martes, 29 de septiembre de 2015

El diablo. Cuento de Kobo Abe

  
El Diablo
Kobo Abe

Un día encontré una ratonera al fondo del armario. Aunque no recordaba haberla comprado en ningún momento, se me ocurrió probarla, pues se percibía la presencia de ratas desde hacía algunos días; la instalé en un rincón de la habitación con restos de granos de soya fermentada como cebo.

Ese mismo día hubo una presa. Al volver a casa del trabajo, escuché un chillido en la oscuridad. Cuando prendí la luz, vi que quedó atrapado un pequeño animal extraño de color verde azul.

Esta no fue toda mi sorpresa; ese animalito, al voltear a verme, juntó las dos manos como de lagartija y me habló suplicante en un japonés correctísimo, aunque con cierta aspereza:

–¡Sálveme, por favor, se lo ruego, señor! A cambio le voy a satisfacer tres deseos, cualesquiera que sean…

–A ver, déjame decirte que estás cayendo en una contradicción –dije simulando serenidad para controlar la excitación–. Si estás dotado de una capacidad tan envidiable, ¿cómo no te has escapado tú solo de la ratonera?

–Es el castigo que me tocó por un descuido. Hasta satisfacerle tres deseos a mi vencedor, no podré recuperar mi infinita capacidad de transfiguración.

Ciertamente era coherente a su manera. Le quité la tapa, porque de todas maneras no me importaba que me estafara, y resultó que era honesto de verdad.

–Le agradezco muchísimo –dijo con la cara azul, casi morada–. Adelante, señor, ¿cuáles son sus deseos?

–El tiempo, por ejemplo… ¿Qué te parece?

–¿El tiempo?

–El tiempo es oro, como dicen, y estoy tan ocupado todos los días que casi no me queda tiempo para hacer nada, ¿sabes?

–¿Cuánto quiere?

–Cuanto más, mejor…

–De acuerdo, señor.

Al decirlo, el animal alzó los brazos por encima de la cabeza y acercó gradualmente los dedos de las dos manos. En un instante salió de entre las puntas de los dedos una chispa azul que produjo una descarga eléctrica, y se propagó por toda la habitación un fuerte olor a azufre.

–¡No se mueva! –me advirtió el animal con firmeza al verme asustado–. Usted ya dispone de cien veces más de tiempo.

–¿Cien veces más?

–Es lo máximo que le puedo ofrecer. No es tan insignificante como quizás usted crea, ya que la energía está en proporción con el cuadrado de la velocidad, ¿sabe? Con cien veces más de velocidad, tendrá diez mil veces más de energía. Esto quiere decir que usted ya cuenta con una fuerza casi equivalente a la de una avioneta jet… Chist, ¡no se mueva, hágame caso! Un brinco así de golpe puede ser mortal, pues las piernas se harán añicos al destrozar el piso y el cuerpo en reacción saltará al vuelo, quién sabe a dónde, rompiendo el cielo raso como si fuera un cohete.

–¡Carajo, me tendiste una trampa!

–¿Trampa? ¡Cómo se atreve a decir semejante barbaridad! ¿Acaso no sabía esa famosa fórmula: E=1/2 mv2?

–¡Ni la menor idea!

–¡No se mueva, le estoy diciendo!… Pero qué extraño. Esta fórmula está tan divulgada que hasta sale en cualquier texto didáctico a nivel secundaria.

–¡No sé nada de eso! ¡Basta, qué necio eres! Desembrújame ahora mismo, que no soy ningún maniquí… –grité de angustia sin soportar más el estado precario.

–¿Me permite tomarlo como el segundo deseo?

–¡Como quieras! ¡Rápido, hombre!

–Está bien –dijo sonando los dedos–. Relájese, que ya pasó el peligro. Ahora, ¿quiere pasar al último deseo?

Conteniendo las ganas de aplastarlo de un golpe, le repliqué:

–¡Dinero, entonces!

–¿Dinero?

–Ojo por ojo, brutalidad por brutalidad, pues.

–Brutalidad aparte, ¿de veras se conforma con algo tan trivial como el dinero?

–¿Acaso hay otra fórmula inconveniente que te lo impida?

–No, qué va. A mí me da lo mismo si a usted no le importa, señor…

–¡Deja de hacer insinuaciones ambiguas! ¡Dime todo lo que tienes que decir sin dar más rodeos!

–Con mucho gusto se lo digo, si es que lo puedo tomar como el tercer deseo…

Permanecí mudo durante más de diez minutos sin atreverme a romper el silencio. Me sentí mareado, a punto de desmayarme, y terminé gritando desesperado:

–¡Carajo, cuéntame todo!

–Una cosa muy sencilla… –me contestó el animal con un gesto tan ingenuo en su cara como el de una muñeca de plástico–. Sólo quería advertirle que, al hacer tantas compras, no iba a caber todo en esta pequeña habitación, señor.

–¡Maldito diablo!

–¿Diablo? ¡No me insulte, por favor! Soy un extraterrestre auténtico –apenas lo dijo, volteó a hacer una venia de lado–. Hasta aquí la segunda noche de la sección experimental de nuestro curso sobre la psicología terrícola.

Al recorrer la mirada, caí en la cuenta de que había otros dos animalitos del mismo tamaño que cargaban una videocámara para filmarme. En el acto les lancé un tintero. En ese mismo instante se esfumaron tanto la ratonera como los animalitos, dejando tan sólo el eco de una risa sonora…

"La libertad no consiste sólo en seguir la propia voluntad, sino también a veces en huir de ella."
Kobo Abe

El héroe. Corto de Carlos Carrera



El héroe.






Cortometraje de animación del director Carlos Carrera, ganador de la Palma de Oro en el Festival Internacional de Cine de Cannes en su edición de 1994.




Un hombre solitario camina por los andenes del metro entre el irracional gentío. Esperando el convoy del transporte, descubre que una joven intenta suicidarse. (FILMAFFINITY)



sábado, 19 de septiembre de 2015

La caída de la Casa Usher. Cuento de Edgar Allan Poe




La caída de la Casa Usher
Edgar Allan Poe

Durante todo un día de otoño, triste, oscuro, silencioso, cuando las nubes se cernían bajas y pesadas en el cielo, crucé solo, a caballo, una región singularmente lúgubre del país; y, al fin, al acercarse las sombras de la noche, me encontré a la vista de la melancólica Casa Usher. No sé cómo fue, pero a la primera mirada que eché al edificio invadió mi espíritu un sentimiento de insoportable tristeza. Digo insoportable porque no lo atemperaba ninguno de esos sentimientos semiagradables, por ser poéticos, con los cuales recibe el espíritu aun las más austeras imágenes naturales de lo desolado o lo terrible. Miré el escenario que tenía delante -la casa y el sencillo paisaje del dominio, las paredes desnudas, las ventanas como ojos vacíos, los ralos y siniestros juncos, y los escasos troncos de árboles agostados- con una fuerte depresión de ánimo únicamente comparable, como sensación terrena, al despertar del fumador de opio, la amarga caída en la existencia cotidiana, el horrible descorrerse del velo. Era una frialdad, un abatimiento, un malestar del corazón, una irremediable tristeza mental que ningún acicate de la imaginación podía desviar hacia forma alguna de lo sublime. ¿Qué era -me detuve a pensar-, qué era lo que así me desalentaba en la contemplación de la Casa Usher? Misterio insoluble; y yo no podía luchar con los sombríos pensamientos que se congregaban a mi alrededor mientras reflexionaba. Me vi obligado a incurrir en la insatisfactoria conclusión de que mientras hay, fuera de toda duda, combinaciones de simplísimos objetos naturales que tienen el poder de afectarnos así, el análisis de este poder se encuentra aún entre las consideraciones que están más allá de nuestro alcance. Era posible, reflexioné, que una simple disposición diferente de los elementos de la escena, de los detalles del cuadro, fuera suficiente para modificar o quizá anular su poder de impresión dolorosa; y, procediendo de acuerdo con esta idea, empujé mi caballo a la escarpada orilla de un estanque negro y fantástico que extendía su brillo tranquilo junto a la mansión; pero con un estremecimiento aún más sobrecogedor que antes contemplé la imagen reflejada e invertida de los juncos grises, y los espectrales troncos, y las vacías ventanas como ojos.

En esa mansión de melancolía, sin embargo, proyectaba pasar algunas semanas. Su propietario, Roderick Usher, había sido uno de mis alegres compañeros de adolescencia; pero muchos años habían transcurrido desde nuestro último encuentro. Sin embargo, acababa de recibir una carta en una región distinta del país -una carta suya-, la cual, por su tono exasperadamente apremiante, no admitía otra respuesta que la presencia personal. La escritura denotaba agitación nerviosa. El autor hablaba de una enfermedad física aguda, de un desorden mental que le oprimía y de un intenso deseo de verme por ser su mejor y, en realidad, su único amigo personal, con el propósito de lograr, gracias a la jovialidad de mi compañía, algún alivio a su mal. La manera en que se decía esto y mucho más, este pedido hecho de todo corazón, no me permitieron vacilar y, en consecuencia, obedecí de inmediato al que, no obstante, consideraba un requerimiento singularísimo.

Aunque de muchachos habíamos sido camaradas íntimos, en realidad poco sabía de mi amigo. Siempre se había mostrado excesivamente reservado. Yo sabía, sin embargo, que su antiquísima familia se había destacado desde tiempos inmemoriales por una peculiar sensibilidad de temperamento desplegada, a lo largo de muchos años, en numerosas y elevadas concepciones artísticas y manifestada, recientemente, en repetidas obras de caridad generosas, aunque discretas, así como en una apasionada devoción a las dificultades más que a las bellezas ortodoxas y fácilmente reconocibles de la ciencia musical. Conocía también el hecho notabilísimo de que la estirpe de los Usher, siempre venerable, no había producido, en ningún periodo, una rama duradera; en otras palabras, que toda la familia se limitaba a la línea de descendencia directa y siempre, con insignificantes y transitorias variaciones, había sido así. Esta ausencia, pensé, mientras revisaba mentalmente el perfecto acuerdo del carácter de la propiedad con el que distinguía a sus habitantes, reflexionando sobre la posible influencia que la primera, a lo largo de tantos siglos, podía haber ejercido sobre los segundos, esta ausencia, quizá, de ramas colaterales, y la consiguiente transmisión constante de padre a hijo, del patrimonio junto con el nombre, era la que, al fin, identificaba tanto a los dos, hasta el punto de fundir el título originario del dominio en el extraño y equívoco nombre de Casa Usher, nombre que parecía incluir, entre los campesinos que lo usaban, la familia y la mansión familiar.
He dicho que el solo efecto de mi experimento un tanto infantil -el de mirar en el estanque- había ahondado la primera y singular impresión. No cabe duda de que la conciencia del rápido crecimiento de mi superstición -pues, ¿por qué no he de darle este nombre?- servía especialmente para acelerar su crecimiento mismo. Tal es, lo sé de antiguo, la paradójica ley de todos los sentimientos que tienen como base el terror. Y debe de haber sido por esta sola razón que, cuando de nuevo alcé los ojos hacia la casa desde su imagen en el estanque, surgió en mi mente una extraña fantasía, fantasía tan ridícula, en verdad, que sólo la menciono para mostrar la vívida fuerza de las sensaciones que me oprimían. Mi imaginación estaba excitada al punto de convencerme de que se cernía sobre toda la casa y el dominio una atmósfera propia de ambos y de su inmediata vecindad, una atmósfera sin afinidad con el aire del cielo, exhalada por los árboles marchitos, por los muros grises, por el estanque silencioso, un vapor pestilente y místico, opaco, pesado, apenas perceptible, de color plomizo.

Sacudiendo de mi espíritu eso que tenía que ser un sueño, examiné más de cerca el verdadero aspecto del edificio. Su rasgo dominante parecía ser una excesiva antigüedad. Grande era la decoloración producida por el tiempo. Menudos hongos se extendían por toda la superficie, suspendidos desde el alero en una fina y enmarañada tela de araña. Pero esto nada tenía que ver con ninguna forma de destrucción. No había caído parte alguna de la mampostería, y parecía haber una extraña incongruencia entre la perfecta adaptación de las partes y la disgregación de cada piedra. Esto me recordaba mucho la aparente integridad de ciertos maderajes que se han podrido largo tiempo en alguna cripta descuidada, sin que intervenga el soplo del aire exterior. Aparte de este indicio de ruina general la fábrica daba pocas señales de inestabilidad. Quizá el ojo de un observador minucioso hubiera podido descubrir una fisura apenas perceptible que, extendiéndose desde el tejado del edificio, en el frente, se abría camino pared abajo, en zig-zag, hasta perderse en las sombrías aguas del estanque.

Mientras observaba estas cosas cabalgué por una breve calzada hasta la casa. Un sirviente que aguardaba tomó mi caballo, y entré en la bóveda gótica del vestíbulo. Un criado de paso furtivo me condujo desde allí, en silencio, a través de varios pasadizos oscuros e intrincados, hacia el gabinete de su amo. Mucho de lo que encontré en el camino contribuyó, no sé cómo, a avivar los vagos sentimientos de los cuales he hablado ya. Mientras los objetos circundantes -los relieves de los cielorrasos, los oscuros tapices de las paredes, el ébano negro de los pisos y los fantasmagóricos trofeos heráldicos que rechinaban a mi paso- eran cosas a las cuales, o a sus semejantes, estaba acostumbrado desde la infancia, mientras cavilaba en reconocer lo familiar que era todo aquello, me asombraban por lo insólitas las fantasías que esas imágenes no habituales provocaban en mí. En una de las escaleras encontré al médico de la familia. La expresión de su rostro, pensé, era una mezcla de baja astucia y de perplejidad. El criado abrió entonces una puerta y me dejó en presencia de su amo.

La habitación donde me hallaba era muy amplia y alta. Tenía ventanas largas, estrechas y puntiagudas, y a distancia tan grande del piso de roble negro, que resultaban absolutamente inaccesibles desde dentro. Débiles fulgores de luz carmesí se abrían paso a través de los cristales enrejados y servían para diferenciar suficientemente los principales objetos; los ojos, sin embargo, luchaban en vano para alcanzar los más remotos ángulos del aposento, a los huecos del techo abovedado y esculpido. Oscuros tapices colgaban de las paredes. El moblaje general era profuso, incómodo, antiguo y destartalado. Había muchos libros e instrumentos musicales en desorden, que no lograban dar ninguna vitalidad a la escena. Sentí que respiraba una atmósfera de dolor. Un aire de dura, profunda e irremediable melancolía lo envolvía y penetraba todo.

A mi entrada, Usher se incorporó de un sofá donde estaba tendido cuan largo era y me recibió con calurosa vivacidad, que mucho tenía, pensé al principio, de cordialidad excesiva, del esfuerzo obligado del hombre de mundo ennuyé. Pero una mirada a su semblante me convenció de su perfecta sinceridad. Nos sentamos y, durante unos instantes, mientras no hablaba, lo observé con un sentimiento en parte de compasión, en parte de espanto. ¡Seguramente hombre alguno hasta entonces había cambiado tan terriblemente, en un periodo tan breve, como Roderick Usher! A duras penas pude llegar a admitir la identidad del ser exangüe que tenía ante mí, con el compañero de mi adolescencia. Sin embargo, el carácter de su rostro había sido siempre notable. La tez cadavérica; los ojos, grandes, líquidos, incomparablemente luminosos; los labios, un tanto finos y muy pálidos, pero de una curva extraordinariamente hermosa; la nariz, de delicado tipo hebreo, pero de ventanillas más abiertas de lo que es habitual en ellas; el mentón, finamente modelado, revelador, en su falta de prominencia, de una falta de energía moral; los cabellos, más suaves y más tenues que tela de araña: estos rasgos y el excesivo desarrollo de la región frontal constituían una fisonomía difícil de olvidar. Y ahora la simple exageración del carácter dominante de esas facciones y de su expresión habitual revelaban un cambio tan grande, que dudé de la persona con quien estaba hablando. La palidez espectral de la piel, el brillo milagroso de los ojos, por sobre todas las cosas me sobresaltaron y aun me aterraron. El sedoso cabello, además, había crecido al descuido y, como en su desordenada textura de telaraña flotaba más que caía alrededor del rostro, me era imposible, aun haciendo un esfuerzo, relacionar su enmarañada apariencia con idea alguna de simple humanidad.

En las maneras de mi amigo me sorprendió encontrar incoherencia, inconsistencia, y pronto descubrí que era motivada por una serie de débiles y fútiles intentos de vencer un azoramiento habitual, una excesiva agitación nerviosa. A decir verdad, ya estaba preparado para algo de esta naturaleza, no menos por su carta que por reminiscencias de ciertos rasgos juveniles y por las conclusiones deducidas de su peculiar conformación física y su temperamento. Sus gestos eran alternativamente vivaces y lentos. Su voz pasaba de una indecisión trémula (cuando su espíritu vital parecía en completa latencia) a esa especie de concisión enérgica, esa manera de hablar abrupta, pesada, lenta, hueca; a esa pronunciación gutural, densa, equilibrada, perfectamente modulada que puede observarse en el borracho perdido o en el opiómano incorregible durante los periodos de mayor excitación.

Así me habló del objeto de mi visita, de su vehemente deseo de verme y del solaz que aguardaba de mí. Abordó con cierta extensión lo que él consideraba la naturaleza de su enfermedad. Era, dijo, un mal constitucional y familiar, y desesperaba de hallarle remedio; una simple afección nerviosa, añadió de inmediato, que indudablemente pasaría pronto. Se manifestaba en una multitud de sensaciones anormales. Algunas de ellas, cuando las detalló, me interesaron y me desconcertaron, aunque sin duda tuvieron importancia los términos y el estilo general del relato. Padecía mucho de una acuidad mórbida de los sentidos; apenas soportaba los alimentos más insípidos; no podía vestir sino ropas de cierta textura; los perfumes de todas las flores le eran opresivos; aun la luz más débil torturaba sus ojos, y sólo pocos sonidos peculiares, y éstos de instrumentos de cuerda, no le inspiraban horror.

Vi que era un esclavo sometido a una suerte anormal de terror. "Moriré -dijo-, tengo que morir de esta deplorable locura. Así, así y no de otro modo me perderé. Temo los sucesos del futuro, no por sí mismos, sino por sus resultados. Me estremezco pensando en cualquier incidente, aun el más trivial, que pueda actuar sobre esta intolerable agitación. No aborrezco el peligro, como no sea por su efecto absoluto: el terror. En este desaliento, en esta lamentable condición, siento que tarde o temprano llegará el periodo en que deba abandonar vida y razón a un tiempo, en alguna lucha con el torvo fantasma: el miedo."

Conocí además por intervalos, y a través de insinuaciones interrumpidas y ambiguas, otro rasgo singular de su condición mental. Estaba dominado por ciertas impresiones supersticiosas relativas a la morada que ocupaba y de donde, durante muchos años, nunca se había aventurado a salir, supersticiones relativas a una influencia cuya supuesta energía fue descrita en términos demasiado sombríos para repetirlos aquí; influencia que algunas peculiaridades de la simple forma y material de la casa familiar habían ejercido sobre su espíritu, decía, a fuerza de soportarlas largo tiempo; efecto que el aspecto físico de los muros y las torrecillas grises y el oscuro estanque en el cual éstos se miraban había producido, a la larga, en la moral de su existencia.

Admitía, sin embargo, aunque con vacilación, que podía buscarse un origen más natural y más palpable a mucho de la peculiar melancolía que así lo afectaba: la cruel y prolongada enfermedad, la disolución evidentemente próxima de una hermana tiernamente querida, su única compañía durante muchos años, su último y solo pariente sobre la tierra. "Su muerte -decía con una amargura que nunca podré olvidar- hará de mí (de mí, el desesperado, el frágil) el último de la antigua raza de los Usher." Mientras hablaba, Madeline (que así se llamaba) pasó lentamente por un lugar apartado del aposento y, sin notar mi presencia, desapareció. La miré con extremado asombro, no desprovisto de temor, y sin embargo me es imposible explicar estos sentimientos. Una sensación de estupor me oprimió, mientras seguía con la mirada sus pasos que se alejaban. Cuando por fin una puerta se cerró tras ella, mis ojos buscaron instintiva y ansiosamente el semblante del hermano, pero éste había hundido la cara entre las manos y sólo pude percibir que una palidez mayor que la habitual se extendía en los dedos descarnados, por entre los cuales se filtraban apasionadas lágrimas.

La enfermedad de Madeline había burlado durante mucho tiempo la ciencia de sus médicos. Una apatía permanente, un agotamiento gradual de su persona y frecuentes aunque transitorios accesos de carácter parcialmente cataléptico eran el diagnóstico insólito. Hasta entonces había soportado con firmeza la carga de su enfermedad, negándose a guardar cama; pero, al caer la tarde de mi llegada a la casa, sucumbió (como me lo dijo esa noche su hermano con inexpresable agitación) al poder aplastante del destructor, y supe que la breve visión que yo había tenido de su persona sería probablemente la última para mí, que nunca más vería a Madeline, por lo menos en vida.

En los varios días posteriores, ni Usher ni yo mencionamos su nombre, y durante este periodo me entregué a vehementes esfuerzos para aliviar la melancolía de mi amigo. Pintábamos y leíamos juntos; o yo escuchaba, como en un sueño, las extrañas improvisaciones de su elocuente guitarra. Y así, a medida que una intimidad cada vez más estrecha me introducía sin reserva en lo más recóndito de su alma, iba advirtiendo con amargura la futileza de todo intento de alegrar un espíritu cuya oscuridad, como una cualidad positiva, inherente, se derramaba sobre todos los objetos del universo físico y moral, en una incesante irradiación de tinieblas.

Siempre tendré presente el recuerdo de las muchas horas solemnes que pasé a solas con el amo de la Casa Usher. Sin embargo, fracasaría en todo intento de dar una idea sobre el exacto carácter de los estudios o las ocupaciones a los cuales me inducía o cuyo camino me mostraba. Una idealidad exaltada, enfermiza, arrojaba un fulgor sulfúreo sobre todas las cosas. Sus largos e improvisados cantos fúnebres resonarán eternamente en mis oídos. Entre otras cosas, conservo dolorosamente en la memoria cierta singular perversión y amplificación del extraño aire del último vals de Von Weber. De las pinturas que nutrían su laboriosa imaginación y cuya vaguedad crecía a cada pincelada, vaguedad que me causaba un estremecimiento tanto más penetrante, cuanto que ignoraba su causa; de esas pinturas (tan vívidas que aún tengo sus imágenes ante mí) sería inútil mi intento de presentar algo más que la pequeña porción comprendida en los límites de las meras palabras escritas. Por su extremada simplicidad, por la desnudez de sus diseños, atraían la atención y la subyugaban. Si jamás un mortal pintó una idea, ese mortal fue Roderick Usher. Para mí, al menos -en las circunstancias que entonces me rodeaban-, surgía de las puras abstracciones que el hipocondríaco lograba proyectar en la tela, una intensidad de intolerable espanto, cuya sombra nunca he sentido, ni siquiera en la contemplación de las fantasías de Fuseli, resplandecientes, por cierto, pero demasiado concretas.

Una de las fantasmagóricas concepciones de mi amigo, que no participaba con tanto rigor del espíritu de abstracción, puede ser vagamente esbozada, aunque de una manera indecisa, débil, en palabras. El pequeño cuadro representaba el interior de una bóveda o túnel inmensamente largo, rectangular, con paredes bajas, lisas, blancas, sin interrupción ni adorno alguno. Ciertos elementos accesorios del diseño servían para dar la idea de que esa excavación se hallaba a mucha profundidad bajo la superficie de la tierra. No se observaba ninguna saliencia en toda la vasta extensión, ni se discernía una antorcha o cualquier otra fuente artificial de luz; sin embargo, flotaba por todo el espacio una ola de intensos rayos que bañaban el conjunto con un esplendor inadecuado y espectral.

He hablado ya de ese estado mórbido del nervio auditivo que hacía intolerable al paciente toda música, con excepción de ciertos efectos de instrumentos de cuerda. Quizá los estrechos límites en los cuales se había confinado con la guitarra fueron los que originaron, en gran medida, el carácter fantástico de sus obras. Pero no es posible explicar de la misma manera la fogosa facilidad de sus impromptus. Debían de ser -y lo eran, tanto las notas como las palabras de sus extrañas fantasías (pues no pocas veces se acompañaba con improvisaciones verbales rimadas)-, debían de ser los resultados de ese intenso recogimiento y concentración mental a los cuales he aludido antes y que eran observables sólo en ciertos momentos de la más alta excitación mental. Recuerdo fácilmente las palabras de una de esas rapsodias. Quizá fue la que me impresionó con más fuerza cuando la dijo, porque en la corriente interna o mística de su sentido creí percibir, y por primera vez, una acabada conciencia por parte de Usher de que su encumbrada razón vacilaba sobre su trono. Los versos, que él tituló El palacio encantado, decían poco más o menos así:

En el más verde de los valles
que habitan ángeles benéficos,
erguíase un palacio lleno
de majestad y hermosura.
¡Dominio del rey Pensamiento,
allí se alzaba!
Y nunca un serafín batió sus alas
sobre cosa tan bella.

Amarillos pendones, sobre el techo
flotaban, áureos y gloriosos
(todo eso fue hace mucho,
en los más viejos tiempos);
y con la brisa que jugaba
en tan gozosos días,
por las almenas se expandía
una fragancia alada.

Y los que erraban en el valle,
por dos ventanas luminosas
a los espíritus veían
danzar al ritmo de laúdes,
en torno al trono donde
(¡porfirogéneto!)
envuelto en merecida pompa,
sentábase el señor del reino.

Y de rubíes y de perlas
era la puerta del palacio,
de donde como un río fluían,
fluían centelleando,
los Ecos, de gentil tarea:
la de cantar con altas voces
el genio y el ingenio
de su rey soberano.

Mas criaturas malignas invadieron,
vestidas de tristeza, aquel dominio.
(¡Ah, duelo y luto! ¡Nunca más
nacerá otra alborada!)
Y en torno del palacio, la hermosura
que antaño florecía entre rubores,
es sólo una olvidada historia
sepulta en viejos tiempos.

Y los viajeros, desde el valle,
por las ventanas ahora rojas,
ven vastas formas que se mueven
en fantasmales discordancias,
mientras, cual espectral torrente,
por la pálida puerta
sale una horrenda multitud que ríe...
pues la sonrisa ha muerto.
Recuerdo bien que las sugestiones nacidas de esta balada nos lanzaron a una corriente de pensamientos donde se manifestó una opinión de Usher que menciono, no por su novedad (pues otros hombres han pensado así), sino para explicar la obstinación con que la defendió. En líneas generales afirmaba la sensibilidad de todos los seres vegetales. Pero en su desordenada fantasía la idea había asumido un carácter más audaz e invadía, bajo ciertas condiciones, el reino de lo inorgánico. Me faltan palabras para expresar todo el alcance, o el vehemente abandono de su persuasión. La creencia, sin embargo, se vinculaba (como ya lo he insinuado) con las piedras grises de la casa de sus antepasados. Las condiciones de la sensibilidad habían sido satisfechas, imaginaba él, por el método de colocación de esas piedras, por el orden en que estaban dispuestas, así como por los numerosos hongos que las cubrían y los marchitos árboles circundantes, pero, sobre todo, por la prolongación inmodificada de este orden y su duplicación en las quietas aguas del estanque. Su evidencia -la evidencia de esa sensibilidad- podía comprobarse, dijo (y al oírlo me estremecí), en la gradual pero segura condensación de una atmósfera propia en torno a las aguas y a los muros. El resultado era discernible, añadió, en esa silenciosa, mas importuna y terrible influencia que durante siglos había modelado los destinos de la familia, haciendo de él eso que ahora estaba yo viendo, eso que él era. Tales opiniones no necesitan comentario, y no haré ninguno.

Nuestros libros -los libros que durante años constituyeran no pequeña parte de la existencia intelectual del enfermo- estaban, como puede suponerse, en estricto acuerdo con este carácter espectral. Estudiábamos juntos obras tales como el Verver et Chartreuse, de Gresset; el Belfegor, de Maquiavelo; Del cielo y del infierno, de Swedenborg; el Viaje subterráneo de Nicolás Klim, de Holberg; la Quiromancia de Robert Flud, de Jean D'Indaginé y De la Chambre; el Viaje a la distancia azul, de Tieck; y La ciudad del sol, de Campanella. Nuestro libro favorito era un pequeño volumen en octavo del Directorium Inquisitorium, del dominico Eymeric de Gironne, y había pasajes de Pomponius Mela sobre los viejos sátiros africanos y egibanos, con los cuales Usher soñaba horas enteras. Pero encontraba su principal deleite en la lectura cuidadosa de un rarísimo y curioso libro gótico en cuarto -el manual de una iglesia olvidada-, las Vigiliæ Mortuorum Chorum Eclesiæ Maguntiæ.

No podía dejar de pensar en el extraño ritual de esa obra y en su probable influencia sobre el hipocondríaco, cuando una noche, tras informarme bruscamente que Madeline había dejado de existir, declaró su intención de preservar su cuerpo durante quince días (antes de su inhumación definitiva) en una de las numerosas criptas del edificio. El humano motivo que alegaba para justificar esta singular conducta no me dejó en libertad de discutir. El hermano había llegado a esta decisión (así me dijo) considerando el carácter insólito de la enfermedad de la difunta, ciertas importunas y ansiosas averiguaciones por parte de sus médicos, la remota y expuesta situación del cementerio familiar. No he de negar que, cuando evoqué el siniestro aspecto de la persona con quien me cruzara en la escalera el día de mi llegada a la casa, no tuve deseo de oponerme a lo que consideré una precaución inofensiva y en modo alguno extraña.

A pedido de Usher, lo ayudé personalmente en los preparativos de la sepultura temporaria. Ya en el ataúd, los dos solos llevamos el cuerpo a su lugar de descanso. La cripta donde lo depositamos (por tanto tiempo clausurada que las antorchas casi se apagaron en su atmósfera opresiva, dándonos poca oportunidad para examinarla) era pequeña, húmeda y desprovista de toda fuente de luz; estaba a gran profundidad, justamente bajo la parte de la casa que ocupaba mi dormitorio. Evidentemente había desempeñado, en remotos tiempos feudales, el siniestro oficio de mazmorra, y en los últimos tiempos el de depósito de pólvora o alguna otra sustancia combustible, pues una parte del piso y todo el interior del largo pasillo abovedado que nos llevara hasta allí estaban cuidadosamente revestidos de cobre. La puerta, de hierro macizo, tenía una protección semejante. Su inmenso peso, al moverse sobre los goznes, producía un chirrido agudo, insólito.

Una vez depositada la fúnebre carga sobre los caballetes, en aquella región de horror, retiramos parcialmente hacia un lado la tapa todavía suelta del ataúd, y miramos la cara de su ocupante. Un sorprendente parecido entre el hermano y la hermana fue lo primero que atrajo mi atención, y Usher, adivinando quizá mis pensamientos, murmuró algunas palabras, por las cuales supe que la muerta y él eran mellizos y que entre ambos habían existido siempre simpatías casi inexplicables. Nuestros ojos, sin embargo, no se detuvieron mucho en la muerta, porque no podíamos mirarla sin espanto. El mal que llevara a Madeline a la tumba en la fuerza de la juventud había dejado, como es frecuente en todas las enfermedades de naturaleza estrictamente cataléptica, la ironía de un débil rubor en el pecho y la cara, y esa sonrisa suspicaz, lánguida, que es tan terrible en la muerte. Volvimos la tapa a su sitio, la atornillamos y, asegurada la puerta de hierro, emprendimos camino, con fatiga, hacia los aposentos apenas menos lúgubres de la parte superior de la casa.

Y entonces, transcurridos algunos días de amarga pena, sobrevino un cambio visible en las características del desorden mental de mi amigo. Sus maneras habituales habían desaparecido. Descuidaba u olvidaba sus ocupaciones comunes. Erraba de aposento en aposento con paso presuroso, desigual, sin rumbo. La palidez de su semblante había adquirido, si era posible tal cosa, un tinte más espectral, pero la luminosidad de sus ojos había desaparecido por completo. El tono a veces ronco de su voz ya no se oía, y una vacilación trémula, como en el colmo del terror, caracterizaba ahora su pronunciación. Por momentos, en verdad, pensé que algún secreto opresivo dominaba su mente agitada sin descanso, y que luchaba por conseguir valor suficiente para divulgarlo. Otras veces, en cambio, me veía obligado a reducirlo todo a las meras e inexplicables divagaciones de la locura, pues lo veía contemplar el vacío horas enteras, en actitud de profundísima atención, como si escuchara algún sonido imaginario. No es de extrañarse que su estado me aterrara, que me inficionara. Sentía que a mi alrededor, a pasos lentos pero seguros, se deslizaban las extrañas influencias de sus supersticiones fantásticas y contagiosas.

Al retirarme a mi dormitorio la noche del séptimo u octavo día después de que Madeline fuera depositada en la mazmorra, y siendo ya muy tarde, experimenté de manera especial y con toda su fuerza esos sentimientos. El sueño no se acercaba a mi lecho y las horas pasaban y pasaban. Luché por racionalizar la nerviosidad que me dominaba. Traté de convencerme de que mucho, si no todo lo que sentía, era causado por la desconcertante influencia del lúgubre moblaje de la habitación, de los tapices oscuros y raídos que, atormentados por el soplo de una tempestad incipiente, se balanceaban espasmódicos de aquí para allá sobre los muros y crujían desagradablemente alrededor de los adornos del lecho. Pero mis esfuerzos eran infructuosos. Un temblor incontenible fue invadiendo gradualmente mi cuerpo, y al fin se instaló sobre mi propio corazón un íncubo, el peso de una alarma por completo inmotivada. Lo sacudí, jadeando, luchando, me incorporé sobre las almohadas y, mientras miraba ansiosamente en la intensa oscuridad del aposento, presté atención -ignoro por qué, salvo que me impulsó una fuerza instintiva- a ciertos sonidos ahogados, indefinidos, que llegaban en las pausas de la tormenta, con largos intervalos, no sé de dónde. Dominado por un intenso sentimiento de horror, inexplicable pero insoportable, me vestí aprisa (pues sabía que no iba a dormir más durante la noche) e intenté salir de la lamentable condición en que había caído, recorriendo rápidamente la habitación de un extremo al otro.

Había dado unas pocas vueltas, cuando un ligero paso en una escalera contigua atrajo mi atención. Reconocí entonces el paso de Usher. Un instante después llamaba con un toque suave a mi puerta y entraba con una lámpara. Su semblante tenía, como de costumbre, una palidez cadavérica, pero además había en sus ojos una especie de loca hilaridad, una histeria evidentemente reprimida en toda su actitud. Su aire me espantó, pero todo era preferible a la soledad que había soportado tanto tiempo, y hasta acogí su presencia con alivio.

-¿No lo has visto? -dijo bruscamente, después de echar una mirada a su alrededor, en silencio-. ¿No lo has visto? Pues aguarda, lo verás -y diciendo esto protegió cuidadosamente la lámpara, se precipitó a una de las ventanas y la abrió de par en par a la tormenta.

La ráfaga entró con furia tan impetuosa que estuvo a punto de levantarnos del suelo. Era, en verdad, una noche tempestuosa, pero de una belleza severa, extrañamente singular en su terror y en su hermosura. Al parecer, un torbellino desplegaba su fuerza en nuestra vecindad, pues había frecuentes y violentos cambios en la dirección del viento; y la excesiva densidad de las nubes (tan bajas que oprimían casi las torrecillas de la casa) no nos impedía advertir la viviente velocidad con que acudían de todos los puntos, mezclándose unas con otras sin alejarse. Digo que aun su excesiva densidad no nos impedía advertirlo, y sin embargo no nos llegaba ni un atisbo de la luna o de las estrellas, ni se veía el brillo de un relámpago. Pero las superficies inferiores de las grandes masas de agitado vapor, así como todos los objetos terrestres que nos rodeaban, resplandecían en la luz extranatural de una exhalación gaseosa, apenas luminosa y claramente visible, que se cernía sobre la casa y la amortajaba.

-¡No debes mirar, no mirarás eso! -dije, estremeciéndome, mientras con suave violencia apartaba a Usher de la ventana para conducirlo a un asiento-. Estos espectáculos, que te confunden, son simples fenómenos eléctricos nada extraños, o quizá tengan su horrible origen en el miasma corrupto del estanque. Cerremos esta ventana; el aire está frío y es peligroso para tu salud. Aquí tienes una de tus novelas favoritas. Yo leeré y me escucharás, y así pasaremos juntos esta noche terrible.

El antiguo volumen que había tomado era Mad Trist, de Launcelot Canning; pero lo había calificado de favorito de Usher más por triste broma que en serio, pues poco había en su prolijidad tosca, sin imaginación, que pudiera interesar a la elevada e ideal espiritualidad de mi amigo. Pero era el único libro que tenía a mano, y alimenté la vaga esperanza de que la excitación que en ese momento agitaba al hipocondríaco pudiera hallar alivio (pues la historia de los trastornos mentales está llena de anomalías semejantes) aun en la exageración de la locura que yo iba a leerle. De haber juzgado, a decir verdad, por la extraña y tensa vivacidad con que escuchaba o parecía escuchar las palabras de la historia, me hubiera felicitado por el éxito de mi idea.

Había llegado a esa parte bien conocida de la historia en que Ethelred, el héroe del Trist, después de sus vanos intentos de introducirse por las buenas en la morada del eremita, procede a entrar por la fuerza. Aquí, se recordará, las palabras del relator son las siguientes:

"Y Ethelred, que era por naturaleza un corazón valeroso, y fortalecido, además, gracias al poder del vino que había bebido, no aguardó el momento de parlamentar con el eremita, quien, en realidad, era de índole obstinada y maligna; mas sintiendo la lluvia sobre sus hombros, y temiendo el estallido de la tempestad, alzó resueltamente su maza y a golpes abrió un rápido camino en las tablas de la puerta para su mano con guantelete, y, tirando con fuerza hacia sí, rajó, rompió, lo destrozó todo en tal forma que el ruido de la madera seca y hueca retumbó en el bosque y lo llenó de alarma."

Al terminar esta frase me sobresalté y por un momento me detuve, pues me pareció (aunque en seguida concluí que mi excitada imaginación me había engañado), me pareció que, de alguna remotísima parte de la mansión, llegaba confusamente a mis oídos algo que podía ser, por su exacta similitud, el eco (aunque sofocado y sordo, por cierto) del mismo ruido de rotura, de destrozo que Launcelot había descrito con tanto detalle. Fue, sin duda alguna, la coincidencia lo que atrajo mi atención pues, entre el crujir de los bastidores de las ventanas y los mezclados ruidos habituales de la tormenta creciente, el sonido en sí mismo nada tenía, a buen seguro, que pudiera interesarme o distraerme. Continué el relato:

"Pero el buen campeón Ethelred pasó la puerta y quedó muy furioso y sorprendido al no percibir señales del maligno eremita y encontrar, en cambio, un dragón prodigioso, cubierto de escamas, con lengua de fuego, sentado en guardia delante de un palacio de oro con piso de plata, y del muro colgaba un escudo de bronce reluciente con esta leyenda:

Quien entre aquí, conquistador será;
Quien mate al dragón, el escudo ganará.

"Y Ethelred levantó su maza y golpeó la cabeza del dragón, que cayó a sus pies y lanzó su apestado aliento con un rugido tan hórrido y bronco y además tan penetrante que Ethelred se tapó de buena gana los oídos con las manos para no escuchar el horrible ruido, tal como jamás se había oído hasta entonces."

Aquí me detuve otra vez bruscamente, y ahora con un sentimiento de violento asombro, pues no podía dudar de que en esta oportunidad había escuchado realmente (aunque me resultaba imposible decir de qué dirección procedía) un grito insólito, un sonido chirriante, sofocado y aparentemente lejano, pero áspero, prolongado, la exacta réplica de lo que mi imaginación atribuyera al extranatural alarido del dragón, tal como lo describía el novelista.

Oprimido, como por cierto lo estaba desde la segunda y más extraordinaria coincidencia, por mil sensaciones contradictorias, en las cuales predominaban el asombro y un extremado terror, conservé, sin embargo, suficiente presencia de ánimo para no excitar con ninguna observación la sensibilidad nerviosa de mi compañero. No era nada seguro que hubiese advertido los sonidos en cuestión, aunque se había producido durante los últimos minutos una evidente y extraña alteración en su apariencia. Desde su posición frente a mí había hecho girar gradualmente su silla, de modo que estaba sentado mirando hacia la puerta de la habitación, y así sólo en parte podía ver yo sus facciones, aunque percibía sus labios temblorosos, como si murmuraran algo inaudible. Tenía la cabeza caída sobre el pecho, pero supe que no estaba dormido por los ojos muy abiertos, fijos, que vi al echarle una mirada de perfil. El movimiento del cuerpo contradecía también esta idea, pues se mecía de un lado a otro con un balanceo suave, pero constante y uniforme. Luego de advertir rápidamente todo esto, proseguí el relato de Launcelot, que decía así:

"Y entonces el campeón, después de escapar a la terrible furia del dragón, se acordó del escudo de bronce y del encantamiento roto, apartó el cuerpo muerto de su camino y avanzó valerosamente sobre el argentado pavimento del castillo hasta donde colgaba del muro el escudo, el cual, entonces, no esperó su llegada, sino que cayó a sus pies sobre el piso de plata con grandísimo y terrible fragor."

Apenas habían salido de mis labios estas palabras, cuando -como si realmente un escudo de bronce, en ese momento, hubiera caído con todo su peso sobre un pavimento de plata- percibí un eco claro, profundo, metálico y resonante, aunque en apariencia sofocado. Incapaz de dominar mis nervios, me puse en pie de un salto; pero el acompasado movimiento de Usher no se interrumpió. Me precipité al sillón donde estaba sentado. Sus ojos miraban fijos hacia adelante y dominaba su persona una rigidez pétrea. Pero, cuando posé mi mano sobre su hombro, un fuerte estremecimiento recorrió su cuerpo; una sonrisa malsana tembló en sus labios, y vi que hablaba con un murmullo bajo, apresurado, ininteligible, como si no advirtiera mi presencia. Inclinándome sobre él, muy cerca, bebí, por fin, el horrible significado de sus palabras:

-¿No lo oyes? Sí, yo lo oigo y lo he oído. Mucho, mucho, mucho tiempo... muchos minutos, muchas horas, muchos días lo he oído, pero no me atrevía... ¡Ah, compadéceme, mísero de mí, desventurado! ¡No me atrevía... no me atrevía a hablar! ¡La encerramos viva en la tumba! ¿No dije que mis sentidos eran agudos? Ahora te digo que oí sus primeros movimientos, débiles, en el fondo del ataúd. Los oí hace muchos, muchos días, y no me atreví, ¡no me atrevía hablar! ¡Y ahora, esta noche, Ethelred, ja, ja! ¡La puerta rota del eremita, y el grito de muerte del dragón, y el estruendo del escudo!... ¡Di, mejor, el ruido del ataúd al rajarse, y el chirriar de los férreos goznes de su prisión, y sus luchas dentro de la cripta, por el pasillo abovedado, revestido de cobre! ¡Oh! ¿Adónde huiré? ¿No estará aquí pronto? ¿No se precipita a reprocharme mi prisa? ¿No he oído sus pasos en la escalera? ¿No distingo el pesado y horrible latido de su corazón? ¡INSENSATO! -y aquí, furioso, de un salto, se puso de pie y gritó estas palabras, como si en ese esfuerzo entregara su alma-: ¡INSENSATO! ¡TE DIGO QUE ESTÁ DEL OTRO LADO DE LA PUERTA!

Como si la sobrehumana energía de su voz tuviera la fuerza de un sortilegio, los enormes y antiguos batientes que Usher señalaba abrieron lentamente, en ese momento, sus pesadas mandíbulas de ébano. Era obra de la violenta ráfaga, pero allí, del otro lado de la puerta, ESTABA la alta y amortajada figura de Madeline Usher. Había sangre en sus ropas blancas, y huellas de acerba lucha en cada parte de su descarnada persona. Por un momento permaneció temblorosa, tambaleándose en el umbral; luego, con un lamento sofocado, cayó pesadamente hacia adentro, sobre el cuerpo de su hermano, y en su violenta agonía final lo arrastró al suelo, muerto, víctima de los terrores que había anticipado.

De aquel aposento, de aquella mansión huí aterrado. Afuera seguía la tormenta en toda su ira cuando me encontré cruzando la vieja avenida. De pronto surgió en el sendero una luz extraña y me volví para ver de dónde podía salir fulgor tan insólito, pues la vasta casa y sus sombras quedaban solas a mis espaldas. El resplandor venía de la luna llena, roja como la sangre, que brillaba ahora a través de aquella fisura casi imperceptible dibujada en zig-zag desde el tejado del edificio hasta la base. Mientras la contemplaba, la figura se ensanchó rápidamente, pasó un furioso soplo del torbellino, todo el disco del satélite irrumpió de pronto ante mis ojos y mi espíritu vaciló al ver desmoronarse los poderosos muros, y hubo un largo y tumultuoso clamor como la voz de mil torrentes, y a mis pies el profundo y corrompido estanque se cerró sombrío, silencioso, sobre los restos de la Casa Usher.

"Puede decirse que es un defecto ser demasiado profundo. La verdad no siempre está dentro de un pozo"

Edgar Allan Poe

miércoles, 16 de septiembre de 2015

Los Mudos. Cuento de Albert Camus




Los Mudos
Albert Camus


Estábamos en pleno invierno y sin embargo una jornada radiante se levantó sobre la actividad de la ciudad. El mar y el cielo se confundían en la punta del malecón con idéntico resplandor. Yvars sin embargo no lo veía. Circulaba pesadamente a lo largo de los bulevares que dominan el puerto. Su pierna inválida descansaba inmóvil sobre el pedal fijo de la bicicleta, mientras la otra se esforzaba por vencer los adoquines todavía mojados de humedad nocturna. Menudo sobre el sillín, evitaba los raíles del antiguo tranvía sin levantar la cabeza, y se apartaba con un golpe brusco de manillar para dejar pasar a los automóviles que le adelantaban, y de vez en cuando, de un codazo, echaba atrás sobre los ríñones el morral en el que Fernande había puesto su almuerzo. Entonces pensaba con amargura en el contenido del morral. Entre dos rebanadas de pan de hogaza, en lugar de la tortilla española que tanto le gustaba o del filete frito en aceite, sólo había queso.
Nunca le había parecido tan largo el camino del taller. Cierto que se estaba haciendo viejo. Aunque siguiera tan seco como un sarmiento de vid, los músculos ya no se calientan tan rápido a los cuarenta años. A veces, al leer las crónicas deportivas donde llamaban veterano a un atleta de treinta años, se encogía de hombros. «Si eso es ser un veterano —decía a Fernande—, entonces yo soy un fiambre.» Sin embargo sabía que el periodista no se equivocaba del todo. A los treinta años, el resuello disminuye, imperceptiblemente. A los cuarenta no se es un fiambre, no, pero uno se prepara a serlo, con tiempo, por adelantado. ¿No sería por eso por lo que hacía tiempo que durante el trayecto que le llevaba a la otra punta de la ciudad, a la fábrica de toneles, ya no miraba el mar? Cuando tenía veinte años no se cansaba de contemplarlo; era la promesa de un fin de semana feliz, en la playa. A pesar o a causa de su cojera, siempre le había gustado nadar. Después habían pasado los años, había aparecido Fernande, había nacido el muchacho y, para vivir, vinieron las horas suplementarias el sábado, en la tonelería, y el domingo las pequeñas chapuzas en casas particulares. Poco a poco había perdido la costumbre de aquellas jornadas violentas que le saciaban. El agua profunda y clara, el fuerte sol, las muchachas, la vida del cuerpo, no había más felicidad que aquélla en su tierra. Y aquella felicidad se desvanecía con la juventud. A Yvars le seguía gustando el mar, pero sólo al final del día, cuando las aguas de la bahía se oscurecían un poco. Era una hora suave en la terraza de su casa, cuando se sentaba después del trabajo, contento con la camisa limpia que Fernande planchaba con tanto esmero y con el vaso empañado de anís. Caía la tarde, una breve dulzura se instalaba en el cielo, los vecinos que charlaban con Yvars bajaban de repente la voz. Entonces no sabía si era feliz o si tenía ganas de llorar. Al menos en aquellos momentos sabía que lo único que podía hacer era esperar, suavemente, sin saber a ciencia cierta qué.

Por el contrario, cuando se dirigía a su trabajo por las mañanas ya no le gustaba mirar el mar, siempre fiel a la cita, y sólo lo contemplaría al atardecer. Aquella mañana circulaba con la cabeza baja, más pesada aun que de costumbre, y con el corazón igualmente apesadumbrado. La víspera por la noche, al volver de la reunión, anunció que reanudaban el trabajo y Fernande había preguntado alegremente: «¿Entonces el patrón os sube la paga?» Pero el patrón no subía nada, la huelga había fracasado. Había que reconocer que habían maniobrado mal. Había sido una huelga colérica, y el sindicato había tenido razón apoyándola sin entusiasmo. Además, quince obreros no representan gran cosa; el sindicato tenía en cuenta otras tonelerías que no habían seguido el movimiento. No se les podía guardar rencor. La industria de la tonelería, amenazada por los barcos y los camiones cisterna, no iba del todo bien. Cada vez se fabricaban menos barriles y menos cubas bordelesas; se reparaban sobre todo las grandes cubas ya existentes. Los patronos veían peligrar sus negocios, eso era cierto, pero al mismo tiempo querían salvaguardar su margen de beneficios; les parecía una vez más que lo más sencillo era frenar los salarios, a pesar de la subida de precios. ¿Qué pueden hacer los toneleros cuando la tonelería desaparece? Cuando uno se ha tomado el trabajo de aprender un oficio no se cambia; y aquel era un oficio difícil, necesitaba un largo aprendizaje. Era raro encontrar un buen tonelero, el que ajusta las duelas curvadas, las une casi herméticamente con un aro de hierro calentado al fuego, sin utilizar rafia o estopa. Yvars lo sabía y estaba orgulloso de ello. Cambiar de oficio no es nada, pero no es fácil renunciar a lo que uno sabe, a la propia habilidad. Un buen oficio sin empleo, estaban listos, había que resignarse. Pero tampoco la resignación es fácil. Era difícil callarse la boca, no poder discutirlo de verdad y tomar cada mañana el mismo camino con una fatiga acumulada para recibir únicamente al final de la semana lo que buenamente se os quiere dar, y que cada vez resulta más insuficiente.

Y en consecuencia se habían encolerizado. Dos o tres de ellos dudaban, pero se dejaron ganar por la cólera después de las primeras discusiones con el patrón. Les había dicho, en efecto, muy seco, que era para tomarlo o dejarlo. Un hombre no habla así. «¡Qué se cree! —había dicho Esposito—, ¿que nos vamos a bajar los pantalones?» Por otro lado el patrón no era mal tipo. Había sucedido a su padre, había crecido en el taller y hacía años que conocía a casi todos los obreros. A veces les invitaba a merendar en la tonelería; asaban sardinas o morcillas sobre una hoguera de virutas, y después de darle al vino era muy amable. Para Año Nuevo entregaba a cada obrero cinco botellas de vino de marca, y a menudo, cuando alguno de ellos caía enfermo o simplemente se producía algún acontecimiento, como una boda o una primera comunión, les regalaba dinero. Cuando nació su hija había repartido almendras a todo el mundo. Había invitado dos o tres veces a Yvars a cazar en su finca de la costa. No cabía duda de que le gustaban sus obreros, y a menudo repetía que su padre había empezado de aprendiz. Pero nunca había ido a sus casas y no podía darse cuenta. Sólo pensaba en él, porque sólo conocía lo suyo, y ahora venía eso de lo tomas o lo dejas. O dicho de otro modo, también él se había cerrado en banda. Pero él se lo podía permitir.

Habían forzado la mano al sindicato y el taller había cerrado sus puertas. «No os toméis la molestia de poner piquetes de huelga —había dicho el patrón—. Cuando el taller no funciona ahorro dinero.» No era verdad, pero aquello había empeorado las cosas al echarles en cara que les daba trabajo por caridad. Esposito se había vuelto loco de rabia y le había dicho que no era un hombre. El otro tenía la sangre caliente y había habido que separarles. Pero al mismo tiempo los obreros quedaron impresionados. Veinte días de huelga, las mujeres tristes en casa, dos o tres de ellos se desanimaron y para colmo el sindicato les aconsejó ceder bajo promesa de un arbitraje y de la recuperación de las jornadas de huelga con horas suplementarias. Decidieron volver al trabajo, pero manteniendo el tipo, por supuesto, diciendo que aquello no se había ventilado, que todo estaba por jugar. Pero aquella mañana, con una fatiga que parecía el peso de la derrota, con el queso en lugar de la carne, no era posible mantener la ilusión. Por mucho que brillara el sol, el mar ya no prometía nada. Yvars pisaba su pedal único y a cada vuelta de rueda le parecía envejecer un poco más. No podía pensar que iba a encontrarse otra vez en el taller, con los camaradas y con el patrón, sin acongojarse un poco más. Fernande se había preocupado: «¿Qué le vais a decir?» «Nada». Yvars se subió a la bicicleta y sacudió la cabeza. Apretó los dientes; su rostro pequeño, moreno y arrugado, de rasgos finos, se cerró. «Trabajamos. Con eso basta.»

Ahora circulaba con los dientes todavía apretados, con una cólera triste y seca que ensombrecía el mismo cielo.

Dejó el bulevar y el mar y entró en las calles húmedas del viejo barrio español. Desembocaban en una zona ocupada únicamente por cocheras, almacenes de ferralla y garajes, donde se encontraba el taller: era una especie de galpón de fábrica de mampostería hasta media altura y el resto encristalado hasta el techo, de chapa ondulada. Aquel taller daba a la antigua tonelería, un patio rodeado de viejas construcciones que habían sido desalojadas al crecer la empresa y que ahora servía únicamente de depósito de maquinaria fuera de uso y de barricas viejas. Más allá del patio, y separado de él por una especie de camino cubierto de tejavana, empezaba el jardín del patrón, al fondo del cual se levantaba la casa. A pesar de ser grande y fea resultaba sin embargo atractiva, por la parra virgen y la escuálida madreselva que rodeaban su escalera exterior.

Yvars vio enseguida que las puertas del taller estaban cerradas. Delante de ellas se hallaba un grupo de obreros silenciosos. Era la primera vez desde que trabajaba allí que se encontraba las puertas cerradas al llegar. El patrón había querido marcar el tanto. Yvars se dirigió hacia la izquierda, dejó su bicicleta bajo el alero que prolongaba el galpón por aquel lado y fue hacia la puerta. Reconoció de lejos a Esposito, un muchachote moreno y peludo que trabajaba a su lado; a Marcou, el delegado sindical con su cara de tenor de opereta; a Said, el único árabe del taller, y a todos los demás que, en silencio, le vieron acercarse. Pero antes de que tuviera tiempo de reunirse con ellos de repente se dieron la vuelta hacia las puertas del taller, que habían empezado a abrirse. Ballester, el encargado, apareció en el umbral. Abrió una de las pesadas hojas y volviendo la espalda a los obreros la empujó lentamente sobre su carril de hierro.

Ballester, que era el más viejo de todos ellos, no había aprobado la huelga, pero a partir del momento en que Esposito le dijo que servía los intereses del patrón se había callado. Ahora se había colocado junto a la puerta, ancho y pequeño en su jersey azul marino, ya con los pies desnudos (junto con Said, era el único que trabajaba con los píes desnudos), y según iban entrando de uno en uno les fue mirando con aquellos ojos suyos tan claros que parecían no tener color en su rostro curtido, con su boca triste bajo los bigotes espesos y lacios. Ellos callaban, humillados por aquella entrada de vencidos, furiosos por su propio silencio, pero cada vez menos capaces de romperlo a medida que se prolongaba. Pasaban sin mirar a Ballester porque sabían que haciéndoles entrar de aquella manera ejecutaba una orden, y porque su aspecto amargo y contrito les daba a entender lo que pensaba de ello. Pero Yvars le miró. Ballester, que le apreciaba, meneó la cabeza sin decir nada.

Ahora se encontraban todos en el pequeño vestuario, a la derecha de la entrada: una serie de cabinas abiertas, separadas por tablas de madera sin barnizar a cada uno de cuyos lados se había colocado un pequeño armario con cerradura; la última cabina a partir de la entrada, pegada a las paredes del galpón, había sido transformada en ducha, sobre un desagüe abierto en el propio suelo de tierra apisonada. Según los lugares de trabajo, en el centro del galpón se veían las cubas bordelesas, ya terminadas pero con los aros sueltos esperando ser ajustados al fuego, y también los gruesos bancos, surcados por una larga hendidura (y en algunos de ellos se veían, deslizados en la hendidura, los fondos circulares de madera, esperando el acabado a la garlopa), y finalmente los fuegos negruzcos. A la izquierda de la entrada, a lo largo del muro, se alineaban los bancos de trabajo. Frente a ellos se amontonaban las duelas por cepillar. No lejos del vestuario, contra el muro de la derecha, brillaban dos grandes sierras mecánicas, fuertes, silenciosas y bien aceitadas.

Hacía mucho tiempo que el galpón era demasiado grande para el puñado de hombres que lo ocupaban. Durante los calores fuertes era una ventaja, pero en invierno resultaba un inconveniente. Pero aquel día, en aquel espacio, con el trabajo allí plantado, los toneles arrinconados con un aro único sujetando en el pie las duelas que se abrían en lo alto como toscas flores de madera, el polvo de serrín recubriendo los bancos, las cajas de herramientas y las máquinas, todo aquello daba al taller un aspecto de abandono. Vestidos ya con sus viejos jerseys, con sus pantalones deslavados y remendados, contemplaban aquello y dudaban. Ballester les observaba. «¿Empezamos, pues?», dijo. Uno a uno se fueron incorporando a su sitio sin decir nada. Ballester fue de un lugar a otro recordando brevemente el trabajo que había por terminar o por empezar. Nadie respondía. Pronto resonó el primer martillo contra la cuña de madera ferrada, ajustando un aro en la parte gruesa de un tonel, y una garlopa gimió sobre un nudo de madera, y una de las sierras, conectada por Esposito, arrancó con un gran ruido de cuchillas estremecidas. Said iba acercando duelas según se las iban solicitando, o encendía las hogueras de virutas sobre las cuales se colocaban los toneles para que se hincharan en su corsé de aros de hierro. Cuando nadie le llamaba ponía remaches en un banco a los anchos aros herrumbrosos con grandes martillazos. El olor de las virutas quemadas empezó a llenar el galpón. Yvars, que cepillaba y ajustaba las duelas que Esposito aserraba, reconoció el viejo aroma y su corazón se alivió un poco. Todos trabajaban en silencio, pero poco a poco fue renaciendo en el taller una especie de calor y de vida. Una luz fresca llenaba el galpón a través de las grandes cristaleras. El humo azuleaba en el aire dorado; Yvars oyó incluso un insecto zumbar cerca de él.

En aquel momento se abrió la puerta que comunicaba con la antigua tonelería, en la pared del fondo, y el señor Lassalle, el patrón, apareció en el dintel. Delgado y moreno, apenas pasaba de la treintena. Con la camisa blanca ampliamente abierta bajo un traje de gabardina beis, parecía a gusto consigo mismo. A pesar de su rostro, muy huesudo, como labrado a cuchillo, normalmente inspiraba simpatía, como la mayor parte de las personas a quienes la práctica del deporte comunica actitudes libres. Sin embargo al franquear la puerta parecía algo molesto. Su saludo no fue tan sonoro como de costumbre; en todo caso nadie respondió. El ruido de los martillos se alteró un instante, perdió algo de ritmo y se reanudó con la misma intensidad. El señor Lassalle avanzó indeciso algunos pasos, después se dirigió hacia el pequeño Valéry que trabajaba con ellos desde hacía sólo un año. Se hallaba colocando un fondo de cuba en una bordelesa, junto a la sierra mecánica, a pocos pasos de Yvars, y el patrón se paró a ver la labor. Valéry continuó trabajando sin decir nada. «Bueno, chico —dijo el señor Lassalle—, ¿qué tal todo?» De repente los gestos del jovencito se hicieron más torpes. Echó una ojeada a Esposito que, cerca de él, amontonaba con sus enormes brazos una pila de duelas para llevárselas a Yvars. Esposito le miró también, sin dejar su trabajo, y Valéry volvió a hundir la nariz en su bordelesa sin responder nada al patrón. Lassalle, algo cortado, permaneció un instante plantado frente al joven, después se encogió de hombros y se volvió hacia Marcou. A horcajadas en su banco, éste terminaba de afilar con pequeños golpes precisos y lentos la arista de un fondo de cuba. «Buenos días, Marcou», dijo Lassalle con un tono más seco. Marcou no respondió, atento únicamente a sacar de la madera lige- rísimas virutas. «Qué mosca os ha picado —dijo Lassalle con voz fuerte, volviéndose esta vez a los demás obreros—. No hemos llegado a un acuerdo, ya lo sabemos. Pero eso no impide que tengamos que trabajar juntos. Entonces, ¿para qué sirve ponerse así?» Marcou se levantó alzando su fondo de cuba, verificó con la palma de la mano la arista circular, cerró los ojos lánguidos con aire de gran satisfacción y, todavía silencioso, se dirigió hacía otro obrero que estaba ajusfando una bordelesa. Sólo se oía el ruido de los martillos y de la sierra metálica en todo el taller. «Bien —dijo Lassalle—, cuando se os haya pasado, mandáis a Bailester a que me lo vaya a decir.» Salió del taller con pasos tranquilos.

Unos momentos después un timbre sonó dos veces por encima del estrépito del taller. Bailester, que acababa de sentarse para liar un cigarrillo, se levantó pesadamente y se dirigió hacia la pequeña puerta del fondo. Después de que hubo salido los martillos sonaron con menos fuerza; incluso uno de los obreros se había parado ya cuando Bailester regresó. Dijo solamente desde la puerta: «Marcou, Yvars, el patrón quiere veros». El primer impulso de Yvars fue ir a lavarse las manos, pero Marcou le agarró a su paso por el brazo y le siguió cojeando.

Fuera, en el patio, la luz era tan fresca, tan líquida, que Yvars la sentía sobre su rostro y sobre sus brazos desnudos. Subieron por la escalera exterior, bajo la madreselva, que ya mostraba algunas flores. Cuando entraron en el corredor tapizado de diplomas oyeron el llanto de un niño y la voz del señor Lassalle que decía: «La acostarás después del almuerzo. Llamaremos al médico si no se le pasa». Después el patrón apareció en el corredor y les hizo pasar a un pequeño despacho que ya conocían, amueblado en falso estilo rústico, con las paredes adornadas de trofeos deportivos. «Sentaos —dijo Lassalle acomodándose detrás del escritorio. Se quedaron de pie—. Os he mandado venir porque tú, Marcou, eres el delegado, y tú, Yvars, eres el empleado de más antigüedad después de Ballester. No quiero volver a empezar las discusiones que ya hemos dado por concluidas. No puedo daros lo que me pedís, es absolutamente imposible. El asunto está cerrado y hemos llegado a la conclusión de que había que volver al trabajo. Ya he visto que me guardáis rencor y eso me resulta penoso, os lo digo como lo siento. Quiero simplemente añadir lo siguiente: lo que no he podido hacer esta vez quizá pueda hacerlo cuando los negocios vayan mejor. Y si puedo hacerlo lo haré antes incluso de que me lo pidáis. Mientras tanto, intentemos trabajar en buena armonía.» Se calló, parecía reflexionar, después alzó los ojos hacia ellos. «¿Qué os parece?», dijo. Marcou miraba fuera. Yvars, con los dientes apretados, quería hablar pero no podía. «Escuchad —dijo Lassalle—, creo que os habéis obcecado. Eso se os pasará. Y cuando os hayáis vuelto razonables acordaos de lo que os acabo de decir.» Se levantó, se acercó a Marcou y le tendió la mano. «Chao», dijo. Marcou palideció de golpe, su rostro de tenor sentimental se endureció y por espacio de un segundo adquirió una expresión malvada. Después giró bruscamente sobre sus talones y salió. Lassalle, también pálido, miró a Yvars sin tenderle la mano. «Idos a la mierda», gritó.

Cuando regresaron al taller los obreros almorzaban.

Ballester había salido. Marcou dijo solamente: «Palabras en el aire», y volvió a su lugar de trabajo. Esposito dejó de morder su pedazo de pan y preguntó lo que habían contestado; Yvars dijo que no habían contestado nada. Después fue a buscar su morral y regresó a sentarse en el banco en que trabajaba. Había empezado a comer cuando vio no lejos de él a Said, tumbado de espaldas sobre un montón de virutas, con la mirada perdida en la cristalera que empezaba ya a azulear sobre un cielo menos luminoso. Le preguntó sí ya había terminado. Said dijo que ya se había comido sus higos. Yvars dejó de comer. El malestar que no le había abandonado desde la entrevista con Lassalle desapareció de repente únicamente para dejar lugar a un impulso afectuoso. Se levantó partiendo el pan y, ante el rechazo de Said dijo que la semana próxima todo iría mejor. «Entonces te llegará el turno de invitarme», dijo. Said sonrió. Empezó a morder un pedazo del bocadillo de Yvars, pero desapega- damente, como un hombre que no está hambriento.

Esposito tomó una vieja cacerola y encendió una fogata de virutas y madera. Calentó café que había traído en una botella. Dijo que era un regalo que su tendero hacía al taller una vez enterado del fracaso de la huelga. El vaso de un frasco de mostaza circuló de mano en mano. Cada vez Esposito lo llenaba de café ya azucarado. Said lo bebió con más gusto que el que había tenido comiendo. Esposito bebió el café de la misma cacerola caliente, con juramentos, chasqueando los labios. En aquel momento Ballester entró para anunciar el fin de la pausa.

Mientras se levantaban y recogían papeles y recipientes en los morrales, Ballester se colocó en medio de ellos y de repente dijo que era un golpe duro para todos, y también para él, pero que ése no era motivo para portarse como crios y que de nada servía poner malas caras. Esposito se volvió hacia él con la cacerola en la mano; su rostro, espeso y largo, había enrojecido de golpe. Yvars sabía lo que iba a decir, algo que todos estaban pensando al mismo tiempo que él, que ellos no ponían malas caras, que les estaban cerrando la boca, lo tomas o lo dejas, y que a veces la cólera y la impotencia duelen tanto que ni siquiera se puede gritar. Eran hombres, eso era todo, y no iban a empezar a sonreír y hacer monerías. Pero Esposito no dijo nada de eso, finalmente su rostro se relajó y dio suavemente unas palmadas a Ballester en el hombro mientras los demás volvían al trabajo. De nuevo resonaron los martillos, el galpón se llenó del estrépito familiar, del olor de las virutas y de la ropa vieja empapada de sudor. La gran sierra rugía y mordía la madera fresca de la duela que Esposito empujaba lentamente delante de él. En el lugar del corte iba surgiendo una viruta mojada y una especie de serrín como pan rallado iba cubriendo las fuertes manos peludas, firmemente apretadas sobre la plancha de madera, de cada lado de la rugiente hoja. Cuando se acababa el corte de la duela sólo se oía el ruido del motor.

Yvars sentía ahora la crispación de su espalda inclinada sobre la garlopa. Normalmente la fatiga llegaba más tarde. Era evidente que durante las semanas de inactividad había perdido entrenamiento. Pero también pensaba que la edad hace más duro el trabajo de las manos, cuando ese trabajo no es de simple precisión. Aquella crispación también le anunciaba la vejez. Cuando los músculos juegan un papel el trabajo acaba por convertirse en una maldición, precede a la muerte, y precisamente en la noche, después del esfuerzo, el sueño es como la muerte. El chico quería ser maestro, tenía razón, todos los que hacen discursos sobre el trabajo manual no saben de lo que hablan.

Cuando Yvars se incorporó para tomar aliento y también para apartar aquellos malos pensamientos, el timbre sonó de nuevo. Era insistente, pero de una forma tan curiosa, con paradas cortas renovadas imperiosamente, que los obreros pararon el trabajo. Sorprendido, Ballester escuchó, después se decidió y se dirigió lentamente hacia la puerta. Hacía unos segundos que había desaparecido cuando al fin cesó el timbre. Volvieron al trabajo. La puerta se abrió de nuevo, brutalmente, y Ballester se precipitó hacia el vestuario. Salió calzándose las alpargatas, poniéndose la chaqueta y al pasar dijo a Yvars: «La cría ha tenido un ataque. Voy a buscar a

Germain», y salió corriendo hacia la puerta grande. El doctor Germain atendía el taller; vivía en el barrio. Yvars repitió la noticia sin comentarios. Se habían reunido a su alrededor y se miraban, molestos. Sólo se oía el motor de la sierra mecánica que giraba libremente. «No será nada grave», dijo alguien. Volvieron a sus sitios y el ruido llenó de nuevo el taller, pero trabajaban lentamente, como a la espera de algo.

Al cabo de un cuarto de hora entró de nuevo Ballester, se quitó la chaqueta y sin decir palabra volvió a salir por la puerta pequeña. La luz iba cayendo en la cristalera. Poco después, en un intervalo, cuando la sierra no estaba cortando madera, se oyó la sirena mate de una ambulancia, primero lejana, después acercándose, al fin presente y luego silenciosa. Al cabo de un momento Ballester regresó y todos se acercaron a él. Esposito había desconectado el motor y Ballester dijo que la niña se había caído al suelo de golpe, mientras se desnudaba en su habitación, como si le hubieran cortado los pies. «¡Qué cosas!», dijo Marcou. Ballester movió la cabeza haciendo un gesto vago hacia el taller, pero se encontraba muy afectado. De nuevo se oyó la sirena de la ambulancia. Todos estaban allí, en el taller silencioso, bajo la inundación de luz amarilla que derramaba la cristalera, con sus manos rudas, inútiles, colgando a lo largo de sus viejos pantalones cubiertos de serrín.

El resto de la tarde se fue prolongando. Yvars ya sólo sentía su fatiga y su corazón acongojado. Le hubiera gustado hablar. Pero no tenía nada que decir y los demás tampoco. En sus rostros taciturnos sólo se leía la pena y una especie de obstinación. A veces se formaba en él la palabra desgracia, pero era sólo un instante, y al momento desaparecía lo mismo que una burbuja se forma y estalla al mismo tiempo. Tenía ganas de volver a casa y de encontrarse con Fernande y con el chico, y también de estar en la terraza. Precisamente entonces Ballester anunció el final. Las máquinas pararon. Empezaron a apagar los fuegos sin apresurarse, poniendo en orden sus bancos, y luego se dirigieron de uno en uno hacia el vestuario. Said se quedó el último, porque tenía que limpiar los lugares de trabajo y regar el suelo polvoriento. Cuando Yvars llegó al vestuario, Esposito, enorme y peludo, estaba ya bajo la ducha. Le volvía la espalda mientras se enjabonaba con grandes ruidos. Normalmente le gastaban bromas sobre su pudor; en efecto, aquel gran oso ocultaba obstinadamente sus partes nobles. Pero aquel día nadie pareció darse cuenta de ello. Esposito salió de espaldas y se enrolló alrededor de las caderas una toalla como un taparrabos. Los otros siguieron su turno y cuando Marcou se palmeaba vigorosamente los flancos desnudos se oyó el desliz pesado de la gran puerta sobre su carril de hierro. Lassalie entró.

Estaba vestido como cuando su primera visita, pero tenía el cabello algo despeinado. Se detuvo en el umbral, contempló el amplio taller desierto, avanzó unos pasos, se detuvo de nuevo y miró hacia el vestuario. Esposito, cubierto aún con su taparrabos, se volvió hacia él. Desnudo, molesto, se apoyaba alternativamente en uno y otro pie. Yvars pensó que Marcou debía decir algo. Pero Marcou seguía invisible detrás de la cortina de agua que le rodeaba. Esposito alcanzó una camisa y se la puso rápidamente cuando Lassalie dijo: «Buenas tardes», con una voz un poco desafinada, y empezó a caminar hacia la puerta pequeña. La puerta se cerraba ya cuando Yvars pensó que había que llamarle.

Entonces Yvars empezó a vestirse sin lavarse, dio también las buenas tardes, pero de todo corazón, y todos le respondieron calurosamente. Salió rápidamente, tomó la bicicleta y cuando montó en ella sintió sus agujetas. Ahora circulaba en la tarde agonizante, a través de la ciudad atestada de tráfico. Iba deprisa, quería llegar a la vieja casa y a la terraza. Se ducharía en el lavadero antes de sentarse a contemplar el mar que ya le acompañaba, más oscuro que por la mañana, por encima de las barandillas del bulevar. Pero también la niña le acompañaba y no podía dejar de pensar en ella.

En casa, el chaval había vuelto de la escuela y leía unas revistas. Fernande preguntó a Yvars si todo había ido bien. No dijo nada, se duchó en el lavadero y después se sentó en el banco, junto al pequeño muro de la terraza. Por encima de su cabeza estaba tendida una cuerda de ropa interior remendada, el cielo se volvía transparente; mas alia del muro se podía contemplar el mar suave en el atardece, Fernande trajo el anís, dos vasos y la jarra de agua fresca. Se acomodo cerca de su marido. Entonces él le contó todo, cogiéndola por la mano, como en los primeros tiempos de su matrimonio Cuando acabó permaneció inmóvil, volviéndose hacia el mar donde ya empezaba a correr de un extremo a otro el rápido crepúsculo. «¡Ah! Es culpa suya» dijo. Le hubiera gustado ser joven, y que Fernande lo fuera también, y entonces se hubieran marchado del otro lado del mar.

“El éxito es fácil de obtener. Lo difícil es merecerlo”
Albert Camus