rey!»
«¡Juba! ¡Ju-uuu-baa!»
«¡He regresado hoy y Yol es la capital
de mi reino!»
El rumor del mar sigue creciendo.
Ahora, por los escalones del templo sube una joven mujer. Es hermosa, lleva un
vestido blanco que se mueve con el viento y sus cabellos claros están cargados
de chispas. Juba toma su mano y camina con ella hasta el templo.
«¡Cleopatra Selene, hija de Antonio y
de Cleopatra, vuestra reina!», dice Juba.
El ruido de la multitud cubre la
ciudad.
La joven mira sin moverse las casonas
blancas, las murallas y la extensión de tierra roja. Tiene una leve sonrisa.
Pero el lento movimiento de las ruedas
continúa y el ruido del mar es más fuerte que las voces de los hombres. En el
cielo, el sol desciende poco a poco, en su camino circular. Su luz cambia de
color en los muros de mármol, alarga las sombras de las columnas.
Es como si ahora estuvieran solos,
sentados en lo alto de los escalones del templo, junto a las columnas de
mármol. A su alrededor, la tierra y el mar giran mientras emiten su quejido
regular. Cleopatra Selene mira el rostro de Juba. Admira el rostro del joven
rey, la frente alta, la nariz aguileña, los ojos alargados rodeados por el
dibujo negro de las pestañas. Ella se inclina hacia él y le habla suavemente en
una lengua que Juba no puede comprender. Su voz es suave y su aliento
perfumado. Juba, a su vez, la mira y dice:
«Todo es hermoso aquí, hace tanto
tiempo que deseo volver. Cada día, desde mi infancia, pensaba en el momento en
que podría volver a ver todo esto. Quisiera ser eterno, para no abandonar nunca
esta ciudad y esta tierra, para ver esto siempre».
Sus ojos sombríos brillan por el
espectáculo que lo rodea. Juba no deja de mirar la ciudad, las casas blancas,
las terrazas, los jardines de palmeras. Yol vibra a la luz de la tarde, ligera
e irreal como los reflejos del sol en los grandes lagos de sal. El viento que
sopla mueve los cabellos de Cleopatra Selene, el viento lleva hasta la parte
más alta del templo el rumor monótono del mar.
La voz de la joven lo interroga,
pronunciando simplemente su nombre:
«¿Juba… Juba?».
«Mi padre murió vencido aquí mismo»,
dice Juba.
«Me llevaron como un esclavo a Roma.
Pero hoy esta ciudad es bella y quiero que sea aún más bella. Quiero que no
haya una ciudad más bella sobre la Tierra. Se enseñará la filosofía, la ciencia
de los astros, la ciencia de las cifras, y los hombres vendrán de todos los
puntos del mundo para aprender.»
Cleopatra Selene escucha las palabras
del joven rey sin comprender. Pero también mira la ciudad, escucha el rumor de
la música que gira alrededor del horizonte. Su voz canta un poco cuando lo
llama:
«¡Juba! ¡Eyaaa-oh!».
«En la plaza, en el centro de la
ciudad, los maestros enseñarán la lengua de los dioses. Los niños aprenderán a
venerar el conocimiento, los poetas leerán sus obras, los astrólogos predecirán
el porvenir. No habrá tierra más próspera ni pueblo más pacífico. La ciudad
resplandecerá por los tesoros del espíritu, por esta luz.»
El hermoso rostro del joven rey brilla
en la claridad que rodea el templo de Diana. Sus ojos ven lejos, más allá de
las murallas, más allá de las colinas, hasta el centro del mar.
«Los hombres más sabios de mi nación
vendrán aquí, a este templo, con los escribas, y yo estableceré con ellos la
historia de esta tierra, la historia de los hombres, de las guerras, de los
grandes hechos de la civilización, y la historia de las ciudades, de los cursos
de agua, de las montañas, de las orillas del mar, desde Egipto hasta el país de
Cerné.»
Juba mira a los hombres del pueblo de
Himyar que se amontonan en las calles de la ciudad, alrededor del templo, pero
no oye el ruido de sus voces, escucha solamente el rumor monótono del mar.
«No he venido por venganza», dice
Juba.
Mira también a la joven reina sentada
a su lado.
«Mi hijo Ptolomeo va a nacer», sigue
diciendo. «Reinará aquí, en Yol, y sus hijos reinarán después de él, para que
nada se termine.»
Luego, se pone de pie, en la
plataforma del templo, completamente frente al mar. Una luz cegadora está sobre
él, la luz que viene del cielo, que hace resplandecer los muros de mármol, las
casas, los campos, las colinas. La luz viene del centro del cielo, inmóvil
sobre el mar.
Juba ya no habla. Su rostro parece una
máscara de cobre y la luz brilla en su frente, en la curva de su nariz, en sus
pómulos. Sus ojos sombríos ven lo que hay más allá del mar. A su alrededor, las
paredes blancas y las estelas de calcita tiemblan y vibran como los reflejos
del sol en los grandes lagos de sal. El rostro de Cleopatra Selene está inmóvil
también, iluminado, apaciguado como el rostro de una estatua.
Juntos, de pie el uno contra el otro,
el joven rey y su esposa están sobre la plataforma del templo y la ciudad gira
lentamente a su alrededor. La música monótona de las grandes ruedas ocultas
llena sus oídos y se confunde con el ruido de las olas sobre las rocas de la
orilla. Es como un canto, como una voz humana que grita de muy lejos, que
llama:
«¡Juba! ¡Ju-uuu-baa!».
Las sombras se agrandan en la tierra,
mientras el sol baja poco a poco hacia el oeste, a la izquierda del templo.
Juba ve los edificios temblar y deshacerse. Se deslizan como nubes y, en el
cielo y en el mar, el canto de las ruedas se vuelve más grave, más quejumbroso.
Hay grandes círculos blancos en el cielo, grandes ondas que nadan. Las voces
humanas disminuyen, se alejan, se desvanecen. A veces, todavía, se oyen los
acentos de la música, los sonidos de las tubas, las flautas agrias, el tambor.
O los gritos guturales de los camellos, cerca de las puertas de las murallas.
La sombra gris y malva se extiende bajo las colinas, avanza en el valle del
río. Sólo el templo está iluminado por el sol, se levanta sobre la ciudad como
un navío de piedra.
Ahora Juba está solo en las ruinas de
Yol. Las ondas lentas pasan sobre los mármoles quebrados, agitan la superficie
del mar. Las columnas descansan en el fondo del agua, los grandes troncos
petrificados perdidos entre las algas, las escaleras devoradas. No quedan
hombres ni mujeres aquí, no hay más niños. La ciudad se asemeja a un cementerio
que tiembla en el fondo del mar, y las olas vienen a golpear los últimos
peldaños del templo de Diana, como un escollo. Siempre está el ruido monótono,
el rumor del mar. Es el movimiento de las grandes ruedas dentadas que rechinan
todavía, que gimen, mientras el par de bueyes atados al timón hace más lenta su
marcha circular. En el cielo azul oscuro, la luna creciente ha salido y brilla con
su luz sin calor.
Entonces Juba se quita el velo blanco
que cubre su cabeza. Tiembla, porque el frío de la noche llega rápido. Sus
miembros están entumecidos y tiene la boca seca. En el hueco de su mano, toma
un poco de agua de un cubo inmóvil. Su bello rostro está muy oscuro, casi
negro, por todo el calor del sol. Sus ojos miran la extensión de los campos
rojos, donde ahora no hay nadie. Los bueyes se detienen en su camino circular.
Las grandes ruedas de madera ya no giran, pero crujen y rechinan y la larga
correa de cuero vibra todavía.
Sin prisa, Juba deshace los nudos de
los bueyes, separa la pesada viga de madera. La noche avanza al otro lado de la
tierra, río arriba. Cerca de las casas, los fuegos de brasas están encendidos y
las mujeres están paradas frente a los braseros.
«¡Ju-uuu-baa! ¡Ju-uuu-baa!»
Es la misma voz que llama, aguda y
musical, en alguna parte al otro lado de los campos desiertos. Juba se da la
vuelta y mira por un instante, luego desciende el montículo de piedras guiando
a los bueyes por la correa. Cuando llega al pie del montículo, Juba anuda las
trabas a los jarretes de los bueyes. El silencio en el valle del río es
inmenso, ha cubierto la tierra y el cielo como un agua calma donde no se mueve
ni una ola. Es el silencio de las piedras.
Juba mira a su alrededor, largo rato,
escucha el ruido de la respiración de los bueyes. El agua ha dejado de fluir
por la acequia, la tierra bebe las últimas gotas, en las fisuras de los surcos.
La sombra gris ha cubierto la ciudad blanca de los templos livianos, las
murallas, los jardines de palmeras. ¿Queda, quizás, en alguna parte, un
monumento en forma de tumba, una cúpula de piedras partidas, donde crecen las
hierbas y los arbustos, no lejos del mar? Tal vez mañana, cuando las grandes
ruedas comiencen de nuevo a girar, cuando los bueyes vuelvan a empezar,
lentamente resoplando, por su camino circular, tal vez entonces la ciudad
aparezca nuevamente, muy blanca, temblorosa e irreal como los reflejos del sol.
Juba gira un poco sobre sí mismo, mira solamente la extensión de los campos que
descansan de la luz bañadas por el vapor del río. Luego, se aleja, avanza
rápidamente por el camino, hacia las casas donde esperan los vivos.