Dinos
cómo sobrevivir a nuestra locura.
Kenzaburo Oé
Durante
el invierno de 196…, un hombre anormalmente gordo estuvo a punto de caerse al
estanque de agua sucia donde se bañaban los osos blancos. Aquello fue para él
una experiencia tan dura, que casi se volvió loco. Gracias a este suceso, no
obstante, logró librarse de una idea fija que hasta entonces lo había
obsesionado; pero, una vez liberado, una lastimosa sensación de soledad hizo
encoger todavía más el alma pusilánime de aquel hombre gordo. Entonces, aunque
no venía a cuento, debido sobre todo a que por su carácter obraba siempre
movido por impulsos repentinos, decidió quitarse de los hombros otro peso que
lo oprimía. Se juró a sí mismo que iba a liberarse de una vez por todas de él,
sucediera después lo que sucediera, y, lleno de una energía y un valor que
rebosaban por todos los poros de su cuerpo —un cuerpo de aspecto desagradable y
que, además, aún llevaba adheridos el hedor y las escamas de las sardinas
podridas que había en el agua que hizo saltar como un surtidor la gran piedra
que cayó en su lugar al estanque de los osos blancos—, llamó por teléfono,
aunque era medianoche, a su madre, que estaba en su lejano pueblo natal, y le
dijo:
—¡Haz
el favor de devolverme las notas y el manuscrito que me robaste y tienes
escondidos! ¡Estoy hasta las narices! ¡Sé todo lo que has hecho! El hombre
creía firmemente que su madre estaba, con el anticuado auricular descolgado, al
otro lado del hilo, a más de mil kilómetros de distancia. Incluso estaba
convencido, de una manera muy poco científica, de que por ser medianoche, una
hora en que tenía pocos usuarios la línea telefónica, podía oír la respiración
de la persona que guardaba silencio al otro extremo del hilo; y como se trataba
de la respiración de su madre, sintió una especie de opresión en el pecho. A
decir verdad, lo que oía no era más que su propia respiración a través del
auricular que tenía apretado contra su oreja, desproporcionadamente pequeña en
comparación con su enorme cabeza.
—¡Si
no quieres devolvérmelos, allá tú! —dijo chillando, fuera de sí, pues acababa
de darse cuenta de su equivocación—. Voy a escribir de nuevo la biografía de mi
padre, pero esta vez será mucho más franca; revelará que, después de volverse
loco y vivir durante años y años recluido voluntariamente, de pronto, un buen
día, soltó un alarido y, acto seguido, murió. ¡Por mucho que lo intentes, no
conseguirás impedírmelo!
El
hombre se quedó callado de nuevo, y cubriendo ahora el auricular cuidadosamente
con la palma de su gruesa mano, intentó captar la más mínima reacción por parte
de su interlocutora. Y al oír colgar el teléfono al otro extremo de la línea,
con una suavidad que no por ello resultaba menos significativa, se puso pálido,
igual que una chiquilla asustada, volvió a la cama tembloroso y, a pesar de las
náuseas que le provocaba el olor del agua sucia del estanque de los osos
blancos, deslizó su corpachón entre las sábanas y rompió en sollozos de
indignación. Si temblaba como una hoja agitada por el viento, era también a
causa de la tremenda y lamentable soledad interior que sentía desde que aquella
mañana, en el zoo, había experimentado lo que para él fue una liberación. Eso
era lo que le hacía sollozar envuelto en la oscuridad maloliente de las
sábanas, donde era obvio que nadie le veía. El hombre gordo gimoteaba a causa
de la indignación, el temor y la patética sensación de soledad que se había
apoderado de él, igual que lo habría hecho si las frías mandíbulas de color
pardo amarillento del oso blanco, inmerso hasta los hombros en el agua sucia
casi congelada, hubieran mordido con fuerza su enorme cabeza que parecía un pez
exageradamente voluminoso, ya que no sólo abultaba por el diámetro de su cráneo
sino también por la manera que tenía de peinarse el pelo, en dirección opuesta
al remolino de su coronilla, lo cual hacía que se le alborotara. Transcurrido
cierto tiempo, las sábanas del lado de la cama en que estaba tumbado quedaron
empapadas y se cambió al otro lado, donde se acurrucó y permaneció así,
sollozando, durante un buen rato. El hombre gordo dormía solo desde hacía unos
años en la cama de matrimonio que antaño había compartido con su mujer, y le
resultaba placentera esta libertad un tanto particular, que no por ser
insignificante era de desdeñar.
La
noche en que el hombre gordo se quedó dormido acurrucado en su cama de
matrimonio, lloriqueando, su madre, en su pueblo natal, se decidió a emprender
la batalla decisiva contra su gordo hijo. Así pues, bien mirado, el hombre
gordo no tenía ninguna razón para acongojarse, pues la causa de su pena era que
pensaba que su madre no le había hecho ni caso. Cuando era niño, cada vez que
interrogaba a su madre sobre la vida de confinamiento y la repentina muerte de
su padre, ella, para no responderle, se hacía la loca. Y un día, por fin, el
hombre gordo fingió volverse loco antes de que lo hiciera su madre, y, tras
destrozar todo cuanto encontró a su alrededor, se tiró de cabeza desde el muro
que había al fondo del jardín a un talud donde crecían unas frondosas matas de
helechos. Pero ni siquiera así consiguió que su madre le respondiera, aunque
saboreó una inútil sensación de gloria. Ello contribuyó simplemente a crear una
relación de permanente tensión entre el hombre gordo y su madre durante veinte
años, en el curso de los cuales ambos reconocían en secreto que resultaba
victorioso en sus enfrentamientos el primero de los dos que decidía hacerse el
loco. Era una tensión comparable a la de los pistoleros de las películas del
Oeste cuando avanzan el uno hacia el otro con la mano a la altura de la funda
del revólver. Pero aquella noche, finalmente, las cosas empezaron a cambiar.
Decidida a reanudar la lucha dándose un nuevo planteamiento, la madre del
hombre gordo, tras redactar inmediatamente después de colgar el teléfono el
texto de una circular, lo llevó a la imprenta del pueblo vecino a la mañana siguiente,
y cuando estuvo impresa envió un ejemplar por correo urgente y certificado a
los hermanos y hermanas del hombre gordo, a sus cuñados y cuñadas y a todos sus
parientes. En la circular dirigida a la esposa del hombre gordo se indicaba que
era “confidencial”, aunque, a causa de su contenido, tuvo que mostrársela a su
marido. Decía así:
Nuestro
REYEZUELO se ha vuelto loco, pero su locura no ha sido heredada, lo cual le
comunico para su conocimiento. Es consecuencia de una sífilis que contrajo en
el extranjero, por lo que, para evitar un posible contagio, le ruego que rompa
toda relación con él.
Firmado:
X
Invierno
de 196…
“El
orfanato
con
sus retretes
en
el patio…
Pero
¿a los treinta y tres años…?”
HYAKKEN
Por
desgracia, de todas las personas a las que iba dirigida la circular, sólo el
hombre gordo podía comprender su significado. La alusión a sus treinta y tres
años de edad y el apelativo despectivo de “reyezuelo” sólo pretendían
zaherirlo, y otro tanto podía decirse del poema final (aunque él no estaba
seguro de que fuera de Uchida Hyakken), con aquella miserable indirecta acerca
de los retretes de un orfanato, como si su madre quisiera dar a entender que no
era hijo suyo; tan mezquinas alusiones manifestaban a las claras el odio que la
redactora de la circular sentía por él. Con todo, entre el hombre gordo y ella
existía un indudable vínculo de sangre, pues, al igual que su hijo y su nieto,
estaba hecha una botija. Cuando el hombre gordo leyó la circular, a pesar de
que estaba seguro de que su mujer no creería que había contraído ninguna
enfermedad en el extranjero, le deprimió muchísimo la idea de que el impresor
del pueblo vecino por fuerza tenía que haberla leído, y también que hubiera
llegado a manos de sus parientes en los cuatro puntos cardinales del Japón.
Paradójicamente, este incidente le hizo darse cuenta de lo importantes que
habían sido para su bienestar personal las pesadas cadenas que hasta entonces
lo unían (o, al menos, eso pensaba él) a su hijo, con independencia de lo que
pudieran suponer para éste. Sin embargo, después de la terrible experiencia en
el zoo, veía con claridad que la existencia de tales cadenas era sumamente
dudosa y que más bien era él quien se había empecinado en mantenerla. Además,
la libertad que había obtenido al liberarse de ellas no podía desprenderse de
sus manos ni de su corazón, como si se tratara de un trozo de celo
extraordinariamente adhesivo que le impidiera volver a la situación anterior.
Hasta
el día en que estuvo a punto de darse un chapuzón en el estanque de los osos
blancos y al borde de perder la razón, el hombre gordo no se separaba de su
hijo: iban juntos a todas partes, jugaban revolcándose por el suelo, comían
juntos… Por esta razón, y de una manera muy concreta, para el hombre gordo su
hijo representaba una cadena más pesada y más molesta que cualquier otra cosa
en el mundo, pues regulaba su vida cotidiana a la vez que pendía sobre ella
como una amenaza. Y a pesar de que, en realidad, era él quien se lo había
buscado, le gustaba verse como una víctima pasiva y soportaba pacientemente
todas las trabas que la presencia de su hijo le imponía. El hombre gordo era de
esas personas a las que por naturaleza les gustan los niños; tanto es así, que
se había licenciado en tres especialidades distintas en el campo de las
ciencias de la educación, y al acercarse el momento de que naciera su hijo
corrían por todo su cuerpo una especie de convulsiones, mezcla de esperanza e
inquietud, que no le dejaban permanecer quieto ni un instante. Al reflexionar
más tarde sobre este fenómeno, dedujo que depositaba en la llegada de su hijo
al mundo la esperanza de iniciar una nueva vida desembarazándose de la sombra
de su difunto padre. Sin embargo, cuando el médico salió del quirófano, tras el
nacimiento de la criatura, a la pregunta impaciente que le formuló su padre,
que en aquella época todavía estaba delgado, contestó con tono sereno diciendo:
“Su hijo tiene un grave defecto congénito; me temo que, aunque le operemos,
muera o quede retrasado mental”. En ese instante, algo en su interior se
resquebrajó irreparablemente. Y el bebé llenó muy pronto esa brecha que se
había abierto; era como si un cáncer ocupara ese lugar destruyendo las células
normales y avanzara multiplicándose. Para realizar las gestiones previas a la
intervención quirúrgica, el hombre gordo, que entonces todavía estaba delgado,
corría de un lado para otro, de tal manera que estuvo a punto de enfermar.
Entre tanto, sus nervios presentaban un estado caótico, con unas zonas
hipersensibles y otras embotadas; era algo así como si desde el fondo de una
úlcera comenzara la cicatrización con brotes de tejido nuevo en algunos puntos,
y al tocarlos con miedo no sintiera nada y, sin embargo, un momento después,
cuando ya estaba tranquilo, el dolor le hiciera temblar. Llegó la fecha límite
para inscribir al recién nacido. y fue a la oficina del registro civil; pero no
se le había ocurrido pensar qué nombre le pondría a su hijo hasta que la
empleada se lo preguntó. Por esas fechas todavía estaba pendiente de la
operación, es decir, aún no se había decidido si el destino de su hijo sería la
muerte o el retraso mental. A una existencia así, ¿podría ponérsele algún
nombre…?
El
hombre gordo (que, vuelvo a repetirlo, en esa época estaba más delgado que
nunca por el exceso de trabajo), al recibir el formulario de inscripción, sin
embargo, recordó una palabra latina de las que había aprendido en el primer
curso de la universidad: morí, que podía relacionarse tanto con la muerte como
con la vida carente de inteligencia de un vegetal, pues significa “bosque” en
japonés, y bautizó a su hijo con este nombre. Después, se fue al retrete con el
formulario en la mano, y allá se mondo de risa durante largo rato sin poderse
contener. Este acto repentino tan despreciable era consecuencia, en parte, de
los nervios que tenía; pero aquel hombre gordo, desde pequeño, tendía a
burlarse sin el menor reparo de su propia vida y de la de los demás, en los
momentos más cruciales.
Esto
era algo que se le hizo cada vez más evidente cuando comenzó a vivir con Mori
una vez que su hijo hubo dejado la clínica. Cada vez que llamaba al niño por su
nombre, creía oír, en las tinieblas del fondo de su espíritu, su propia risa,
espantosa, desconsiderada, por no decir indecente, que convertía en burla toda
su existencia. De modo que se propuso darle un sobrenombre a su hijo para
usarlo en la vida cotidiana, hecho que no sabía cómo justificar ante su esposa.
Así pues, le puso el sobrenombre de Eeyore, el asno misántropo que aparece en
Winnie—the—Pooh. Por lo demás, había vuelto a pensar que las relaciones con su
padre, al cual, cuando era niño, había visto vivir en reclusión voluntaria
durante mucho tiempo antes de su repentina desaparición, constituían la causa
principal de la ambigüedad, la falta de equilibrio y la falsedad en su ser
actual, y se había propuesto intentar reconstruir en su totalidad la imagen de
aquel padre del que sólo guardaba un recuerdo difuminado. Ello dio origen a
nuevos y reiterados conflictos con su madre, quien, mediante el subterfugio de
sus ataques de locura simulados, se oponía sistemáticamente a contestar a las
preguntas con que él la apremiaba acerca de las causas del encierro voluntario
y la muerte de su padre. No sólo no consiguió arrancarle ni una palabra sobre
esta cuestión sino que, además, en vez de cooperar, aprovechó una estancia en
su casa mientras él se encontraba de viaje por el extranjero para robarle las
notas y el manuscrito todavía no concluido de la biografía paterna que estaba escribiendo.
¡Y todavía estaba en su poder…! No era imposible que los hubiera destruido;
pero como esta posibilidad le daba ganas de asesinarla, no tenía más remedio
que evitar pensar en ello. Dicho esto, le era forzoso reconocer que era anormal
que un hombre de su edad dependiera todavía hasta tal punto de su madre.
Una
noche en que el whisky que usaba como somnífero le emborrachó en exceso,
mientras jugueteaba con una figurita de adorno que representaba a un perro,
recuerdo de México, un artículo evidentemente falseado en serie, pues la
arcilla sólo estaba decorada por la parte que debía quedar a la vista,
descubrió por casualidad un orificio debajo de la cola del animal, sobre el
cual sopló con todas sus fuerzas, como si se tratara de una flauta; y de ahí,
para su gran sorpresa, salió una espesa nube de fino polvo negro que se posó
como un velo sobre sus pupilas. Creyendo que se había quedado ciego,
conmocionado por el pánico, gritó implorando a su madre: “¡Mamá! ¡Mamá! ¡Ven a
ayudarme, por favor! Si me quedo ciego y pierdo la cordura como mi padre, ¿qué
va a ser de mi hijo? ¡Oh, te lo suplico, dime cómo sobreviviremos todos a
nuestra locura!” Aunque aún no tenía motivos para ello, no paraba de pensar con
inquietud en la cada vez más próxima vejez de su madre: si se moría dejando las
cosas tal como estaban, se llevaría con ella a la tumba el secreto que le había
ocultado durante tantos años, las explicaciones relativas no sólo a la
reclusión voluntaria y a la muerte de su padre, sino también a las extrañas causas
de todo aquello… y de la inestabilidad de su hijo, así como de la existencia
del pequeño retrasado mental, que no podía ser más auténtica, un retrasado
mental del que presumía que no podría separarse jamás. En efecto, tanto la
familia como la gente de su barrio estaban perfectamente al corriente de que el
hombre gordo y su hijo Morí, al que daba el sobrenombre de Eeyore, iban siempre
juntos. Como he dicho antes, la noche que siguió a aquella terrible
experiencia, en la que poco faltó para que se remojara en el estanque de los
osos, durmió más solo que nunca en una cama demasiado grande incluso para
alguien de su talla. Pero aquella soledad tenía su explicación. Hasta ese día
decisivo, en efecto, él no había logrado jamás conciliar el sueño sin tener un
brazo extendido hacia la cama de su hijo, instalada junto a la cabecera de la
suya; y si su mujer se había trasladado a otra habitación, no era por
desavenencias entre ellos, sino porque no quería inmiscuirse en la intimidad
entre el padre y el hijo, a fin de que éste, si se despertaba por la noche,
pudiera alcanzar inmediatamente en la oscuridad, por encima de su cabeza, la
mano obesa y cálida de su padre.
Esta
actitud ponía de manifiesto la voluntad deliberada de éste de ser su protector
y su salvador. Pero ahora le era forzoso reconocer que, incluso en esos
detalles de su existencia, alguna cosa no marchaba, pues sintió la misma
desazón que si unos granos de arena de afiladas aristas se le hubieran metido
en los zapatos; y esto era consecuencia de la ruptura que se produjo dentro de
él inmediatamente después de aquellos minutos durante los cuales aquella
pandilla de gamberros que lo tenían agarrado por la cabeza y los tobillos
hacían acción de ir a tirarlo al fondo del estanque, desde donde los osos blancos
le dirigían miradas llenas de un inquietante interés. ¿No cabía la posibilidad,
mirándolo bien, de que fuera él, el hombre gordo que supuestamente dormía con
un brazo extendido para prestar ayuda a su hijo, quien buscara la cálida manita
de la criatura para reponerse tras haber sido arrancado del sueño por alguna
terrorífica pesadilla en plena noche…? Una vez aceptada esta posibilidad,
surgida del fondo de sí mismo, todos y cada uno de los detalles de aquella
existencia compartida con su hijo, acerca de los cuales hasta entonces había
estado persuadido de que eran la expresión de su esclavitud respecto a él, se
le presentaban ahora bajo un aspecto nuevo, cargado de incertidumbre. No
obstante, los detalles más simples de la convivencia de aquel padre obeso con
su hijo no menos obeso no estaban afectados por los granos de arena de aquellos
pensamientos perturbadores, lo cual fue un consuelo para el hombre gordo ahora
que estaba de nuevo inmerso en la lucha contra su madre, ya que se sentía
tremendamente solo. De hecho, aun después de su terrible aventura, su
comportamiento respecto a los aspectos cotidianos de aquella existencia seguía
siendo, en cierto modo, el mismo.
Los
dos, hiciera literalmente el tiempo que hiciera, montaban en bicicleta para ir
a un restaurante chino donde encargaba una Pepsi—Cola y tallarines en caldo de
carne. Los días de lluvia, el hombre gordo se enfundaba en un impermeable, como
los que usan los bomberos; y, en cuanto al niño, lo embutía en un viejo anorak
que había sido suyo. Mientras el niño tuvo un tamaño normal y no engordó, lo
instalaba en una silla de metal ligero fijada al manillar y lo llevaba
pedaleando. ¡Cuántas discusiones había tenido con policías que le
advertían:”¡Le recuerdo que la ley prohíbe formalmente que monten dos personas
en una bicicleta, y sobre todo utilizando artilugios como éste!” Pero él seguía
en sus trece; precisamente porque estaba convencido de lo justo de su causa,
todo su ser se alborotaba cuando tenía que enfrentarse a un policía. Ahora
bien, al reflexionar de nuevo acerca de ello, no le pasó inadvertido que había
algo que fallaba en toda aquella historia. ¿Estaba, de verdad, tan convencido…?
Ante cada agente que le detenía por ir montados dos en la misma bicicleta,
rehusaba rendirse, proclamando que su hijo era “retrasado mental” (el hombre
gordo había acabado sintiendo el odio más profundo por este término, por lo que
lo utilizaba incansablemente como arma contra la policía), que el niño, como
era lógico, no tenía casi ninguna diversión y que su único entretenimiento era
sentarse en ese pequeño asiento de metal ligero por muy ilegal que fuera, para
ir en busca de una Pepsi—Cola y unos tallarines en caldo de carne. El niño,
fatigado y aburrido de estar sentado en la bicicleta parada en una posición inestable
en medio de la calzada, no tardaba en empezar a gruñir malhumorado. El hombre
gordo, a su vez, levantaba indignado la voz, ronca de por sí, de modo que
también parecía gruñir. Así pues, por lo general, la discusión terminaba con la
capitulación del agente de policía. Entonces, como si continuara siendo víctima
de la persecución policíaca a propósito de un asunto grave en extremo,
decía:”¿Has visto, Eeyore, cómo mantengo a raya a los polis? ¡Hemos vencido
otra vez! ¡Con este ya van dieciocho!” El niño, al que dejaban por completo
indiferente estas palabras que su padre murmuraba cálidamente a su oído,
agarrado al centro del manillar, se contentaba con mirar—hacia delante en tanto
que el hombre gordo, lleno de ímpetu y ánimo, pedaleaba en dirección al
restaurante chino. Mientras aguardaban que estuvieran a punto sus tallarines en
caldo de carne, se dedicaba a contemplar, con toda la atención del mundo, a su
hijo que bebía su Pepsi—Cola.
En
el restaurante, adonde iban cada día, los tallarines en caldo de carne se
componían de tallarines, caldo, pedazos de costilla de cerdo finamente
rebozados con harina, espinacas y setas. Cuando, por fin, se los servían, ponía
en un pequeño cuenco las dos terceras partes de los tallarines y algunas setas
y espinacas, y se lo daba al niño; mientras se enfriaba el resto que reservaba
para sí, no apartaba los ojos de su hijo, vigilando atentamente cómo comía su
ración. Cuando le parecía que ya se había enfriado lo suficiente, empezaba a
comerse los pedazos de costilla que se había reservado; y cuando, a fuerza de
buscar, conseguía encontrar con la lengua entre la fina capa de harina y la
carne pequeños fragmentos de cartílago, examinaba minuciosamente aquella
especie de semiesferas blanquecinas y las ponía en un cenicero fuera del
alcance de su hijo; por fin, cuando calculaba que había llegado el momento, se
comía sus tallarines para terminar al mismo tiempo que el niño. Después, con la
cara congestionada a causa del caldo hirviente, pedaleaba al viento de vuelta a
casa sin parar de preguntarle a su hijo: “¿Eeyore, estaban buenos los
tallarines en caldo de carne y la Pepsi—Cola?” y al oír la “respuesta” de su
hijo: “Eeyore, ¿estaban buenos los tallarines en caldo de carne y la
Pepsi—Cola?”, se sentía lleno de felicidad al pensar que la comunicación entre
los dos era perfecta. Muchos días estaba completamente convencido de que los
tallarines en caldo de carne que acababa de ingerir eran, entre todos los
manjares que había comido en este mundo, el más delicioso. Una de las razones
principales de su obesidad, al igual que la de su hijo, debía de ser
precisamente la ingestión de aquellos tallarines en caldo de carne. De vez en
cuando su mujer le advertía al respecto; pero, por lo general, él la mandaba a
paseo haciendo valer los mismos argumentos que empleaba con los agentes de
policía. Cuando el niño, demasiado gordo ya, no pudo introducir sus nalgas en
la pequeña silla de metal ligero, su padre compró una bicicleta de un modelo
especial con un sillón de extraordinaria longitud (era difícil discernir la
intención con la que había sido
fabricada); ambos se sentaban en ese sillón, el uno delante y el otro detrás, y
marchaban mientras el padre pedaleaba en busca de los tallarines en caldo de
carne y la Pepsi—Cola. ¿Por qué se iban los dos cada día en busca de los
tallarines en caldo de carne y la Pepsi—Cola?
El
hombre gordo había llegado a la conclusión de que era para que su hijo captara
el placer de comer en toda su autenticidad a través del gozo experimentado por
un padre en lo más íntimo de su ser, un placer y un gozo que el niño le hacía
sentir a su vez gracias a la misteriosa simbiosis que parecía existir entre los
dos. Pero después de su experiencia justo al borde del estanque de los osos no
puso el mismo fervor que antes en detectar con su lengua los pedazos de
cartílago y en analizarlos con minuciosidad; y mientras su hijo ingería, como
de costumbre, sus tallarines en silencio a su lado, ya no le resultó tan
evidente que el apetito con que comía el niño le provocara gozosas repercusiones
en lo más íntimo de su propio ser a él. A veces se preguntaba, hecho un mar de
dudas, si la lamentable obesidad de su hijo no se debía simplemente a la
ingestión maquinal de lo que le ponían delante, y si lo que él había tomado por
marcada predilección hacia los tallarines en caldo de carne y la Pepsi—Cola no
habría sido sólo una suposición infundada. Uno de esos días, dado que no tenían
nada de apetito, salió del restaurante dejando intacta la mitad de sus pedazos
de costilla rebozada de cerdo; el cocinero chino, que jamás se había dejado
ver, se lanzó en su persecución sobre una bicicleta terriblemente mugrienta de
grasa y, cuando lo alcanzó, le preguntó en su mal japonés: “¿Si había algo no
le ha gustado, hoy, del caldo de tallarines con carne?” El hombre, de tan
desanimado que estaba, ni siquiera tuvo el coraje de responderle y se limitó a
preguntarle a su hijo:”¿Eeyore, estaban buenos los tallarines en caldo de carne
y la Pepsi—Cola?” Y al contestarle el niño, con el tono monocorde que le era habitual:
“Eeyore, estaban buenos los tallarines en caldo de carne y la Pepsi—Cola?”, el
cocinero chino y él se quedaron tranquilos.
Al
reflexionar el hombre gordo acerca de aquella relación tan particular entre su
hijo y él, había llegado a la conclusión de que se había establecido a causa de
una infinita repetición de los mismos gestos y las mismas actitudes. Además,
durante mucho tiempo estuvo persuadido de que él estaba atado sin remedio a esa
forma de vida porque así se lo había impuesto la existencia de aquel hijo
retrasado mental. Sin embargo, ahora que volvía a reconsiderarlo todo tras su
terrible aventura en el parque zoológico, descubría con una claridad cada vez
más cegadora que era él quien más había contribuido a establecer aquella
relación tan especial entre los dos.
Hasta
el día en que estuvo a punto de ser devorado por un oso blanco y tomó
conciencia de que su hijo, como la costra seca de una úlcera, se desprendía de
él, no había dudado jamás de que todo dolor físico experimentado por el pequeño
obeso lo sería al mismo tiempo por él. En, una publicación sobre peces leyó un
artículo dedicado al celatius; el macho de ese pez, que vive en aguas profundas
cerca de las costas de Dinamarca, es diminuto y permanece constantemente pegado
como una verruga al vientre de la hembra, la cual, por comparación, es enorme.
Y el obeso se puso a soñar que él era un celatius hembra que crecía en las
profundidades marinas con su hijo pegado a su cuerpo como un pequeño celatius
macho. Este sueño era tan dulce, que le dolía despertarse de él. Al principio,
como era natural, nadie podía creer, aunque lo viera, que él experimentara los
mismos sufrimientos que su hijo. Pero pasado algún tiempo incluso su esposa,
que era particularmente escéptica, terminó por convencerse. Esta sensación de
compartir el mismo dolor no apareció en él inmediatamente después del
nacimiento de su hijo, sino al cabo de unos años; un buen día, de repente, se
le reveló al hombre gordo. Aunque el día en que el bebé fue sometido a la
operación en el cerebro instó de tal modo al equipo médico a fin de que le
extrajeran sangre para las transfusiones, incluso en cantidad superior a lo
indispensable y lejos de todo sentido común, que los médicos se cuestionaron
sobre el estado de su salud mental, mientras su hijo estaba bajo los efectos de
la anestesia en ningún momento se sintió desfallecer ni experimentó en su carne
un sufrimiento parecido al del niño. En el plano del dolor físico, la conexión
entre aquellas dos corpulencias, con toda evidencia, se había instaurado (para
ser más exactos, hay que decir que él lo veía así, pues no dejaba de darse
cuenta de que no era posible determinar si el dolor que sentía era auténtico o
no y de que no hay cosa más difícil que reproducir con exactitud un dolor que se
encuentra almacenado en la memoria) cuando su hijo tenía tres años, durante el
verano, el día en que se quemó el pie al caerle encima agua hirviendo. Cuando
el niño se puso a emitir algo más que simples gemidos y gritó a pleno pulmón,
desesperadamente, él se encontraba en la sala de estar, echado en el sofá,
leyendo una revista, y vio bajo sus párpados, de donde salían a chorro las
lágrimas, con una nitidez meridiana, igual que en una película a cámara lenta,
cómo se ladeaba y basculaba la cacerola de donde se vertió el agua hirviendo;
sin embargo, no corrió a la cocina en auxilio del pequeño que lloraba a voz en
grito. Permaneció donde estaba, inmóvil en el sofá, abatido, sin fuerzas, con
la sensación de haber tocado el fondo de la debilidad física, como cuando una
fuerte subida de fiebre da la impresión de que todos los músculos, todas las
articulaciones del cuerpo, se van desencajando, una tras otra; y sus propios
gemidos hacían coro a las quejas agudas de su hijo. ¡Pero decir que había
llegado a sentir realmente el dolor físico es mucho. decir! Después de atar
sólidamente la pesada masa adiposa del niño, que gritaba como un loco, en el
cochecito mohoso que había sacado del trastero, logró colocar de modo que no se
lastimara, aunque con mucha dificultad, el pie quemado. Camino de la clínica,
que estaba muy alejada, iba empujando suavemente el cochecito con el niño, que
no paraba de emitir sordos y breves gemidos, bajo la mirada de los viandantes
que observaban curiosos el avance de aquel estrafalario dúo; pero él no podía
asegurar que, en ese momento, hubiera sentido el dolor en su propia carne.
Mientras
el médico curaba el pie de su hijo, horriblemente quemado, al hombre gordo, que
estaba ocupado sujetando el pequeño cuerpo, similar a un cohete ahusado sacudido
por furiosas convulsiones, se le ocurrió la idea siguiente: ¿podía darse una
situación de sufrimiento más espeluznante que aquélla, en la que se sufría
porque el cerebro, oscuramente revuelto, de un pequeño retrasado mental era
incapaz de captar nada de lo que en conjunto estaba ocurriendo?: no sabía por
qué, pero de repente sintió dolor, y, al parecer, nadie estaba en condiciones
de calmarlo; además, pareció un extraño ser arrogante con el poder de hacerle
sufrir todavía más y, para colmo, su propio padre prestaba ayuda a tal verdugo.
En ese momento, el hombre obeso, que estaba a punto de asustar al médico y a
las enfermeras mezclando sus gritos con los de su hijo, había comenzado a
soltar entre sus dientes firmemente cerrados quejas semejantes a los gemidos de
su hijo, porque ahora sí que sintió realmente el dolor lancinante que le
producía la quemadura en el pie (o, por lo menos, el creía sentirlo).
Una
vez que, lista la cura, el dolor se hubo apaciguado ligeramente, al lado de su
hijo agotado y pálido por el solo hecho de que continuaba sintiéndose mal, el
hombre gordo también estaba cansado, tanto, que no era capaz de proferir una
sola palabra. Su esposa, que había permanecido en la sala de curas sujetando al
niño, tomó un taxi y se marchó llevándose consigo a su hijo, dejando que su
marido volviera solo a casa por la estrecha calle que se extendía a lo largo de
la vía férrea, con las cuerdas con las que habían sujetado al niño dentro del
cochecito vacío. Durante el camino, lleno de perplejidad, se preguntaba por qué
su mujer se había ido así, arrancándole a su hijo; ¿habría sentido miedo?
¿Miedo de que, si volvían todos juntos a casa por el mismo camino, con el
pequeño en el cochecito, su marido atravesara con cochecito y niño las viejas
traviesas desechas, que acababa de plantar a lo largo de la vía para mantener
apartada a la gente, y se dejara atropellar por un tren, a fin de erradicar el
sufrimiento físico del que los dos eran presa? Pues si el médico y las
enfermeras no se habían dado cuenta de sus gritos a dúo con los del niño, su
esposa, que estaba frente a él, al otro lado de la mesa de curas sujetando la
otra mitad del cuerpo del niño y echándose tanto hacia a delante que su cabeza
rozaba la de su marido, había tenido que oír con toda claridad cada uno de los
gemidos de dolor que éste profería. Aunque empujaba el cochecito vacío con
energía, el regreso a lo largo de la vía férrea fue exageradamente lento; iba a
paso de tortuga, como si de verdad tomara mil precauciones para proteger un pie
dolorido que se hubiera quemado y acabara de ser curado. Si tenía que saltar
por arriba de un minúsculo charco de agua, no olvidaba jamás soltar un grito de
dolor: “¡Ay! ¡Ay!” A partir de ese día, por lo menos en la medida en que él
tenía conciencia, el dolor físico de su hijo se transmitía directamente al
hombre gordo en forma de resonancia a través de sus manos unidas, y sentía en
su cuerpo el mismo sufrimiento que el niño. Si el hombre gordo daba una
significación positiva a este fenómeno del sufrimiento físico simultáneo,
aunque los temblores que le sacudían fueran puramente imaginarios, era porque
creía que el conocimiento que tenía de tal sufrimiento, por ejemplo, del dolor
experimentado al despegar con una pinza la piel muerta, después de la formación
de ampollas, de la quemadura, podía llegar hasta su hijo por el canal de sus
manos estrechamente unidas, y estaba convencido de que así reinaría un poco de
orden en el caos de terror y de dolor que invadía el cerebro nebuloso y
entenebrecido del niño. Es decir, el hombre gordo desempeñaba para la mente de
su hijo sacudido por el dolor, de algún modo, el papel de ventana, una ventana
abierta por un lado sobre el temible mundo exterior y por el otro sobre el
lastimoso y oscuro universo interior tan sólo capaz de sufrimiento y
prácticamente cerrado a las realidades externas. Y así, si el niño no
manifestaba nada en contra de que su padre desempeñara ese papel, éste no tenía
ninguna razón para dudar de su convicción. Además, portándose de aquel modo,
podía conseguir, incluso, el consuelo de sentirse una víctima inocente que
pensaba que sufría por una esclavitud impuesta por la presencia de su hijo, a
la que, sin embargo, aceptaba someterse voluntariamente.
Poco
después de su cuarto cumpleaños, Eeyore fue sometido a una revisión ocular en
el servicio de oftalmología de cierta universidad. Fuera quien fuera el
especialista, no era cosa fácil el examinar la vista de un niño retrasado que
exceptuando cuatro palabras, en extremo sumarias desde el punto de vista de la
organización de frases y de vocabulario, palabras, además, sin relación con la
situación del momento, no manifestaban más que simples reacciones de dolor o de
placer; no podía ser una tarea más difícil y molesta. Y, además, el joven
paciente era, aparte de gordo y pesado, y por consiguiente difícil de llevar en
brazos, anormalmente fuerte en las cuatro extremidades, de modo que si empezaba
a resistirse porque cogía miedo a algo, era como una bestia salvaje asustada,
imposible de dominar. Su madre, que pronto notó algo anormal en la vista de su
hijo y que se había dejado llevar por poco científicas especulaciones sobre una
posible relación entre este hecho y el retraso mental del niño, deseaba, desde
hacía mucho tiempo, someterlo a una revisión exhaustiva por un especialista en
oftalmología. Pero todos los oftalmólogos a los que acudieron se negaron a
visitarlo. Desesperados, fueron a consultar al especialista del cerebro, que,
puesto que operó a su hijo a muerte o a retraso mental, como mínimo había
conseguido que viviera. Y consiguió una carta de presentación para el servicio
de oftalmología de dicha universidad. Los tres fueron al hospital; para empezar
hicieron aguardar al hombre gordo en la sala de espera y su esposa subió con
Eeyore a la sala de exploraciones y curas. Cuando, una buena media hora
después, su mujer reapareció arrastrando por el suelo la masa pesada de su
hijo, que no hacía más que chillar y chillar, le bastó con una mirada para
comprender que se les habían agotado todas las fuerzas. En efecto, apenas
comenzada la exploración, el especialista, las enfermeras y la madre se habían
quedado exhaustos,— y los enfermos que esperaban su turno en la sala de espera,
al ver al niño ofreciendo el aspecto de un animalito cruelmente martirizado,
conmocionados, no apartaban sus ojos de él. Al ver a su hijo en aquel estado,
el hombre gordo comprendió indignado, a la vez que lleno de terror, la razón
por la cual su esposa, a pesar de que él les había acompañado hasta el
hospital, le indicó que aguardara en la sala de espera y prefirió subir sola
con Eeyore a la consulta. Una exploración a fondo de la vista de un niño debía
conllevar una serie de torturas generadoras de terrores tan inéditos como
atroces. Eeyore continuaba emitiendo desde el fondo de su garganta algo así
como el eco de un alarido apenas audible. El hombre gordo se puso de rodillas
en el suelo sucio para abrazar la pequeña masa redonda de su hijo. El niño le
echó los brazos al cuello: sus manitas estaban totalmente mojadas, como la
parte inferior de las patas de un gato que acabara de afrontar un peligro. Al
contacto de esas manos, una vez más, penetró en él toda la quintaesencia de
aquello que en el transcurso de media hora acababa de vivir su hijo (así era,
por lo menos, lo que él creía entonces).
Todos,
absolutamente todos los salientes y oquedades del cuerpo del hombre gordo eran
presa de una dolorosa torpeza por haber estado sometido, durante treinta
minutos seguidos, a las erizadas puntas de unos instrumentos de investigación
oftalmológica que, en realidad, no había visto. Y si Eeyore, poco a poco, no se
hubiera puesto a lloriquear por sí solo, se habría revolcado por el suelo
profiriendo gritos de terror. Como previsión, la esposa del hombre gordo —la
única persona delgada de la familia— había tomado sus medidas para impedir que
su marido y su hijo dieran un espectáculo en la consulta ofreciendo una imagen
de alienación mental: ésa era la razón por la que le había dejado solo en la
sala de espera. Él estaba tan indignado como su hijo: se identificó
instantáneamente con la desconsoladora fatiga que se leía ahora en el rostro de
aquel niño tan rudamente tratado, que tenía la actitud de un pequeño mártir
impotente o (por decir las cosas de una manera más ajustada a la psicología del
hombre gordo) de una víctima impotente de la temible estructura burocrática del
hospital universitario, y se lamentó, suspirando agitadamente: —¡Ah! ¡Pobre
Eeyore! ¡Por qué atrocidades te habrán hecho pasar! ¿Quiénes se han creído que
son, Eeyore, esos canallas? —¡Pero si ha sido Eeyore el que se ha comportado
como un animal! ¡Daba patadas a todo el mundo, al médico, a las enfermeras! ¡Ha
roto un montón de instrumentos! —dijo su esposa, que no es que procurara ser imparcial,
pero jamás daba alas a la manía persecutoria de su marido. Al oírla hablar así,
llena de triste indignación por la brutalidad de su hijo, el hombre gordo lo
tomó como un ataque personal.
—¡No!
¡Se ha debido de cometer un grave error! Si no es así, ¿cómo Eeyore ha podido
comportarse de ese modo tan bruscamente, siendo, por norma general, un ser
inofensivo? Dices que aún no le habían hecho ninguna prueba seria. Si es así,
¿cómo podía captar Eeyore que le esperaba algo a lo que debía oponerse como lo
ha hecho? ¡Digo que se ha cometido un grave error, aquí, en el servicio de
oftalmología de esta universidad! ¡Y, sin embargo, a ti te ha pasado por alto!
Con
esta perorata, que soltaba a toda velocidad, interrumpía la réplica de su
mujer, muy probablemente fundada en la razón, en tanto que él, al tiempo que
formulaba estas críticas, se convencía cada vez más de que ciertamente alguna
cosa iba mal en el servicio de oftalmología de aquel hospital. Y su veredicto
se fundaba sobre una base inatacable: era su hijo, que había cesado de
acariciarle la nuca con las palmas de sus manos empapadas de sudor y que no
emitía más que débiles gruñidos, el que le había transmitido, por vía
telepática, esa información. —Voy a subir con Eeyore para pedir que lo examinen
de nuevo. ¡Si no consigo obtener un diagnóstico, al menos me cercioraré de lo
que va mal! —dijo el hombre gordo mientras su cara redonda enrojecía y le
faltaba el aliento—, si no, aunque vuelvas otro día, ocurrirá lo mismo, y
Eeyore concebirá la experiencia que acaba de vivir en este hospital como una
abominable pesadilla de la que no entenderá nada, pero de la que siempre
guardará un mal recuerdo.
—Eeyore
no tardará en olvidarlo, diría que casi ya lo ha hecho.
—¡Al
contrario! ¡Eeyore no lo olvidará! Últimamente llora con frecuencia a
medianoche. Nunca lo había hecho durante tanto tiempo. Pero ¿no te duele
imaginártelo preso de sueños aterradores sin que pueda comprenderlos? —dijo el
hombre gordo insinuando claramente y de modo categórico algo que hizo callar a
su esposa: que ella no pasaba la noche con su hijo.
Y
lleno de enérgica decisión, con su abrigo manchado de barro a la altura de las
rodillas, se dispuso a subir las escaleras, con el gordo niño sobre los
hombros, hasta la sala de consultas. El poder mostrar, no sin ostentación, que
para su hijo, aquella pequeña masa redonda, no era su madre sino él, su padre,
el único ser irremplazable, le llenaba de una exaltación indescriptible. Pero,
al mismo tiempo, la bárbara perspectiva de la horrible tortura que iba
posiblemente a tener que soportar el dúo padre—hijo parecía provocarle anemia,
y a cada paso que daba por las escaleras su rostro pasaba, alternativamente, de
las sofocaciones a los escalofríos. —Eeyore, debemos tener los ojos bien
abiertos, tú y yo, para ver qué pretenden hacer —dijo el hombre gordo en voz
alta dirigiéndose a la cálida, obesa y pesada presencia que llevaba sobre sus
hombros, respecto de la cual había veces que no sabía si representaba el papel
de protegido o de protector—. Si Eeyore y yo conseguimos salir de una manera u
otra de ésta, iremos a tomar una Pepsi—Cola y unos tallarines en caldo de
carne, ¿eh, Eeyore? —¿Eeyore, están buenos la Pepsi—Cola y los tallarines en
caldo de carne? —respondió, muy distendido, el niño, evidentemente satisfecho
de que su padre lo llevara en hombros, liberado, por lo visto, de la
experiencia anterior.
Lo
que corroboraba plenamente el pronóstico materno; y si esa voz no hubiera sido
para el padre un poderoso estimulante, sin ninguna duda, delante de la puerta
de la sala de visitas, el hombre gordo habría perdido el coraje y habría dado
media vuelta. El reloj anunciaba la llegada del mediodía, y una enfermera, con
la evidente intención de no dejar entrar a nadie más en la consulta externa,
estaba a punto de cerrar la puerta y echar el cerrojo. Cuando la joven
enfermera vio al hombre gordo con su hijo sobre los hombros, mostró una
expresión de repulsión e incluso de horror, como si hubiera visto de nuevo a un
fantasma que acabara de exorcizar, y se apresuró a ocultarse al otro lado de la
puerta. El hombre gordo, depositando sus esperanzas en una manifestación de
respeto que le inspiraba el prestigio de aquel hospital, dijo con tono solemne
y actitud insistente, mostrando la carta del catedrático, especialista en
neurología, que había escrito una carta de presentación para su hijo: “Vengo de
parte del profesor X, que me ha recomendado a ustedes”.
Seguramente,
la enfermera pensó que ella, con sus solas fuerzas, no estaba en condiciones de
desembarazarse de aquel gigante, erguido cuan alto era, y que no desmontaba al
niño de sus hombros. Sin responder nada en concreto, corrió, dejando la puerta
entreabierta, hacia el fondo de la sala, donde se encontraba, separado por una
cortina, una especie de cuarto que estaba a oscuras. Mientras ella alertaba a
alguien, él franqueó decididamente el umbral y se dirigió hacia el cuarto del
fondo. De detrás de la cortina salió la voz excitada de alguien Que gritaba en
un tono de irreprimible exasperación:
—¡No,
no y no! ¡Digo que no! ¡Todo el personal del hospital no bastaría para
sujetarle, maldito crío! ¿Cómo, han vuelto? ¿Qué? ¿Están ahí? ¡No me diga, no
puede ser!
Desde
luego, el hombre gordo llevaba las de ganar. Recobrando su presencia de ánimo,
depositó con cuidado a su hijo en el suelo, metió poco a poco su gruesa cabeza
tras la cortina, y lo que vieron sus ojos en la semioscuridad fue un médico tan
diminuto que se le hubiera podido tomar por un niño vestido con una bata blanca
de adulto. Echando hacia atrás su minúscula cabeza, que parecía la de una
mantis religiosa con la cara de color pardo, lanzaba miradas fulminantes a la
perpleja enfermera. Después de una larga mirada inquisitiva, algo descortés, el
intruso le preguntó con educación, aunque todo aquello no dejaba de ser una
evidente falta de respeto:
—Vengo
recomendado por el profesor X, y me he tomado la libertad de presentarme a
usted, doctor. ¿No podría visitar a mi niño, por favor? Yo también podría
ayudar a sujetarlo.
Así
comenzó la exploración. El médico que recordaba a una mantis religiosa parecía
absorto en sus pensamientos, hirviendo de furor: “Justo cuando le estoy
chillando a la enfermera, ¿cómo puedo mandar a paseo al gigantesco padre de un
paciente, si se me dirige con toda educación aunque en el fondo sea un
maleducado?” Ignorando sistemáticamente la presencia del hombre gordo, la
mantis religiosa comenzó la exploración proyectando el chorro de luz de su
lámpara de bolsillo sobre la pupila del niño, ahora instalado sobre un taburete
redondo y giratorio de poca estabilidad. Ocurría que, para aumentar la eficacia
de la minúscula lámpara, habían apagado las luces y la consulta estaba
transformada en un cuarto oscuro. El padre se instaló como pudo, agachándose
incómodamente, en el pequeño espacio que quedaba libre detrás del taburete y
abrazó firmemente a su hijo cogiéndole las manos por delante. Se sentía
orgulloso al ver que el niño, que ligeramente echado hacia atrás lograba a
duras penas mantener el equilibrio sobre el taburete, se mostraba tranquilo, a pesar
del miedo que le hacía temblar, porque era él quien lo sujetaba, quien se
encontraba siempre a su lado en las tinieblas de la noche. “Hace media hora,
por no haberse dado cuenta de que Eeyore no soporta el miedo a la oscuridad si
no se orienta por el canal del contacto directo con su padre, mi mujer, el
médico y las enfermeras le han dejado por imposible, sin más, en la misma fase
de la exploración, reduciéndole a la categoría de un animalito asustado con el
que no se sabe qué hacer. Pero ahora mi cabeza piensa que las tinieblas que nos
rodean no son amenazadoras, y ese pensamiento mío se transmite fielmente al
cuerpo de mi hijo, a través del apretón de nuestras manos, y anula todas las
señales de alarma inquietantes que aparecen en su mente trastornada”, se dijo
el hombre gordo para su gran satisfacción.
Con
todo, en tales circunstancias, Eeyore tenía miedo incluso de la lámpara de
bolsillo y no dirigía su mirada hacia el lado que quería el médico, es decir,
precisamente hacia el delgado chorro de luz. Sacudiendo la cabeza de derecha a
izquierda, mirando de soslayo, intentaba esquivar al minúsculo médico, que se
movía precipitadamente, con la lámpara de bolsillo en la mano. Al cabo de un
rato, la misma enfermera de antes, sin duda para reconquistar el terreno
perdido y volver a estar en gracia con su jefe, se les acercó con ademán de
colaborar de alguna forma, diciendo:”¡Croa! ¡Croa!” Ese grito inesperado
provocó que el cuerpo del niño se contrajera de una manera espectacular a causa
del miedo. Al levantar la cabeza el hombre gordo con aire de reprobación, vio
que la enfermera intentaba atraer la atención del niño haciendo “¡Croa! ¡Croa!”
y mostrándole con la mano una asquerosa rana de goma fluorescente que se
destacaba claramente en la penumbra. Justo cuando el hombre gordo iba a
protestar diciéndole que dejara de hacer aquella tontería que había asustado a
su hijo e incluso a él, Eeyore cayó en un estado de pánico total; se puso a
retorcerse sobre sí mismo asiendo por la articulación el brazo de su padre,
empezó a patalear e hizo caer un montón de cosas: la lámpara del médico, la
rana de goma que le mostraba la enfermera e incluso los diversos objetos que
había sobre una pequeña mesa auxiliar que estaba a su lado. Gruñendo de rabia,
secretamente a dúo con su hijo, el padre vio que las patadas de Eeyore habían
hecho caer al suelo, además de unos libros, un gran cuenco de arroz con anguila
frita que debía de ser la comida del médico. Vista la velocidad extraordinaria
con la que se desarrolló la exploración a partir de ese momento, no se podía
excluir la impresión de que el diminuto médico trataba con espíritu guerrero a
u desobediente paciente avivando la llama del odio por un rencor imputable, sin
duda, a las patadas del niño, pero en parte atizado también por el hambre que
no había podido saciar. A este respecto, el cuerpo compuesto que formaba la
pareja padre—hijo saboreaba el gozo del desquite. ¡Pero era también el punto de
partida de un auténtico terror que no tenía ninguna gracia! Pues el médico
enano, que había pasado la consulta externa toda la mañana, estaba muerto de
cansancio y tenía el estómago en los pies; acababa de presenciar el destrozo de
su comida y, a pesar de ello, no tenía coraje para insultar al adiposo padre de
aquel hijo retrasado, que enarbolaba una carta de recomendación del profesor X.
¿Cómo no temer alguna fechoría desagradable dirigida contra la vista de su
hijo? El hombre gordo, ante esta nueva preocupación, se sintió arrepentido y
lleno de abatimiento.
El
médico reclamó exaltado a todo su personal, y tras hacer que el pequeño
paciente se tumbara boca arriba sobre un diván de cuero negro, les indicó a
todos, con aire de victoria, que mantuvieran bien agarrado aquel cuerpo
pequeño. (El hombre gordo, no sin esfuerzo, consiguió reservar para sí la tarea
de sujetar ambas mejillas de Eeyore entre sus dos brazos y el pecho echándole
todo su peso encima.) A pesar de que era obvio que la primera prueba no había
terminado satisfactoriamente, pronto se pasó a la segunda, que debía de ser
todavía más compleja.
Así
que Eeyore estaba inmovilizado de pies a cabeza, con lo que se le impedía hacer
el menor movimiento. Sólo podía gritar, mostrando el fondo de su cavidad bucal
de color rosa y sus dientes amarillentos. (Era imposible cepillarle los
dientes; le horrorizaba la idea de que alguien, fuera quien fuera, le hiciera
abrir los labios, y si se intentaba introducirle a la fuerza el cepillo de
dientes entre los labios cerrados, se quejaba, bien porque le hacía daño, bien
porque le hacía cosquillas, y terminaba por agarrar el cepillo de dientes entre
sus mandíbulas.)
Una
enfermera colocó en la cabecera del diván una especie de fórceps hecho de un
fino tubo de aluminio. El hombre gordo, con sólo pensar que le iban a introducir
aquel instrumento por debajo del párpado para abrirlo bien, dejando al desnudo
el globo ocular, ya sentía un fuerte dolor que atravesaba sus propios ojos
hasta el eje central del encéfalo. Pero, total mente indiferente a su pánico,
el médico vertió dos clases de gotas en el ojo que Eeyore se esforzaba en
mantener cerrado, aunque derramaba abundantes lágrimas como señal de su
protesta. Eeyore reanudó sus gritos, y su padre se puso a temblar. Fue entonces
cuando el médico le dijo a título de información:
—Es
para anestesiarlo; con esto no sentirá ningún dolor.
Tras
estas palabras, el doloroso hilo de plata que unía los ojos del hombre gordo a
su encéfalo se volatilizó dejando unas huellas sospechosas tras de si. Pero
Eeyore seguía gritando más y más, como si lo estuvieran estrangulando. En medio
del griterío, que iba en aumento, el hombre gordo, enjugándose sus lágrimas con
el dorso de la mano, vio muy cerca cómo el médico insertaba el instrumento por
debajo del párpado de Eeyore, y dejaba completamente al descubierto el globo
ocular. Éste era, en verdad, una esfera voluminosa de color de clara de huevo,
y te dio la inmediata impresión de estar delante del globo terráqueo que supone
el mundo entero del hombre. El centro estaba marcado por un círculo de color
castaño levemente difuminado, donde está abierta, perdida y sin fuerza, la
pupila con su luz opaca y melancólica. Con una expresión de estupidez, de
terror y sufrimiento, intentaba distinguir algo con todas sus fuerzas; aunque
lo veía todo borroso, intentaba distinguir aquella salvajada que imponía
sufrimiento. El hombre gordo se identificaba totalmente con ese ojo. Era cierto
que la acción del anestésico le impedía sentir dolor; pero luchaba
interiormente contra un sentimiento mal definido de discordancia y de temor
mientras levantaba su rostro impotente hacia la masa de rostros desconocidos
que le rodeaban. Estuvo a punto de gritar al unísono con su hijo:”¡Ay! ¡Ay!
¡Aaay!” Pero no tenía más remedio que reconocer que el ojo castaño difuminado,
lleno de estupidez, de terror, de sufrimiento, percibía también su cara, sí, su
cara, como una más del grupo de torturadores desconocidos. Una brecha de vivas
aristas se abrió entre él y su hijo. Metió a la fuerza su índice derecho entre
los dientes amarillos de Eeyore, que gemía y cuyas mandíbulas rechinaban sin
cesar con un ruido seco. (No fue hasta después del incidente al borde del
estanque de los osos blancos cuando
admitió que el hecho de que hubiera metido el dedo entre los dientes de su hijo
se explicaba por el temor a la ruptura que sentía y por el miedo de
encontrarse, cara a cara, con la decepción de que fuera falsa la fórmula que
había construido en todos sus componentes: Eeyore = yo.) Entonces vio brotar,
inútilmente, una gran cantidad de sangre a borbotones, la cantidad equivalente
a las lágrimas que vertía su hijo, y percibió el rechinar de huesos de sus
propios dientes; entonces, indiferente a la presencia de los demás, cerró los
párpados y se puso a lanzar los mismos gemidos que Eeyore: “¡Ay! ¡Ay! ¡Aaay!”
Una
vez recibidos los primeros cuidados requeridos por su estado en traumatología,
el hombre gordo volvió a bajar a la sala de espera. Eeyore, todavía agotado
pero de nuevo tranquilo, estaba sentado al lado de su madre. Ésta le comunicó a
su marido el diagnóstico del oftalmólogo: la visión de Eeyore era comparable a
la de los ratones; cada ojo tenía un campo de visión diferente; también como
los ratones, no percibía los colores; además, no podía distinguir con claridad
los objetos situados a más de un metro, defecto que, tal como estaban las
cosas, era imposible de corregir porque el niño no mostraba ningún deseo de ver
con claridad las cosas que tenía a distancia.
—Ésta
es seguramente la razón por la que Eeyore mira el televisor tan de cerca,
pegando casi la cara a la pantalla, durante los anuncios publicitarios,
¿verdad?
Ella
dijo esto con energía, como mujer decidida a mantener, en todas las
circunstancias, la voluntad en buen estado de funcionamiento, como si, incluso
en el veredicto sin esperanza del médico, ella hubiera sabido descubrir algún
elemento positivo y beneficioso, y se esforzara por sacudir un poco a su marido
y sacarle de su postración. —También hay niños con visión normal que siempre
tienen la nariz pegada a la pantalla —protestó sin gran convicción—.Todo lo que
ha hecho ese médico enano ha sido meterle miedo a Eeyore, hacerle daño, hacerle
llorar y gritar, y todo salvajemente. ¡Nada más! Dime, ¿de qué parte de la
exploración ha podido sacar todo este desastre, eh? —Pienso que es verdad que
Eeyore no puede distinguir con claridad los objetos que están lejos de él, y
que no tiene ningunas ganas de verlos. —Su voz, reflejaba, francamente, su
desilusión—. Cuando le llevamos al zoo, él, que se interesa tanto por los
animales de sus libros de cuentos, no manifestaba la menor emoción al verlos en
la realidad; se contentaba con mirar las barandillas o un rincón del suelo a
sus pies. Claro que la mayor parte de las jaulas del zoo se encontraban a más
de un metro del público, ¿verdad?
El
hombre gordo decidió llevar a su hijo al zoo. Con sus propios ojos y oídos como
antenas, y teniendo como “bobina” sus dos manos estrechamente unidas, sus dos
cerebros estarían colocados en la misma longitud de onda y así, a su escala
personal, se constituiría, en beneficio de su hijo, en “antena” del espectáculo
real del zoo.
Así
pues, en esa coyuntura tan compleja, el tándem formado por los dos obesos, una
mañana de invierno de 196…, tomó el camino del zoo. Por temor al efecto del
frío sobre el asma de su frágil hijo, su madre le puso tanta ropa como le fue
posible. Por su parte, el padre, que intentaba diferenciarse lo menos posible
de su hijo, su madre le puso tanta ropa como le fue posible. Por su parte, el
padre, que intentaba diferenciarse lo menos posible de su hijo, le compró
cuando iban hacia la estación, en una tienda de deportes, un gorro de esquí de
lana negra, el mismo que él llevaba, pero de talla pequeña; y Eeyore parecía,
incluso a los ojos de su padre, un pequeño animal del Polo Norte. Hasta cierto
punto, también debían parecer los dos, a los ojos de la gente, dos esquimales,
padre e hijo, gordos pero no demasiado. Así subieron al tren, redondos como
balones, cogidos estrechamente de la mano. Sudaban la gota gorda bajo sus
ropas; el sudor corría a lo largo de sus narices, en tanto que sus caras de
luna llena iban enrojeciendo, por lo menos allá donde se podía percibir algo,
entre el gorro de esquí y el cuello levantado del abrigo: y se dejaban mecer
dulcemente al compás de la trepidación del tren. A Eeyore le encantaba la
sensación de moverse en equilibrio inestable, comenzando por la inestabilidad
de la bicicleta. Sin embargo, su equilibrio amenazado tenía que estar
respaldado por una sensación de seguridad, de sentirse protegido por alguien;
evidentemente, por su padre. Pero a pesar del gozo que sentía al tomar un taxi,
si su padre se quedaba en el vehículo para pagar y él salía fuera con su madre,
terminaba por dar un espectáculo poniéndose esquizofrénico; y es probable que
si se hubiera perdido en un tren, hubiera estado a punto de volverse loco. Para
el padre, viajar en tren en medio de extraños con su hijo incapaz, que dependía
por completo de él, era incontestablemente una fuente de satisfacción.
Y
como, comparada con las emociones que acumulaba, día a día, en su existencia
cotidiana, esta satisfacción era, en su mismo principio, altamente positiva y
de una incomparable pureza, su origen con toda seguridad no estaba dentro de
él, sino en el bienestar, parecido a una bruma, que se eleva en el espíritu
confuso de su hijo y llegaba a él a través de las dos manos unidas, un
bienestar que él llevaba entonces hasta la luz de la conciencia. Por el
contrario, a la inversa, su propio contento llenaba a su vez el alma de su hijo
de un gozo nuevo, claramente orientado y localizado (al menos, así razonaba él)
por una relación análoga a aquélla que reposaba, en los intercambios mentales
entre ellos durante los regresos en bicicleta después de degustar la Pepsi—Cola
y los tallarines en caldo de carne… Conforme al diagnóstico del médico sobre el
defecto de visión que impedía a Eeyore distinguir los objetos lejanos, al niño
no le fascinaba en absoluto el paisaje que desfilaba detrás de los cristales
del tren. En cada estación, era la apertura y el cierre de las puertas lo que
llamaba su atención. Pero tenía que estar a menos de un metro para poder ver
funcionar el mecanismo; así que, incluso cuando había plazas vacías,
renunciaban a sentarse y permanecían de pie, agarrados a la barra de seguridad
colocada inmediatamente al lado de la puerta.
Ese
día, la atención de Eeyore estaba puesta, esencialmente, en la novedad que
constituía su gorro de esquí. Pero lo que contaba para él no era el aspecto
exterior del objeto, sino la sensación al contacto con su piel. Así, después de
toda clase de reajustes en la goma de su gorro, hasta ocultar por completo
cejas y orejas, encontró por fin la sensación que le pareció definitiva.
Inclinándose sobre su hijo, el hombre gordo tuvo verdaderamente la sensación de
confort que abarcaba por completo toda su cabeza. En la estación donde tenían
que cambiar de tren, a lo largo de los pasadizos subterráneos o en las
escaleras, percibió muchas veces miradas burlonas en la cara de la gente al ver
a un padre y a un hijo tan excéntricos; pero, lejos de sentir la más mínima
vergüenza, gritaba entusiasmado, como si estuvieran solos, al reflejarse sus
rechonchas figuras en los escaparates de la galería comercial: —¡Mira, Eeyore!
¡Somos dos gordos esquimales! Qué guapos, ¿verdad?
La
manita del niño le servia de defensa contra los demás; y él, que cuando salía
solo tenía que tomar tranquilizantes, se volvía extrovertido. Le bastaba con
apretar con su mano la de su hijo para sentirse liberado, incluso en medio de
la muchedumbre, como si estuvieran rodeados por una pantalla de protección.
Caminando
despacio, con precaución, con la mirada explorando el suelo bajo sus pies,
febrilmente ocupado en determinar con sus pobres ojos —que no parecían
distinguir bien las superficies ni los volúmenes, como si sólo vieran su
perspectiva— si el mosaico a cuadros era la continuación del suelo plano o el
primer peldaño de una escalera, Eeyore hacía cortésmente eco a su padre:
—¡Eeyore, qué guapos!
Eran
las diez y media cuando llegaron al zoo. Como tenían las manos ligeramente
húmedas, aunque fuera una mañana de invierno, la comunicación entre ellos se
estableció de manera ideal, en la medida en que el contento del hombre gordo se
acompañaba de una conciencia clara; y, por adelantado, se exaltaba ante la idea
de toda la experiencia prevista en el zoo y que iban a saborear. Cuando, por
recomendación expresa de su esposa, penetraron en el recinto reservado a los
niños, el zoo infantil, donde se podían acercar hasta tocar los corderitos, las
cabritas y los cerditos, así como las ocas y los pavos, que llevaban largos
años de buenos servicios, estaba a rebosar a causa de la presencia de grupos de
escolares. Y aunque no había manifiestamente sitio para un niño como Eeyore,
cuyos movimientos eran de una lentitud extrema, no se sintió especialmente
contrariado. Ciertamente, su mujer deseaba que Eeyore se acercara a menos de un
metro de los animales y que los pudiera contemplar, ver y tocar; pero él tenía
otra idea en la cabeza: rechazar el diagnóstico desesperante del médico, convertirse
en los ojos de Eeyore, distinguir con una precisión aguda las bestias que se
encontraban a distancia, y transmitir su imagen a su hijo a través del apretón
de sus manos unidas; así, al responder su visión a las señales que le llegaran
de dentro, el niño comenzaría a apreciar las formas. Tal era el procedimiento
un poco irreal que había elaborado el hombre gordo y que era la causa de que
hubieran ido al zoológico. Después de un rápido vistazo a los escolares que
llenaban el recinto del zoo infantil, a su aglomeración delante de las pobres
bestias pequeñas, a sus miradas iluminadas en tanto que enarbolaban los
paquetes de palomitas o los cucuruchos de pescado frito, renunció
inmediatamente y llevó a su hijo hacia el lado de las jaulas de los animales salvajes,
los más grandes y los más feroces.
—Eeyore,
dime quién ha venido al zoo a ver a las fieras salvajes semidomesticadas, a los
“amigos del hombre”. ¿Es que no hemos venido a ver a los osos, los elefantes,
los leones? A ver a esos ciudadanos que, si no estuvieran en jaulas, serían,
¿no es verdad?, los “peores enemigos del hombre”. Así, monologando a medias, el
hombre gordo transmitía sus pensamientos a su hijo. Éste último no manifestó,
como es natural, nada que respondiera al entusiasmo de su padre, pero al pasar
delante de las jaulas de los leones dio la impresión de ponerse un tanto tenso,
como un joven animal sin defensa, abandonado en plena jungla y reducido a sus
propios recursos que notara a su alrededor la presencia inquietante de las
fieras peligrosas. Entonces, el hombre gordo tuvo una sensación exultante de
que sus palabras habían sido entendidas perfectamente.
—¡Mira,
Eeyore! ¡Un tigre! ¿Lo ves, allá abajo, esa cosa con sus rayas amarillo oscuro
y negro, y también algunas mechas blancas? ¡Es un tigre! ¡Eeyore, estás viendo
un tigre!
—¡Eeyore,
estás viendo un tigre! —repitió el niño como un loro mientras que, intuyendo la
presencia de alguna cosa con su sentido del olfato, sin duda muy agudo,
apretaba con fuerza la mano de su padre mientras uno de sus ojos, pues era
bizco, le hacía inclinar de lado aquella cara de luna llena carmesí al clavar
una mirada inexpresiva sobre el punto del suelo donde se enterraban los
barrotes de hierro de la jaula.
—¡Eeyore,
levanta los ojos! Hay una cosa negruzca y redonda, y encima está sentado un
monstruo negro muy peludo, ¿verdad? Es un orangután, Eeyore. ¡Es un orangután!
Eeyore, estás viendo un orangután, ¿sabes? ¡Eeyore, estás viendo un mono muy
grande! Sin soltar la mano del niño, el hombre gordo se colocó detrás de su
hijo y le hizo levantar la cabeza hacia arriba, manteniéndola inmóvil contra su
muslo con el brazo que tenía libre. Correspondiendo dócilmente a la voluntad de
su padre, Eeyore dirigió sus miradas oblicuas hacia el cielo de invierno sin
nubes; cerró los párpados ante el resplandor del cielo invernal e hizo unas
muecas que formaron finas arrugas en su piel y le dieron aún más el aspecto de
un niño esquimal. Aquello podía interpretarse como la sonrisa que identificaba
al orangután acurrucado inquietantemente encima de un viejo neumático sobre el
fondo del cielo azul, pero no podía tener ninguna certeza de ello.
—Eeyore,
estás viendo un mono muy grande! —repitió el niño con su voz monocorde, que
transmitió directamente la débil vibración de sus cuerdas vocales a la mano
paterna que sostenía el mentón del pequeño obeso.
A
la espera de que el orangután empezara a hacer sus piruetas, el hombre gordo
mantenía firmemente el mentón de su hijo en aquella posición, apoyado contra su
muslo, con la mirada hacia arriba. Había llovido hasta el amanecer y en las
alturas soplaba todavía un viento fuerte, por lo que el azul del cielo estaba
lleno de un brillo duro, inhabitual en Tokio. Además, el orangután parecía
gigantesco; totalmente negro, su contorno se delimitaba extraordinariamente en
el azul del cielo… El hombre gordo sabía, porque lo había leído en una revista
de zoología, que aquel orangután padecía hipocondría, hasta tal punto, que
tomaba cada día tranquilizantes, y que su actividad motora estaba reducida en
extremo. Verdaderamente, aquel orangután reunía todas las condiciones para ser
un objeto que pudiera atraer al ojo de Eeyore. Sin embargo, por desgracia,
parecía que los síntomas depresivos del orangután eran de una gravedad
excepcional; pues, aunque miraba a menudo con un ojo suspicaz al padre y el
hijo que aguardaban quietos, no hizo siquiera ademán de empezar sus piruetas.
Al fin, la luminosidad del cielo fatigó tanto la vista del hombre gordo, que
acabó por percibir al orangután como una especie de halo negro. Decepcionado,
el hombre gordo se alejó, llevándose a su hijo de la jaula del mono
hipocondríaco.
El
padre comenzó a sentirse fatigado y temía que, por el canal de las manos
unidas, su cansancio pasara a su hijo,— y cuando pensó en la cantidad de
tranquilizantes que debía de tomar el orangután, tuvo un disgusto al recordar
que antes de salir de casa aquella mañana él no había tomado los suyos. A pesar
de todo, sin renunciar a su idea, siguió, con esfuerzo, tratando de asumir el
papel de “conductor de visión” entre las bestias peligrosas y el cerebro de su
hijo. Quizá se esforzaba también en conservar el ánimo por temor a comunicarle
a su hijo —que repetía mecánicamente las palabras de su padre mientras dirigía
una mirada vaga y mal centrada, más que hacia los animales, hacia las malas hierbas
tristonas que crecían en el espacio libre entre la barrera y las jaulas o hacia
las gordas palomas que revolvían con aquel pico que era el símbolo de su ruda
torpeza los desperdicios caídos en el suelo— el humor de sumisión que había
sentido cuando con su bata de médico demasiado grande para él y sucia, el
oftalmólogo, contrayendo convulsivamente su cara de mantis religiosa de un
color que parecía ahumado, había realizado toda una serte de crueldades para
emitir su desesperante diagnóstico. Luchaba también contra una repulsión tan
asquerosa como arraigada que amenazaban con contaminar y ensuciar, al mismo
tiempo que su propio pensamiento, el espíritu nublado de su hijo.
La
verdad era que, apenas hubo entrado en el zoo, el olor de todas estas bestias y
de sus excrementos le había dado náuseas y un inicio de migraña. Este sentido
olfativo anormalmente agudo era, sin duda alguna, una de las señales que
garantizaban los lazos de sangre entre el padre y su hijo. Fuera lo que fuere,
y para destruir todos estos signos de mal augurio, el hombre gordo apretaba
todavía más fuerte su mano hablándole más alegremente que
antes mientras continuaban
su recorrido por el zoo a la buena de Dios. —¿Me oyes, Eeyore? ¡Ver, eso
es captar un objeto haciendo trabajar solamente la imaginación! ¡Eeyore,
incluso si tus nervios ópticos fueran como los de todo el mundo, a menos que
consientas en hacer funcionar la imaginación ante las grandes bestias, no
verían nada en absoluto! En general, lo que encontramos aquí no son las cosas
que estamos acostumbrados a ver en la vida cotidiana y que, por tanto, no
exigen que utilicemos la imaginación. ¿Ves, Eeyore, allá abajo, en esa agua
amarillenta, esa especie de planchas de madera, de color pardo oscuro, con una
arista erizada de puntas en medio? ¿Cómo podría alguien que no tuviera
imaginación darse cuenta de que son cocodrilos, eh? Y allí, al fondo, al lado
de los manojos de paja y el montón de excrementos cerca del surco de cemento,
aquellas dos placas de chapa amarilla que se balancean tranquilamente, ¿quién
podría adivinar que son la cabeza y parte de la espalda de un rinoceronte,
dime? Eeyore, lo que acabas de ver hace un instante, esa especie de enorme
tocón gris, era una pata de elefante; pero que el verlo no te haya llamado la atención
para que te digas: ¡Veo un elefante” es totalmente natural; pues ¿por qué un
pequeño nativo de una isla oriental tiene que tener, desde su nacimiento, la
facultad de imaginar elefantes de África, eh, Eeyore? Ahora, cuando vuelvas a
casa, si te preguntan: “¿Eeyore, has visto el elefante?”, olvida toda esta
historia del tocón gris, grotesco y grande; no pienses más que en los
elefantes, tan fáciles de reconocer, de los dibujos de tus libros de cuentos, y
responde: “¡Eeyore ha visto el elefante!”, aunque es verdad que el tocón gris
es el elefante real; pero, en definitiva, de todos esos muchachos sanos que
llenan el zoo, no hay ni uno, ¿me oyes?, que, a partir de esa forma gris, de
ese tocón, y sólo con su observación, haga trabajar suficientemente su imaginación
natural para llegar a identificar el elefante real. ¡Lo que se contentan con
hacer, es re—dibujar la imagen que tienen en la cabeza, el elefante de los
dibujos! ¡Así, Eeyore, si no te has impresionado demasiado al ver el verdadero
elefante, no hay que desanimarse.
Mientras
el hombre gordo parloteaba así, medio monologando, medio dirigiéndose a su
gordo hijo, entraron a pequeños pasos a un camino en pendiente que los llevó a
una especie de desfiladero estrecho. Prosiguiendo constantemente su parloteo,
el padre fluctuaba sin cesar entre dos sentimientos que, en el borde exterior
de su conciencia todavía cerrado sobre sí mismo, mantenían un precario
equilibrio: por una parte, la sensación de liberación de la aglomeración; y,
por otra, una especie de inexplicable angustia que oprimía su corazón. En ese
momento, surgió del suelo, como impelido por un resorte, un grupo de gente
furiosa; parecían trabajadores y hasta entonces habían estado sentados formando
un corro, en el suelo. El hombre gordo advirtió que él y su hijo se encontraban
cercados. A pesar de su aturdimiento, se despojó, para dirigirse hacia el mundo
exterior, de aquella conciencia que quería permanecer concentrada sobre su
hijo, cuya mano tenía siempre estrechamente cogida con la suya; y se dio cuenta
de que no solamente se habían alejado de la aglomeración, sino de que el sitio
donde se encontraban era una especie de garganta estrecha sin salida. Era la
parte posterior del espacio dedicado a los osos blancos; cuando se dejaba caer
la mirada más allá de la muralla de piedras amontonadas para figurar una
especie de monte rocoso, se percibía un plano inclinado de cemento que formaba
una pendiente muy brusca, imitando un acantilado de hielo, por donde los osos
iban y venían, y un estanque para que pudieran bañarse. Para cualquiera que,
encontrándose en la parte baja en el lado opuesto, hubiera levantado la vista,
el lugar donde se encontraban el hombre gordo y su hijo en ese momento debía de
parecer la cumbre de una alta montaña desconocida, más allá del acantilado de
hielo y del mar. Resultaba que el padre y el hijo estaban perdidos y se
hallaban en la parte trasera del iceberg.
Debía
de tratarse de un atajo por donde se daba de comer a los osos blancos, o por
donde se llegaba a aquel océano Antártico artificial para realizar la limpieza
tanto de la pendiente como del estanque, aunque, eso sí, no parecía que tomaran
demasiado interés en la tarea. Una vez hubo visto lo que los rodeaba, el hombre
gordo se vio envuelto, como por una nube de moscas, de un olor inhumano
proveniente de la parte trasera del zoológico, de la zona donde estaban las
fieras. Pero ¿quiénes podrían ser aquellas gentes? ¿Qué hacían agrupados allí,
en corro, al fondo del atajo, y por qué habían cercado, con hostilidad repleta
de odio, al hombre gordo y su hijo, que llegaron allí simplemente porque se
habían extraviado? Pensó en seguida que era un equipo de jóvenes jornaleros
que, no teniendo nada que hacer ese día, habían ido allí, fuera de la vista, a
dedicarse a algún juego de azar. De la cámara secreta donde él se había
encerrado con llave para mantener con Eeyore aquella conversación que más que
nada era un monólogo, su conciencia había salido lo suficiente al exterior para
detectar con prontitud los signos de una partida interrumpida, aunque, a decir
verdad, los jugadores no tomaban demasiadas precauciones. Manteniendo aquellos
diálogos totalmente personales y exclusivos de los dos, una conversación que
tenía como eje central sus manos estrechamente unidas, padre e hijo se habían
adentrado demasiado en el terreno de los jugadores, o en su “territorio”, según
el lenguaje animal, y no podían evitar un enfrenta—miento.
Cogiendo
siempre la mano del niño, intentó dar la vuelta, pues no se le ocurría qué
decirles; pero uno de los golfos le cortó la retirada apenas intentó moverse y
otro se puso a pegarle una y otra vez. Comenzó entonces un interrogatorio
severo mientras le llovían bofetadas a diestro y siniestro.”¿Eres de la poli o
eres un chivato? No parabas de hablar hace un instante, ¿era para comunicarte
con la poli con un micro portátil?” Mientras recibía puñetazos y patadas el
hombre gordo intentaba explicarse, pero sólo conseguía enfurecer aún más a los
maleantes.
—¡No
hacías más que hablar. y con qué entusiasmo! ¿Es así como hablas a un crío como
él? El hombre gordo replicó en su defensa que su hijo, además de ser retrasado
mental, veía muy mal, lo que le obligaba a detallarle todo lo que se encontraba
alrededor de ellos, ya que sin tales explicaciones el niño no aprendía nada.
—¡Este crío es tonto! ¿Cómo puede comprender todas tus parrafadas, eh? Basta
con mirarlo, es tonto, no comprende una palabra de lo que decimos, ¿es
evidente, no?
Los
granujas insultaban así a su hijo, y él hubiera querido responder que la
comunicación entre el niño y él se hacía por medio de sus manos entrelazadas:
pero, presintiendo la inutilidad de sus esfuerzos, con los labios agarrotados
no abrió la boca: ¿cuál era el medio de hacer comprender la relación especial
que le unía a su hijo? Quiso poner al niño junto a sí para defenderlo con su
cuerpo, pero en un segundo le fue arrancada de su mano la manecita cálida y
mojada por el sudor; varios hombres se apoderaron de él agarrándolo por los
tobillos y las muñecas. Sin cesar de proferir amenazas, se pusieron a
balancearlo adelante y atrás, dispuestos a mandarlo al estanque de los osos. Él
se veía cogido pasivamente en un movimiento de balanceo que le elevaba a una
altura vertiginosa, y captaba en su campo visual el cielo y la tierra dando
vueltas, la ciudad y sus calles a lo lejos, los árboles, y justo debajo de él,
al fondo de un abismo vertical, similar a una trampa infernal, el reducto y el
estanque de los osos. En lugar del reflejo esperado de pánico y terror, era una
desesperación radical, monumental y todavía más grotesca la que le embargaba, y
se puso a dar gritos, cuyo timbre era demasiado intenso incluso para sus
propios oídos, gritos que parecía que iban a desencadenar en respuesta los
aullidos de todas las bestias del zoo.
En
ese momento, balanceado y propulsado por los brazos de los golfos hasta lo alto
del estanque de los osos —tenía la impresión de que calculaban el impulso
necesario para arrojarlo en pleno charco, donde, esperando su llegada, el sucio
oso amarillo chapoteaba sumergido hasta los hombros—, el hombre gordo, que
había renunciado a poner resistencia, tomó conciencia —con la nitidez luminosa
de quien, sobre un mándala, entrevé con toda la fuerza de una revelación la
confusión entre el tiempo y el espacio— de que en la desesperación que lo
invadía, mientras gritaba como un animal, se combinaban tres cosas diferentes:
a) Aún cuando convenciera a estos granujas de
que no he venido a espiarlos, seguro que, por el puro placer y la excitación de
hacerlo, me mandarían al estanque de los osos; no me cabe duda de que son muy
capaces de hacer una cosa así.
b)
O bien, enloquecido de rabia por haber invadido su territorio, el oso me devora
o bien me heriré y entonces, demasiado débil para nadar, pereceré ahogado en
esa agua sucia. Suponiendo que salga de ésta, me volveré loco unos segundos; si
fue exactamente la locura lo que condujo a mi padre a llevar una vida de total
reclusión hasta su muerte, ¿por qué, puesto que su sangre circula por mis
venas, me habría de librar yo de ella?
c)
Represento para Eeyore la única ventana que se abre al mundo exterior y que le
permite aprehenderlo. Cuando, a causa de la locura, esta ventana no dé más que
sobre un laberinto en ruinas, inevitablemente, se replegará hacia un estado de
demencia aún más sombrío que ahora, aún más turbio; no será más que un
animalito martirizado, y entonces desaparecerá para él toda posibilidad de
recuperación. Lo que quiere decir que, ahora, hay dos seres que pueden ser
aniquilados.
La
complejidad de sus confusos sentimientos hizo que su mente se precipitara en
una noche de rabia y aplastante dolor, un abismo de insondable profundidad
hacia el que empezó a proferir abominables gritos abandonándose a la caída.
Mientras caía a toda velocidad aullando, vio sus globos oculares completamente
despegados de sus órbitas, y en la pupila, en el centro del círculo color castaño,
no se vislumbraban más que el sufrimiento y el terror; ojos de animal. En medio
del estrepitoso ruido que emitió el agua al saltar, mojado de asquerosas
salpicaduras, el hombre gordo percibió cómo a su alrededor acudía la manada de
osos blancos, sus recias pisadas, el rasgar de sus zarpazos… Pero se trataba de
un pedrusco que alguien había lanzado desde lo alto, mientras que él todavía
era balanceado por aquellos golfos. Ahora se convertía en un globo ocular
gigantesco agarrado por aquellos brazos; la esfera, de color de cáscara de
huevo, era el mundo donde había vivido en su totalidad su propia persona, y por
el sutil castaño del círculo central desfilaba el carrusel del sufrimiento, del
miedo, de la idiotez de los retrasados, que recordaban las irisaciones de una
canica de cristal. El obeso sólo era un globo ocular; no estaba en situación de
atormentarse por su hijo: ni siquiera era él mismo, tan sólo era un ojo, un
enorme ojo amarillento, de ochenta kilos de peso… Ya había anochecido en el zoo
cuando terminó el lento proceso que, del estado de globo ocular gigantesco, le
devolvió a su condición real de fatuo hombre gordo. Un hedor insoportable que,
como si fueran dedos sucios, creyó sentir que hurgaba en su pecho, le estaba
torturando. En un primer momento, el agua fétida de la que su cuerpo y sus
ropas se habían impregnado le hizo creer que en verdad había sido arrojado al
estanque de los osos; pero al cabo se percató de que sólo había sido salpicado
por el lanzamiento de un pedrusco.
Entonces
empezó a hacerse preguntas sobre su hijo, que debía de haberse convertido en un
animalito medio loco. ¿Habría muerto? El veterinario —¡el veterinario!— que se
ocupaba de él le dijo qué había sido de Eeyore y quiso aprovechar la ocasión
para recordarle lo que hubiera podido pasarle. En la versión del funcionario,
le habían encontrado después de la hora del cierre del parque, al efectuar la
limpieza, solo; estaba llorando en los servicios, más o menos en el lado
opuesto al estanque de los osos blancos; durante las horas posteriores estuvo
delirando, profiriendo palabras sueltas acerca de su hijo. El hombre gordo
alegó que no recordaba nada en absoluto de lo que había hecho durante sus nueve
horas de extravío. Luego, agarrando al veterinario bruscamente lo conminó a encontrar
a su pequeño, que, si aún no había muerto desquiciado, no tardaría en hacerlo.
Entre tanto, un empleado entró en el despacho donde el obeso permanecía echado
en una cama rudimentaria rodeado de animales disecados: venia a informar de que
había dejado en la comisaría a un niño, seguramente extraviado. Pese a lo
pesado que era, el hombre gordo corrió con el corazón en la boca hacia la
comisaría; allí encontró a Eeyore. El pequeño obeso acababa de engullir una
cena tardía en compañía de jóvenes agentes a los que daba las gracias a su
manera, uno tras otro, repitiendo: —¿Eeyore, estaban buenos la Pepsi—Cola y los
tallarines en caldo de carne?
Para
probar que tenía la tutela del niño, el hombre gordo telefoneó a su esposa, a
la que tuvieron que esperar. Así, por un capricho del azar, le fue otorgada una
libertad cruel exactamente a los cuatro años y dos meses del nacimiento del
pequeño retrasado, Mori, su hijo.
El
combate que esta vez libraba muy conscientemente por exigencia de otra
liberación, no conllevó más que una reacción por parte de su madre: la difusión
de la circular que había mandado a imprimir. En este punto se estabilizó la
línea del frente, puesto que no obtuvo ninguna otra respuesta. Las sucesivas
cartas con las que la hostigó, así como las llamadas telefónicas, fueron como
echar agua al mar: las primeras fueron devueltas y respecto alas segundas,
nadie se tomaba la molestia de responder.
Tras
varias semanas de aplicación de esta táctica, persistiendo en su determinación,
llamó una vez más a su madre, en plena noche. La telefonista del pueblo del
alto valle, una vez hubo tomado nota de su conferencia a larga distancia en un
japonés mecánico y oficial, le expresó instantes más tarde su simpatía, pero
esta vez sirviéndose de la lengua local, más familiar, llamándole, con la mejor
intención, por su apellido (como era la única persona residente en Tokio que
telefoneaba al pueblo, le bastaba con tomar nota del número para saber quién
llamaba; incluso sospechaba que escuchaba las llamadas, pero tenía otros
problemas para perderse en vanas investigaciones: no estaba para monsergas),
para decirle en voz desolada: —Esta noche, a pesar de mi insistencia tampoco
responde nadie. El caso es que ella no es mujer que se ausente de su casa
—”ella” era sin duda su madre, que vivía sola en su casa del valle—; aunque,
por otra parte, estamos en plena noche. No coge el teléfono adrede, ¡siempre la
misma canción! ¡Exagera! ¿Quiere que coja mi bicicleta y vaya a despertarla?
Aceptó
el favor y no tardó en hablar con ella. Mejor dicho, su madre se contentó con
descolgar el auricular sin decir una palabra. La complaciente operadora, una
vez terminada su misión, había vuelto a ocupar su puesto a toda velocidad —¡el
deber ante todo!—, y seguramente estaría escuchando las recriminaciones que el
hombre gordo, en tono un tanto amenazador, le hacía a su madre. —¿Acaso crees
que alguien se tragará las mentiras de tu circular? ¡Enviar eso a la familia de
mi esposa! Y suponiendo que una enfermedad de la que me contagié en el extranjero
me hubiera desquiciado, y que la enfermedad del pequeño fuera consecuencia de
ello, ¿cómo es que mi mujer no se contagió, eh? ¡Tu texto lo sugiere y se lo
has enviado a ella también! ¡Quiero creer que tú no crees una palabra de todas
esas calumnias, mi enfermedad, mi locura…! ¿A no ser que hayas vuelto a la
vieja escenita de la locura? ¡Es un truco demasiado viejo; nadie se dejará
engañar! Admitamos que lo has vuelto a hacer, que tu locura presenta todos los
síntomas de autenticidad, los suficientes para engañar a alguien, créeme madre,
ya no sería una falsa locura; es que te habrías vuelto loca de verdad… Madre,
madre, ¿por qué sigues callada? ¿Por qué escondes el manuscrito y mis notas?
¿De qué tienes miedo? ¿De que si escribo y publico algo sobre mi padre, toda la
gente que conoce a nuestra familia piense que estaba loco y que, puesto que su
sangre corre por las venas de su descendencia, mi hijo es la prueba clara,
concreta e irrefutable de ello? ¿Es eso…? ¿Miedo de que mis hermanos y hermanas
se sientan humillados? Pero ¿no te das cuenta de que con su fingida locura, por
una parte, y al propagar que es una enfermedad sucia lo que me ha hecho
enloquecer, por otra, el resultado aún puede ser peor? No, yo no creo que mi
padre muriera de locura; tan sólo quiero saber qué fue de él.
En aquella época mis hermanos mayores estaban
en el ejército; los pequeños, y mis hermanas, eran crios; soy el único que se
acuerda de nuestro padre y de su muerte en el trastero donde se había recluido.
Quiero saber qué sucedió. ¿Por qué cuando te hablo de ello te escondes tras el
silencio? ¿Por qué finges haber perdido la razón…? ¿Te preguntas por qué soy el
único de tus hijos que se preocupa hasta la obstinación de los últimos años y
de la muerte de padre? ¡Pero es que para mí es tremendamente necesario! Siempre
me contestabas con evasivas: “¿Por qué me hablas ahora de esto? ¡Tus hermanos y
hermanas tienen en la cabeza cosas más importantes!” Pero la verdad es que para
mí es muy importante, madre, el conocer hasta el último detalle de esta
historia, de lo contrario, presiento que un día u otro yo mismo voy a terminar
encerrándome a vivir en mi propio trastero; y luego, un buen día, soltaré un
grito y a la mañana siguiente mi esposa le dirá a Eeyore lo que tú me dijiste
aquella mañana: “Tu padre ha muerto. No quiero que llores, ni que escupas, ni
que hagas tus necesidades, mayores o menores, sin una razón poderosa, mirando
al oeste…”.
Madre,
seguro que te acuerdas muchas cosas sobre mi padre. ¿No le has dicho a mi
esposa que si me pierdo en relatos idealizados, tal como hacía mi padre en sus
últimos años, no crea una palabra? Todos esos años, él los vivió confinado en
su trastero, sin moverse siquiera, tapándose los ojos y los oídos; ¿no fuiste
tú quien dijo que esta historia de encierro voluntario como protesta contra su
época, como rechazo absoluto a admitir la realidad de la guerra con China, es
decir, contra un país al que veneraba, era pura y simple invención, y que no se
debía más que a una mente enloquecida? ¿Acaso no te percataste de que en una
época en la que el abastecimiento era escaso, él se atiborraba de todo lo que
tenia al alcance de su mano, sin que tuviera que moverse para ello —pues lo
único que podía mover era la boca—,y que cuando murió no era más que un saco de
grasa? ¿No querrás insinuar que si no salía del trastero era porque sentía
vergüenza? Todo esto se lo contaste a mi esposa; entonces, ¿por qué negarme a
mí la menor confidencia sobre mi padre? ¿Por qué escamoteaste las notas que iba
tomando cuando me acordaba de algo?
Y la mañana en que una ilusión hizo creer a mi
esposa que estaba apunto de colgarme, ¿qué le dijiste? Que mi padre jamás hacía
nada “en serio”, que sabías que, hiciera lo que hiciera, no era más que una
“comedia”, ya que él siempre se decía, al emprender algo: “Esto no va en
serio”; que nada le afectaba; que no se daba cuenta de nada, y que cuando al
fin se daba cuenta de algo, ya era demasiado tarde. Esas cosas que, según tú,
no hacía “en serio”, ¿qué cosas eran? ¿Qué quiere decir eso de “demasiado
tarde”? ¡Madre, si te empeñas en quedarte callada como una tumba, te voy a
contar algunas de mis reflexiones: yo también, como mi padre, y con tapones en
los oídos, engordaré enormemente —ya lo estoy un poco—, y cuando me vaya al
otro barrio soltando un grito, ¿tu intención es la de consolar a mi viuda
repitiendo una y otra vez que el hijo, al igual que el padre, se daba cuenta de
las cosas cuando ya era demasiado tarde? ¿Pretendes una vez más gritar: “¡Qué
tontería!” con aire de superioridad? Lo he sabido recientemente: ¡mi hijo puede
prescindir de mí para vivir como puede vivir un retrasado mental, lo que
significa que a partir de ahora ya soy libre, que ya no tengo que cuidar de él!
Ahora ya puedo dedicarme por completo a pensar en mi padre; soy libre de
quedarme sentado hasta la muerte, como él, en un sillón mecánico de barbero, en
la oscuridad de un trastero. ¿Por qué, madre, no me respondes más que con un
silencio que me hace sentir rechazado?
Ya te lo he dicho, sólo quiero una cosa: la
verdad sobre los últimos años de mi padre. No pretendo escribir su biografía;
aunque me lo permitieras, me comprometo a no publicar nada. Entonces, madre,
¿aún te niegas a hablarme? Si no me crees cuando te digo que lo único que
quiero es conocer la verdad del pasado, te diré que, si se me antojara, podría
redactar una biografía inventada de mi padre, con locura y suicidio, y
publicarla. Y si lo hiciera, podrían llegar a arruinarte comprando papel para
tus circulares y en gastos de impresión y envío; nunca me vencerías, siempre
habría gente que me creería a mí antes que a ti. Por eso, el recuperar mi
manuscrito y mis notas para mí es secundario; lo importante es saber la verdad
por ti… No te miento, si no me devuelves el manuscrito, soy capaz de recitarlo
de memoria: “Si mi padre se ha recluido en una existencia de encierro
totalmente voluntario…”
Tranquilamente,
pero con firmeza, colgaron. Pálido de frío y de desesperación, el obeso volvió
a la cama, donde, con el embozo hasta la cabeza, se pasó un buen rato tiritando.
Al igual que la noche de la terrible experiencia en el estanque de los osos,
lloró suavemente, a escondidas. Soñó que hacía una eternidad que no había oído
el sonido de la voz materna. Había sido a su esposa a quien su madre había
contado lo de su padre. Pero ¿cuándo había oído a su madre hablar de su padre?
Imposible de recordar. Según su esposa, su madre sólo evocaba a su marido
llamándolo “AQUÉL…” “AQUÉL…”; “The man…”. Aquello le hizo recordar un pasaje de
un poema de guerra de un poeta inglés en el que “Man” empezaba con mayúsculas.
Más que una reminiscencia del pasado, se trataba de una presencia de cada
instante. Como algunos cánticos de la secta “Tierra Pura” entonados por su
abuela hasta que murió, aquel poema formaba parte de su cuerpo y de su alma,
como una plegaria. Aquello se convirtió para él en la súplica de “AQUÉL” en lo
más penoso del conflicto en que su padre vio morir, uno tras otro, a sus amigos
chinos:”The voice of Man: O, teach us to outgrow our madness.” Si esta frase
—”Dinos cómo sobrevivir a nuestra locura”— fuera la de “AQUÉL”, llegaba a la
conclusión el hombre gordo, entonces “nuestra locura” sería a la vez la suya y
la mía.
Mientras
murmuraba esos versos como una plegaria,”nuestra locura” era para él la suya y
la de su hijo Eeyore. Pero ahora esas palabras no podían concernir más que a
“AQUÉL” y a él mismo, únicamente. “AQUÉL”, con su pesada masa encastrada en el
sillón de barbero en el fondo del trastero, había ocultado sus ojos y sus oídos
y repetía infatigablemente esta plegaria: “Dinos, por favor, cómo sobrevivir,
él y yo, a nuestra locura.” El obeso se aferraba, obstinado y apasionadamente,
a esta idea: “La locura de AQUÉL también es mi locura.” A partir de ese
momento, en su conciencia, toda preocupación por su hijo era vana. ¿Con qué
derecho su madre cortaba el hilo que comunicaba su locura con la de su padre?
El hombre gordo ya no lloraba, temblaba, pero no de frío, sino de rabia, hasta
tal punto que incluso las sábanas llegaron a emitir un ligero ruido de
fricción. En esta nueva perspectiva, incluso las emociones que vivió al borde
del estanque de los osos quedaban al margen de toda interdependencia entre su
hijo Eeyore y él. En la medida en que esta aventura lo arrancó de la esclavitud
que le venía impuesta por la existencia de su hijo, le pareció que el suceso
tuvo un efecto positivo. Lo que ahora avivaba su rabia era su madre, que le
había impedido sistemáticamente descubrir el sentido real de la invocación:
“Dinos cómo sobrevivir a nuestra locura”, proferida por AQUÉL en un momento en
el que quizá estaba punto de obtener una respuesta, y entonces se veía a un
paso de perder la razón, como si por segunda vez alguien lo arrojara a un
charco donde le aguardaba un oso blanco rechinando las mandíbulas.
Volvió
a dormirse; pero en sus sueños la rabia seguía ardiente. Su mano febril estaba
sólidamente presa por la de un gigante grande como un hipopótamo que le daba la
espalda, sentado en un sillón de barbero, al fondo de un trastero oscuro. La
rabia se transmitía a toda velocidad de uno a otro, como una corriente alterna,
utilizando como “bobina” las dos manos encajadas,— aunque, por mucho que
esperara, el gigante furioso permanecía sin inmutarse mirando hacia la penumbra
y en ningún momento se giraba el pequeño obeso que era él. Cuando despertó, el
hombre gordo aún estaba más decidido a enfrentarse a su madre en un asalto
decisivo. Se juró volver a escribir la historia de los últimos años de AQUÉL y
de su locura, que iniciaría investigaciones en torno a ese “sobrevivir a
nuestra locura”, es decir, la de AQUÉL y la suya. Sin embargo, una vez más, su
madre tomó la iniciativa en el ataque. Durante la noche perdida entre sollozos,
rabia y sueños, ella fue lo bastante lista para tomar medidas y estudiar un
plan, y al amanecer elaboró el texto de una nueva circular en la cual,
rompiendo el silencio que había guardado durante veinte años, habló de su
difunto marido. Dos días después de la llamada telefónica del hombre gordo,
llegó a su domicilio (él no estaba en casa) un sobre certificado: su madre le
enviaba sus notas y el manuscrito en el que había querido plasmar a todo precio
la existencia de su padre. Días más tarde, únicamente con el retraso de la
impresión, el cartero entregó a su esposa —siempre certificada— una circular
claramente redactada durante la noche en la que el hombre gordo telefoneó a su
madre.
No
hace mucho le puse al corriente de que mi tercer hijo había perdido la cordura:
me equivoqué, y le pido que no lo tenga en cuenta. Puesto que ha llegado el
momento, le contaré lo que recuerdo: mi difunto marido, implicado en la conjura
del grupo de oficiales…, que terminó en fracaso, llegó a la escalofriante
conclusión de que la única salida era el asesinato de Su Majestad el Emperador.
Fue la naturaleza de este hecho monstruoso lo que lo condujo a recluirse en el
trastero, que permaneció tapiado hasta su muerte. Ésta se debió a una
insuficiencia cardiaca; el certificado de defunción fue extendido y se
encuentra en el ayuntamiento. Esto es todo lo que tenía que comunicarle.
Firmado:
X
Invierno
de 196…
“¿Siempre
habrá alguien
dispuesto
a salvar al pueblo?
Cierro
los ojos y sueño
con
un mundo sin conspiradores…”
CHOKU
La
primera circular, aparentemente, no había impresionado a la mujer del hombre
gordo; la segunda, en cambio, le conmovió hasta lo más profundo de su ser. Se
pasó toda una tarde leyéndola y releyéndola, sin decirle una palabra a su
marido. Sólo cuando se vio incapaz de sacar ninguna conclusión le informó de su
llegada, él leyó el texto en silencio, y como se quedó callado con aire
preocupado, ella le preguntó:
—¿Recuerdas,
verdad, lo que tu madre me contó; que no creyera una palabra de los relatos
idealizados que me hicieras de los últimos años de tu padre? Y dado que ella,
hasta ahora, no había hablado de ese asunto, ¿no crees que si se ha decidido a
hacerlo es porque con tus ataques has provocado su odio? ¿No se trata de la
expresión de una voluntad de repudiarte, como cuando decía: “Si imitas a tu
padre y al final terminas como él, yo me lavo las manos”?
En
realidad, era otro aspecto de la circular lo que sorprendió al hombre gordo; y
si permanecía en silencio, era para digerir el golpe que había recibido. Tal
golpe —se dio cuenta inmediatamente al leerla—, como el que sintió a través de
su hijo Eeyore, tocó la fibra más sensible de su ser, hasta dejarlo sin habla.
Durante algunos días, buceando en sus recuerdos de niño, en todo lo que pudo
ver u oír, intentó discernir lo que no encajaba en la imagen de su padre tal y
como pretendía plasmarla el comunicado de su madre. Sin embargo, no encontró
nada en los detalles recopilados en la biografía de su padre que estuviera en
flagrante contradicción con el contenido de la circular. Su abuela le había
contado que su padre, acometido por un sable por un hombre que quería
asesinarlo, no pudo salvarse más que renunciando a defenderse y permaneciendo
mucho tiempo sin moverse en la oscuridad del trastero tapiado. El asesino
estaría de acuerdo con el grupo de jóvenes oficiales del complot inducido por
su padre y X. Se trataba, sin duda, de un personaje desprovisto de
determinación y osadía, al igual que su padre, tanto si se trataba de un
levantamiento armado como de emprender una acción individual. Echó una ojeada
al interior de la guarida donde se encontraba otro ser tan cobarde como él y le
amenazó con algunos molinetes, aunque en realidad nunca tuvo la intención de
pasar de ahí. Aún quedaba el drama que conmemoraba el alzamiento de X, una de
las cosas que enriquecían la imaginación del hombre gordo desde la
adolescencia: las viudas de los jóvenes oficiales arrastrados a la rebelión,
treinta y cinco años más tarde no eran más que viejas asiladas en un hospicio;
sin embargo, volviendo a ser las jóvenes esposas de antaño, atacaban puñal en
mano a un personaje sentado en un sillón de barbero y que les daba la espalda;
era la “Suprema Autoridad”, que fríamente había abandonado a los jóvenes
oficiales rebeldes: aunque quizá se tratara de un simple ciudadano que, después
de defender el programa político de los conjurados con su dinero y de apoyar el
movimiento hasta el día del levantamiento, lo hubiera traicionado en el último
momento, negándose a participar en la acción, y por eso se hubiera pasado el
resto de su existencia en su pueblo natal, sin salir del trastero tapiado donde
se había confinado…
Éste
era el desenlace. Este escenario tenía su lejano origen en las cosas que
algunas personas del valle cuchichearon a su oído siendo niño, quizá para
insinuarle lo que decía la circular de su madre. De todas maneras, tenía una
vaga idea de que su padre había tenido que ver con los rebeldes; incluso había
hablado de ello con su esposa: fue cierto tiempo antes, una noche de tormenta;
le contó algo que recordó sobre su padre, algo de lo más normal: una noche de tormenta
como aquélla, su padre le explicó que la vida de los hombres consistía en salir
de las tinieblas y permanecer algún tiempo alrededor de la luz de una vela,
para luego volver cada uno a sus propias tinieblas y desaparecer en ellas.
Durante una semana leyó y releyó la circular de su madre y se sumergió en las
notas y los fragmentos de la biografía de su padre; luego, una mañana, muy
temprano (no es que se levantara temprano, sino que no se acostó en toda la
noche; de hecho, durante toda aquella semana no durmió más que cuatro o cinco
horas cada día y, excepto para comer algo, no abandonó su despacho), salió al
jardín que había detrás de la casa y convirtió en cenizas el montón de papeles
que había escrito sobre su padre.
También
quemó una tarjeta postal que compró en Nueva York y que había clavado en su
mesa de trabajo con una chincheta; representaba una figura de yeso, un
ciclista, que le recordaba a su padre tal y como lo guardaba en su imaginación.
Después de esto, informó a su esposa, de pie mientras preparaba el desayuno,
que había cambiado de idea al respecto de una cuestión acerca de la cual no
habían dejado de discutir: permitir que Eeyore llevara gafas y meterlo en una
institución para niños retrasados. Sabía que, sin decirle nada, su esposa había
llevado de nuevo a Eeyore al oftalmólogo, y que probablemente se había rebajado
a fin de obtener la receta de las gafas especiales que clandestinamente hacía
llevar al niño. Los lazos entre su hijo y él se habían roto: ahora los dos eran
independientes el uno del otro. Y al mismo tiempo podía asegurar que había
puesto distancias entre él y su padre y, como consecuencia, se sentía libre. Su
padre no había perdido el juicio: no existía ninguna relación entre la locura
de su progenitor y la suya. Poco a poco, dejó de llevar a Eeyore en bicicleta
al restaurante donde servían los tallarines en caldo de carne. Al acercarse a
la edad en la que su padre inició su reclusión voluntaria, y aunque sus
preferencias lo llevaban hacia las comidas fuertes y grasientas, como pies de
cerdo a la coreana, las ganas de comer le fueron desapareciendo poco a poco.
Se
propuso adelgazar e iba a la sauna al menos una vez a la semana. Un día de
primavera, hacia el mediodía, mientras se duchaba después de la sauna, vio
delante de él a un desconocido de piel bronceada que le intrigó profundamente.
El vaho que empañaba el espejo sin duda estaba allí por algún motivo: ese
desconocido era él. A fuerza de observar la imagen que llenaba el espejo, fue
advirtiendo en ella numerosos síntomas de desequilibrio mental. Pero, esta vez,
ya no tenía ni hijo ni padre con quienes compartir la locura que se apoderaba
de él cada vez con más fuerza, amenazando con invadirlo por entero. La única
libertad que le quedaba contra esa locura, era la de hacerle frente en
solitario. Había renunciado a escribir la biografía de su padre. En cambio, tan
pronto escribía cartas dirigidas a AQUÉL, aunque estaba claro que ya no existía
en ninguna parte, unas cartas en las que repetía incesantemente: “Dinos, por
favor, cómo sobrevivir a nuestra locura”, como se ponía a escribir algunas
líneas que siempre comenzaban diciendo: “Si inicio una existencia de encierro
voluntario, es porque…” Y, como si se tratara de un testamento, guardó en un cajón
bajo llave aquellas notas que jamás mostró a nadie.
Tomado
del libro Dinos cómo sobrevivir a nuestra locura.
“Para dominar el miedo,
tienes que aislarlo. Y para ello tienes que definir su objeto con precisión”
Kenzaburo
Oé
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