El Prodigioso Miligramo
Una hormiga censurada por la sutileza de sus
cargas y por sus frecuentes distracciones, encontró una mañana, al desviarse
nuevamente del camino, un prodigioso miligramo. Sin detenerse a meditar en las
consecuencias del hallazgo, cogió el miligramo y se lo puso a la espalda.
Comprobó con alegría que era una carga justa para ella. El peso ideal de aquel
objeto daba a su cuerpo extraña energía; como el peso de las alas en el cuerpo
de los pájaros. En realidad, una de las causas que anticipan la muerte de las hormigas
es la ambiciosa desconsideración de sus propias fuerzas. Después de entregar en
el depósito de cereales un grano de maíz, la hormiga que lo ha conducido a
través de un kilómetro apenas tiene fuerzas para arrastrar al cementerio su
propio cadáver.
La hormiga del hallazgo ignoraba su fortuna, pero
sus pasos demostraron la prisa ansiosa del que huye llevando su tesoro. Un vago
y saludable sentimiento de reivindicación comenzaba a henchir su espíritu.
Después de un larguísimo rodeo, hecho con alegre propósito, se unió al hilo de
sus compañeras que regresaban todas, al caer la tarde, con la carga solicitada
ese día: pequeños fragmentos de hoja de lechuga cuidadosamente recortados. El
camino de las hormigas formaba una delgada y confusa crestería de diminuto
verdor. Era imposible engañar a nadie; el miligramo desentonaba violentamente
en aquella perfecta uniformidad.
Ya en el hormiguero, las cosas empezaron a
agravarse. Las guardianas de la puerta, y las inspectoras situadas en todas las
galerías, fueron poniendo objeciones cada vez más serias al extraño cargamento.
Las palabras “miligramo” y “prodigioso” sonaron aisladamente, aquí y allá, en
labios de algunas entendidas. Hasta que la inspectora en jefe, sentada con
gravedad ante una mesa imponente, se atrevió a unirlas diciendo con sorna a la
hormiga confundida: “Probablemente nos ha traído usted un prodigioso miligramo.
La felicito de todo corazón, pero mi deber es dar parte a la policía”.
Los funcionarios del orden público son las
personas menos indicadas para resolver cuestiones de prodigios y de prodigiosos
miligramos. Ante aquel caso imprevisto por el código penal procedieron con
apego a las ordenanzas comunes y corrientes, confiscando el miligramo con
hormiga y todo. Como los antecedentes de la acusada eran pésimos se juzgó que
un proceso era de trámite legal. Y las autoridades competentes se hicieron
cargo del asunto.
La lentitud habitual de los procedimientos
habituales iba en desacuerdo con la ansiedad de la hormiga, cuya extraña
conducta la indispuso hasta con sus propios abogados. Obedeciendo al dictado de
convicciones cada vez más profundas, respondía con altivez a todas las
preguntas que se le hacían. Propagó el rumor de que se cometían en su caso
gravísimas injusticias, y anunció que muy pronto sus enemigos tendrían que
reconocer forzosamente la importancia del hallazgo. Tales propósitos atrajeron
sobre ella todas las sensaciones existentes. En el colmo del orgullo dijo que
lamentaba formar parte de un hormiguero tan imbécil. Al oír semejantes palabras
el fiscal pidió con voz estentórea la sentencia de muerte.
Esa circunstancia vino a salvarla el informe de
un célebre alienista, que puso en claro su desequilibrio mental. Por las
noches, en vez de dormir la prisionera se ponía a darle vueltas a su miligramo,
lo pulía ampliamente y pasaba largas horas en una especie de éxtasis
contemplativo. Durante el día lo llevaba a cuestas, de un lado a otro en el
estrecho y oscuro calabozo. Se acercó al fin de su vida presa de terrible
agitación. Tanto que la enfermera de guardia pidió tres veces que se le
cambiara de celda. La celda era cada vez más grande pero la agitación de la
hormiga aumentaba con el espacio disponible. No hizo el menor caso a las
curiosas que iban a contemplar en número creciente, el espectáculo de su
desordenada agonía.
Dejó de comer, se negó a recibir a los
periodistas y guardó un mutismo absoluto.
Las autoridades superiores decidieron trasladar a
un manicomio a la hormiga enloquecida. Pero las decisiones oficiales adolecen
siempre de lentitud.
Un día al amanecer la carcelera halló quieta la
celda, llena de un extraño resplandor. El prodigioso miligramo brillaba en el
suelo, como un diamante inflamado de luz propia. Cerca de el yacía la hormiga
heroica, patas arriba, consumida y trasparente.
La noticia de su muerte y la virtud prodigiosa
del miligramo se derramaron como inundación por todas las galerías. Caravanas
de visitantes recorrían la celda, improvisaban en capilla ardiente. Las
hormigas se daban contra el suelo en su desesperación. De sus ojos deslumbrados
por la visión del miligramo corrían lágrimas en tal abundancia que la
organización de los funerales se vio complicada por el problema del drenaje. A
falta de ofrendas florales suficientes, las hormigas saqueaban los depósitos
para cubrir el cadáver de la víctima con alimentos.
El hormiguero vivió días indescriptibles, mezcla
de admiración, de orgullo y de dolor. Se organizaron exequias suntuosas,
colmadas de bailes y banquetes. Rápidamente se inició la construcción de un
santuario para el miligramo, y la hormiga incomprendida y asesinada obtuvo el
honor de un mausoleo. Las autoridades fueron depuestas y acusadas de inepcia.
A duras penas logró funcionar podo después un
consejo de ancianas que puso término a la prolongada etapa de orgiásticos
honores. La vida volvió a su curso normal gracias a innumerables fusilamientos.
Las ancianas más sagaces derivaron entonces la corriente de admiración devota
que despertó el miligramo a una forma cada vez más rígida de religión oficial.
Se nombraron guardianas y oficiantes. En torno al santuario fue surgiendo un
circulo de grandes edificios, y una extensa burocracia comenzó a ocuparlos en
rigurosa jerarquía. La capacidad del floreciente hormiguero se vio seriamente
comprometida.
Lo peor de todo fue que el desorden, expulsado de
la superficie, prosperaba con vida inquietante y subterránea. Aparentemente el
hormiguero vivía tranquilo y compacto, dedicado al trabajo y al culto, pese al
gran número de funcionarias que se pasaban la vida desempeñando tareas cada vez
menos estimables. Es imposible saber cuál hormiga albergó en su mente los
primeros pensamientos funestos. Tal vez fueron muchas las que pensaron al mismo
tiempo, cayendo en la tentación.
En todo caso se trataba de hormigas ambiciosas y
ofuscadas que consideraron blasfema la humilde condición de la hormiga
descubridora. Entrevieron la posibilidad de que todos los homenajes tributados
a la gloriosa difunta les fueran discernidos a ellas en vida. Empezaron a tomar
actitudes sospechosas. Divagadas y melancólicas se extraviaban adrede del
camino y volvían al hormiguero con las manos vacías. Contestaban a las
sospechosas sin disimular su arrogancia; frecuentemente se hacían pasar por
enfermas y anunciaban para muy pronto un hallazgo sensacional. Y las propias
autoridades no podían evitar que una de aquellas lunáticas llegara el día menos
pensado con un prodigio sobre sus espaldas.
Las hormigas comprometidas obraban en secreto, y
digámoslo así por cuenta propia. De haber sido posible un interrogatorio
general, las autoridades habrían llegado a la conclusión de que un cincuenta
por ciento de las hormigas, en lugar de preocuparse por sus mezquinos cereales
y frágiles hortalizas, tenían los ojos puestos en la sustancia incorruptible
del miligramo.
Un día ocurrió lo que debía ocurrir. Como si se
hubieran puesto de acuerdo, seis hormigas comunes y corrientes, que parecían de
las más normales, llevaron al hormiguero, con sendos objetos extraños que
hicieron pasar, ante la general expectación, por miligramos de prodigio.
Naturalmente no obtuvieron los honores que esperaban, pero fueron exoneradas
ese mismo día de todo servicio. En una ceremonia casi privada, se les otorgó el
derecho a disfrutar de una renta vitalicia.
A cerca de los seis miligramos fue imposible
decir nada en concreto. El recuerdo de la imprudencia anterior apartó a las
autoridades de todo propósito judicial. Las ancianas se lavaron las manos en
consejo, y dieron a la población la más amplia libertad de juicio. Los
supuestos miligramos se ofrecieron a la admiración pública en las vitrinas de
un modesto recinto y todas las hormigas opinaron según su leal saber y
entender.
Esta debilidad por parte de las autoridades,
sumada al silencio culpable de la crítica, precipitó la ruina del hormiguero.
De allí en adelante toda hormiga agotada por el trabajo o tentada por la
pereza, podía reducir sus ambiciones de gloria a los límites de una pensión
vitalicia, libre de obligaciones serviles. Y el hormiguero empezó a llenarse de
falsos miligramos.
En vano algunas hormigas viejas y sensatas
recomendaron medidas precautorias, tales como el uso de la balanza y la
confrontación minuciosa de cada nuevo miligramo con el modelo original. Nadie
les hizo caso. Sus proposiciones, que ni siquiera fueron discutidas en
asamblea, hallaron punto final en las palabras de una hormiga flaca y
descolorida que proclamó abiertamente y en voz alta sus opiniones personales.
Según la irreverente el famoso miligramo original, por más prodigioso que
fuera, no tenía por que sentar un precedente de calidad. Lo prodigioso no podía
ser impuesto en ningún caso como una condición forzosa a los nuevos miligramos
encontrados.
El poco de circunspección que les quedaba a las
hormigas desapareció en un momento. En adelante las autoridades fueron
incapaces de reducir o tasar la cuota de objetos que el hormiguero podía
recibir diariamente bajo el título de miligramos. Se negó cualquier derecho de
veto, y ni siquiera lograron que cada hormiga cumpliera con sus obligaciones.
Todas quisieron eludir su condición de trabajadoras, mediante la búsqueda de
miligramos.
El depósito para esta clase de artículos llegó a
ocupar las dos terceras partes del hormiguero, sin contar las colecciones
particulares, algunas de ellas famosas por la valía de sus piezas. Respecto a
los miligramos comunes y corrientes, descendió tanto su precio que en los días
de mayor afluencia se podían obtener a cambio de una bicoca. No puede negarse
que de cuando en cuando llegaban al hormiguero algunos ejemplares estimables.
Pero corrían la suerte de las peores bagatelas. Legiones de aficionadas se
dedicaron a exaltar el mérito de los miligramos de más baja calidad, generando
así un general desconcierto.
En su desesperación de no hallar miligramos
auténticos, muchas hormigas acarreaban verdaderas obscenidades e inmundicias.
Galerías enteras fueron clausuradas por razones de salubridad. El ejemplo de
una hormiga extravagante hallaba al día siguiente millares de imitadoras. A
costa de grandes esfuerzos y empleando todas sus reservas de sentido común, las
ancianas del consejo seguían llamándose autoridades y hacían vagos ademanes de
gobierno.
Las burócratas y las responsables del culto, no
contentas con su holgada situación, abandonaron el templo y las oficinas para
echarse a la búsqueda de miligramos, tratando de aumentar gajes y honores. La
policía dejó prácticamente de existir, y los motines y las revoluciones eran
cotidianos. Bandas de asaltantes profesionales aguardaban en las cercanías del
hormiguero para despojar a las afortunadas que volvían con un miligramo
valioso. Coleccionistas resentidas denunciaban a sus rivales y promovían largos
juicios buscando la venganza del cateo y la expropiación. Las disputas dentro
de las galerías degeneraban fácilmente en riñas, y estas en asesinatos… El
índice de mortalidad alcanzó una cifra pavorosa. Los nacimientos disminuyeron
de manera alarmante y las creaturas por falta de atención adecuada, morían por
centenares.
El santuario que custodiaba el miligramo
verdadero se convirtió en tumba olvidada. Las hormigas ocupadas en la discusión
de los hallazgos más escandalosos, ni siquiera acudían a visitarlo. De vez en
cuando las devotas rezagadas llamaban la atención de las autoridades sobre su
estado de ruina y abandono. Lo más que conseguían era un poco de limpieza.
Media docena de irrespetuosas barrenderas daban unos cuantos escobazos,
mientras decrépitas ancianas pronunciaban largos discursos y cubrían la tumba
de la hormiga con deplorables ofrendas hechas de casi puros desperdicios.
Sepultado entre nubarrones de desorden, el
prodigioso miligramo brillaba en el olvido. Llegó incluso a circular la especie
escandalosa de que había sido robado por manos sacrílegas.
Una copia de mala calidad suplantaba al miligramo
auténtico, que pertenecía ya a la colección de una hormiga criminal,
enriquecida en el comercio de miligramos. Rumores sin fundamento, pero nadie se
inquietaba ni se conmovía; nadie llevaba a cabo una investigación que les
pusiera fin. Y las ancianas del consejo cada día más débiles y asechosas, se
cruzaban de brazos ante el desastre inminente.
El invierno se acercaba, y la amenaza de muerte
detuvo el delirio de las imprevisoras hormigas. Ante la crisis alimenticia, las
autoridades decidieron ofrecer en venta un gran lote de miligramos a una
comunidad vecina, compuesta de acaudaladas hormigas, todo lo que consiguieron
fue deshacerse de unas cuantas piezas de verdadero mérito, por un puñado de
hortalizas y cereales. Pero se les hizo una oferta de alimentos suficientes
para todo el invierno, a cambio del miligramo original.
El hormiguero en bancarrota se aferró a su
miligramo como tabla de salvación. Después de interminables conferencias y
discusiones, cuando ya el hambre mermaba el número de las supervivientes en
beneficio de las hormigas ricas, estas abrieron las puertas de su casa a las
dueñas del prodigio. Contrajeron la obligación de alimentarlas hasta el fin de
sus días exentas de todo servicio. Al ocurrir la muerte de la última hormiga
extranjera pasaría a ser propiedad de las compradoras.
¿Hay que decir lo que ocurrió poco después en el
nuevo hormiguero? Las huéspedes difundieron allí el germen de su contagiosa
idolatría.
Actualmente las hormigas afrentan una crisis
universal. Olvidados de sus costumbres, tradicionalmente prácticas y utilitarias,
se entregan en todas partes a una desenfrenada búsqueda de miligramos. Comen
fuera del hormiguero, y solo almacenan sutiles y deslumbrantes objetos. Tal vez
muy pronto desaparezcan como especie zoológica y solamente nos quedará,
encerrado en dos o tres fábulas ineficaces, el recuerdo de sus antiguas
virtudes.
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