La dama de Espadas
Alexander Pushkin
I
Un día en casa del
oficial de la Guardia Narúmov jugaban a las cartas. La larga noche de invierno
pasó sin que nadie lo notara; se sentaron a cenar pasadas las cuatro de la
mañana. Los que habían ganado comían con gran apetito; los demás permanecían
sentados ante sus platos vacíos con aire distraído. Pero apareció el champán,
la conversación se animó y todos tomaron parte en ella.
-¿Qué has hecho,
Surin? -preguntó el amo de la casa.
-Perder, como de
costumbre. He de admitir que no tengo suerte: juego sin subir las apuestas,
nunca me acaloro, no hay modo de sacarme de quicio, ¡y de todos modos sigo
perdiendo!
-¿Y alguna vez no te
has dejado llevar por la tentación? ¿Ponerlo todo a una carta?… Me asombra tu
firmeza…
-¡Pues ahí tenéis a
Guermann! -dijo uno de los presentes señalando a un joven oficial de
ingenieros-. ¡Jamás en su vida ha tenido una carta en las manos, nunca ha hecho
ni un pároli, y, en cambio, se queda con nosotros hasta las cinco a mirar cómo
jugamos!
-Me atrae mucho el
juego -dijo Guermann-, pero no estoy en condiciones de sacrificar lo
imprescindible con la esperanza de salir sobrado.
-Guermann es alemán,
cuenta su dinero, ¡eso es todo! -observó Tomski-. Pero si hay alguien a quien
no entiendo es a mi abuela, la condesa Anna Fedótovna.
-¿Cómo?, ¿quién?
-exclamaron los contertulios.
-¡No me entra en la
cabeza -prosiguió Tomski-, cómo puede ser que mi abuela no juegue!
-¿Qué tiene de
extraño que una vieja ochentona no juegue? -dijo Narúmov.
-¿Pero no sabéis
nada de ella?
-¡No! ¡De verdad,
nada!
-¿No? Pues,
escuchad:
«Debéis saber que mi
abuela, hará unos sesenta años, vivió en París e hizo allí auténtico furor. La
gente corría tras ella para ver ala Vénus moscovite; Richelieu estaba prendado
de ella y la abuela asegura que casi se pega un tiro por la crueldad con que
ella lo trató.
«En aquel tiempo las
damas jugaban al faraón. Cierta vez, jugando en la corte, perdió bajo palabra
con el duque de Orleáns no sé qué suma inmensa. La abuela, al llegar a casa,
mientras se despegaba los lunares de la cara y se desataba el miriñaque, le
comunicó al abuelo que había perdido en el juego y le mandó que se hiciera
cargo de la deuda.
«Por cuanto
recuerdo, mi difunto abuelo era una especie de mayordomo de la abuela. Le temía
como al fuego y, sin embargo, al oír la horrorosa suma, perdió los estribos: se
trajo el libro de cuentas y, tras mostrarle que en medio año se habían gastado
medio millón y que ni su aldea cercana a Moscú ni la de Sarátov se encontraban
en las afueras de París, se negó en redondo a pagar. La abuela le dio un
bofetón y se acostó sola en señal de enojo.
«Al día siguiente
mandó llamar a su marido con la esperanza de que el castigo doméstico hubiera
surtido efecto, pero lo encontró incólume. Por primera vez en su vida la abuela
accedió a entrar en razón y a dar explicaciones; pensaba avergonzarlo, y se
dignó a demostrarle que había deudas y deudas, como había diferencia entre un
príncipe y un carretero. ¡Pero ni modo! ¡El abuelo se había sublevado y seguía
en sus trece! La abuela no sabía qué hacer.
«Anna Fedótovna era
amiga íntima de un hombre muy notable. Habréis oído hablar del conde
Saint-Germain, de quien tantos prodigios se cuentan. Como sabréis, se hacía
pasar por el Judío errante, por el inventor del elíxir de la vida, de la piedra
filosofal y de muchas cosas más. La gente se reía de él tomándolo por un
charlatán, y Casanova en sus Memorias dice que era un espía. En cualquier caso,
a pesar de todo el misterio que lo envolvía, SaintGermain tenía un aspecto muy
distinguido y en sociedad era una persona muy amable. La abuela, que lo sigue
venerando hasta hoy y se enfada cuando hablan de él sin el debido respeto,
sabía que Saint-Germain podía disponer de grandes sumas de dinero, y decidió
recurrir a él. Le escribió una nota en la que le pedía que viniera a verla de
inmediato.
«El estrafalario
viejo se presentó al punto y halló a la dama sumida en una horrible pena. La
mujer le describió el bárbaro proceder de su marido en los tonos más negros,
para acabar diciendo que depositaba todas sus esperanzas en la amistad y en la
amabilidad del francés.
«Saint-Germain se
quedó pensativo.
«-Yo puedo
proporcionarle esta suma -le dijo-, pero como sé que usted no se sentiría
tranquila hasta no resarcirme la deuda, no querría yo abrumarla con nuevos quebraderos
de cabeza. Existe otro medio: puede usted recuperar su deuda.
«-Pero, mi querido
conde -le dijo la abuela-, si le estoy diciendo que no tenemos nada de dinero.
«-Ni falta que le
hace -replicó Saint-Germain-: tenga la bondad de escucharme.
«Y entonces le
descubrió un secreto por el cual cualquiera de nosotros daría lo que fuera…
Los jóvenes
jugadores redoblaron su atención. Tomski encendió una pipa, dio una bocanada y
prosiguió su relato:
-Aquel mismo día la
abuela se presentó en Versalles, au jeu de la Reine. El duque de Orleáns
llevaba la banca; la abuela le dio una vaga excusa por no haberle satisfecho la
deuda, para justificarse se inventó una pequeña historia y se sentó enfrente
apostando contra él. Eligió tres cartas, las colocó una tras otra: ganó las
tres manos y recuperó todo lo perdido.
-¡Por casualidad!
-dijo uno de los contertulios.
-¡Esto es un cuento!
-observó Guermann.
-¿No serían cartas
marcadas? -añadió un tercero.
-No lo creo
-respondió Tomski con aire grave.
-¡Cómo! -dijo
Narúmov-. ¿Tienes una abuela que acierta tres cartas seguidas y hasta ahora no
te has hecho con su cabalística?
-¡Qué más quisiera!
-replicó Tomski-. La abuela tuvo cuatro hijos, entre ellos a mi padre: los
cuatro son unos jugadores empedernidos y a ninguno de los cuatro les ha
revelado su secreto; aunque no les hubiera ido mal, como tampoco a mí,
conocerlo.
«Pero oíd lo que me
contó mi tío el conde Iván Ilich, asegurándome por su honor la veracidad de la
historia. El difunto Chaplitski -el mismo que murió en la miseria después de
haber despilfarrado sus millones-, cierta vez en su juventud y, si no recuerdo
mal, con Zórich, perdió cerca de trescientos mil rublos. El hombre estaba
desesperado. La abuela, que siempre había sido muy severa con las travesuras de
los jóvenes, esta vez parece que se apiadó de Chaplitski. Le dio tres cartas
para que las apostara una tras otra y le hizo jurar que ya no jugaría nunca
más. Chaplitski se presentó ante su ganador; se pusieron a jugar. Chaplitski
apostó a su primera carta cincuenta mil y ganó; hizo un pároli y lo dobló en la
siguiente jugada, y así saldó su deuda y aún salió ganado…
«Pero es hora de
irse a dormir: ya son las seis menos cuarto.
En efecto, ya
amanecía: los jóvenes apuraron sus copas y se marcharon.
II
La vieja condesa ***
se hallaba en su tocador ante el espejo. La rodeaban tres doncellas. Una
sostenía un tarro de arrebol; otra, una cajita con horquillas, y la tercera,
una alta cofia con cintas de color de fuego. La condesa no pretendía en lo más
mínimo verse hermosa, su belleza hacía tiempo que se había marchitado, pero
conservaba todos los hábitos de sus años jóvenes, seguía rigurosamente la moda
de los setenta y se vestía con la misma lentitud, con el mismo esmero de hace
sesenta años. Junto a la ventana se sentaba ante su labor una señorita, su
pupila.
-Buenos días,
grand’maman –dijo al entrar un joven oficial-. Bonjour, mademoiselle Lise.
Grand’ maman, he venido a pedirle un favor.
-¿Qué, Paul?
-Quisiera
presentarle a uno de mis compañeros para que lo invite usted a su baile el
viernes.
-Tráelo directamente
a la fiesta y allí me lo presentas. ¿Estuviste ayer en casa de ***?
-¡Cómo no! Fue una
fiesta muy alegre; bailamos hasta las cinco. ¡Yelétskaya estuvo encantadora!
-¡Qué dices,
querido! ¡Qué tiene de encantadora esa muchacha? Ni comparar con su abuela, la
princesa Daria Petrovna… Por cierto, ¿la princesa Daria Petrovna se verá muy
envejecida?
-¿Cómo, envejecida?
-respondió distraído Tomski-, si se murió hará unos siete años.
La señorita levantó
la cabeza e hizo una seña al joven. Éste recordó que a la vieja condesa le
ocultaban la muerte de las mujeres de su edad y se mordió el labio. Pero la
condesa escuchó la noticia, nueva para ella, con gran indiferencia.
-¡Ha muerto! -dijo-.
Y yo sin saberlo. Pues cuando nos hicieron damas de honor a las dos, su
majestad…
Y por centésima vez
empezó a contar la anécdota a su nieto.
-Bien Paul –dijo
luego-, ahora ayúdame a levantarme. Liza, ¿dónde está mi tabaquera?
La condesa se
dirigió con sus doncellas detrás del biombo para acabar de arreglarse y Tomski
se quedó con la señorita.
-¿A quién le quiere
presentar? -preguntó en voz baja Lizaveta Ivánovna.
-A Narúmov. ¿Lo
conoce?
-¡No! ¿Es militar o
civil?
-Militar.
-¿Ingeniero?
-No. De caballería.
¿Y por qué ha creído usted que era ingeniero?
La señorita se rió,
pero no dijo ni palabra.
-¡Paul! –gritó la
condesa desde detrás del biombo-, mándame alguna novela nueva, pero, por favor,
que no sea de las de ahora.
-¿Cómo es eso,
grand’maman?
-Quiero decir, una
novela en la que el héroe no estrangule a su padre o a su madre, y en la que no
haya ahogados. ¡Tengo un pánico terrible a los ahogados!
-Novelas así hoy ya
ni existen. ¿No querrá una novela rusa?
-¿Pero es que hay
novelas rusas?… ¡Pues mándame una, querido, te lo ruego, mándamela!
-Le ruego que me
excuse, grand’maman: tengo prisa… Perdone, Lizaveta Ivánovna. Pero, ¿por qué ha
pensado usted que Narúmov era ingeniero?
Y Tomski abandonó el
tocador.
Lizaveta Ivánovna se
quedó sola: abandonó su labor y se puso a mirar por la ventana. Al poco, a un
lado de la calle, desde la casa de la esquina, apareció un joven oficial. Un
rubor cubrió las mejillas de la señorita, que retornó a su labor e inclinó la
cabeza hasta la misma trama. En este momento entró la condesa ya del todo
arreglada.
-Liza -se dirigió a
la señorita-, manda que enganchen la carroza, vamos a dar un paseo.
Liza se levantó y se
puso a recoger su labor.
-¡Pero, por Dios,
chiquilla, ¿estás sorda?! -gritó la condesa-. Manda que enganchen cuanto antes
la carroza.
-¡Ahora mismo!
-respondió con voz queda la señorita y echó a correr hacia el recibidor.
Entró un sirviente y
entregó a la condesa unos libros de parte del príncipe Pável Aleksándrovich.
-¡Bien! Que le den
las gracias -dijo la condesa-. ¡Liza, Liza! Pero ¿adónde vas corriendo?
-A vestirme.
-Ya tendrás tiempo,
chiquilla. Siéntate aquí. Abre el primer tomo; lee en voz alta…
La señorita tomó el
libro y leyó varias líneas.
-¡Más alto! -dijo la
condesa-. ¿Qué te pasa, chiquilla? ¿Has perdido la voz, o qué?… Espera;
acércame el banco un poco más… ¡más cerca!
Lizaveta Ivánovna
leyó dos páginas más. La condesa bostezó.
-Deja ese libro
-dijo-, ¡qué estupidez! Devuélvele eso al príncipe Pável y di que se lo
agradezcan de mi parte… Pero, ¿qué pasa con la carroza?
-Ya está lista -dijo
Lizaveta Ivánovna lanzando una mirada hacia la ventana.
-¿Y qué haces que no
estás vestida? -dijo la condesa-. ¡Siempre hay que esperarte! Chiquilla, esto
resulta insoportable.
Liza corrió a su
habitación. No pasaron ni dos minutos que la condesa se puso a tocar la
campanilla con todas sus fuerzas. Las tres doncellas entraron corriendo por una
puerta, y el ayuda de cámara, por otra.
-¿Qué pasa que no
hay modo de que vengáis cuando se os llama? -les dijo la condesa-. Decidle a
Lizaveta Ivánovna que la estoy esperando.
Entró Lizaveta
Ivánovna, con la capa y el sombrero.
-¡Por fin, muchacha!
-dijo la condesa-. ¡Qué emperifollada! ¿Para qué?… ¿A quién quieres engatusar?…
¿Y el tiempo, qué tal? Parece que haga viento.
-¡De ningún modo,
excelencia! ¡Todo está en calma! -replicó el ayuda de cámara.
-Siempre habláis sin
ton ni son. Abrid la ventanilla. Lo que yo decía: ¡hace viento! ¡Y helado!
¡Que desenganchen la
carroza! No vamos a salir, Liza, te está bien por disfrazarte tanto.
«¡Qué vida!», pensó
Lizaveta Ivánovna.
En efecto, Lizaveta
Ivánovna era una criatura desdichada. Amargo sabe el pan ajeno, dice Dante, y
pesados los escalones de una casa extraña, ¿y quién mejor que la pobre pupila
de una vieja aristócrata para conocer la amargura de la dependencia? La condesa
*** no tenía mal corazón, por supuesto, pero era antojadiza, como toda mujer
mimada por la alta sociedad, avara y llena de frío egoísmo, como toda la gente
mayor, que tras haber agotado en su tiempo el amor, hoy vive de espaldas al
presente. Participaba en todas las vanidades del gran mundo, asistía a los bailes,
donde se sentaba en un rincón, con la cara pintada y vestida a la vieja moda,
igual que un ornamento deforme e imprescindible del salón; los invitados al
llegar se le acercaban entre profundas reverencias, como si lo mandara el
ceremonial, pero luego ya nadie se ocupaba de ella. Recibía en su casa a toda
la ciudad, observando la más rigurosa etiqueta y no reconocía a nadie por la
cara. Su numerosa servidumbre, que engordaba y encanecía en su antesala y en el
cuarto de las doncellas, hacía lo que le venía en gana y desplumaba a cuál más
a la moribunda anciana.
Lizaveta Ivánovna
era la mártir de la casa. Ella servía el té y recibía las reprimendas por el
excesivo gasto de azúcar; leía en voz alta las novelas y era la culpable de
todos los errores del autor; acompañaba a la vieja en sus paseos y respondía
del tiempo y por el estado del empedrado. Se le había asignado un sueldo que
nunca le acababan de pagar; en cambio, se le exigía que fuera vestida como
todas, es decir, como muy pocas. En sociedad desempeñaba el papel más
lamentable. Todos la conocían, pero nadie notaba su presencia; en las fiestas
sólo bailaba cuando faltaba alguien para un vis-à-vis y las damas se la
llevaban del brazo siempre que, para recomponer algo de sus atuendos, debían ir
al tocador. Tenía mucho amor propio, se apercibía vivamente de su condición y
miraba a su alrededor esperando con impaciencia a su salvador. Pero los jóvenes
calculadores en su despreocupada vanidad, no le prestaban atención, aunque
Lizaveta Ivánovna era cien veces más hermosa que las descaradas y frías
muchachas casaderas en cuyo derredor aquellos revoloteaban. ¡Cuántas veces,
tras abandonar imperceptiblemente el aburrido y suntuoso salón, se retiraba a
llorar a su modesto cuarto con un biombo empapelado, una cómoda, un pequeño
espejo y una cama pintada, y donde la vela de sebo ardía mortecina sobre una
palmatoria de bronce!
En cierta ocasión
-esto sucedía a los dos días de la velada descrita al comienzo del relato y una
semana antes de la escena en que nos hemos detenido-, Lizaveta Ivánovna,
sentada junto a la ventana con su bastidor, miró casualmente a la calle y vio a
un joven oficial de ingenieros que inmóvil mantenía fija la mirada en su
ventana. La joven bajó la cabeza y retornó a su labor; al cabo de cinco minutos
miró de nuevo: el joven oficial seguía en el mismo lugar. Como no tenía
costumbre de coquetear con cualquier oficial, dejó de mirar al exterior y
estuvo bordando cerca de dos horas sin levantar la cabeza. Llamaron a comer. La
joven se levantó, comenzó a recoger el bastidor y, al echar un vistazo casual a
la calle, de nuevo vio al oficial. El hecho le pareció bastante extraño.
Después de comer se acercó a la ventana con sensación de cierto desasosiego,
pero el oficial ya no estaba, y se olvidó de él… Al cabo de dos días, al salir
con la condesa a tomar la carroza, lo vio de nuevo. Estaba justo delante del
portal, con la cara cubierta con un cuello de piel de castor: sus ojos negros
centelleaban bajo el gorro. Lizaveta Ivánovna, ella misma sin saber por qué, se
asustó y subió a la carroza con un temblor inexplicable.
Al regresar a casa,
corrió a la ventana: el oficial estaba donde siempre, con la mirada fija en
ella. La joven se apartó venciendo la curiosidad, turbada por un sentimiento
completamente nuevo para ella.
Desde entonces no
había día en que el joven, a la misma hora, no apareciera bajo las ventanas de
la casa. Entre ambos se estableció una relación inadvertida. Sentada junto a su
labor, ella notaba su llegada, levantaba la cabeza y lo miraba cada vez más
largo rato. El joven parecía estarle agradecido por ello: la muchacha, con la
aguda mirada de la juventud, veía cómo un repentino rubor cubría las pálidas
mejillas del oficial cada vez que sus miradas se encontraban. Al cabo de una
semana ella le sonrió…
Cuando Tomski vino a
pedir permiso a la condesa para presentarle a su amigo, el corazón de la pobre
muchacha latió con fuerza. Pero, al enterarse de que Narúmov no era un oficial
de ingenieros, sino de caballería, lamentó que con aquella indiscreta pregunta
hubiera descubierto al alocado Tomski su secreto.
Guermann era hijo de
un alemán afincado en Rusia que había dejado a su hijo un pequeño capital.
Firmemente convencido como estaba de la necesidad de afianzar su independencia,
Guermann no tocaba siquiera los intereses del dinero, vivía de su paga y no se
permitía el menor de los caprichos. Pero dado su carácter reservado y
ambicioso, sus compañeros rara vez tenían ocasión de burlarse de su desmedido
sentido del ahorro. Era un hombre de fuertes pasiones y con una desbocada
imaginación, pero su entereza lo había salvado de los acostumbrados extravíos
de la juventud. Así, por ejemplo, siendo en el fondo de su alma un jugador,
nunca había tocado unas cartas, pues estimaba que su fortuna no le permitía
(como solía decir) sacrificar lo imprescindible con la esperanza de salir
sobrado, y, entretanto, se pasaba noches enteras en torno a las mesas de juego
y seguía con frenesí febril cada una de las evoluciones de la partida.
La anécdota de las
tres cartas impresionó poderosamente su imaginación y en toda la noche no le
salió de la cabeza.
«¡Qué pasaría si la
vieja condesa me descubre su secreto! -pensaba en la tarde del día siguiente
vagando por Petersburgo-, ¡o si me indica las tres cartas de la suerte! ¿Por
qué no puedo yo probar fortuna?… Podría presentarme a ella, ganarme su favor,
tal vez convertirme en su amante; aunque para todo esto se necesita tiempo, y
la vieja tiene ochenta y siete años, puede morirse en una semana, ¡o dentro de
dos días!… Y la historia misma… ¿Se puede creer en ella?… ¡No! ¡Las cuentas
claras, la moderación y el amor al trabajo: éstas son mis tres cartas de la
suerte! ¡Esto es lo que triplicará, lo que multiplicará por siete mi capital y
me permitirá alcanzar el sosiego y la independencia!»
Pensando de este
modo se encontró en una de las calles principales de Petersburgo, ante una casa
de estilo antiguo. El paseo estaba abarrotado de coches, las carrozas se
detenían una tras otra ante el iluminado portal. De ellas a cada instante
asomaba o la esbelta pierna de una bella joven, o una estruendosa bota, ya una
media a rayas, ya los botines de un diplomático. Abrigos de piel y capotes se
deslizaban ante un majestuoso portero. Guermann se detuvo.
-¿De quién es esta
casa? -preguntó al guardia de la garita de la esquina.
-De la condesa ***
-contestó el de la garita.
Guermann se
estremeció. De nuevo en su imaginación se dibujó la asombrosa historia. Se puso
a rondar junto a la casa pensando en su dueña y en su mágico don. Regresó tarde
a su humilde rincón, tardó mucho en dormirse, y cuando le venció el sueño se le
aparecieron unas cartas, una mesa verde montañas de billetes y montones de
monedas. Tiraba una carta tras otra, doblaba las apuestas con decisión, ganaba
sin parar, recogía el oro a manos llenas y atestaba de billetes los bolsillos.
Al despertar, tarde
ya, suspiró ante la pérdida de su fantástica fortuna, se marchó a vagar de
nuevo por la ciudad y otra vez se encontró ante la casa de la condesa ***. Al
parecer, una fuerza invisible lo atraía hacia el lugar. Se detuvo y se puso a
mirar a las ventanas. En una de ellas vio una cabecita de cabellos morenos,
inclinada seguramente sobre algún libro o una labor. La cabecita se alzó.
Guermann vio un rostro fresco y unos ojos negros. Aquel instante decidió su
suerte.
III
No había tenido
tiempo Lizaveta Ivánovna de quitarse la capa y el sombrero que ya la condesa la
había mandado llamar para ordenarle que engancharan de nuevo los caballos. En
el preciso momento en que dos lacayos levantaban a la vieja y la introducían a
través de las portezuelas en la carroza, Lizaveta Ivánovna vio junto a la misma
rueda a su ingeniero; él la asió de la mano, ella no pudo reaccionar del susto,
y el joven desapareció: en la mano de la muchacha quedó una carta. La escondió
dentro del guante y durante todo el paseo ni vio ni oyó nada.
En la carroza la
condesa tenía la costumbre de hacer preguntas sin parar: ¿quién es ese que se
ha cruzado con nosotros?, ¿cómo se llama este puente?, ¿qué dice ese anuncio?
En esta ocasión Lizaveta Ivánovna contestaba sin ton ni son y a destiempo a las
preguntas y enojó a la condesa.
-¡¿Qué te ocurre,
chiquilla?! ¿O es que te ha dado un pasmo? ¿Qué pasa, no me oyes o no me
entiendes?… ¡Gracias a Dios que no soy tartamuda ni he perdido la razón!
Lizaveta Ivánovna no
la escuchaba. De regreso a casa corrió a su cuarto, sacó del guante la carta:
no estaba sellada. Lizaveta Ivánovna la leyó. La nota contenía una declaración
de amor: unas palabras tiernas, respetuosas y tomadas letra por letra de una
novela alemana. Pero Lizaveta Ivánovna no sabía alemán y quedó muy satisfecha.
Y, sin embargo, la
carta, que ella había aceptado, la dejó sumamente preocupada. Era la primera
vez que entablaba una relación secreta y estrecha con un hombre joven. El
atrevimiento de éste la horrorizaba. Se reprochaba su imprudente conducta y no
sabía qué hacer: ¿dejar de sentarse junto a la ventana y, con su desdén,
enfriar en el joven oficial su afán de proseguir con el acoso?, ¿devolverle la
carta?, ¿o bien responderle en tono frío y decidido? No tenía a quién pedir
consejo, ni una amiga, o mentora. Lizaveta Ivánovna optó por contestar.
Se sentó a la mesa
del escritorio, tomó pluma y papel y se puso a pensar. Comenzó la carta varias
veces y la rompió otras tantas: unas su tono le parecía demasiado
condescendiente, otras en exceso cruel. Por fin logró escribir varias líneas de
las que se sintió satisfecha:
Estoy convencida de
que sus intenciones son honestas –escribía– y que con este paso irreflexivo no
ha querido usted ofenderme; pero nuestro trato no debería dar comienzo de este
modo. Le devuelvo la carta esperando no tener motivos para lamentar en el
futuro una inmerecida falta de respeto por su parte.
Al día siguiente, al
ver pasar a Guermann, Lizaveta Ivánovna se levantó abandonando su labor, entró
en la sala, abrió la ventanilla y, confiando en la destreza del joven oficial,
arrojó la carta a la calle. Guermann se lanzó hacia el lugar, recogió el sobre
y entró en una confitería. Arrancando el sello encontró su carta y la respuesta
de Lizaveta Ivánovna. Era justo lo que esperaba, y muy absorto en su intriga
regresó a su casa.
Tres días después,
una mademoiselle jovencita y de ojos vivarachos trajo de una tienda de modas
una nota para Lizaveta Ivánovna. Ésta la abrió preocupada temiendo encontrarse
con algún pago que le reclamaban, pero, de pronto, reconoció la letra de
Guermann.
-Se ha equivocado
usted, jovencita -dijo-; esta nota no es para mí.
-No. ¡Es para usted,
seguro! -respondió la valiente chica sin esconder una sonrisa maliciosa-.
¡Tenga la bondad de leerla!
Lizaveta Ivánovna
recorrió la hoja de papel. Guermann le pedía una cita.
-¡No puede ser!
-dijo Lizaveta Ivánovna asustada tanto por lo apremiante de la petición como
por el método empleado para hacerla-. ¡Seguro que no es para mí! -y rompió la
carta en pequeños pedacitos.
-Si no era para
usted, entonces ¿por qué ha roto la carta? -dijo la mademoiselle-. Se la habría
devuelto a quien la ha mandado.
-Le ruego, jovencita
-replicó Lizaveta Ivánovna ruborizándose ante aquella observación-, que en
adelante no me traiga más notas. Y a quien la envía dígale que debería darle
vergüenza…
Pero Guermann no se
dio por vencido. Lizaveta Ivánovna, de un modo o de otro, recibía notas suyas
cada día. Ya no eran cartas traducidas del alemán. Guermann las escribía
inspirado por la pasión, hablaba con sus propias palabras: en ellas se
expresaba tanto lo irrenunciable de su deseo, como el desorden de su desbocada
imaginación. Lizaveta Ivánovna abandonó la idea de devolver las cartas: se
embriagaba con ellas; comenzó a contestarlas, y sus notas por momentos se
tornaban más largas y más tiernas. Por fin le arrojó por la ventanilla la carta
siguiente:
Hoy se celebra un
baile en casa del embajador de ***. La condesa irá. Nos quedaremos hasta las
dos. He aquí la ocasión para verme a solas. En cuanto la condesa se haya
marchado, lo más probable es que los sirvientes también se vayan; en el zaguán
se queda el conserje, pero acostumbra a encerrarse en su cuartucho. Venga usted
hacia las once y media. Diríjase directamente a la escalinata. Si se encuentra
a alguien en el recibidor pregunte usted si la condesa está en casa. Le dirán
que no y, ¡qué le vamos a hacer!. deberá usted marcharse. Pero es probable que
no encuentre usted a nadie. Las doncellas se recluyen todas en su alcoba. Del
recibidor diríjase hacia la izquierda, siga todo recto hasta el dormitorio de
la condesa. Allí, tras el biombo verá usted dos pequeñas puertas. La de la
derecha da al despacho, donde la condesa no entra nunca; la de la izquierda, a
un pasillo, allí verá una estrecha escalera de caracol. La escalera conduce a
mi cuarto.
Guermann se
estremecía como un tigre, en espera del momento señalado. A las diez de la
noche ya se encontraba ante la casa de la condesa. El tiempo era horroroso:
aullaba el viento, una nieve húmeda caía a grandes copos, las farolas ardían
mortecinas, las calles estaban desiertas. De vez en cuando se arrastraba un
coche de alquiler con su flaco jamelgo en busca de algún cliente rezagado.
Guermann permanecía de pie, sólo con su levita, sin notar ni el viento ni la
nieve.
Por fin apareció la
carroza de la condesa. Guermann vio cómo los lacayos sacaron a la encorvada
dama llevándola del brazo, envuelta en un abrigo de marta cebellina, y cómo,
tras ella, cubierta por una capa liviana, con la cabeza adornada de flores
naturales, se deslizó su pupila. Se cerraron las portezuelas. La carroza
arrancó pesadamente por la fláccida nieve. El conserje cerró la puerta. La luz
de las ventanas se apagó.
Guermann echó a
andar junto a la casa vacía; se acercó a una farola, miró el reloj, eran las
once y veinte. Se quedó junto a la farola con los ojos clavados en la aguja del
reloj esperando que transcurrieran los minutos restantes.
Justo a las once y
media Guermann pisó el porche de la condesa y subió al zaguán brillantemente
iluminado. El conserje no estaba. Guermann subió corriendo por la escalinata,
abrió la puerta y vio a un criado que dormía bajo la lámpara en un sillón
vetusto y manchado. Con paso ligero y firme Guermann pasó junto a aquel. El
salón y el recibidor estaban a oscuras. La lámpara los iluminaba débilmente
desde la entrada.
Guermann entró en el
dormitorio. En el rincón de los iconos, repleto de imágenes antiguas, ardía
tenue una lamparilla de oro. Unos desteñidos sillones y divanes damasquinos con
cojines de plumas y dorados desgastados se disponían en triste simetría junto a
las paredes cubiertas de seda china. En una de ellas colgaban dos retratos
pintados en París por madame Lebrun. Un cuadro representaba a un hombre de unos
cuarenta años, sonrosado y grueso, con uniforme verde claro y una estrella; el
otro, a una joven belleza de nariz aguileña, las sienes peinadas hacia arriba y
una rosa en el empolvado cabello. Por todas partes asomaban pastorcillas de
porcelana, un reloj de mesa obra del célebre Leroy, cofrecillos, yoyós,
abanicos y diversos juguetes de señora inventados a finales del siglo pasado a
la par que el globo de los Montgolfier y el magnetismo de Mesmer.
Guermann se dirigió
detrás del biombo. Tras éste se encontraba una pequeña cama de hierro; a la
derecha se veía una puerta que conducía al despacho; a la izquierda, otra, que
daba a un pasillo. Guermann la abrió y vio la estrecha escalera de caracol que conducía
al cuarto de la pobre pupila… Pero regresó y entró en el oscuro despacho.
El tiempo pasaba
lentamente. Todo estaba en silencio. En el salón sonaron doce campanadas; en
todas las habitaciones, uno tras otro, los relojes dieron las doce, y de nuevo
todo quedó en silencio. Guermann esperaba de pie, apoyado en la fría estufa.
Estaba sereno, su corazón latía acompasado, como el de un hombre decidido a una
empresa peligrosa, pero necesaria.
Los relojes dieron
la una, luego las dos de la madrugada, y el joven oyó el lejano ruido de la
carroza. Le dominó una emoción incontenible. La carroza se acercó a la casa y
se detuvo. Guermann oyó el ruido del estribo al bajar.
La casa se puso en
movimiento. Los criados echaron a correr, sonaron voces y la casa se iluminó.
Entraron corriendo en la habitación las tres viejas doncellas, y apareció la
condesa que, más muerta que viva, se dejó caer en el sillón Voltaire. Guermann
miraba a través de una rendija: Lizaveta Ivánovna pasó a su lado. Guermann oyó
sus apresurados pasos subiendo por la escalera. En su corazón brotó y se apagó
de nuevo algo parecido a un remordimiento. El joven estaba petrificado.
La condesa comenzó a
desvestirse ante el espejo. Le desprendieron las agujas de la cofia adornada de
rosas; le quitaron la empolvada peluca de su cabeza canosa y de pelo muy corto.
Los alfileres volaban como una lluvia a su alrededor. El vestido amarillo,
bordado de plata, cayó a sus pies hinchados. Guermann era testigo de los
repugnantes misterios de su tocador; por fin la condesa se quedó en camisón y
gorro de dormir; con este atuendo, más propio de sus muchos años, parecía menos
horrorosa y deforme.
Como toda la gente
mayor, también la condesa padecía de insomnio. Una vez desvestida, se sentó
junto a la ventana en su sillón Voltaire y despidió a las doncellas. Se
llevaron las velas y de nuevo la habitación quedó sólo iluminada con la
mariposa. La condesa, toda amarilla, sentada en su sillón, meneaba sus labios
fláccidos balanceándose a izquierda y derecha. En su turbia mirada se reflejaba
la ausencia de todo pensamiento; al verla se podría pensar que el balanceo de
la espantosa vieja, más que deberse a su propia voluntad, era fruto de un
oculto galvanismo.
De pronto su rostro
muerto se alteró de manera indescriptible. Sus labios dejaron de moverse, la
mirada cobró vida: ante la condesa se encontraba un desconocido.
-¡No se asuste, por
Dios, no se asuste! -dijo éste con voz clara y queda-. No tengo la intención de
hacerle daño; he venido a implorarle que me conceda una merced.
La vieja lo miraba
en silencio y parecía como si no lo oyera. Guermann pensó que era sorda e,
inclinándose hasta casi tocar su oreja le repitió las mismas palabras. La vieja
seguía callada.
-Usted puede hacerme
feliz para el resto de mi vida -prosiguió Guermann-, y no le va a costar nada:
yo sé que usted puede adivinar tres cartas seguidas…
Guermann calló. La
condesa, al parecer, comprendió lo que querían de ella; se diría que buscaba
las palabras para responder.
-¡Aquello fue una
broma! -dijo al fin-. ¡Se lo juro! ¡Una broma!
-¡Con cosas así no
se bromea! -replicó enojado Guermann-. Acuérdese de Chaplitski, al que ayudó
usted a recuperar su deuda.
La condesa pareció
turbarse. Los rasgos de su cara reflejaron una poderosa emoción en su alma pero
en seguida la anciana se sumergió en la impasividad de antes.
-¿Puede usted
indicarme estas tres cartas seguras? -añadió Guermann.
La condesa seguía
callada; Guermann prosiguió:
-¿Para quién quiere
usted guardarse su secreto? ¿Para los nietos? ¿Qué falta les hace si ya son
ricos? Si ni siquiera conocen el valor del dinero. A manirrotos como ellos sus
tres cartas no les serán de ayuda. Quien no sabe cuidar de la herencia paterna,
por muchas artes diabólicas que tenga a su alcance, de todos modos ha de morir
en la miseria. Pero yo no soy un derrochador; yo sé el valor del dinero.
Conmigo sus tres cartas no caerán en saco roto. ¡¿Y bien?!…
Guermann calló y
esperó anhelante la respuesta. La condesa callaba; Guermann se arrodilló.
-Si alguna vez
-dijo- su corazón ha conocido el sentimiento del amor, si recuerda usted cuánta
emoción el amor depara, si ha sonreído siquiera una vez ante el primer llanto
de su hijo recién nacido, si algún sentimiento humano ha palpitado en su pecho,
le imploro a usted, por su amor de esposa, de amante y de madre, por lo más
sagrado que haya en este mundo, ¡no rechace mi súplica! ¡Descúbrame su secreto!
¿Qué más le da a usted?… ¿Quizá el secreto entrañe un pecado horrible, la
pérdida de la dicha eterna, un pacto con el diablo?… Piénselo; usted ya es
vieja, no le queda mucho de vida; yo, en cambio, estoy dispuesto a cargar con
su pecado. Lo único que le pido es que me revele su secreto. Piense que la
felicidad de un hombre se halla en sus manos, que no sólo yo, sino mis hijos,
mis nietos y biznietos bendecirán su nombre y honrarán su memoria como a una
santa…
La vieja no decía ni
palabra.
Guermann se levantó.
-¡Vieja bruja! -dijo
apretando los dientes-. ¡Yo te haré hablar!…
Dicho esto, sacó del
bolsillo una pistola.
Al ver el arma, la
condesa mostró de nuevo en su rostro una poderosa emoción. Movió de arriba
abajo la cabeza y levantó una mano como si se protegiera del disparo… Después
cayó hacia atrás y se quedó inmóvil.
-Déjese de
chiquilladas -dijo Guermann tomándola de la mano-. Se lo pregunto por última
vez: ¿quiere usted decirme sus tres cartas? ¿Sí o no?
La condesa no
contestaba. Guermann vio que estaba muerta.
IV
Lizaveta Ivánovna,
sentada en su habitación aún con el vestido de baile, se hallaba sumida en
profundos pensamientos. Al llegar a casa, se apresuró a despedir a la
soñolienta doncella que le había ofrecido con desgana sus servicios, diciéndole
que ella misma se desvestiría, entró temblorosa en su cuarto con la esperanza
de ver allí a Guermann y deseando no encontrarlo. Comprobó a primera vista su
ausencia y agradeció al destino por el contratiempo que había impedido aquella
cita. Se sentó sin quitarse el vestido y se puso a rememorar todas las
circunstancias que en tan poco tiempo tan lejos la habían llevado.
No habían pasado ni
tres semanas desde que viera por primera vez tras la ventana a aquel joven, y
ya mantenía con él correspondencia, ¡y éste ya le había arrancado una cita
nocturna! Sabía su nombre sólo porque algunas de sus cartas iban firmadas;
nunca le había dirigido la palabra, no conocía su voz y no había oído hablar de
Guermann… hasta aquella misma noche. ¡Qué raro!
Justo aquella noche,
en el baile, Tomski, enojado con la joven princesa Polina *** que, en contra de
lo habitual, coqueteaba con otro, quiso vengarse de ella mostrándose
indiferente: invitó a Lizaveta Ivánovna y bailó con ella una interminable
mazurca. Durante todo el rato se burló de su interés por los oficiales de
ingenieros. Le confesó que sabía muchas más cosas de las que ella podía suponer,
y algunas de sus bromas fueron tan atinadas que Lizaveta Ivánovna pensó varias
veces que Tomski conocía su secreto.
-¿Por quién se ha
enterado de todo esto? -le preguntó ella entre risas.
-Por un compañero de
quien usted sabe -contestó Tomski-, ¡una persona muy notable!
-¿Y quién es esta
persona notable?
-Se llama Guermann.
Lizaveta Ivánovna no
dijo nada, pero las manos y los pies se le helaron…
-Este Guermann
-prosiguió Tomski- es un personaje en verdad romántico: tiene el perfil de
Napoleón y el alma de Mefistófeles. Creo que sobre su conciencia pesan al menos
tres crímenes. ¡Cómo ha palidecido usted!
-Me duele la cabeza…
¿Qué es lo que le decía su Guermann, o como se llame?…
-Guermann está muy
disgustado con su compañero: dice que en su lugar él se hubiera comportado de
muy otro modo… Yo supongo, incluso, que el propio Guermann le ha echado a usted
el ojo; al menos escucha sin perder detalle las expansiones amorosas de su
amigo.
-¿Y dónde me habrá
visto?
-En la iglesia, tal
vez… en algún paseo… ¡El diablo lo sabe! A lo mejor, en su habitación, mientras
usted dormía: él es capaz…
Tres damas se
acercaron a ellos con la pregunta «oubli ou regret?» e interrumpieron aquella
charla que aguijoneaba cada vez de modo más torturante la curiosidad de
Lizaveta Ivánovna. La dama elegida por Tomski fue la propia princesa ***. Ésta
se tomó el tiempo suficiente para aclarar sus malentendidos en las varias
vueltas que dio y en el largo camino que recorrió con él hasta la silla, de
modo que Tomski al regresar a su lugar ya no pensaba ni en Guermann ni en
Lizaveta Ivánovna. Ella quería reanudar sin falta la charla interrumpida, pero
la mazurca había llegado a su fin y al poco rato la condesa decidió irse.
Las palabras de
Tomski no eran otra cosa que pura palabrería de salón, pero calaron muy hondo
en el alma de la joven soñadora. El retrato esbozado por Tomski se asemejaba al
que se había formado ella, y, gracias a las novelas más recientes, este rostro
entonces ya vulgar espantaba y atraía a la vez su imaginación.
Se hallaba sentada
con los brazos cruzados inclinando sobre el pecho descubierto su cabeza aún
adornada de flores… De pronto la puerta se abrió y entró Guermann. Lizaveta
Ivánovna se echó a temblar…
-Pero, ¿dónde estaba
usted? -preguntó ella en un susurro espantado.
-En el dormitorio de
la vieja condesa -respondió Guermann-; ahora vengo de verla. La condesa está
muerta.
-¡Dios santo!… ¿Qué
dice usted?
-Y, al parecer
-prosiguió Guermann-, yo soy la causa de su muerte.
Lizaveta Ivánovna lo
miró y las palabras de Tomski resonaron en su alma: «¡Este hombre lleva sobre
su conciencia tres crímenes al menos!» Guermann se sentó en el alféizar de la
ventana y se lo contó todo.
Lizaveta Ivánovna lo
escuchó llena de horror. De modo que todas aquellas apasionadas cartas,
aquellos encendidos ruegos, aquella persecución osada y tenaz, ¡todo eso no era
amor! ¡Dinero: he aquí lo que ansiaba aquella alma! ¡La pobre pupila no era
otra cosa que la ciega cómplice de un bandido, del asesino de su anciana
protectora!…
La joven lloró
amargamente en un acceso de tardío y torturado arrepentimiento. Guermann la
miraba en silencio: también su corazón se sentía desgarrado, pero ni las
lágrimas de la desdichada muchacha ni la asombrosa belleza de su amargura
conmovían su espíritu severo. Guermann no sentía remordimientos de conciencia
ante la idea de la vieja muerta. Sólo una cosa lo llenaba de espanto: la
irreparable pérdida del secreto con el que había soñado enriquecerse.
-¡Es usted un
monstruo! -dijo al fin Lizaveta Ivánovna.
-Yo no quería
matarla -dijo Guermann-. La pistola no estaba cargada.
Ambos callaron.
Llegaba el amanecer.
Lizaveta Ivánovna apagó la vela mortecina: una luz pálida iluminó la
habitación. Se enjugó los ojos llorosos y alzó la mirada hacia Guermann: éste
seguía sentado en el alféizar de la ventana, las manos cruzadas y el severo
ceño fruncido. En esta postura recordaba asombrosamente el retrato de Napoleón.
Su parecido sorprendió incluso a Lizaveta Ivánovna.
-¿Cómo podrá salir
de la casa?-dijo finalmente Lizaveta Ivánovna-. Pensaba conducirlo por una
escalera secreta, pero hay que pasar por el dormitorio, y me da miedo.
-Dígame cómo
encontrar esta escalera y me iré.
Lizaveta Ivánovna se
levantó, sacó de la cómoda una llave, se la entregó a Guermann y le hizo una
detallada descripción del camino. Guermann estrechó su fría e insensible mano.
Besó su cabeza inclinada y salió.
Bajó por la escalera
de caracol y entró de nuevo en el dormitorio de la condesa. La vieja muerta
seguía sentada, su rostro petrificado expresaba una serenidad profunda.
Guermann se detuvo ante ella, la miró largamente, como si quisiera cerciorarse
de la horrible verdad; por fin entró en el despacho, encontró a tientas tras el
tapizado de la pared una puerta y comenzó a bajar por una oscura escalera,
abrumado por extrañas sensaciones.
«Tal vez por esta
misma escalera -pensaba- hará unos sesenta años, a este mismo dormitorio y a la
misma hora, con un caftán bordado, peinado à l’oiseau royal, estrechando contra
el pecho un sombrero de tres picos, se habría deslizado el joven afortunado que
desde hace tiempo se pudre en su tumba; en cambio, ha sido hoy cuando el
corazón de su anciana amante ha dejado de latir…»
A final de la
escalera Guermann encontró una puerta que abrió con la llave, y se encontró en
un largo corredor que lo condujo a la calle.
V
Tres días después de
la fatídica noche, a las nueve de la mañana, Guermann se dirigió al monasterio
de ***, donde debían celebrarse los funerales de la difunta condesa. Sin
sentirse arrepentido, no podía sin embargo ahogar del todo la voz de su
conciencia que le repetía: ¡eres el asesino de la vieja! No era hombre de
verdadera fe, pero sí muy supersticioso. Creía que la condesa muerta podía
ejercer un influjo maléfico sobre su vida, y para conseguir de ella el perdón
decidió presentarse al entierro.
La iglesia estaba
llena. Guermann logró a duras penas abrirse paso entre la multitud. El féretro
se alzaba sobre un rico catafalco bajo un baldaquino de terciopelo. La difunta
yacía en el ataúd, las manos cruzadas sobre el pecho, con una cofia de encaje y
un vestido de raso blanco. A su alrededor se encontraban los suyos: la
servidumbre, en caftanes negros con cintas blasonadas sobre el hombro y
sosteniendo los candelabros; los familiares: hijos, nietos y biznietos, de luto
riguroso. Nadie lloraba; las lágrimas hubieran sido une affectation. La condesa
era tan vieja que su muerte ya no podía extrañar a nadie, y desde hacía tiempo,
los familiares la veían como más del otro mundo que de éste.
Un joven prelado
pronunció la oración fúnebre. Glosó con expresiones sencillas y emotivas el
tránsito de la hija de Dios por este mundo, cuyos largos años de vida habían
sido un callado y conmovedor preparativo para una cristiana muerte.
-El ángel de la
muerte la ha tomado en plena vigilia -dijo el orador-, entregada a la piadosa
reflexión y en espera del novio de la medianoche.
El servicio se
desarrolló con la tristeza y el decoro merecido. Los familiares fueron los
primeros en dirigirse a dar el último adiós a la difunta. Tras ellos se puso en
movimiento la numerosa muchedumbre reunida para inclinarse ante la dama que
desde hacía tantos años había sido partícipe de sus mundanas diversiones.
Después también siguió toda la servidumbre. Finalmente se acercó el ama de
llaves de la señora, una anciana de sus mismos años. Dos jóvenes doncellas la
conducían sujetándola de los brazos. No tuvo fuerzas para inclinarse hasta el
suelo, y fue la única en dejar caer unas cuantas lágrimas al besar la fría mano
de su señora.
Tras ella, Guermann
se decidió a acercarse al féretro. Hizo una reverencia hasta tocar el suelo y
permaneció varios minutos sobre las frías losas cubiertas de ramas de abeto. Al
fin se levantó, pálido como la propia difunta, subió los escalones del
catafalco y se inclinó… En aquel instante le pareció que la muerta lo miró con
expresión burlona y le guiñó un ojo. Guermann retrocedió con premura, tropezó y
cayó de espaldas sobre el suelo. Lo levantaron. En aquel mismo instante sacaron
al exterior a Lizaveta Ivánovna desmayada.
El episodio perturbó
por varios minutos la solemnidad de la lúgubre ceremonia. Entre los asistentes
se alzó un sordo rumor, y un escuálido chambelán, pariente cercano de la
difunta, le susurró al oído a un inglés que se encontraba a su lado que el
joven oficial era un hijo natural de la condesa, a lo que el inglés respondió
con frialdad: ¿Oh?
Todo el día Guermann
se sintió extraordinariamente disgustado. Durante el almuerzo en una apartada
hostería, en contra de su costumbre, bebió muchísimo con la esperanza de ahogar
su desasosiego interior. Pero el vino enardecía aún más su imaginación. Al
regresar a casa, se dejó caer sin desnudarse sobre la cama y se durmió
profundamente.
Se despertó cuando
ya era de noche: la luna iluminaba su habitación. Miró el reloj: eran las tres
menos cuarto. Le había abandonado el sueño; se sentó en la cama y se quedó
pensando en el entierro de la vieja condesa.
En aquel momento
alguien miró desde la calle a través de la ventana y se retiró al instante.
Guermann no prestó atención alguna al hecho. Al cabo de un minuto oyó que
abrían la puerta de la entrada. Guermann pensó que su ordenanza, borracho como
de costumbre, regresaba de un paseo nocturno. Pero oyó unos pasos desconocidos:
alguien andaba arrastrando silenciosamente los zapatos. La puerta se abrió,
entró una mujer vestida de blanco. Guermann la tomó por su vieja aya y se
asombró de verla en casa a aquellas horas. Pero la mujer de blanco, en un abrir
y cerrar de ojos, de pronto apareció ante él, ¡y Guermann reconoció a la
condesa!
-He venido a verte
en contra de mi voluntad -dijo la condesa con voz firme-. Pero se me ha mandado
que cumpla tu deseo. El tres, el siete y el as, uno tras otro, te harán ganar;
pero, con una condición: que no apuestes más de una carta al día y que en lo
sucesivo no juegues nunca más. Te perdono mi muerte con tal de que te cases con
mi protegida Lizaveta Ivánovna…
Tras estas palabras
se dio la vuelta en silencio, se dirigió hacia la puerta y desapareció
arrastrando los zapatos. Guermann oyó cómo resonó la puerta en el zaguán y vio
que alguien lo miró de nuevo por la ventana.
Guermann tardó mucho
rato en recobrarse. Salió a la habitación contigua. Su ordenanza dormía en el
suelo; Guermann lo despertó a duras penas. El ordenanza, como de costumbre,
estaba borracho, de modo que no pudo sacar de él nada en claro. La puerta del
zaguán estaba cerrada. Guermann regresó a su cuarto, encendió una vela y anotó
su visión.
VI
Dos ideas fijas no
pueden existir al mismo tiempo en el ámbito de lo moral, de igual modo que en
el mundo físico dos cuerpos no pueden ocupar idéntico lugar. El tres, el siete
y el as pronto desplazaron en la mente de Guermann la imagen de la vieja
muerta. El tres, el siete y el as no salían de su imaginación y le brotaban
constantemente en los labios. Al ver a una joven, decía:
-¡Qué esbelta es!…
Un auténtico tres de corazones.
Le preguntaban la
hora y contestaba:
-Faltan cinco
minutos para… un siete.
Cualquier hombre
barrigudo le recordaba a un as. El tres, el siete y el as lo perseguían en
sueños adoptando todos los aspectos posibles: el tres florecía ante sus ojos en
forma de suntuosa magnolia; el siete se le aparecía como un portal gótico, y el
as, como una enorme araña. Y todos sus pensamientos confluían en uno: cómo
sacar provecho del secreto que tan caro le había costado.
Comenzó a pensar en
pedir el retiro, en marchar de viaje. Quería hacerse con el tesoro de la
encantada fortuna en alguna casa de juegos de París. Pero una ocasión le ahorró
los quebraderos de cabeza.
En Moscú se había
formado una sociedad de ricos jugadores bajo la presidencia del célebre
Chekalinski, un hombre que se había pasado la vida jugando a las cartas y que
en su tiempo había amasado millones ganando con talones y perdiendo en dinero
contante y sonante. Los largos años de experiencia le granjearon la confianza
de sus compañeros, y la casa siempre abierta, su famoso cocinero y el trato
amable y jovial le proporcionaron el respeto del público. Chekalinski se
instaló en Petersburgo. Los jóvenes inundaron sus salones abandonando los
bailes por las cartas y prefiriendo las tentaciones del faraón al atractivo del
galanteo. Allí llevó Narúmov a Guermann.
Atravesaron una
serie de salas espléndidas llenas de corteses camareros. Varios generales y
consejeros privados jugaban al whist; los jóvenes se sentaban recostados en
mullidos sofás, comían helado y fumaban en pipa. En el salón, tras una larga
mesa alrededor de la cual se agolpaban unos veinte jugadores, se sentaba el
dueño, que llevaba la banca. Era un hombre de unos sesenta años, de la más
respetable apariencia; unas canas plateadas cubrían su cabeza; su cara oronda y
fresca era todo afabilidad; sus ojos, animados de una constante sonrisa,
brillaban. Narúmov le presentó a Guermann. Chekalinski le estrechó
amistosamente la mano, le rogó que se sintiera como en su casa y siguió
tallando.
La partida duró
largo rato. Sobre el tapete había más de treinta cartas. Chekalinski se detenía
tras cada tirada para dar tiempo a los jugadores a que hicieran sus apuestas;
apuntaba las pérdidas, atendía cortésmente las reclamaciones y con aún mayor
cortesía alisaba más de un pico doblado por alguna mano distraída. Finalmente
terminó la partida. Chekalinski barajó las cartas y se dispuso a tallar de
nuevo.
-Permítame jugar una
mano -dijo Guermann alargando su brazo de detrás de un señor gordo que estaba
jugando. Chekalinski sonrió, inclinó en silencio la cabeza en señal de sumiso
asentimiento. Narúmov felicitó entre risas a Guermann por haber roto su largo ayuno
y le deseó un buen comienzo.
-¡Voy! -dijo
Guermann tras escribir con tiza la apuesta en su carta.
-¿Cuánto? -preguntó
entornando los ojos el de la banca-. Perdone, no lo veo bien.
-Cuarenta y siete
mil -contestó Guermann.
Al oír aquellas
palabras, al instante, todas las cabezas y todas las miradas se dirigieron
hacia Guermann. «¡Se ha vuelto loco!», pensó Narúmov.
-Permítame
advertirle -dijo Chekalinski con su imborrable sonrisa-, que juega usted muy
fuerte; aquí nunca nadie ha apostado más de doscientos setenta y cinco a una
sola carta.
-¿Y bien? -replicó
Guermann-. ¿Acepta usted mi carta a no?
Chekalinski inclinó
la cabeza con el aspecto de sumiso asentimiento de siempre.
-Sólo quería
informarle -dijo- que la confianza con que me honran los compañeros no me
permite jugar con nada que no sea dinero en efectivo. Por mi parte, claro está,
estoy seguro de que con su palabra basta, pero, para el buen orden del juego y
de las cuentas, le ruego que coloque la suma sobre la carta.
Guermann extrajo del
bolsillo un billete de banco y lo entregó a Chekalinski, quien, tras echarle un
simple vistazo, lo colocó sobre la carta de Guermann. Lanzó dos cartas. A la
derecha cayó un nueve, a la izquierda un tres.
-¡La mía gana! -dijo
Guermann mostrando su carta.
Entre los jugadores
se alzó un murmullo. Chekalinski frunció el ceño, pero al momento la sonrisa
retornó a su cara.
-¿Desea retirar sus
ganancias? -le preguntó a Guermann.
-Si tiene la bondad.
Chekalinski sacó del
bolsillo varios billetes de banco y saldó la deuda al punto. Guermann tomó su
dinero y se alejó de la mesa. Narúmov no podía recobrarse de su perplejidad.
Guermann se bebió un vaso de limonada y se marchó a casa.
Al día siguiente por
la noche se presentó de nuevo en casa de Chekalinski. El dueño llevaba la
banca. Guermann se acercó a la mesa; los jugadores en seguida le hicieron
sitio. Chekalinski lo saludó con una cariñosa reverencia.
Guermann esperó la
nueva partida, colocó su carta poniendo sobre ella sus cuarenta y siete mil
rublos y lo ganado el día anterior.
Chekalinski lanzó
las cartas. A la derecha cayó un valet, a la izquierda un siete.
Guermann descubrió
su siete.
Todos lanzaron un
¡ah! Chekalinski se turbó visiblemente. Contó noventa y cuatro mil rublos y los
entregó a Guermann. Este los tomó impasible y al punto se alejó.
A la noche siguiente
Guermann apareció de nuevo ante la mesa. Todos lo esperaban. Los generales y
consejeros privados abandonaron su whist para ver aquella inusitada partida.
Los jóvenes oficiales saltaron de sus divanes; todos los camareros se reunieron
en el salón. Todos rodeaban a Guermann. Los demás jugadores abandonaron sus
cartas impacientes por ver cómo acabaría aquel joven. Guermann, de pie junto a
la mesa, se disponía a apuntar él solo contra el pálido pero todavía sonriente
Chekalinski. Cada uno desempaquetó una baraja de cartas. Chekalinski barajó.
Guermann tomó y colocó su carta cubriéndola de un montón de billetes de banco.
Aquello parecía un duelo. Reinaba un profundo silencio.
Chekalinski lanzó
las cartas, las manos le temblaban. A la derecha se posó una dama, a la
izquierda un as.
-¡El as ha ganado!
-dijo Guermann y descubrió su carta.
-Han matado a su
dama -dijo cariñoso Chekalinski.
Guermann se
estremeció: en efecto, en lugar de un as tenía ante sí una dama de espadas. No
daba crédito a sus ojos, no comprendía cómo había podido confundirse.
En aquel instante le
pareció que la dama de espadas le guiñó un ojo y le sonrió burlona. La inusitada
semejanza lo fulminó…
-¡La vieja! -gritó
lleno de horror.
Chekalinski se
acercó los billetes. Guermann seguía inmóvil. Cuando se apartó de la mesa, se
alzó un rumor de voces.
-¡Una jugada divina!
-comentaban los jugadores.
Chekalinski barajó
de nuevo las cartas; el juego siguió su curso.
Epílogo
Guermann ha perdido
la razón. Está en la clínica Obújov, en la habitación número 17. No contesta a
ninguna pregunta y murmura con inusitada celeridad: «¡Tres, siete, as! ¡Tres, siete,
dama!…»
Lizaveta Ivánovna se
ha casado con un joven muy afable que sirve en alguna parte y posee una fortuna
considerable: es el hijo del que fuera el administrador de la difunta condesa.
Lizaveta Ivánovna tiene de pupila a una pariente pobre.
Tomski ha ascendido
a capitán y se ha casado con la princesa Polina.
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