Los colonizadores
Ray Bradbury
Los hombres de la Tierra llegaron a Marte. Llegaron porque tenían
miedo o porque no lo tenían, porque eran felices o desdichados, porque se
sentían como los Peregrinos, o porque no se sentían como los Peregrinos. Cada
uno de ellos tenía una razón diferente. Dejaban mujeres odiosas, trabajos
odiosos o ciudades odiosas; venían para encontrar algo, dejar algo o conseguir
algo; para desenterrar algo, enterrar algo o abandonar algo. Venían con sueños
ridículos, con sueños nobles o sin sueños. El dedo del gobierno indicaba desde
carteles de cuatro colores, en innumerables ciudades: Hay trabajo para usted en
el cielo. ¡Visite Marte! Y los hombres se lanzaban al espacio. Al principio
solo unos pocos, unas docenas, porque casi todos se sentían enfermos aun antes
de que el cohete dejará la Tierra. Enfermaban de soledad, porque cuando uno ve
que su casa se reduce al tamaño de un puño, de una nube, de una cabeza de
alfiler, y luego desaparece detrás de una estela de fuego, uno siente que no ha
nacido nunca, que no hay ciudades, que no está en ninguna parte, y solo hay
espacio alrededor, sin nada familiar, solo hombres extraños. Y cuando los
estados de Illinois, Iowa, Missouri o Montana desaparecen en un mar de nubes y,
más aún, cuando los Estados Unidos son solo una isla envuelta en nieblas y todo
el planeta parece una pelota embarrada lanzada a lo lejos, entonces uno se
siente verdaderamente solo, errando por las llanuras del espacio, en busca de
un mundo que es imposible imaginar.
No era raro, por lo tanto, que los primeros emigrantes fueran
pocos. Su número creció constantemente hasta superar a los hombres que ya se
encontraban en Marte. Los números eran alentadores. Pero los primeros
solitarios no tuvieron ese consuelo.
No hay comentarios:
Publicar un comentario