La
Palabra
Vladimir
Nabokov
Barrido del valle de la noche por
el genio de un viento onírico, me encontré al borde de un camino, bajo un cielo
de oro puro y claro, en una tierra montañosa de extraordinaria naturaleza. Sin
necesidad de mirar, sentía el brillo, los ángulos y las múltiples facetas de
aquellos inmensos mosaicos que constituían las rocas, de los precipicios
deslumbrantes, y el destello de innumerables lagos que me miraban como espejos
en algún lugar abajo en el valle, tras de mí. Mi alma se vio embargada por un
sentido de iridiscencia celestial, de libertad, de grandiosidad: supe que
estaba en el Paraíso. Y sin embargo, dentro de esta mi alma terrenal, surgió un
único pensamiento mortal como una llama que me traspasara – y con qué celo, con
qué tristeza lo preservé del aura de aquella gigantesca belleza que me
rodeaba-. Ese único pensamiento, esa llama desnuda de sufrimiento puro, no era
sino el pensamiento de mi tierra mortal. Descalzo y sin dinero, al borde de
aquel camino de montaña, esperé a los amables y luminosos habitantes del cielo,
mientras el viento, como la anticipación de un milagro, jugaba con mi pelo,
llenaba las gargantas con un zumbido de cristal, y agitaba las sedas fabulosas
de los árboles que florecían entre las rocas que bordeaban el camino. Largos
filamentos de todo tipo de hierbas lamían los troncos de los árboles como si
fueran lenguas de fuego; grandes flores se rompían abiertas en las ramas
brillantes y, como copas volantes que rezumaran luz del sol, planeaban por el
aire, exhalando en sus jadeos unos pétalos convexos y translúcidos. Su aroma
dulce y húmedo me recordaba todas las cosas maravillosas que había
experimentado a lo largo de mi vida.
De repente, cuando me encontraba
cegado y sin aliento ante aquel resplandor, el camino se llenó de una tempestad
de alas. Escapándose de las cegadoras profundidades llegaron en enjambre los
ángeles que yo estaba esperando, con sus alas recogidas apuntando a las
alturas. Se movían con pasos etéreos; eran como nubes de colores en movimiento,
y sus rostros transparentes permanecían inmóviles a excepción de un leve
temblor extasiado en sus pestañas radiantes. Unos pájaros turquesa volaban
entre ellos con risas felices como de adolescentes, y unos animales color
naranja deambulaban ágiles, en una fantasía de manchas negras. Las criaturas se
enrollaban como ovillos en el aire, estirando sus piernas de satén en silencio
para atrapar las flores volantes que circulaban y se elevaban, apretándose ante
mí con ojos brillantes.
¡Alas! ¡Más alas! ¡Por todas
partes, alas! ¿Cómo describir sus circunvoluciones y colores? Eran suaves y
también poderosas – leonadas, violetas, azul profundo, negro aterciopelado, con
un polvillo arrebolado en las puntas redondeadas de las plumas curvas. Eran
como nubes escarpadas fijas en la espalda luminosa de los ángeles, suspendidas
en arrogante equilibrio; de tanto en tanto, un ángel, en una especie de trance
maravilloso, como si le fuera imposible contener por más tiempo su felicidad,
en un efímero segundo, abría sin previo aviso esa su belleza alada y era como
un estallido de sol, como una burbuja de millones de ojos.
Pasaban en enjambres, mirando al
cielo. Sus ojos eran simas jubilosas, y en sus miradas acerté a ver el vértigo
del vuelo. Se acercaban con pasos deslizantes, bajo una lluvia de flores. Las
flores derramaban su brillo húmedo en el vuelo; los esbeltos y elegantes
animales jugaban, sin dejar de ascender en remolinos; los pájaros tañían de
felicidad, remontando el vuelo para luego caer en picado. Y yo, un mendigo
cegado y azogado, seguía parado al borde del camino, con un mismo y único
pensamiento que apenas lograba balbucear dentro de mi alma de mendigo:
Llámales, diles… oh, diles que en esa la más espléndida de las estrellas de
Dios hay una tierra, mi tierra… que se muere en la más absoluta y acongojada
oscuridad. Tuve la sensación de que si tan sólo hubiera podido agarrar con la
mano aquel tornasol resplandeciente, hubiera podido traer a mi tierra una
alegría tal que las almas de los humanos se hubieran visto iluminadas al
instante y hubieran comenzado a girar alrededor…
Alcé mis manos trémulas, y
esforzándome por impedir el camino de los ángeles traté de agarrar el
dobladillo de sus casullas brillantes, de tocar los bordes, los extremos
tórridos y ondulantes de sus alas curvadas que se deslizaban entre mis dedos
como flores con pelusa. Yo corría y me precipitaba de uno a otro, implorando
como en un delirio su indulgencia, pero los ángeles seguían su camino sin
detenerse, ajenos a mí, con sus rostros cincelados mirando a las alturas. Era
una hueste que ascendía hacia una fiesta celestial, hacia un claro de un bosque
de un resplandor insoportable, donde tronaba y respiraba una divinidad en la
que no me atrevía ni a pensar. Vi telarañas de fuego, manchas de colores,
dibujos y diseños de carmesí gigante, rojos, alas violetas, y sobre todo y
sobre mí, el suave susurro de una ola vellosa que ascendía. Los pájaros
coronados con un arco iris turquesa picoteaban, las flores se desprendían de
las brillantes ramas y flotaban. ¡Esperad un minuto, escuchadme!, les gritaba,
tratando de abrazarme a las piernas de algún ángel vaporoso, pero sus pies,
impalpables, inalcanzables, se me escurrían de las manos, y los extremos de
aquellas alas grandes se limitaban a quemarme los labios a su paso. En la
distancia, una tormenta incipiente amenazaba con descargar en un claro dorado
abierto entre rocas vívidas, los ángeles se retiraban, los pájaros cesaron en sus
agudas risas agitadas; las flores ya no volaban desde los árboles; sentí una
cierta debilidad, fui enmudeciendo…
Y entonces ocurrió un milagro. Uno
de los últimos ángeles se quedó rezagado, se volvió y en silencio se acercó a
mí. Divisé sus ojos cavernosos de diamante fijos en mí desde el arco imponente
de su ceño. En las nervaduras de sus alas extendidas relucía algo que parecía
hielo. Las propias alas eran grises, un tono inefable de gris, y cada pluma
acababa en una hoz de plata. Su rostro, la silueta levemente risueña de sus
labios y su frente limpia y despejada me recordaron otros rasgos que conocía y
había visto en la tierra. Las curvas, el destello, el encanto de todos los
rostros que yo había amado en vida… parecieron fundirse en un semblante maravilloso.
Todos los sonidos familiares que habían llegado discretos y nítidos a mis oídos
parecían ahora fundirse en una única y perfecta melodía.
Se acercó hasta mí. Sonrió. Yo no
pude devolverle la mirada. Pero observando sus piernas, noté una red de venas
azules en sus pies y también una pálida marca de nacimiento. Y deduje, a partir
de esas venas, de aquel lunar diminuto, que todavía no había acabado de
abandonar la tierra por completo, que quizás pudiera entender mi plegaria.
Y entonces, inclinando la cabeza,
tapándome los ojos medio ciegos con las palmas de las manos, sucias de barro,
comencé a enumerar mis penas. Quería explicarle lo maravillosa que era mi
tierra, y lo terrible de su síncope negro, pero no encontré las palabras que
necesitaba. A borbotones, repitiéndome, balbuceé una serie de trivialidades, le
hablé de una casa quemada en la que hubo un tiempo en el que el brillo que el
sol dejaba en el parqué se reflejaba en un espejo inclinado. Parloteé de viejos
libros y tilos viejos, de pequeñeces, de mis primeros poemas escritos en un
cuaderno escolar color cobalto, de un gran peñasco gris, cubierto de frambuesas
salvajes en medio de un campo lleno de mariposas y escabiosas… pero no pude, no
acerté a expresar lo más importante. Me confundía, me trastabillaba, me quedaba
callado, comenzaba de nuevo, una y otra vez, en un hablar confuso que no
llevaba a ninguna parte, y le hablé de habitaciones en una casa de campo fría y
llena de ecos, le hablé de tilos, de mi primer amor, de abejorros durmiendo entre
las escabiosas. Me parecía que en cualquier momento, en cualquier momento, me
vendrían las palabras para decir aquello que quería, lo más importante, que
llegaría a poder contarle todo el dolor de mi tierra. Pero por alguna extraña
razón sólo me acordaba de minucias, de pequeñeces y detalles mundanos que no
acertaban a decir ni a llorar aquellas lágrimas corpulentas de fuego que yo
quería contar sin acertar a hacerlo…
Me quedé callado y alcé la cabeza.
El ángel esbozó una sonrisa atenta, silenciosa, contemplándome con celo desde
sus ojos alargados de diamante. Y supe entonces que me entendía.
-Perdóname –exclamé y besé con
humildad aquel pálido pie con su marca de nacimiento-. Disculpa que no sepa
hablar sino de lo efímero, de trivialidades. Y sin embargo, tú, mi ángel gris,
de corazón amable, me entiendes. Contéstame, ayúdame, dime, dime, ¿qué es lo
que puede salvar a mi tierra?
Me tomó por los hombros un
instante en un abrazo de sus alas de paloma y pronunció una sola palabra, y en
su voz reconocí todas aquellas voces silenciadas y adoradas. La palabra que
pronunció era tan maravillosa que, con un suspiro, cerré los ojos e incliné aún
más la cabeza. La fragancia y la melodía de la voz se extendieron por mis
venas, y se alzaron como el sol en mi mente: las innumerables cavidades que
habitaban mi conciencia se prendieron en ella y repitieron aquella canción
edénica y brillante. Estaba lleno de ella. Con la tensión de un nudo bien
lazado, me golpeaba en las sienes, su humedad temblaba en mis pestañas, su dulce
hielo abanicaba mis cabellos, y era una lluvia de calor celeste sobre mi
corazón.
La grité, me deleité en cada una
de sus sílabas, alcé mis ojos con violencia, rebosantes de arcos iris radiantes
de lágrimas de alegría…
Dios mío… el amanecer de invierno
brilla verdoso ya en la ventana y no consigo recordar aquella palabra de mi
grito.
“Nuestra
existencia no es más que un cortocircuito de luz entre dos eternidades de
oscuridad.”
Vladimir
Nabokov
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