La
mujer que llegaba a las seis
Gabriel García Márquez
La puerta oscilante se abrió. A esa hora no
había nadie en el restaurante de José.
Acababan de dar las seis y el hombre
sabía que sólo a las seis y media empezarían a llegar los parroquianos
habituales. Tan conservadora y regular era su clientela, que no había acabado
el reloj de dar la sexta campanada cuando una mujer entró, como todos los días
a esa hora, y se sentó sin decir nada en la alta silla giratoria. Traía un
cigarrillo sin encender, apretado entre los labios.
—Hola reina —dijo José cuando la vio
sentarse. Luego caminó hacia el otro extremo del mostrador, limpiando con un
trapo seco la superficie vidriada.
Siempre que entraba alguien al
restaurante José hacia lo mismo. Hasta con la mujer con quien había llegado a
adquirir un grado de casi intimidad, el gordo y rubicundo mesonero representaba
su diaria comedia de hombre diligente. Habló desde el otro extremo del
mostrador.
— ¿Qué quieres hoy? —dijo.
—Primero que todo quiero enseñarte a
ser caballero —dijo la mujer.
Estaba sentada al final de la hilera
de sillas giratorias, de codos en el mostrador, con el cigarrillo apagado en
los labios. Cuando habló apretó la boca para que José advirtiera el cigarrillo
sin encender.
—No me había dado cuenta —dijo José.
—Todavía no te has dado cuenta de nada
—dijo la mujer.
El hombre dejó el trapo en el mostrador,
caminó hacia los armarios oscuros y olorosos a alquitrán y a madera
polvorienta, y regresó luego con las cerillas. La mujer se inclinó para
alcanzar la lumbre que ardía entre las manos rústicas y velludas del hombre.
José vio el abundante cabello de la mujer, empavonado de vaselina gruesa y
barata. Vio su hombro descubierto, por encima del corpiño floreado. Vio el
nacimiento del seno crepuscular, cuando la mujer levantó la cabeza, ya con la
brasa en los labios.
—Estás hermosa hoy, reina —dijo José.
—Déjate de tonterías —dijo la mujer—.
No creas que eso me va a servir para pagarte.
—No quise decir eso, reina —dijo
José—. Apuesto a que hoy te hizo daño el almuerzo.
La mujer tragó la primera bocanada de
humo denso, se cruzó de brazos, todavía con los codos apoyados en el mostrador,
y se quedó mirando hacia la calle, a través del amplio cristal del restaurante.
Tenía una expresión melancólica. De una melancolía hastiada y vulgar.
—Te voy a preparar un buen bistec —dijo José.
—Todavía no tengo plata —dijo la
mujer.
—Hace tres mesas que no tienes plata y
siempre te preparo algo bueno —dijo José.
—Hoy es distinto —dijo la mujer,
sobriamente, todavía mirando hacia la calle.
—Todos los días son iguales —dijo
José—. Todos los días el reloj marca las seis, entonces entras y dices que
tienes un hambre de perro y entonces yo te preparo algo bueno. La única
diferencia es ésa que hoy no dices que tienes un hambre de perro, sino que el
día es distinto.
—Y es verdad —dijo la mujer. Se volvió
a mirar al hombre que estaba del otro lado del mostrador, registrando la
nevera. Estuvo contemplándolo durante dos, tres, segundos.
Luego miró el reloj, arriba del armario.
Eran las seis y tres minutos. «Es verdad, José, hoy es distinto», dijo. Expulsó
el humo y siguió hablando con palabras cortas, apasionadas: “Hoy no vine a las
seis, por eso es distinto, José”.
El hombre miró el reloj.
—Me corto el brazo si ese reloj se
atrasa un minuto —dijo.
—No es eso, José. Es que hoy no vine a
las seis —dijo la mujer—. Vine un cuarto para las seis.
—Acaban de dar las seis, reina —dijo
José—. Cuando tú entraste acababan de darlas.
—Tengo un cuarto de hora de estar aquí
—dijo la mujer.
José se dirigió hacia donde ella
estaba.
Acercó a la mujer su enorme cara
congestionada, mientras tiraba con el índice de uno de sus párpados.
—Sóplame aquí —dijo.
La mujer echó la cabeza hacia atrás.
Estaba seria, fastidiosa, blanda; embellecida por una nube de tristeza y
cansancio.
—Déjate de tonterías, José. Tú sabes
que hace más de seis meses que no bebo.
—Eso se lo vas a decir a otro —dijo—.
A mí no. Te apuesto a que por lo menos se han tomado un litro entre dos.
—Me tomé dos tragos con un amigo —dijo
la mujer.
—Ah; entonces ahora me explico —dijo
José.
—Nada tienes que explicarte —dijo la
mujer—. Tengo un cuarto de hora de estar aquí.
El hombre se encogió de hombros.
—Bueno, si así lo quieres, tienes un
cuarto de hora de estar aquí. Después de todo a nadie le importa nada diez
minutos más o diez minutos menos.
—Sí importan, José —dijo la mujer. Y
estiró los brazos por encima del mostrador, sobre la superficie vidriada, con
un aire de negligente abandono. Dijo: “Y no es que yo lo quiera, es que hace un
cuarto de hora que estoy aquí”. Volvió a mirar el reloj y rectificó: “Qué digo;
ya tengo veinte minutos.”
—Está bien, reina —dijo el hombre—. Un
día entero con su noche te regalaría yo para verte contenta.
Durante todo este tiempo José había
estado moviéndose detrás del mostrador, removiendo objetos, quitando una cosa
de un lugar para ponerla en otro. Estaba en su papel.
—Quiero verte contenta —repitió. Se
detuvo bruscamente, volviéndose hacia donde estaba la mujer.
—¿Tú sabes que te quiero mucho? —dijo.
La mujer lo miró con frialdad.
—No he querido decir eso, reina —dijo
José—. Vuelvo a apostar a que te hizo daño el almuerzo.
—No te lo digo por eso —dijo la mujer.
Y su voz se volvió menos indolente—. Es que ninguna mujer soportaría una carga
como la tuya ni por un millón de pesos.
José se ruborizó. Le dio la espalda a
la mujer y se puso a sacudir el polvo en las botellas del armario. Habló sin
volver la cara.
—Estás insoportable hoy, reina. Creo
que lo mejor es que te comas el bistec y te vayas a acostar.
—No tengo hambre —dijo la mujer.
Se quedó mirando otra vez la calle,
viendo los transeúntes turbios de la ciudad atardecida. Durante un instante
hubo un silencio turbio en el restaurante. Una quietud interrumpida apenas por
el trasteo de José en el armario. De pronto la mujer dejó de mirar hacia la
calle y habló con la voz apagada, tierna, diferente.
—¿Es verdad que me quieres, Pepillo?
—Es verdad —dijo José, en seco sin
mirarla.
—¿A pesar de lo que te dije? —dijo la
mujer.
—¿Qué me dijiste? —dijo José, todavía
sin inflexiones en la voz, todavía sin mirarla.
—Lo del millón de pesos —dijo la mujer.
—Ya lo había olvidado —dijo José.
—Entonces, ¿me quieres? —dijo la
mujer.
—Sí —dijo José.
Hubo una pausa. José siguió moviéndose
con la cara revuelta hacia los armarios, todavía sin mirar a la mujer. Ella
expulsó una nueva bocanada de humo, apoyó el busto contra el mostrador y luego,
con cautela y picardía, mordiéndose la lengua antes de decirlo, como si hablara
en puntillas:
—¿Aunque no me acueste contigo? —dijo.
Y sólo entonces José volvió a mirarla:
—Te quiero tanto que no me acostaría
contigo —dijo.
Luego caminó hacia donde ella estaba.
Se quedó mirándola de frente, los poderosos brazos apoyados en el mostrador,
delante de ella, mirándola a los ojos. Dijo:
—Te quiero tanto que todas las tardes
mataría al hombre que se va contigo.
En el primer instante la mujer pareció
perpleja. Después miró al hombre con atención, con una ondulante expresión de
compasión y burla. Después guardó un breve silencio, desconcertada. Y después
rió, estrepitosamente.
—Estás celoso, José. ¡Qué rico, estás
celoso!
José volvió a sonrojarse con una
timidez franca, casi desvergonzada, como le habría ocurrido a un niño a quien
le hubieran revelado de golpe todos los secretos. Dijo:
—Esta tarde no entiendes nada, reina.
Y se limpió el sudor con el trapo.
Dijo:
—La mala vida te está embruteciendo.
Pero ahora la mujer había cambiado de
expresión. “Entonces no”, dijo. Y volvió a mirarlo a los ojos, con un extraño
esplendor en la mirada, a un tiempo acongojada y desafiante.
—Entonces, no estás celoso. En cierto
modo, sí —dijo José—. Pero no es como tú dices.
Se aflojó el cuello y siguió
limpiándose, secándose la garganta con el trapo.
—¿Entonces? —dijo la mujer.
—Lo que pasa es que te quiero tanto
que no me gusta que hagas eso —dijo José.
—¿Qué? —dijo la mujer.
—Eso de irte con un hombre distinto
todos los días —dijo José.
—¿Es verdad que lo matarías para que
no se fuera conmigo? —dijo la mujer.
—Para que no se fuera, no —dijo José—.
Lo mataría porque se fuera contigo.
—Es lo mismo —dijo la mujer.
La conversación había llegado a
densidad excitante. La mujer hablaba en voz baja, suave, fascinada. Tenía la
cara casi al rostro saludable y pacífico del hombre, que permanecía inmóvil,
como hechizado por el vapor de las palabras.
—Todo eso es verdad —dijo José.
—Entonces —dijo la mujer, y extendió
la mano para acariciar el áspero brazo del hombre. Con la otra mano arrojó la
colilla—. Entonces, ¿tú eres capaz de matar a un hombre?
—Por lo que te dije, sí —dijo José. Y
su voz tomó una acentuación casi dramática.
La mujer se echó a reír
convulsivamente, con una abierta intención de burla.
—¡Qué horror!, José. ¡Qué horror!
—dijo, todavía riendo—. José matando a un hombre. ¡Quién hubiera dicho que
detrás del señor gordo y santurrón, que nunca me cobra, que todos los días me
prepara un bistec y que se distrae hablando conmigo hasta cuando encuentro un
hombre, hay un asesino! ¡Qué horror, José! ¡Me das miedo!
José estaba confundido. Tal vez sintió
un poco de indignación. Tal vez, cuando la mujer se echó a reír, se sintió
defraudado.
—Estás borracha, tonta —dijo—. Vete a
dormir. Ni siquiera tendrás ganas de comer nada.
Pero la mujer, ahora había dejado de
reír y estaba otra vez seria, pensativa, apoyada en el mostrador. Vio alejarse
al hombre. Lo vio abrir la nevera y cerrarla otra vez, sin extraer nada de
ella. Lo vio moverse después hacia el extremo opuesto del mostrador. Lo vio
frotar el vidrio reluciente, como al principio. Entonces la mujer habló de
nuevo, con el tono enternecedor y suave de cuando dijo:
—¿Es verdad que me quieres, Pepillo?
José —dijo. El hombre no la miró.
—¡José!
—Vete a dormir —dijo José—. Y métete
un baño antes de acostarte para que se te serene la borrachera.
—En serio, José —dijo la mujer—. No
estoy borracha.
—Entonces te has vuelto bruta —dijo
José.
—Ven acá, tengo que hablar contigo
—dijo la mujer.
El hombre se acercó tambaleando entre
la complacencia y la desconfianza.
—¡Acércate!
El hombre volvió a pararse frente a la
mujer. Ella se inclinó hacia adelante, lo asió fuertemente por el cabello, pero
con un gesto de evidente ternura.
—Repíteme lo que me dijiste al
principio —dijo.
—¿Qué? —dijo José. Trataba de mirarla
con la cabeza agachada asido por el cabello.
—Que matarías a un hombre que se
acostara conmigo —dijo la mujer.
—Mataría a un hombre que se hubiera
acostado contigo, reina. Es verdad —dijo José.
La mujer lo soltó.
—¿Entonces me defenderías si yo lo
matara? —dijo, afirmativamente, empujando con un movimiento de brutal
coquetería la enorme cabeza de cerdo de José.
El hombre no respondió nada; sonrió.
—Contéstame, José —dijo la mujer—. ¿Me
defenderías si yo lo matara?
—Eso depende —dijo José—. Tú sabes que
eso no es tan fácil como decirlo.
—A nadie le cree más la policía que a
ti —dijo la mujer.
José sonrió, digno, satisfecho. La
mujer se inclinó de nuevo hacia él, por encima del mostrador.
—Es verdad, José. Me atrevería a apostar
que nunca has dicho una mentira —dijo.
—No se saca nada con eso —dijo José.
—Por lo mismo —dijo la mujer—. La
policía lo sabe y te cree cualquier cosa sin preguntártelo dos veces.
José se puso a dar golpecitos en el
mostrador, frente a ella, sin saber qué decir. La mujer miró nuevamente hacia
la calle. Miró luego el reloj y modificó el tono de su voz, como si tuviera
interés en concluir el diálogo antes de que llegaran los primeros parroquianos.
—¿Por mí dirías una mentira, José?
—dijo—. En serio.
Y entonces José se volvió a mirarla,
bruscamente, a fondo, como si una idea tremenda se le hubiera agolpado dentro
de la cabeza. Una idea que entró por un oído, giró por un momento, vaga,
confusa, y salió luego por el otro, dejando apenas un cálido vestigio de pavor.
—¿En qué lío te has metido, reina?
—dijo José.
Se inclinó hacia adelante, los brazos
otra vez cruzados sobre el mostrador. La mujer sintió el vaho fuerte y un poco
amoniacal de su respiración, que se hacía difícil por la presión que ejercía el
mostrador contra el estómago del hombre.
—Esto sí es en serio, reina. ¿En qué
lío te has metido? —dijo.
La mujer hizo girar la cabeza hacia el
otro lado.
—En nada —dijo—. Sólo estaba hablando
por entretenerme.
Luego volvió a mirarlo.
—¿Sabes que quizás no tengas que matar
a nadie?
—Nunca he pensado matar a nadie —dijo
José desconcertado.
—No, hombre —dijo la mujer—. Digo que
a nadie que se acueste conmigo.
—¡Ah! —dijo José—. Ahora sí que estás
hablando claro. Siempre he creído que no tienes necesidad de andar en esa vida.
Te apuesto a que si te dejas de eso te doy el bistec más grande todos los días,
sin cobrarte nada.
—Gracias, José —dijo la mujer—. Pero
no es por eso. Es que ya no podré acostarme con nadie.
—Ya vuelves a enredar las cosas —dijo
José.
Empezaba a parecer impaciente.
—No enredo nada —dijo la mujer.
Se estiró en el asiento y José vio sus
senos aplanados y tristes debajo del corpiño.
—Mañana me voy y te prometo que no
volveré a molestarte nunca. Te prometo
que no volveré a acostarme con nadie.
—¿Y de dónde te salió esa fiebre?
—dijo José.
—Lo resolví hace un rato —dijo la
mujer—. Sólo hace un momento me di cuenta de que eso es una porquería.
José agarró otra vez el trapo y se
puso a frotar el vidrio, cerca de ella. Habló sin mirarla. Dijo:
—Claro que como tú lo haces es una
porquería. Hace tiempo que debiste darte cuenta.
—Hace tiempo me estaba dando cuenta
—dijo la mujer—. Pero sólo hace un rato acabé de convencerme. Les tengo asco a
los hombres.
José sonrió. Levantó la cabeza para
mirar, todavía sonriendo, pero la vio concentrada, perpleja, hablando, y con
los hombros levantados; balanceándose en la silla giratoria, con una expresión
taciturna, el rostro dorado por una prematura harina otoñal.
—¿No te parece que deben dejar
tranquila a una mujer que mate a un hombre porque después de haber estado con
él siente asco de ése y de todos los que han estado con ella?
—No hay para qué ir tan lejos —dijo
José, conmovido, con un hilo de lástima en la voz.
—¿Y si la mujer le dice al hombre que
le tiene asco cuando lo ve vistiéndose, por qué se acuerda que ha estado
revolcándose con él toda la tarde y siente que ni el jabón ni el estropajo
podrán quitarle su olor?
—Eso pasa, reina —dijo José, ahora un
poco indiferente, frotando el mostrador—. No hay necesidad de matarlo.
Simplemente dejarlo que se vaya.
Pero la mujer seguía hablando y su voz
era una corriente uniforme, suelta, apasionada.
—¿Y si cuando la mujer le dice que le
tiene asco, el hombre deja de vestirse y corre otra vez para donde ella, a
besarla otra vez, a...?
—Eso no lo hace ningún hombre decente
—dijo José.
—¿Pero, y si lo hace? —dijo la mujer,
con exasperante ansiedad—. ¿Si el hombre no es decente y lo hace y entonces la
mujer siente que le tiene tanto asco que se puede morir, y sabe que la única
manera de acabar con toda eso es dándole una cuchillada por debajo?
—Esto es una barbaridad —dijo José—.
Por fortuna no hay hombre que haga lo que tú dices.
—Bueno —dijo la mujer, ahora
completamente exasperada—. ¿Y si lo hace? Suponte que lo hace.
—De todos modos no es para tanto —dijo
José. Seguía limpiando el mostrador, sin cambiar de lugar, ahora menos atento a
la conversación.
La mujer golpeó el vidrio con los
nudillos. Se volvió afirmativa, enfática.
—Eres un salvaje, José —dijo—. No
entiendes nada.
Lo agarró con fuerza por la manga.
—Anda, di que sí debía matarlo la
mujer.
—Está bien —dijo José, con un sesgo
conciliatorio—. Todo será como tú dices.
—¿Eso no es defensa propia? —dijo la
mujer, sacudiéndole por la manga.
José le echó entonces una mirada tibia
y complaciente. “Casi, casi”, dijo. Y le guiñó un ojo, en un gesto que era al
mismo tiempo una comprensión cordial y un pavoroso compromiso de complicidad.
Pero la mujer siguió seria; lo soltó.
—¿Echarías una mentira para defender a
una mujer que haga eso? —dijo.
—Depende —dijo José.
—¿Depende de qué? —dijo la mujer.
—Depende de la mujer —dijo José.
—Suponte que es una mujer que quieres
mucho —dijo la mujer—. No para estar con ella, ¿sabes?, sino como tú dices que
la quieres mucho.
—Bueno, como tú quieras, reina —dijo
José, laxo, fastidiado.
Otra vez se alejó. Había mirado el
reloj. Había visto que iban a ser las seis y media. Había pensado que dentro de
unos minutos el restaurante empezaría a llenarse de gente y tal vez por eso se
puso a frotar el vidrio con mayor fuerza, mirando hacia la calle a través del
cristal de la ventana. La mujer permanecía en la silla, silenciosa,
concentrada, mirando con un aire de declinante tristeza los movimientos del
hombre. Viéndolo, como podría ver un hombre una lámpara que ha empezado a
apagarse. De pronto, sin reaccionar, habló de nuevo, con la voz untuosa de
mansedumbre.
—¡José!
El hombre la miró con una ternura
densa y triste, como un buey maternal. No la miró para escucharla, apenas para
verla, para saber que estaba ahí, esperando una mirada que no tenía por qué ser
de protección o de solidaridad. Apenas una mirada de juguete.
—Te dije que mañana me voy y no me has
dicho nada —dijo la mujer.
—Si —dijo José—. Lo que no me has
dicho es para donde.
—Por ahí —dijo la mujer—. Para donde
no haya hombres que quieran acostarse con una.
José volvió a sonreír.
—¿En serio te vas? —preguntó, como
dándose cuenta de la vida, modificando repentinamente la expresión del rostro.
—Eso depende de ti —dijo la mujer—. Si
sabes decir a qué hora vine, mañana me iré y nunca más me pondré en estas
cosas. ¿Te gusta eso?
José hizo un gesto afirmativo con la
cabeza, sonriente y concreto. La mujer se inclinó hacia donde él estaba.
—Si algún día vuelvo por aquí, me
pondré celosa cuando encuentre otra mujer hablando contigo, a esta hora y en
esa misma silla.
—Si vuelves por aquí debes traerme
algo —dijo José.
—Te prometo buscar por todas partes el
osito de cuerda, para traértelo —dijo la mujer.
José sonrió y pasó el trapo por el
aire que se interponía entre él y la mujer, como si estuviera limpiando un
cristal invisible. La mujer también sonrió, ahora con un gesto de cordialidad y
coquetería. Luego el hombre se alejó, frotando el vidrio hacia el otro extremo
del mostrador.
—¿Qué? —dijo José, sin mirarla.
—¿Verdad que a cualquiera que te
pregunta a qué hora vine le dirás que a un cuarto para las seis? —dijo la
mujer.
—¿Para qué? —dijo José, todavía sin
mirarla y ahora como si apenas la hubiera oído.
—Eso no importa —dijo la mujer—. La
cosa es que lo hagas.
José vio entonces al primer
parroquiano que penetró por la puerta oscilante y caminó hasta una mesa del
rincón. Miró el reloj. Eran las seis y media en punta.
—Está bien, reina —dijo
distraídamente—. Como tú quieras. Siempre hago las cosas como tú quieras.
—Bueno —dijo la mujer—. Entonces,
prepárame el bistec.
El hombre se dirigió a la nevera, sacó
un plato con carne y lo dejó en la mesa. Luego encendió la estufa.
—Te voy a preparar un buen bistec de
despedida, reina —dijo.
—Gracias, Pepillo —dijo la mujer.
Se quedó pensativa como si de repente
se hubiera sumergido en un submundo extraño, poblado de formas turbias,
desconocidas. No se oyó, del otro lado del mostrador, el ruido que hizo la
carne fresca al caer en la manteca hirviente. No oyó, después, la crepitación
seca y burbujeante cuando José dio vuelta al lomillo en el caldero y el olor
suculento de la carne sazonada fue saturando, a espacios medidos, el aire del
restaurante. Se quedó así, concentrada, reconcentrada hasta cuando volvió a
levantar la cabeza, pestañeando, como si regresara de una muerte momentánea.
Entonces vio al hombre que estaba junto a la estufa, iluminado por el alegre
fuego ascendente.
—Pepillo. Ah. ¿En qué piensas? —dijo la
mujer.
—Estaba pensando si podrás encontrar
en alguna parte el osito de cuerda —dijo José.
—Claro que sí —dijo la mujer—. Pero lo
que quiero que me digas es si me darás toda lo que te pidiera de despedida.
José la miró desde la estufa.
—¿Hasta cuándo te lo voy a decir?
—dijo—. ¿Quieres algo más que el mejor bistec?
—Sí —dijo la mujer.
—¿Qué? —dijo José.
—Quiero otro cuarto de hora.
José echó el cuerpo hacia atrás, para
mirar el reloj. Miró luego al parroquiano que seguía silencioso, aguardando en
el rincón, y finalmente a la carne, dorada en el caldero. Sólo entonces habló.
—En serio que no entiendo, reina
—dijo.
—No seas tonto, José —dijo la mujer—.
Acuérdate que estoy aquí desde las cinco y media.
No hay comentarios:
Publicar un comentario