Los Mudos
Albert Camus
Estábamos
en pleno invierno y sin embargo una jornada radiante se levantó sobre la
actividad de la ciudad. El mar y el cielo se confundían en la punta del malecón
con idéntico resplandor. Yvars sin embargo no lo veía. Circulaba pesadamente a
lo largo de los bulevares que dominan el puerto. Su pierna inválida descansaba
inmóvil sobre el pedal fijo de la bicicleta, mientras la otra se esforzaba por
vencer los adoquines todavía mojados de humedad nocturna. Menudo sobre el
sillín, evitaba los raíles del antiguo tranvía sin levantar la cabeza, y se
apartaba con un golpe brusco de manillar para dejar pasar a los automóviles que
le adelantaban, y de vez en cuando, de un codazo, echaba atrás sobre los ríñones
el morral en el que Fernande había puesto su almuerzo. Entonces pensaba con
amargura en el contenido del morral. Entre dos rebanadas de pan de hogaza, en
lugar de la tortilla española que tanto le gustaba o del filete frito en
aceite, sólo había queso.
Nunca
le había parecido tan largo el camino del taller. Cierto que se estaba haciendo
viejo. Aunque siguiera tan seco como un sarmiento de vid, los músculos ya no se
calientan tan rápido a los cuarenta años. A veces, al leer las crónicas
deportivas donde llamaban veterano a un atleta de treinta años, se encogía de
hombros. «Si eso es ser un veterano —decía a Fernande—, entonces yo soy un
fiambre.» Sin embargo sabía que el periodista no se equivocaba del todo. A los
treinta años, el resuello disminuye, imperceptiblemente. A los cuarenta no se
es un fiambre, no, pero uno se prepara a serlo, con tiempo, por adelantado. ¿No
sería por eso por lo que hacía tiempo que durante el trayecto que le llevaba a
la otra punta de la ciudad, a la fábrica de toneles, ya no miraba el mar?
Cuando tenía veinte años no se cansaba de contemplarlo; era la promesa de un
fin de semana feliz, en la playa. A pesar o a causa de su cojera, siempre le
había gustado nadar. Después habían pasado los años, había aparecido Fernande,
había nacido el muchacho y, para vivir, vinieron las horas suplementarias el
sábado, en la tonelería, y el domingo las pequeñas chapuzas en casas
particulares. Poco a poco había perdido la costumbre de aquellas jornadas
violentas que le saciaban. El agua profunda y clara, el fuerte sol, las
muchachas, la vida del cuerpo, no había más felicidad que aquélla en su tierra.
Y aquella felicidad se desvanecía con la juventud. A Yvars le seguía gustando
el mar, pero sólo al final del día, cuando las aguas de la bahía se oscurecían
un poco. Era una hora suave en la terraza de su casa, cuando se sentaba después
del trabajo, contento con la camisa limpia que Fernande planchaba con tanto
esmero y con el vaso empañado de anís. Caía la tarde, una breve dulzura se
instalaba en el cielo, los vecinos que charlaban con Yvars bajaban de repente
la voz. Entonces no sabía si era feliz o si tenía ganas de llorar. Al menos en
aquellos momentos sabía que lo único que podía hacer era esperar, suavemente,
sin saber a ciencia cierta qué.
Por
el contrario, cuando se dirigía a su trabajo por las mañanas ya no le gustaba
mirar el mar, siempre fiel a la cita, y sólo lo contemplaría al atardecer.
Aquella mañana circulaba con la cabeza baja, más pesada aun que de costumbre, y
con el corazón igualmente apesadumbrado. La víspera por la noche, al volver de
la reunión, anunció que reanudaban el trabajo y Fernande había preguntado
alegremente: «¿Entonces el patrón os sube la paga?» Pero el patrón no subía
nada, la huelga había fracasado. Había que reconocer que habían maniobrado mal.
Había sido una huelga colérica, y el sindicato había tenido razón apoyándola
sin entusiasmo. Además, quince obreros no representan gran cosa; el sindicato
tenía en cuenta otras tonelerías que no habían seguido el movimiento. No se les
podía guardar rencor. La industria de la tonelería, amenazada por los barcos y
los camiones cisterna, no iba del todo bien. Cada vez se fabricaban menos
barriles y menos cubas bordelesas; se reparaban sobre todo las grandes cubas ya
existentes. Los patronos veían peligrar sus negocios, eso era cierto, pero al
mismo tiempo querían salvaguardar su margen de beneficios; les parecía una vez
más que lo más sencillo era frenar los salarios, a pesar de la subida de
precios. ¿Qué pueden hacer los toneleros cuando la tonelería desaparece? Cuando
uno se ha tomado el trabajo de aprender un oficio no se cambia; y aquel era un
oficio difícil, necesitaba un largo aprendizaje. Era raro encontrar un buen
tonelero, el que ajusta las duelas curvadas, las une casi herméticamente con un
aro de hierro calentado al fuego, sin utilizar rafia o estopa. Yvars lo sabía y
estaba orgulloso de ello. Cambiar de oficio no es nada, pero no es fácil
renunciar a lo que uno sabe, a la propia habilidad. Un buen oficio sin empleo,
estaban listos, había que resignarse. Pero tampoco la resignación es fácil. Era
difícil callarse la boca, no poder discutirlo de verdad y tomar cada mañana el
mismo camino con una fatiga acumulada para recibir únicamente al final de la
semana lo que buenamente se os quiere dar, y que cada vez resulta más
insuficiente.
Y
en consecuencia se habían encolerizado. Dos o tres de ellos dudaban, pero se
dejaron ganar por la cólera después de las primeras discusiones con el patrón.
Les había dicho, en efecto, muy seco, que era para tomarlo o dejarlo. Un hombre
no habla así. «¡Qué se cree! —había dicho Esposito—, ¿que nos vamos a bajar los
pantalones?» Por otro lado el patrón no era mal tipo. Había sucedido a su
padre, había crecido en el taller y hacía años que conocía a casi todos los
obreros. A veces les invitaba a merendar en la tonelería; asaban sardinas o
morcillas sobre una hoguera de virutas, y después de darle al vino era muy
amable. Para Año Nuevo entregaba a cada obrero cinco botellas de vino de marca,
y a menudo, cuando alguno de ellos caía enfermo o simplemente se producía algún
acontecimiento, como una boda o una primera comunión, les regalaba dinero.
Cuando nació su hija había repartido almendras a todo el mundo. Había invitado
dos o tres veces a Yvars a cazar en su finca de la costa. No cabía duda de que
le gustaban sus obreros, y a menudo repetía que su padre había empezado de
aprendiz. Pero nunca había ido a sus casas y no podía darse cuenta. Sólo
pensaba en él, porque sólo conocía lo suyo, y ahora venía eso de lo tomas o lo
dejas. O dicho de otro modo, también él se había cerrado en banda. Pero él se
lo podía permitir.
Habían
forzado la mano al sindicato y el taller había cerrado sus puertas. «No os
toméis la molestia de poner piquetes de huelga —había dicho el patrón—. Cuando
el taller no funciona ahorro dinero.» No era verdad, pero aquello había
empeorado las cosas al echarles en cara que les daba trabajo por caridad.
Esposito se había vuelto loco de rabia y le había dicho que no era un hombre.
El otro tenía la sangre caliente y había habido que separarles. Pero al mismo
tiempo los obreros quedaron impresionados. Veinte días de huelga, las mujeres
tristes en casa, dos o tres de ellos se desanimaron y para colmo el sindicato
les aconsejó ceder bajo promesa de un arbitraje y de la recuperación de las
jornadas de huelga con horas suplementarias. Decidieron volver al trabajo, pero
manteniendo el tipo, por supuesto, diciendo que aquello no se había ventilado,
que todo estaba por jugar. Pero aquella mañana, con una fatiga que parecía el
peso de la derrota, con el queso en lugar de la carne, no era posible mantener
la ilusión. Por mucho que brillara el sol, el mar ya no prometía nada. Yvars
pisaba su pedal único y a cada vuelta de rueda le parecía envejecer un poco más.
No podía pensar que iba a encontrarse otra vez en el taller, con los camaradas
y con el patrón, sin acongojarse un poco más. Fernande se había preocupado:
«¿Qué le vais a decir?» «Nada». Yvars se subió a la bicicleta y sacudió la
cabeza. Apretó los dientes; su rostro pequeño, moreno y arrugado, de rasgos
finos, se cerró. «Trabajamos. Con eso basta.»
Ahora
circulaba con los dientes todavía apretados, con una cólera triste y seca que
ensombrecía el mismo cielo.
Dejó
el bulevar y el mar y entró en las calles húmedas del viejo barrio español.
Desembocaban en una zona ocupada únicamente por cocheras, almacenes de ferralla
y garajes, donde se encontraba el taller: era una especie de galpón de fábrica
de mampostería hasta media altura y el resto encristalado hasta el techo, de
chapa ondulada. Aquel taller daba a la antigua tonelería, un patio rodeado de
viejas construcciones que habían sido desalojadas al crecer la empresa y que
ahora servía únicamente de depósito de maquinaria fuera de uso y de barricas viejas.
Más allá del patio, y separado de él por una especie de camino cubierto de
tejavana, empezaba el jardín del patrón, al fondo del cual se levantaba la
casa. A pesar de ser grande y fea resultaba sin embargo atractiva, por la parra
virgen y la escuálida madreselva que rodeaban su escalera exterior.
Yvars
vio enseguida que las puertas del taller estaban cerradas. Delante de ellas se
hallaba un grupo de obreros silenciosos. Era la primera vez desde que trabajaba
allí que se encontraba las puertas cerradas al llegar. El patrón había querido
marcar el tanto. Yvars se dirigió hacia la izquierda, dejó su bicicleta bajo el
alero que prolongaba el galpón por aquel lado y fue hacia la puerta. Reconoció
de lejos a Esposito, un muchachote moreno y peludo que trabajaba a su lado; a
Marcou, el delegado sindical con su cara de tenor de opereta; a Said, el único
árabe del taller, y a todos los demás que, en silencio, le vieron acercarse.
Pero antes de que tuviera tiempo de reunirse con ellos de repente se dieron la
vuelta hacia las puertas del taller, que habían empezado a abrirse. Ballester,
el encargado, apareció en el umbral. Abrió una de las pesadas hojas y volviendo
la espalda a los obreros la empujó lentamente sobre su carril de hierro.
Ballester,
que era el más viejo de todos ellos, no había aprobado la huelga, pero a partir
del momento en que Esposito le dijo que servía los intereses del patrón se
había callado. Ahora se había colocado junto a la puerta, ancho y pequeño en su
jersey azul marino, ya con los pies desnudos (junto con Said, era el único que
trabajaba con los píes desnudos), y según iban entrando de uno en uno les fue
mirando con aquellos ojos suyos tan claros que parecían no tener color en su
rostro curtido, con su boca triste bajo los bigotes espesos y lacios. Ellos
callaban, humillados por aquella entrada de vencidos, furiosos por su propio
silencio, pero cada vez menos capaces de romperlo a medida que se prolongaba.
Pasaban sin mirar a Ballester porque sabían que haciéndoles entrar de aquella
manera ejecutaba una orden, y porque su aspecto amargo y contrito les daba a
entender lo que pensaba de ello. Pero Yvars le miró. Ballester, que le
apreciaba, meneó la cabeza sin decir nada.
Ahora
se encontraban todos en el pequeño vestuario, a la derecha de la entrada: una
serie de cabinas abiertas, separadas por tablas de madera sin barnizar a cada
uno de cuyos lados se había colocado un pequeño armario con cerradura; la
última cabina a partir de la entrada, pegada a las paredes del galpón, había
sido transformada en ducha, sobre un desagüe abierto en el propio suelo de
tierra apisonada. Según los lugares de trabajo, en el centro del galpón se
veían las cubas bordelesas, ya terminadas pero con los aros sueltos esperando
ser ajustados al fuego, y también los gruesos bancos, surcados por una larga
hendidura (y en algunos de ellos se veían, deslizados en la hendidura, los
fondos circulares de madera, esperando el acabado a la garlopa), y finalmente
los fuegos negruzcos. A la izquierda de la entrada, a lo largo del muro, se
alineaban los bancos de trabajo. Frente a ellos se amontonaban las duelas por
cepillar. No lejos del vestuario, contra el muro de la derecha, brillaban dos
grandes sierras mecánicas, fuertes, silenciosas y bien aceitadas.
Hacía
mucho tiempo que el galpón era demasiado grande para el puñado de hombres que
lo ocupaban. Durante los calores fuertes era una ventaja, pero en invierno
resultaba un inconveniente. Pero aquel día, en aquel espacio, con el trabajo
allí plantado, los toneles arrinconados con un aro único sujetando en el pie
las duelas que se abrían en lo alto como toscas flores de madera, el polvo de
serrín recubriendo los bancos, las cajas de herramientas y las máquinas, todo
aquello daba al taller un aspecto de abandono. Vestidos ya con sus viejos
jerseys, con sus pantalones deslavados y remendados, contemplaban aquello y
dudaban. Ballester les observaba. «¿Empezamos, pues?», dijo. Uno a uno se
fueron incorporando a su sitio sin decir nada. Ballester fue de un lugar a otro
recordando brevemente el trabajo que había por terminar o por empezar. Nadie
respondía. Pronto resonó el primer martillo contra la cuña de madera ferrada,
ajustando un aro en la parte gruesa de un tonel, y una garlopa gimió sobre un
nudo de madera, y una de las sierras, conectada por Esposito, arrancó con un
gran ruido de cuchillas estremecidas. Said iba acercando duelas según se las
iban solicitando, o encendía las hogueras de virutas sobre las cuales se
colocaban los toneles para que se hincharan en su corsé de aros de hierro.
Cuando nadie le llamaba ponía remaches en un banco a los anchos aros
herrumbrosos con grandes martillazos. El olor de las virutas quemadas empezó a
llenar el galpón. Yvars, que cepillaba y ajustaba las duelas que Esposito
aserraba, reconoció el viejo aroma y su corazón se alivió un poco. Todos
trabajaban en silencio, pero poco a poco fue renaciendo en el taller una
especie de calor y de vida. Una luz fresca llenaba el galpón a través de las
grandes cristaleras. El humo azuleaba en el aire dorado; Yvars oyó incluso un
insecto zumbar cerca de él.
En
aquel momento se abrió la puerta que comunicaba con la antigua tonelería, en la
pared del fondo, y el señor Lassalle, el patrón, apareció en el dintel. Delgado
y moreno, apenas pasaba de la treintena. Con la camisa blanca ampliamente
abierta bajo un traje de gabardina beis, parecía a gusto consigo mismo. A pesar
de su rostro, muy huesudo, como labrado a cuchillo, normalmente inspiraba
simpatía, como la mayor parte de las personas a quienes la práctica del deporte
comunica actitudes libres. Sin embargo al franquear la puerta parecía algo
molesto. Su saludo no fue tan sonoro como de costumbre; en todo caso nadie
respondió. El ruido de los martillos se alteró un instante, perdió algo de
ritmo y se reanudó con la misma intensidad. El señor Lassalle avanzó indeciso
algunos pasos, después se dirigió hacia el pequeño Valéry que trabajaba con
ellos desde hacía sólo un año. Se hallaba colocando un fondo de cuba en una
bordelesa, junto a la sierra mecánica, a pocos pasos de Yvars, y el patrón se
paró a ver la labor. Valéry continuó trabajando sin decir nada. «Bueno, chico
—dijo el señor Lassalle—, ¿qué tal todo?» De repente los gestos del jovencito
se hicieron más torpes. Echó una ojeada a Esposito que, cerca de él, amontonaba
con sus enormes brazos una pila de duelas para llevárselas a Yvars. Esposito le
miró también, sin dejar su trabajo, y Valéry volvió a hundir la nariz en su
bordelesa sin responder nada al patrón. Lassalle, algo cortado, permaneció un
instante plantado frente al joven, después se encogió de hombros y se volvió
hacia Marcou. A horcajadas en su banco, éste terminaba de afilar con pequeños
golpes precisos y lentos la arista de un fondo de cuba. «Buenos días, Marcou»,
dijo Lassalle con un tono más seco. Marcou no respondió, atento únicamente a
sacar de la madera lige- rísimas virutas. «Qué mosca os ha picado —dijo
Lassalle con voz fuerte, volviéndose esta vez a los demás obreros—. No hemos
llegado a un acuerdo, ya lo sabemos. Pero eso no impide que tengamos que
trabajar juntos. Entonces, ¿para qué sirve ponerse así?» Marcou se levantó
alzando su fondo de cuba, verificó con la palma de la mano la arista circular,
cerró los ojos lánguidos con aire de gran satisfacción y, todavía silencioso,
se dirigió hacía otro obrero que estaba ajusfando una bordelesa. Sólo se oía el
ruido de los martillos y de la sierra metálica en todo el taller. «Bien —dijo
Lassalle—, cuando se os haya pasado, mandáis a Bailester a que me lo vaya a
decir.» Salió del taller con pasos tranquilos.
Unos
momentos después un timbre sonó dos veces por encima del estrépito del taller.
Bailester, que acababa de sentarse para liar un cigarrillo, se levantó
pesadamente y se dirigió hacia la pequeña puerta del fondo. Después de que hubo
salido los martillos sonaron con menos fuerza; incluso uno de los obreros se
había parado ya cuando Bailester regresó. Dijo solamente desde la puerta:
«Marcou, Yvars, el patrón quiere veros». El primer impulso de Yvars fue ir a
lavarse las manos, pero Marcou le agarró a su paso por el brazo y le siguió
cojeando.
Fuera,
en el patio, la luz era tan fresca, tan líquida, que Yvars la sentía sobre su
rostro y sobre sus brazos desnudos. Subieron por la escalera exterior, bajo la
madreselva, que ya mostraba algunas flores. Cuando entraron en el corredor
tapizado de diplomas oyeron el llanto de un niño y la voz del señor Lassalle
que decía: «La acostarás después del almuerzo. Llamaremos al médico si no se le
pasa». Después el patrón apareció en el corredor y les hizo pasar a un pequeño
despacho que ya conocían, amueblado en falso estilo rústico, con las paredes
adornadas de trofeos deportivos. «Sentaos —dijo Lassalle acomodándose detrás
del escritorio. Se quedaron de pie—. Os he mandado venir porque tú, Marcou,
eres el delegado, y tú, Yvars, eres el empleado de más antigüedad después de
Ballester. No quiero volver a empezar las discusiones que ya hemos dado por
concluidas. No puedo daros lo que me pedís, es absolutamente imposible. El
asunto está cerrado y hemos llegado a la conclusión de que había que volver al
trabajo. Ya he visto que me guardáis rencor y eso me resulta penoso, os lo digo
como lo siento. Quiero simplemente añadir lo siguiente: lo que no he podido
hacer esta vez quizá pueda hacerlo cuando los negocios vayan mejor. Y si puedo
hacerlo lo haré antes incluso de que me lo pidáis. Mientras tanto, intentemos
trabajar en buena armonía.» Se calló, parecía reflexionar, después alzó los
ojos hacia ellos. «¿Qué os parece?», dijo. Marcou miraba fuera. Yvars, con los
dientes apretados, quería hablar pero no podía. «Escuchad —dijo Lassalle—, creo
que os habéis obcecado. Eso se os pasará. Y cuando os hayáis vuelto razonables
acordaos de lo que os acabo de decir.» Se levantó, se acercó a Marcou y le
tendió la mano. «Chao», dijo. Marcou palideció de golpe, su rostro de tenor sentimental
se endureció y por espacio de un segundo adquirió una expresión malvada.
Después giró bruscamente sobre sus talones y salió. Lassalle, también pálido,
miró a Yvars sin tenderle la mano. «Idos a la mierda», gritó.
Cuando
regresaron al taller los obreros almorzaban.
Ballester
había salido. Marcou dijo solamente: «Palabras en el aire», y volvió a su lugar
de trabajo. Esposito dejó de morder su pedazo de pan y preguntó lo que habían
contestado; Yvars dijo que no habían contestado nada. Después fue a buscar su
morral y regresó a sentarse en el banco en que trabajaba. Había empezado a
comer cuando vio no lejos de él a Said, tumbado de espaldas sobre un montón de
virutas, con la mirada perdida en la cristalera que empezaba ya a azulear sobre
un cielo menos luminoso. Le preguntó sí ya había terminado. Said dijo que ya se
había comido sus higos. Yvars dejó de comer. El malestar que no le había
abandonado desde la entrevista con Lassalle desapareció de repente únicamente
para dejar lugar a un impulso afectuoso. Se levantó partiendo el pan y, ante el
rechazo de Said dijo que la semana próxima todo iría mejor. «Entonces te
llegará el turno de invitarme», dijo. Said sonrió. Empezó a morder un pedazo
del bocadillo de Yvars, pero desapega- damente, como un hombre que no está
hambriento.
Esposito
tomó una vieja cacerola y encendió una fogata de virutas y madera. Calentó café
que había traído en una botella. Dijo que era un regalo que su tendero hacía al
taller una vez enterado del fracaso de la huelga. El vaso de un frasco de
mostaza circuló de mano en mano. Cada vez Esposito lo llenaba de café ya
azucarado. Said lo bebió con más gusto que el que había tenido comiendo.
Esposito bebió el café de la misma cacerola caliente, con juramentos,
chasqueando los labios. En aquel momento Ballester entró para anunciar el fin
de la pausa.
Mientras
se levantaban y recogían papeles y recipientes en los morrales, Ballester se
colocó en medio de ellos y de repente dijo que era un golpe duro para todos, y
también para él, pero que ése no era motivo para portarse como crios y que de
nada servía poner malas caras. Esposito se volvió hacia él con la cacerola en
la mano; su rostro, espeso y largo, había enrojecido de golpe. Yvars sabía lo
que iba a decir, algo que todos estaban pensando al mismo tiempo que él, que
ellos no ponían malas caras, que les estaban cerrando la boca, lo tomas o lo
dejas, y que a veces la cólera y la impotencia duelen tanto que ni siquiera se
puede gritar. Eran hombres, eso era todo, y no iban a empezar a sonreír y hacer
monerías. Pero Esposito no dijo nada de eso, finalmente su rostro se relajó y
dio suavemente unas palmadas a Ballester en el hombro mientras los demás
volvían al trabajo. De nuevo resonaron los martillos, el galpón se llenó del
estrépito familiar, del olor de las virutas y de la ropa vieja empapada de
sudor. La gran sierra rugía y mordía la madera fresca de la duela que Esposito
empujaba lentamente delante de él. En el lugar del corte iba surgiendo una
viruta mojada y una especie de serrín como pan rallado iba cubriendo las
fuertes manos peludas, firmemente apretadas sobre la plancha de madera, de cada
lado de la rugiente hoja. Cuando se acababa el corte de la duela sólo se oía el
ruido del motor.
Yvars
sentía ahora la crispación de su espalda inclinada sobre la garlopa.
Normalmente la fatiga llegaba más tarde. Era evidente que durante las semanas
de inactividad había perdido entrenamiento. Pero también pensaba que la edad
hace más duro el trabajo de las manos, cuando ese trabajo no es de simple precisión.
Aquella crispación también le anunciaba la vejez. Cuando los músculos juegan un
papel el trabajo acaba por convertirse en una maldición, precede a la muerte, y
precisamente en la noche, después del esfuerzo, el sueño es como la muerte. El
chico quería ser maestro, tenía razón, todos los que hacen discursos sobre el
trabajo manual no saben de lo que hablan.
Cuando
Yvars se incorporó para tomar aliento y también para apartar aquellos malos
pensamientos, el timbre sonó de nuevo. Era insistente, pero de una forma tan
curiosa, con paradas cortas renovadas imperiosamente, que los obreros pararon
el trabajo. Sorprendido, Ballester escuchó, después se decidió y se dirigió
lentamente hacia la puerta. Hacía unos segundos que había desaparecido cuando
al fin cesó el timbre. Volvieron al trabajo. La puerta se abrió de nuevo,
brutalmente, y Ballester se precipitó hacia el vestuario. Salió calzándose las
alpargatas, poniéndose la chaqueta y al pasar dijo a Yvars: «La cría ha tenido
un ataque. Voy a buscar a
Germain»,
y salió corriendo hacia la puerta grande. El doctor Germain atendía el taller;
vivía en el barrio. Yvars repitió la noticia sin comentarios. Se habían reunido
a su alrededor y se miraban, molestos. Sólo se oía el motor de la sierra
mecánica que giraba libremente. «No será nada grave», dijo alguien. Volvieron a
sus sitios y el ruido llenó de nuevo el taller, pero trabajaban lentamente,
como a la espera de algo.
Al
cabo de un cuarto de hora entró de nuevo Ballester, se quitó la chaqueta y sin
decir palabra volvió a salir por la puerta pequeña. La luz iba cayendo en la
cristalera. Poco después, en un intervalo, cuando la sierra no estaba cortando
madera, se oyó la sirena mate de una ambulancia, primero lejana, después
acercándose, al fin presente y luego silenciosa. Al cabo de un momento
Ballester regresó y todos se acercaron a él. Esposito había desconectado el
motor y Ballester dijo que la niña se había caído al suelo de golpe, mientras
se desnudaba en su habitación, como si le hubieran cortado los pies. «¡Qué
cosas!», dijo Marcou. Ballester movió la cabeza haciendo un gesto vago hacia el
taller, pero se encontraba muy afectado. De nuevo se oyó la sirena de la
ambulancia. Todos estaban allí, en el taller silencioso, bajo la inundación de
luz amarilla que derramaba la cristalera, con sus manos rudas, inútiles,
colgando a lo largo de sus viejos pantalones cubiertos de serrín.
El
resto de la tarde se fue prolongando. Yvars ya sólo sentía su fatiga y su
corazón acongojado. Le hubiera gustado hablar. Pero no tenía nada que decir y
los demás tampoco. En sus rostros taciturnos sólo se leía la pena y una especie
de obstinación. A veces se formaba en él la palabra desgracia, pero era sólo un
instante, y al momento desaparecía lo mismo que una burbuja se forma y estalla
al mismo tiempo. Tenía ganas de volver a casa y de encontrarse con Fernande y
con el chico, y también de estar en la terraza. Precisamente entonces Ballester
anunció el final. Las máquinas pararon. Empezaron a apagar los fuegos sin
apresurarse, poniendo en orden sus bancos, y luego se dirigieron de uno en uno
hacia el vestuario. Said se quedó el último, porque tenía que limpiar los
lugares de trabajo y regar el suelo polvoriento. Cuando Yvars llegó al
vestuario, Esposito, enorme y peludo, estaba ya bajo la ducha. Le volvía la
espalda mientras se enjabonaba con grandes ruidos. Normalmente le gastaban
bromas sobre su pudor; en efecto, aquel gran oso ocultaba obstinadamente sus
partes nobles. Pero aquel día nadie pareció darse cuenta de ello. Esposito salió
de espaldas y se enrolló alrededor de las caderas una toalla como un
taparrabos. Los otros siguieron su turno y cuando Marcou se palmeaba
vigorosamente los flancos desnudos se oyó el desliz pesado de la gran puerta
sobre su carril de hierro. Lassalie entró.
Estaba
vestido como cuando su primera visita, pero tenía el cabello algo despeinado.
Se detuvo en el umbral, contempló el amplio taller desierto, avanzó unos pasos,
se detuvo de nuevo y miró hacia el vestuario. Esposito, cubierto aún con su
taparrabos, se volvió hacia él. Desnudo, molesto, se apoyaba alternativamente
en uno y otro pie. Yvars pensó que Marcou debía decir algo. Pero Marcou seguía
invisible detrás de la cortina de agua que le rodeaba. Esposito alcanzó una
camisa y se la puso rápidamente cuando Lassalie dijo: «Buenas tardes», con una
voz un poco desafinada, y empezó a caminar hacia la puerta pequeña. La puerta
se cerraba ya cuando Yvars pensó que había que llamarle.
Entonces
Yvars empezó a vestirse sin lavarse, dio también las buenas tardes, pero de
todo corazón, y todos le respondieron calurosamente. Salió rápidamente, tomó la
bicicleta y cuando montó en ella sintió sus agujetas. Ahora circulaba en la
tarde agonizante, a través de la ciudad atestada de tráfico. Iba deprisa,
quería llegar a la vieja casa y a la terraza. Se ducharía en el lavadero antes
de sentarse a contemplar el mar que ya le acompañaba, más oscuro que por la
mañana, por encima de las barandillas del bulevar. Pero también la niña le
acompañaba y no podía dejar de pensar en ella.
En
casa, el chaval había vuelto de la escuela y leía unas revistas. Fernande
preguntó a Yvars si todo había ido bien. No dijo nada, se duchó en el lavadero
y después se sentó en el banco, junto al pequeño muro de la terraza. Por encima
de su cabeza estaba tendida una cuerda de ropa interior remendada, el cielo se
volvía transparente; mas alia del muro se podía contemplar el mar suave en el
atardece, Fernande trajo el anís, dos vasos y la jarra de agua fresca. Se
acomodo cerca de su marido. Entonces él le contó todo, cogiéndola por la mano,
como en los primeros tiempos de su matrimonio Cuando acabó permaneció inmóvil,
volviéndose hacia el mar donde ya empezaba a correr de un extremo a otro el
rápido crepúsculo. «¡Ah! Es culpa suya» dijo. Le hubiera gustado ser joven, y
que Fernande lo fuera también, y entonces se hubieran marchado del otro lado
del mar.
“El éxito es fácil de obtener.
Lo difícil es merecerlo”
Albert Camus
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