El
destino de un hombre
Mijaíl
Shólojov
La
primera primavera después de la guerra fue en el Alto Don excepcional: llegó
impetuosa, y el deshielo se produjo rápido, a un tiempo. A fines de marzo,
soplaron de las costas del mar Azov templados vientos y, dos días más tarde, ya
estaban completamente desnudas las arenas de la margen izquierda del Don; se
alzó, abombándose, la nieve que llenaba barranquillos y cañadas, mientras los
riachuelos de la estepa, rompiendo el hielo, corrían retozones, primaverales, y
los caminos se ponían casi intransitables.
En
esa mala época de caminos anegados me cupo en suerte ir a la stanitsa de
Bukanovskaia. Y aunque la distancia no era grande -cerca de sesenta kilómetros-
no resultó tan fácil recorrerla. En compañía de unos camaradas, partí antes de
salir el sol. Un par de caballos bien cebados, tensos como cuerda de guitarra
los tirantes de los arneses, apenas podían arrastrar el pesado carricoche. Las
ruedas se hundían hasta las pezoneras en la arena, húmeda, mezclada con nieve y
hielo, y al cabo de una hora, en los ijares de los caballos y en sus ancas,
bajo las finas correas de las retranquillas, aparecía ya una espuma abundante,
blanca como de jabón, mientras el aire puro de la mañana se llenaba de un olor
acre y embriagador a sudor de caballo y al recalentado alquitrán con que fueran
pródigamente embadurnados los arreos.
En
los lugares más penosos para los caballos, saltábamos del carricoche y
seguíamos a pie. Bajo nuestras botas altas chapoteaba la nieve acuosa, costaba
trabajo andar, pero a ambos lados del camino se conservaba todavía el hielo
-refulgente al sol como el cristal- y por allí era aún más difícil avanzar. Al
cabo de unas seis horas sólo habíamos recorrido treinta kilómetros y llegábamos
al lugar por donde debíamos cruzar el riachuelo Elanka.
El
pequeño río, que se seca parcialmente en verano, se había desbordado frente al
caserío de Mojovski, en una extensión de un kilómetro entero, por un terreno
pantanoso y cubierto de alisos. Había que pasarlo en una frágil barquilla, de
fondo plano, que únicamente podría llevar a tres personas como máximo.
Desenganchamos los caballos. Al otro lado, en un cobertizo del koljoz, nos
esperaba un "Willis" viejecillo, que había visto ya mucho mundo,
dejado allá el invierno anterior. El chofer y yo embarcamos, no sin temor, en
la vetusta lancha. Un camarada quedó en la orilla con el equipaje. Apenas
desatracamos, empezaron a brotar, por diferentes sitios del podrido fondo,
pequeños surtidores. Con medios manuales, calafateamos la insegura embarcación
y estuvimos achicando el agua hasta que llegamos. Una hora más tarde, nos
encontrábamos en la otra orilla del Elanka. El chofer trajo del caserío el
auto, se acercó a la barca y dijo, agarrando un remo:
-Si
este maldito barreño no se deshace en el agua, volveremos dentro de un par de
horas; no nos espere usted antes.
El
caserío se extendía a un lado, a lo lejos, y junto al embarcadero había ese
silencio que únicamente reina, en pleno otoño o a principios de primavera, en
los lugares deshabitados. Del agua venía un hálito de humedad, en unión del
acerbo aliento de los alisos putrefactos, y de las lejanas estepas de
Prijoperskie, hundidas en el humo liliáceo de la niebla, el suave vientecillo
traía el aroma, eternamente joven, de la tierra recién liberada de la nieve.
Cerca
de allí, sobre la arena de la orilla, yacía un seto derribado. Me senté en él y
quise fumar, pero, al meter la mano en el bolsillo derecho de la enguatada
chaqueta, comprobé con gran pena que la cajetilla de "Bielomor"
estaba toda empapada. Durante la travesía, una ola había barrido la cubierta de
la baja barquilla, hundiéndome en agua turbia hasta la cintura. En aquellos
instantes yo no estaba para pensar en los cigarrillos, pues hubo que soltar el
remo y sacar el agua con la mayor rapidez posible, para que la lancha no
zozobrara, y ahora, lamentando amargamente mi imprevisión, extraje del bolsillo
con cuidado la cajetilla reblandecida, me puse en cuclillas y empecé a colocar
sobre el seto, uno tras otro, los mojados y pardos cigarrillos.
Era
mediodía. El sol picaba como en mayo. Yo confiaba que los cigarrillos se
secarían pronto. Los rayos solares calentaban tanto, que me arrepentí de
haberme puesto para el viaje los acolchados pantalones y la enguatada chaqueta
de soldado. Era aquel el primer día verdaderamente tibio después del invierno.
Constituía un placer estar sentado en el seto, sumido por entero en la soledad
y el silencio, quitarse el gorro de orejeras, también de soldado, secar al vientecillo
los cabellos, empapados después del penoso bogar, y, sin pensar en nada, seguir
el movimiento de las nubes que se deslizaban blancas, henchidas, por el azul
pálido del cielo.
Pronto
vi que, surgiendo tras las últimas viviendas del caserío, salía al camino un
hombre. Traía de la mano a un niño pequeño, que, a juzgar por su estatura, no
debía de tener más de cinco o seis años. Cansinos, arrastrando los pies, iban
en dirección al embarcadero, pero al llegar adonde estaba parado el automóvil,
torcieron hacia mí. El hombre, de elevada estatura y un poco cargado de
espaldas, se me acercó y dijo con atronadora voz de bajo:
-¡Salud,
hermano!
-Buenos
días -repuse, y estreché la mano, áspera y grande, que me tendía.
El
hombre se inclinó hacia el niño y le indicó:
-Saluda
al tío, hijito. Ya ves, es también chofer como tu papá. Sólo que tú y yo íbamos
en un camión y él conduce ese pequeño coche.
Mirándome
de frente con sus ojos claros como el cielo y sonriendo un poquito, el
chiquillo me dio con decisión su manecita, sonrosada y fría. Yo se la estreché
suavemente y le pregunté:
-¿Cómo
es eso, viejo? ¿Por qué tienes la mano tan fría? Hace calor, y tú estás helado.
Con
enternecedora confianza infantil, el pequeño se apretó contra mis rodillas y
enarcó asombrado las claras cejas rubias.
-¡Yo
que voy a ser un viejo! Yo soy completamente un niño. Y no estoy helado, ¡qué
va! Si tengo las manos frías es porque he estado haciendo bolas de nieve.
Luego
de quitarse de la espalda la mochila escuálida y de tomar asiento a mi lado, el
padre dijo:
-¡Estoy
aviado con este pasajero! Me trae frito. Cuando caminas a paso largo, él va al
trote y, claro, tiene uno que acomodarse a la marcha de este infante. Donde
debía dar un solo paso, tengo que dar tres, y así vamos los dos, desacordes,
como un caballo y una tortuga. Apenas me descuido, ya se está metiendo en los
charcos o arrancando un trozo de hielo para chuparlo como un caramelo. No, no
es para hombres viajar con pasajeros de esta clase, y menos a patita.
Hizo
una pausa y preguntó:
-¿Y
tú qué, hermano, esperas a tus jefes?
Me
fue violento sacarlo de su error, diciéndole que yo no era chofer, y respondí:
-Hay
que esperar.
-¿Vendrán
de la otra orilla?
-Sí.
-¿Sabes
si llegará pronto la barca?
-Dentro
de un par de horas.
-Bastante
tiempo es ése. Bueno, descansaremos entre tanto. Yo no tengo ninguna prisa.
Pasaba ya de largo, cuando, de pronto, veo que un hermano chofer está tomando
el sol. Me acercaré, me dije, y echaremos juntos un cigarro. Fumar solo es tan
triste como morir solo. Vives a lo grande, fumas emboquillados. Se te han
mojado, ¿eh? El tabaco mojado, hermano, es como el caballo curado; no sirve
para nada. Mejor será que fumemos del mío, que es fuerte.
Sacó
del bolsillo del pantalón caqui, de verano, una enrollada bolsita de raída seda
color de frambuesa, la desenrolló y yo alcancé a leer una dedicatoria bordada
en una de las esquinas: "Al querido combatiente, de una alumna de la
escuela secundaria de Lebediansk."
Fumamos
de aquel tabaco campesino, muy fuerte, y estuvimos callados largo rato. Iba ya
a preguntarle adónde se dirigía con el niño y qué asunto lo obligaba a viajar
con aquel deshielo, pero él se me adelantó:
-¿Te
has pasado toda la guerra al volante?
-Casi
toda.
-¿En
el frente?
-Sí.
-Pues
a mí, hermano, también me tocó estar allí y pasar malos tragos a más no poder.
Puso
sobre las rodillas sus oscuras manazas y se encorvó. Lo miré de reojo y sentí
un malestar impreciso... ¿Han visto ustedes alguna vez unos ojos como cubiertos
de ceniza, llenos de una angustia tan mortal e insoportable, que cuesta trabajo
mirarlos? Pues unos ojos así tenía mi casual interlocutor.
Luego
de arrancar del seto una varilla seca y combada, permaneció en silencio unos
instantes trazando con ella enrevesadas figuras en la arena; después, empezó a
hablar:
-A
veces, se pasa uno la noche en vela, escudriñando en la oscuridad con ojos
ciegos y piensa: "Vida, ¿por qué me trataste tan despiadadamente? ¿Por qué
me has castigado de este modo?" Y no tengo respuesta, ni en la oscuridad
ni a la luz del sol... No la tengo, ¡ni la espero! -y de pronto, al caer en la
cuenta, empujó cariñosamente al hijito y le dijo-: Anda, querido, vete a jugar
un poco junto al agua; junto a las aguas desbordadas, los chiquillos encuentran
siempre algo. ¡Pero ten cuidado, no te mojes los pies!
Cuando
fumábamos en silencio, yo observando a hurtadillas al padre y al hijo, había
advertido ya una circunstancia que me pareció extraña. El chiquillo iba vestido
con sencillez, pero su ropilla era buena; la hechura de su larga chaquetita,
forrada de fina y desgastada piel de cabra, las diminutas botas altas, lo
suficientemente holgadas para ponérselas con calcetines de lana, y un zurcido
hecho con mucha maestría para tapar un desgarrón en la manga, todo ello
denotaba cuidados de mujer, la cariñosa solicitud de unas hábiles manos
maternales. En cambio, el aspecto del padre era distinto: la enguatada
chaqueta, quemada en algunos lugares, había sido recosida con descuido,
burdamente; el remiendo de los pantalones caqui, de uniforme, no lo había
echado como era menester, y más bien parecía sujeto a la ligera con grandes
puntadas de hombre; llevaba unas botas nuevas de soldado, pero los compactos
calcetines de lana estaban comidos por la polilla sin que hubieran sido
arreglados por ninguna mano femenina... y entonces, pensé: "Tú eres viudo
o te llevas mal con tu mujer".
Mas
él, después de seguir con la mirada al hijito, tosió broncamente y volvió
hablar; yo, todo oídos, lo escuchaba:
-Al
principio mi vida fue corriente. Nací en la provincia de Voronezh, el año mil
novecientos. Durante la guerra civil serví en el Ejército Rojo, en la división
de Kikvidze. El veintidós, el año del hambre, me marché al Kuban, a trabajar
como un burro para los kulaks; por eso escapé con vida. Pero el padre y la
madre, con una hermanita mía, murieron de hambre. Quedé solo. Sin nadie en el
mundo, sin un pariente. Pues bien, al cabo de un año volví del Kuban, vendí la
pequeña jata y me fui a vivir a Voronezh. Al principio trabajé en un artel de
carpinteros; luego pasé a una fábrica y aprendí el oficio de mecánico
ajustador. Poco más tarde, me casé. Mi mujer se había criado en una casa de
niños. Era huérfana. ¡Buena muchacha me tocó en suerte! Sumisa, alegre,
complaciente y lista, ¡bien diferente de mí! Desde niña sabía lo que eran las
penas, y quizás eso se reflejara en su carácter. Mirándola desde afuera, desde
un lado, no era muy vistosa que digamos, pero yo no la miraba desde un lado,
sino de frente. Y no había para mí en el mundo mujer más guapa y deseada que
ella, ¡ni la habrá!
»Volvía
uno del trabajo, cansado, y a veces con un humor de mil diablos. Pero ella no
contestaba nunca con rudeza a las rudas palabras mías. Cariñosa, apacible, no
sabía qué hacer conmigo y se desvivía, incluso cuando yo traía poco dinero a
casa, para prepararme siempre un plato sabroso. La miraba uno y se le ablandaba
el corazón, y, al cabo de un ratillo, la abrazaba y le decía: "Perdona,
querida Irina, he estado muy grosero contigo. Pero, compréndelo, hoy no me ha
ido bien el trabajo." Y de nuevo reinaba entre nosotros la paz, y la
tranquilidad volvía a mi alma. ¿Y tú sabes, hermano, lo que eso significaba
para el trabajo? Por la mañana me levantaba como nuevo, iba a la fábrica, ¡y
cualquier faena cundía, marchaba de primera en mis manos! Ya ves lo que es
tener una mujer y compañera inteligente.
»En
ocasiones, los días de cobro ocurría que me iba a beber con los amigos. A
veces, también volvía a casa haciendo tantas eses, que seguramente daría miedo
verme. La calle era estrecha para uno, sin hablar ya de los callejones. Yo era
entonces un muchacho sano y fuerte como un toro; por mucho que bebiera, llegaba
siempre por mi pie a casa. Mas, alguna vez que otra, también recorría el último
trecho metiendo la primera, es decir, a cuatro patas; pero llegaba. Y de nuevo,
ni un reproche, ni gritos ni escándalos. Mi Irina se limitaba a reírse unas
miajas de mí, y eso con tiento, no fuera a ofenderme... Me desnudaba y me decía
bajito: "Acuéstate junto a la pared, Andriusha, no vayas a caerte,
dormido, de la cama". Bueno, y yo me derrumbaba como un fardo, y todo se
balanceaba ante mis ojos. Solo, entre sueños, sentía que ella me pasaba
suavemente la mano por los cabellos y susurraba algo con cariño; me acariciaba,
por consiguiente...
»Por
la mañana, me hacía levantarme dos horas antes de entrar al trabajo, para que
me despabilase. Ella sabía que, después de la borrachera, yo no comería nada;
por eso me traía un pepino en salmuera o alguna otra cosilla ligera y me
llenaba de vodka un vaso de cristal tallado. "Toma, Andriusha, para que se
te quite la resaca, pero no debes beber más, querido." ¿Acaso se podía no
hacer honor a semejante confianza? Bebía, le daba las gracias sin palabras, con
los ojos únicamente, la besaba y me iba al trabajo como un corderito. En
cambio, si me hubiera dicho alguna palabra de más, si hubiera empezado a dar
voces o a regañar, estando yo bajo los efectos del alcohol, ¡como hay Dios que
me habría emborrachado también al segundo día! Así pasa en otras familias en
que la mujer es tonta; yo he visto a imbéciles de ésas, y lo sé bien.
»Pronto,
empezaron a llegar los hijitos. Primero nació un niño; luego, dos niñas más...
Y entonces me aparté de los compañeros. Llevaba a casa la paga íntegra, pues la
familia era ya numerosa, y no era cosa de beber. Los domingos tomaba un bock de
cerveza, y punto final.
»El
año veintinueve empecé a cobrarle afición a los automóviles. Aprendí a
conducir, y empuñé el volante de un camión. Luego, le tomé el gusto a aquello y
no quise volver a la fábrica. Manejar el volante me parecía más distraído. Viví
de esta manera diez años, sin darme cuenta de cómo pasaron. Se fueron como un
sueño. ¿Qué son diez años? Pregúntale a cualquier hombre de edad si se ha
enterado de cómo fue su vida, y te dirá que no se ha dado cuenta de nada. El
pasado es igual que esa estepa lejana, envuelta en niebla. Por la mañana, iba
yo por ella, y todo estaba claro en derredor; pero, después de andar veinte
kilómetros, se cubre de niebla y ahora no se distingue desde aquí el bosque de
la maleza, ni las tierras aradas de los campos segados.
»Trabajé
durante esos diez años día y noche. Ganaba bastante, y no vivíamos peor que las
demás gentes. Los chicos nos daban alegrías: los tres estudiaban con notas de
sobresaliente, y el mayorcito, Anatoli, resultó tan capaz para las matemáticas
que hasta llegaron a hablar de él en un periódico de Moscú. Yo mismo, hermano,
no sé de quién le vendría tanto talento para esas ciencias. Pero aquello me
halagaba mucho y estaba orgulloso de él, ¡muy orgulloso!
»En
los diez años ahorramos algún dinerillo y, en vísperas de la guerra, nos
hicimos una casita con dos habitaciones pequeñas, despensa y pasillo. Irina
compró dos cabras. ¿Qué más necesitábamos? Los chicos comían gachas con leche,
teníamos un hogar, estábamos vestidos y calzados; por consiguiente, todo
marchaba bien. Sólo que tuve poco acierto para construir la casa. Me dieron una
parcela, de seiscientos metros cuadrados, no lejos de una fábrica de aviación.
De haber hecho mi nido en otro sitio, tal vez hubiera sido otra mi suerte.
»Y
de pronto, la guerra. Al segundo día recibí una citación para que me presentase
en el centro de reclutamiento, y al tercer día, al tren militar. Fueron a
despedirme a la estación los cuatro míos. Irina, Anatoli y mis hijas Nastienka
y Oliushka. Todos los chicos se portaron como unos valientes. Claro que a mis
hijas, no sin motivo, se le saltaron unas lagrimillas. A Anatoli solamente se
le estremecían los hombros, como si tuviera frío, por aquel entonces ya había
cumplido los dieciséis años, y a mi Irina... En los diecisiete años de
matrimonio, nunca la había visto así. Toda la noche anterior estuvo mi camisa
humedecida por sus lágrimas en el hombro y el pecho, y por la mañana, la misma
historia... Llegaron a la estación, y yo, de la lástima que me daba mi mujer,
no podía mirarla: tenía los labios hinchados de llanto, los cabellos asomaban
revueltos bajo el pañuelo, y los ojos, turbios, como de loca. Los jefes dieron
la orden de subir al tren, y ella se derrumbó sobre mi pecho mientras sus manos
se aferraban a mi cuello; temblaba toda, como un árbol hendido por un
hachazo... los chicos y yo tratábamos de consolarla, pero ¡de nada servía!
Otras mujeres hablaban con sus maridos o con sus hijos, pero la mía estaba
pegada a mí, como la hoja a la rama, y no hacía más que temblar toda ella sin
poder articular palabra. Yo le dije: "¡Hay que ser fuertes, querida Irina!
Dime aunque sólo sea unas palabras de despedida." Ella balbuceó,
sollozando a cada palabra: "Querido mío... Andriusha... no volveremos a
vernos... más... en este... mundo..."
»A
mí mismo se me desgarraba el corazón de la lástima que me daba de ella, y, por
si no tenía bastante, me salía con aquellas palabras. Debía comprender que a mí
tampoco me era fácil separarme de ellos, pues no iba a ninguna fiesta. ¡Y me
llené de coraje! A la fuerza, retiré sus manos y le di un leve empujón en el
hombro. Creí que la había empujado ligeramente, pero yo tenía entonces una
fuerza tremenda; ella vaciló, retrocedió unos tres pasos y vino de nuevo hacia
mí con pasitos cortos, tendiéndome las manos; yo le grité: "¿Es ése modo
de despedirse de uno? ¿Por qué me entierras en vida antes de tiempo?" Pero
la abracé otra vez, porque veía que estaba trastornada...»
Cortó
bruscamente el relato, sin acabar la frase, y en el silencio que se hizo oí
como un gorgoteo sordo en su garganta. Y me contagié de su emoción. Dirigí una
oblicua mirada al narrador, pero no vi ni una lágrima en sus ojos secos, como
de muerto. Estaba sentado, muy gacha la cabeza, inmóvil; únicamente sus grandes
manos, que colgaban fláccidas, se estremecían con leve temblor; le temblaba la
barbilla, los finos labios...
-¡Cálmate,
amigo, no recuerdes más! -le aconsejé quedo, pero él no debió de oír mis palabras;
haciendo un supremo esfuerzo de voluntad, dominó su emoción y dijo de pronto
con voz ronca que se quebraba de un modo extraño:
-Hasta
el fin de mis días, hasta que me muera, ¡no me perdonaré nunca el haberla
empujado aquel día!
Volvió
a callar largo rato. Intentó liar un cigarro, pero se le rompió el papel de
periódico, y el tabaco se esparció por sus rodillas. Al fin hizo como pudo un
cucurucho, a guisa de pipa, dio con ansia varias chupadas y, luego de toser,
continuó:
-Me
desgajé de Irina, le cogí la cara con las manos, la besé, y sus labios estaban
como el hielo. Me despedí de los chicos, corrí al vagón y salté al estribo, ya
en marcha. El tren arrancaba despacio, despacio; tuve que pasar frente a los
míos. Vi que mis hijitos, desvalidos, agrupados en apretado haz, agitaban las
manecitas dándome su adiós, querían sonreír, pero no les salía la sonrisa.
Irina se apretaba las manos contra el pecho; tenía los labios más blancos que
el papel, murmuraba algo, me miraba sin pestañear y tendía todo el cuerpo
adelante como si quisiera avanzar contra un viento recio... Así ha quedado en
mi memoria, para toda la vida: las manos apretadas contra el pecho, los labios
blancos, los ojos muy abiertos, anegados en lágrimas... La mayoría de las
veces, siempre la veo así en sueños... ¿Por qué la empujaría entonces? Y hasta
ahora, cuando lo recuerdo, es como si me partieran el corazón con un cuchillo
romo...
»Organizaron
nuestra unidad cerca de Bielaia Tserkov, en Ucrania. A mí me dieron un camión
ZIS-5. Y en él marché al frente. Bueno, de la guerra no voy a contarle nada,
porque tú mismo la viste y sabes cómo fue al principio. De los míos recibía
carta con frecuencia; yo les mandaba unas líneas de tarde en tarde. A veces,
escribía uno diciendo: "Todo marcha bien, peleamos un poquillo y, aunque
ahora retrocedemos, pronto reuniremos fuerzas y les daremos a los fritz para el
pelo". ¿Qué otra cosa se podía decir? Malos tiempos eran, no estábamos
para escribir. Además, debo reconocer que yo mismo no era aficionado a tocar
las cuerdas sensibles con quejas y no podía soportar a esos llorones que cada
día, viniera o no a cuento, les escribían a sus mujeres y a sus adorados
tormentos llenando el papel de mocos. "Esto es duro -decían-, penoso; en
cualquier momento te pueden matar." Y esos maricas con pantalones se
quejaban, buscaban compasión, babeaban, sin querer comprender que las pobres
mujeres y niños de la retaguardia no lo pasaban mejor que nosotros. ¡Todo el
estado se apoyaba en ellos! ¡Qué espaldas tenían que tener nuestras mujeres y
nuestros hijos para no doblegarse bajo un peso tan grande! Y sin embargo, ¡no
se doblegaron, resistieron! Y esos bribones, esos gallinas, escribían cartas
lloronas que para las mujeres que trabajaban eran como un palo en los
calcañales. Las desdichadas, después de recibir semejantes cartas, dejaban caer
los brazos con desaliento y ya no podían con el trabajo. ¡No! Para eso eres
hombre y soldado, para soportarlo todo, para aguantarlo todo si es preciso. Y
si tienes más madera de mujer que de hombre, ponte un miriñaque para abultar tu
flaco trasero, a fin de que, al menos por detrás, te parezcas a ellas, y vete a
escardar remolacha o a ordeñar vacas, pues en el frente no se necesitan hombres
como tú, ¡ya hay bastante pestilencia!
»Pero
no tuve que combatir ni siquiera un año... En ese tiempo me hirieron dos veces,
las dos levemente; una, en un brazo, sin tocarme el hueso; otra, en una pierna;
la primera, de bala, desde un avión; la segunda, de un casco de metralla. Los
alemanes me agujerearon el coche por arriba y por los lados, pero yo, hermano,
en los primeros tiempos tuve suerte. Siguió la suerte hasta que vino la
negra... Me hicieron prisionero cerca de Losovienki, en mayo del cuarenta y
dos, en desgraciadas circunstancias: los alemanes atacaban entonces de firme, y
una de nuestras baterías de obuses, de ciento veintidós milímetros, se quedó
casi sin munición; abarrotaron mi camión de proyectiles, a más no poder, y yo
mismo trabajé tanto en la carga, que tenía la guerrera pegada a la espalda de
lo mucho que sudé. Había que darse gran prisa, porque el enemigo se acercaba: a
la izquierda se oía el estruendo de sus tanques; a la derecha, fuerte tiroteo;
delante, tiros también, y ya empezaba a oler a chamusquina...
»El
jefe de nuestra compañía de transporte me preguntó: "¿Podrías pasar,
Solokov?" Holgaba la pregunta. Allí mis camaradas quizás estuvieran
cayendo, ¿cómo iba yo a andarme con remilgos? "¡Ni que decir tiene! -le
contesté-. Debo pasar, ¡y asunto concluido!" "Bueno -me dijo-,
¡embala! ¡Lánzate a todo gas!"
»Y
me lancé a todo gas. ¡Nunca había corrido tanto como aquella vez! Sabía que no
llevaba patatas y que con una carga semejante era preciso ir con precaución,
pero ¿qué precaución cabía cuando los muchachos estaban peleando con las manos
vacías y todo el camino, de punta a punta, estaba batido por el fuego de los
cañones? Recorrí unos seis kilómetros; pronto debía tirar hacia un sendero para
llegar al barranco donde estaba emplazada la batería, cuando miro y... ¡ay,
madre santa! Por la derecha y por la izquierda venía, esparciéndose por el
campo, nuestra infantería; las minas estallaban ya entre sus filas. ¿Qué hacer?
¿Dar la vuelta? ¡Pisé el acelerador a fondo! Hasta la batería no quedaba más
que una insignificancia, cosa de un kilómetro; había ya virado hacia el
sendero, pero no logré llegar hasta los nuestros, hermano... Por lo visto, un
disparo de artillería pesada, de largo alcance, me lanzó fuera del camión. No
oí siquiera el estampido, nada; sólo sentí como si me estallase algo dentro de
la cabeza; no recuerdo más. No sé cómo escapé con vida entonces ni cuánto
tiempo estuve tirado en tierra, a unos ocho metros de la cuneta. Recobré el
conocimiento, pero no podía levantarme: la cabeza me temblaba, y todo yo
tiritaba como si tuviese mucha fiebre, se me nublaba la vista, en el hombro
izquierdo algo crujía y chirriaba, y sentía un dolor tan grande por todo el
cuerpo, que cualquiera diría que me habían estado dando palos dos días
seguidos. Largo rato me arrastré por tierra; al fin, me levanté como pude. Pero
de nuevo no comprendía nada: ni dónde estaba ni qué me había ocurrido. Había
perdido la memoria por completo. Me daba miedo volverme a tumbar. Temía que, si
me tumbaba, no volvería a levantarme más, moriría. Estaba en pie, tambaleándome
como un álamo agitado por el vendaval.
»Cuando
volví en mí y recobré el discernimiento, miré detenidamente alrededor, y sentí
como si me retorciera el corazón con unas tenazas: por todas partes estaban
tirados los proyectiles que yo traía: no lejos, hecho pedazos, se encontraba mi
camión, volcado con las ruedas para arriba. ¿Qué era aquello?
»No
hay por qué ocultarlo, las piernas se me doblaron solas y caí como derribado
por un hachazo, pues me di cuenta de que estaba cercado, mejor dicho, de que
era ya prisionero de los alemanes. Ya ves las cosas que ocurren en la guerra...
»
¡Ay hermano, qué doloroso es darse cuenta de que, en contra de tu voluntad, te
encuentras prisionero! A quien no haya pasado por ese trance no es posible
llegarle al alma, hacerle comprender como es debido lo que eso significa.
»Pues
bien, yacía en tierra, cuando oigo estruendo de tanques. Cuatro tanques
alemanes, medianos, corrían a toda marcha frente a mí, en dirección al lugar de
donde yo había salido con las municiones... ¿Cómo soportar aquel dolor? Luego,
pasaron unos tractores arrastrando unos cañones, una cocina de campaña, y
después, la infantería, poco, no más de una compañía diezmada. Los estuve
mirando de refilón y apreté de nuevo la cara contra la tierra y cerré los ojos:
dolía verlos, y el corazón dolía también...
»Creí
que habían pasado todos, alcé un poco la cabeza y vi a seis soldados, con fusil
ametrallador, que caminaban a unos cien metros. De pronto, dejaron el camino y
se dirigieron derechos hacia mí. Venían en silencio. "Bueno -pensé- me ha
llegado la hora." Me senté, pues no quería morir echado; luego, me puse en
pie. Uno de los soldados se detuvo a unos pasos, meneó bruscamente el hombro y
se descolgó el fusil ametrallador. ¡Qué curioso es el carácter del hombre...!
En aquel momento no sentía el menor pánico ni se me encogió el corazón. No
hacía más que mirarlos y pensar: "Ahora me soltará una ráfaga corta, pero,
¿dónde me disparará: en la cabeza o cruzándome el pecho? ¡Como si a mí no me
diera lo mismo que me acribillase una parte u otra!
»Era
un mozo negrete, de buena presencia, con los labios finos como hilos y los ojos
entornados. "Este me mata y se quedará tan fresco", deduje. Y en
efecto: me apuntó con el fusil ametrallador; yo lo miré de frente, a la cara,
sin decir palabra, pero otro -un cabo o algo así, de más edad, puede decirse
que ya entrado en años- gritó algo, lo apartó de un empujón, se acercó a mí,
farfulló no sé qué en su lengua y me dobló el brazo derecho, para palparme el
músculo, por consiguiente. Hecha la comprobación exclamó: "¡O-oh!" y
señaló hacia el camino, en dirección a donde se ponía el sol. "Arre,
bestia de carga, trabaja para nuestro Reich." ¡Resultó que era un amo, el
hijo de perra!
»Pero
el negrete había echado el ojo a mis botas altas, que tenían buena vista, y me
dijo señalando con el dedo: "¡Quítatelas!" Yo me senté en el suelo,
me las quité y se las ofrecí. Él me las arrebató de las manos. Me desenrollé
los peales y se los tendí también, mirándolo de abajo arriba. Pero él empezó a
dar voces, a soltar tacos en su lengua, y empuñó de nuevo el fusil
ametrallador. Los demás reían a carcajadas, como si relinchasen. Y así se
fueron, por las buenas. Sólo el negrete, antes de llegar al camino, volvió dos
o tres veces la cabeza mirándome con ojos centelleantes, de lobezno; estaba
furioso, pero ¿por qué? Cualquiera diría que le había quitado yo las botas, en
lugar de él a mí.
»
¿Y qué iba a hacer yo, hermano? No había más remedio. Salí al camino, jurando
como un carretero, con escogidos ajos de la región de Vorónezh, y eché a andar
hacia el oeste, ¡hacia el cautiverio...! Pero mi andadura era entonces
flojilla, un kilómetro por hora, no más... Quería uno ir adelante, y daba
bandazos de un lado para otro, haciendo eses como un borracho. Anduve un trecho
y me dio alcance una columna de prisioneros; gente nuestra, de la división mía.
Los conducían diez soldados alemanes con fusil ametrallador. El que iba al
frente de la columna, al llegar a mi altura, sin decir una mala palabra, me
golpeó en la cabeza, de un revés, con la culata del fusil. Si hubiera caído me
habría cosido a la tierra con una ráfaga, pero los nuestros me cogieron antes
de que cayera, me empujaron al centro y me llevaron, sujetándome de los brazos,
durante media hora. Y cuando recobré el sentido, oí que uno de ellos me
susurraba: "¡Líbrete Dios de caer! Camina aunque sea con tus últimas
fuerzas; si no, te matarán." Y yo, con mis últimas fuerzas, caminé.
»En
cuanto el sol se hubo ocultado, los alemanes reforzaron la escolta; en un
camión, trajeron unos veinte soldados más con fusil ametrallador; nos arrearon
a paso ligero. Los heridos graves no podían seguir a los demás, y los mataban a
tiros en la misma carretera. Dos intentaron huir, sin tener en cuenta que en
una noche de luna, en campo raso, se le ve a uno divinamente, y claro, los
mataron también. A medianoche llegamos a un pueblo medio quemado. Nos
encerraron en una iglesia con la cúpula destrozada, para pernoctar allí. En el
suelo de losas no había ni un puñado de paja, y todos íbamos sin capote, a
cuerpo gentil, de modo que no teníamos nada con que hacer un lecho. Algunos ni
siquiera llevaban guerrera, sólo la camisa de lienzo. En su mayoría eran
oficiales de poca graduación. Se habían quitado las guerreras y chaquetas de uniforme
para que no se les distinguiera de los soldados rasos. Los habían hecho
prisioneros cuando estaban casi desnudos, en su faena, y así continuaban.
»Por
la noche cayó una lluvia tan torrencial, que todos nos calamos hasta los
huesos. La cúpula se la había llevado algún proyectil pesado o alguna bomba de
avión y toda la techumbre estaba hecha una criba a causa de la metralla; no
había un sitio seco ni siquiera en el altar. Así pasamos la noche entera, como
ovejas en un redil oscuro. Mediada la noche, noto que alguien me toca el brazo
y me pregunta: "Camarada, ¿no estás herido?" "¿Y a ti qué te
importa, hermano?", le contesto. Y él me dice: "Soy médico militar,
tal vez pueda prestarte alguna ayuda". Yo me quejé de que el hombro
izquierdo me crujía, se me había hinchado y me dolía terriblemente. Él dijo con
firmeza: "Quítate la guerrera y la camisa". Me quité todo aquello y
él empezó a palparme el hombro aferrándose a él con sus dedos finos, de un modo
que me hizo ver las estrellas. Rechinaron mis dientes y le dije: "Tú debes
ser veterinario; y no médico de personas. ¿Por qué me aprietas así en el sitio
dolorido?, ¿es que no tienes entrañas?" Pero él seguía palpando y me
contestaba maligno: "¡Tu obligación es callar! Vaya un charlatán que me
has salido. Aguanta, que ahora te dolerá aún más". Y cuando me tiró el
brazo vi unas chispas rojas que saltaban de mis ojos.
»Me
repuse un poco y le pregunté: "¿Qué estás haciendo, fascista desgraciado?
Tengo el brazo hecho cisco, y tú me das esos tirones". Oigo que se ríe por
lo bajo y me dice: "Creí que me ibas a golpear con la derecha, pero
resulta que eres un muchacho pacífico. No tienes el brazo roto, sino dislocado,
ya te he puesto el hueso en su sitio. Bueno, ¿qué tal ahora, sientes
alivio?" Y en realidad notaba que el dolor iba desapareciendo. Le di las
gracias, de corazón, y él siguió adelante en la oscuridad, preguntado bajito:
"¿Hay algún herido?" ¡Ya ves lo que es un verdadero doctor! Hasta en
el cautiverio y en las tinieblas cumple su gran misión.
»Intranquila
fue la noche aquella. No se permitía salir a hacer aguas; así nos lo había
advertido el jefe de la escolta cuando nos metían por parejas en la iglesia. Y,
como por castigo, a uno de los nuestros, un beato, le entraron muchas ganas de
hacer una necesidad. Estuvo aguantando y aguantando hasta que empezó a
lloriquear: "¡No puedo -decía- profanar un lugar sagrado! ¡Yo soy
creyente, yo soy cristiano! ¿Qué hago, hermanos míos?" Y los nuestros, ¡ya
sabes tú como son! Unos se reían, otros soltaban ternos, los de más allá le
daban toda clase de graciosos consejos. Nos alegró a todos el beato, pero aquel
barullo acabó de muy mala manera: el del apretón empezó a aporrear la puerta y
a pedir que lo dejasen salir. Bueno, y contestaron a su petición: un fascista
disparó una larga ráfaga a través de la puerta, a todo lo ancho, y mató al
beato aquel y a tres hombres más; otro fue gravemente herido y murió al
amanecer.
»Pusimos
a los muertos en un sitio aparte, nos sentamos todos y quedamos en silencio,
pensativos: el principio no era muy alegre... Poco después, empezamos a hablar
a media voz, a cuchichear: de dónde era cada uno, de qué distrito, cómo lo
habían hecho prisionero; en la oscuridad, los camaradas de una misma sección o
los conocidos de una misma compañía se perdían, y empezaban a llamarse unos a
otros, en voz baja. Junto a mí, oí esta queda conversación. Uno decía: "Si
mañana, antes de llevarnos más lejos, nos forman y preguntan por los
comisarios, los comunistas y los hebreos, tú, jefe de la sección, no te
escondas... No conseguirás nada con ello. ¿Te figuras que, porque te has
quitado la guerrera, vas a pasar por un soldado raso? ¡No, eso no cuela! Yo no
estoy dispuesto a responder por ti. ¡Seré el primero en señalarte! Yo sé que
eres comunista y que me hiciste propaganda para que ingresase en el partido,
¡pues responde ahora de tus actos!" Esto lo decía uno que estaba sentado,
cerca, junto a mí, y al otro lado de él una voz joven le contestó:
"Siempre sospechaba que tú, Krizhnev, eras una mala persona. Sobre todo
cuando te negaste a ingresar en el partido, alegando tu poca instrucción. Pero
nunca creí que pudieses llegar a ser un traidor. Pues tú has terminado la
escuela secundaria, ¿verdad?" El interpelado respondió con desgana a su
jefe de sección: "Bueno, la terminé, ¿y eso qué tiene que ver?"
Estuvieron callados largo rato; luego, el jefe de la sección -lo reconocí por
la voz-, dijo bajito: "No me delates, camarada Krizhnev." Y éste
repuso soltando una maligna risita: "Los camaradas se han quedado al otro
lado del frente, yo no soy camarada tuyo; no me vengas con ruegos, porque de
todos modos te señalaré. Cada uno cuida de su pellejo".
»Callaron
los dos; y yo sentí un escalofrío ante aquella ruindad. "¡No -pensé-, no
te permitiré, hijo de perra, que delates a tu jefe! No saldrás vivo de esta
iglesia, te sacarán de los pies, ¡como una res muerta!" Empezaba a clarear
un poco y vi que, junto a mí, estaba tumbado boca arriba un mocetón de cara
grande, con las manos cruzadas bajo la nuca, y cerca de él, sentado,
abarcándose las rodillas con los brazos, había un muchachito en mangas de
camisa, delgaducho, chatillo y muy pálido. "Desde luego -pensé-, ese
muchachito no podrá con un caballo castrado tan gordo. Tendré yo que
despacharlo".
»Toqué
al jovencillo en el brazo y le pregunté en un susurro: "¿Tú eres jefe de
sección?" Él se limitó a asentir la cabeza. "¿Ese te quiere
delatar?", le pregunté, señalando al mocetón que estaba tumbado. Volvió a
inclinar la cabeza, confirmando. "Bueno -le dije-, ¡sujétalo por las patas
para que no cocee! ¡Venga, vivo!", y caí sobre el mocetón y le atenacé el
gañote con los dedos. No tuvo tiempo ni de lanzar un grito. Lo sujeté debajo de
mí un rato y me incorporé. Ya estaba liquidado el traidor, ¡y con la lengua
fuera, colgando a un lado!
»Después
de aquello, sentía una desazón muy grande y un deseo terrible de lavarme las
manos, como si, en vez de a un hombre, hubiese estrangulado a un reptil
repugnante... Era la primera vez que mataba en mi vida, y además a uno de los
nuestros... Aunque, ¡qué iba a ser de los nuestros! Era peor que un extraño, un
traidor. Me levanté y le dije al jefe de la sección: "Vámonos de aquí,
camarada, la iglesia es grande".
»Como
había dicho el Krizhnev aquel, por la mañana nos formaron a todos, junto a la
iglesia, nos cercaron con un cordón de soldados con fusil ametrallador, y tres
oficiales de los S.S. empezaron a seleccionar a la gente más peligrosa para
ellos. Preguntaron quiénes eran comunistas, jefes de unidad o comisarios, pero
no apareció ninguno. Como no apareció tampoco ni un solo canalla que delatase,
porque entre nosotros eran comunistas casi la mitad y había jefes de unidad y,
ni qué decir tiene, también comisarios. Sólo sacaron cuatro, entre doscientos
hombres y pico. Uno hebreo y tres rusos, soldados rasos. Los rusos cayeron en
desgracia porque los tres era morenos y tenían el pelo rizoso. Se acercaban a
uno de éstos y le preguntaban: "¿Judío?" Él decía que era ruso, pero
no querían ni escucharlo. "Sal, y se acabó".
»Fusilaron
a aquellos pobretes y a nosotros nos llevaron más adelante. El jefe de sección
que había estrangulado conmigo al traidor se mantuvo a mi lado hasta el mismo
Poznan; el primer día me estrechaba la mano de cuando en cuando, sobre la
marcha. En Poznan nos separaron por la razón que voy a contarte. Es el caso,
hermano, que desde el primer día venía yo pensando en marcharme con los
nuestros. Pero quería escaparme con seguridad de éxito. Hasta el mismo Poznan,
donde nos metieron en un verdadero campo de prisioneros, no se me había
presentado ni una sola vez una ocasión favorable. Y en el campo de Poznan
pareció presentarse: a fines de mayo, nos mandaron a un bosquecillo cercano al
campo a cavar una fosa para unos prisioneros, compañeros nuestros, que habían
muerto; en aquel tiempo muchos de nuestros hermanos morían de disentería;
estaba yo cavando la arcilla de Poznan, y mirando de cuando en cuando
alrededor, y de pronto observé que dos de los guardianes se habían sentado a
tomar un bocado y el tercero dormitaba al solecillo. Tiré la pala y, sin hacer
ruido, me escondí detrás de un matorral... Luego eché a correr, todo derecho,
en dirección adonde salía el sol...
»Por
los visto, mis guardianes tardaron en darse cuenta. Pero, ¿de dónde sacaría yo,
estando tan extenuado como estaba, fuerzas para recorrer casi cuarenta
kilómetros en un día? Yo mismo no lo sé. Sin embargo, de mis ilusiones no
resultó nada: al cuarto día, cuando ya estaba lejos del maldito campo, me
atraparon. Unos perros policías me siguieron la pista y me encontraron en un
campo de avena sin segar.
»Al
amanecer, me había dado miedo de seguir caminando a campo raso, y como hasta el
bosque quedaban no menos de tres kilómetros, me tumbé entre la avena para
descansar durante el día. Estrujé unos granos con las palmas, comí un poco y me
llené los bolsillos de reservas. De pronto oigo unos ladridos y el traqueteo de
una moto... Se me desgarró el corazón, porque los perros ladraban cada vez más
cerca. Me tendí, pegándome al terreno, y me tapé la cara con las manos para que
al menos no me mordieran en ella. Bueno, llegaron corriendo y me arrancaron en
un instante todos los harapos del cuerpo, dejándome como me parió mi madre.
Estuvieron rodándome por la avena todo el tiempo que les dio la gana y, por
último, un perro me puso las patas delanteras en el pecho y enfiló el hocico
hacia mi garganta, pero por el momento no me tocó.
»Llegaron
unos alemanes en dos motocicletas. Primero me golpearon cuanto se les antojó;
luego, azuzaron contra mí los perros; la piel y la carne saltaban de mi cuerpo
a pedazos. Desnudo, bañado en sangre, me llevaron al campo de prisioneros. Me
pasé un mes metido en el calabozo, por el intento de fuga; pero, a pesar de
todo, salí del trance con vida... ¡con vida!
»Doloroso
es, hermano, recordar, y más aún referir lo que hubo que pasar en el
cautiverio. Cuando recuerda uno los tormentos inhumanos que tuvimos que
soportar allí, en Alemania, y a todos los amigos y camaradas que perecieron
martirizados en aquellos campos de concentración, el corazón se sube a la
garganta y cuesta trabajo respirar.
»
¡Adónde no me llevarían en los dos años de cautiverio! Recorrí media Alemania
en este tiempo; estuve en Sajonia, trabajando en una fábrica de silicatos; en
la región del Ruhr, picando carbón en una mina; en Baviera, echando joroba en
trabajos de excavación, y en Turingia también... ¡Por qué lugares de la tierra
alemana no caminaría yo! Ni el diablo lo sabe. La naturaleza, hermano, es allí
distinta en todas partes, pero en todas partes nos ametrallaban y pegaban
igual. Y pegaban los miserables parásitos, malditos de Dios, como nunca se ha
pegado en nuestra tierra ni a las bestias. Nos daban puñetazos, nos pateaban,
nos golpeaban con porras de goma, con los hierros de toda clase que encontraban
a mano, sin hablar ya de las culatadas de los fusiles y otros maderos.
»Te
golpeaban porque eras ruso, porque aún vivías en el mundo, porque trabajabas
para ellos, para los muy canallas. Te pegaban porque no mirabas, porque no
andabas, porque no te volvías como a ellos les gustaba... Pegaban sencillamente
para matarte alguna vez, para que te atragantases con tu última bocanada de
sangre y reventaras de las palizas. Por lo visto, no había para nosotros en
Alemania bastantes hornos crematorios...
»Y
nos daban de comer lo mismo en todas partes: ciento cincuenta gramos de algo
parecido a pan, mitad aserrín, y una sopa clara de nabos. Agua hervida daban en
algunas partes; en otras, no. En fin, ¡qué te voy a decir! Imagínate: antes de
la guerra pesaba yo ochenta y seis kilos, y para el otoño no me quedaban más
que cincuenta. Estaba en los puros huesos, e incluso los huesos ya no tenía
fuerza para arrastrarlos. Y venga trabajo, y no rechistes; además, un trabajo
que un caballo de carga no habría podido con él.
»A
primeros de septiembre, nos trasladaron a ciento cuarenta y dos prisioneros
soviéticos desde un campo cerca de la ciudad de Küstrin al campo B-14, no lejos
de Dresde. Por aquel tiempo había allí alrededor de dos mil de los nuestros.
Todos trabajaban en una cantera; a mano, extraían, picaban y machacaban piedra
alemana. La norma era de cuatro metros cúbicos diarios por alma, advirtiéndote
que aquella gente apenas tenía ya sujeta el alma al cuerpo con un hilo muy
fino. Y empezó la cosa: al cabo de dos meses, de ciento cuarenta y dos hombres
que éramos en nuestra expedición, sólo quedábamos cincuenta y siete. ¿Qué te
parece, hermano? Mal asunto, ¿verdad? No dábamos abasto a enterrar a los
nuestros y además circulaban por el campo rumores de que los alemanes habían
tomado Stalingrado y seguían avanzando hacia Siberia. Una pena tras otra, y te
encorvaban de tal manera, que no alzabas los ojos de la tierra alemana, de
aquella tierra extraña, como si le pidieras que a ti también te recogiese en su
seno. Entretanto, los de la guardia del campo bebían todos los días, berreaban
canciones, estaban muy contentos, locos de júbilo.
»Un
anochecer volvimos al barracón después de trabajo. Había estado lloviendo todo
el día. Teníamos los harapos chorreando; tiritábamos todos como perros, al
viento frío, dando diente con diente. Y no había dónde secarse, ni dónde
calentarse un poco; por añadidura, traíamos un hambre tremenda, más que
tremenda, espantosa. Pero por las noches no nos correspondía comer.
»Me
quité los empapados andrajos, me tumbé en el camastro de madera y dije:
"Ellos necesitan que les demos cuatro metros cúbicos, por cabeza, pero a
cada uno de nosotros le basta y le sobra con un metro cúbico, para su
sepultura". No dije más, pero no faltó entre los nuestros un canalla que
fuese a contarle al comandante del campo mis amargas palabras.
»El
comandante del campo -el lagerführer en su lengua- era un alemán llamado
Müller, macizo, de mediana estatura, albino y todo él como blancuzco: los
cabellos, las cejas, las pestañas, incluso los ojos, eran blanquecinos,
saltones. Hablaba el ruso como tú y yo, y además recargando el acento en la
"o"; alegaba que era oriundo de la región del Volga. Y en lo de
soltar ajos, tacos y ternos era un verdadero maestro. ¿Dónde habría aprendido
aquel maldito el oficio? A veces, nos formaba ante el block -como llamaban
ellos al barrancón-, pasaba frente a la formación, acompañado de su jauría de
los S.S. y con el brazo derecho extendido. Llevaba la mano enfundada en un
guante de cuero, y en el guante una manopla de plomo, para no lastimarse los
dedos. Al pasar daba un puñetazo en las narices a uno sí y otro no, haciendo
echar sangre. A eso le llamaba él "profiláctica contra la gripe". Y
así todos los días. En el campo había cuatro blocks en total; tal como hoy,
hacía la "profiláctica" del primero; mañana, del segundo, y así
sucesivamente. Puntual era el miserable, trabajaba incluso los días festivos.
Pero había una cosa que el imbécil no podía comprender: antes de ponerse a
sacudir, el tipo, para enardecerse, estaba unos diez minutos blasfemando
delante de la formación; insultaba en vano, porque a nosotros aquello nos
producía alivio, pues tales palabras, de nuestra lengua materna, eran como una
brisa acariciadora que viniese de la tierra natal... Si hubiera sabido que sus
insultos sólo nos producían placer, no habría blasfemado en ruso, sino en su
idioma. Sólo un amigo mío, un moscovita, se enfadaba terriblemente.
"Cuando suelta esas palabrotas -decía-, cierro los ojos y me parece que
estoy en Moscú, en Satsiep, sentado en una cervecería, y me entran unas ganas
tan grandes de beber cerveza, que la cabeza se me va..."
»Pues
bien, ese mismo comandante, al día siguiente de haber dicho yo lo del metro
cúbico, me llamó a su despacho. Al anochecer vino el intérprete al barrancón,
acompañado de dos guardianes. "¿Quién es Andrei Sokolov?" Dije que
era yo. "Ven con nosotros, te llama el propio herr lagerführer en
persona". Estaba claro para qué me llamaba. Para liquidarme. Me despedí de
los camaradas, todos sabían que iba a la muerte, di un suspiro y me fui.
Caminaba ya por el patio del campo de concentración, miraba a las estrellas, me
despedía de ellas y pensaba: "Bueno, se acabaron tus tormentos, Andrei
Solokov, número trescientos treinta y uno en este campo". Me dio pena de
Irina, de los hijitos, pero luego aquella pena fue calmándose y empecé a
armarme de valor para mirar impávido al cañón de la pistola, como corresponde a
un soldado, para que los enemigos no vieran en mi último instante que, a pesar
de todo, me costaba trabajo desprenderme de la vida...
»En
la comandancia había tiestos de flores en los alféizares de las ventanas;
estaba todo limpio, como en un buen club nuestro. Sentados a la mesa estaban
todos los jefes del campo; eran cinco, bebían shnapps; comían tocino como
entremés. Sobre la mesa había un panzudo botellón de shnapps, pan, tocino,
manzanas en adobo, botes abiertos de conservas de diferentes clases. Eché a
todos aquellos manjares una rápida ojeada y, no lo querrás creer, pero me entró
una desazón tan grande, que estuve a punto de vomitar. Tenía hambre de lobo,
había perdido la costumbre de comer lo que comen las personas, y de pronto
aparecía toda aquella bendición delante de mí... Como pude dominé las náuseas,
pero hube de hacer un enorme esfuerzo para apartar los ojos de la mesa.
»Frente
a mí estaba sentado Müller, medio borracho; jugueteaba con la pistola,
tirándosela de una mano a otra, y me miraba sin pestañear, como una serpiente.
Bueno, yo me puse firme, di un taconazo e informé en voz alta: "El
prisionero Andrei Solokov se presenta por orden de usted, herr
kommandant". Él me preguntó: "¿De modo, russ Iván, que cuatro metros
cúbicos de norma de trabajo es mucho?" "Exacto -le respondí-, herr
kommandant, es mucho". "¿Y con uno tienes bastante para tu
sepultura?" "Exacto, herr kommandant, con uno me basta y hasta me
sobra".
»Se
levantó y dijo: "Voy a hacerte un gran honor, ahora te mataré
personalmente por esas palabras. Aquí no estaría bien, vamos al patio y allí te
daré el pasaporte". "Como usted quiera", le repuse. Se levantó y
quedó un momento pensativo; luego, tiró la pistola sobre la mesa, llenó de
shnapps un vaso, tomó una rebanada de pan, le puso encina una loncha de tocino
y me tendió todo aquello al tiempo que decía: "Bebe, russ Iván, antes de
morir, por la victoria de las armas alemanas".
»Yo
cogí de sus manos el vaso y la tapa, pero en cuanto oí aquellas palabras, ¡me
pareció que me quemaban como un hierro candente! Y pensé: "Yo, un soldado
ruso, ¿voy a beber por la victoria de las armas alemanas? ¿Y no quieres alguna
otra cosa más, herr kommandant? De todos modos, voy a morir, por lo tanto,
¡vete a hacer puñetas con tu vodka!"
»Dejé
sobre la mesa el vaso, puse allí también el bocadillo y dije: "Les
agradezco su invitación, pero yo no bebo". Él sonrió: "¿No quieres
beber por nuestra victoria? En este caso, bebe por tu muerte". ¿Qué tenía
yo que perder? "Por mi muerte y la liberación de mis sufrimientos,
beberé", repuse. Dicho esto, cogí el vaso y, de dos tragos me lo eché al
coleto, pero no toqué el bocadillo; cortésmente, me limpié los labios con la
palma de la mano y dije: "Le agradezco la fineza. Estoy a su disposición,
herr kommandant, vamos, deme usted el pasaporte".
»Pero
él se me quedó mirando con atención y dijo: "Toma siquiera un bocado antes
de la muerte". Yo le contesté: "Después del primer vaso, nunca
como". Me sirvió el segundo y me lo dio. Me bebí también el segundo, pero,
de nuevo, no toqué el bocadillo; empinaba el codo para tomar valor, pensando:
"Al menos me emborracharé antes de salir al patio a despedirme de la
vida". El comandante, enarcando mucho las cejas blanquecidas, me preguntó:
"¿Por qué no comes, russ Iván? ¡No te dé vergüenza!" Y yo le
repliqué: "Perdóneme usted, herr kommandant, pero, después del segundo vaso,
tampoco acostumbro comer". Infló los carrillos, dio un resoplido, soltó la
carcajada y, entre risas, dijo rápidamente algo en alemán; por lo visto, estaba
traduciendo mis palabras a sus amigos. Éstos también se echaron a reír,
corrieron las sillas y volvieron sus carotas hacia mí; entonces observé que me
miraban ya de otra manera, como más suavemente.
»Me
sirvió el comandante el tercer vaso, y su mano temblequeaba de la risa. Me lo
bebí despacio, comí un pedacito de pan y dejé el resto sobre la mesa. Quería
demostrarles a los malditos que, aunque no podía tenerme en pie, de hambre, no
me disponía a atragantarme con su limosna, que tenía mi dignidad y mi orgullo
rusos y que, por mucho que habían hecho, no habían conseguido convertirme en
una bestia.
»Después
de aquello, el comandante puso una cara seria, se enderezó sobre el pecho las
dos cruces de hierro, se levantó de la mesa, sin armas, y dijo: "Mira,
Solokov, tú eres un verdadero soldado ruso. Un soldado valiente. Yo también soy
un soldado y respecto la dignidad de los enemigos. No te mataré. Además, hoy
nuestras gloriosas tropas han llegado al Volga y conquistado por completo a la
ciudad de Stalingrado. Esto es para nosotros una gran alegría; por ello, te
concedo magnánimamente la vida. Vete a tu block, y toma esto, por tu
valentía", y cogiendo de la mesa un pan no muy grande y un trozo de
tocino, me lo dio.
»Yo
apreté el pan contra el pecho, con todas mis fuerzas, tenía el tocino en la
mano izquierda y era tan grande mi desconcierto ante aquel cambio inesperado,
que ni siquiera di las gracias; giré sobre los talones, hacia la izquierda, y
me dirigí hacia la salida, pensando: "Ahora me meterá una bala entre las
dos paletillas y yo no podré llevarles a los muchachos estos víveres."
Pero no, escapé felizmente. También esta vez pasó la muerte de largo, junto a
mí, y sólo sentí su frío aliento...
»Salí
de la comandancia con paso firme, pero en el patio empecé a dar bandazos.
Irrumpí en la barranca y me derrumbé sobre el piso de cemento. Me despertaron
los nuestros antes del amanecer: "¡Cuéntanos!" Bueno, y yo recordé
todo lo que había pasado en la comandancia; se lo referí. "¿Cómo vamos a
repartir los víveres?", me preguntó mi compañero de camastro, y la voz le
temblaba. "A todos por igual", contesté yo. Esperamos a que
amaneciera. Cortamos el pan y el tocino, midiéndolo rigurosamente con una
cuerda, en porciones idénticas. A cada uno le correspondió un pedazo de pan del
tamaño de una caja de cerillas, calculando hasta las migajas, y en cuanto al
tocino, bueno, ya te puedes figurar, lo suficiente para untarse los labios. Sin
embargo, lo repartimos todo sin que nadie se ofendiera.
»Pronto
nos mandaron, a unos trescientos hombres de los más fuertes, a desecar un
pantano; luego, a la región de Ruhr, a las minas. Allí me pasé hasta el año
cuarenta y cuatro. Por aquel tiempo los nuestros ya le habían desencajado las
mandíbulas a Alemania, y los fascistas dejaron de hacerles ascos a los
prisioneros. Una vez nos formaron, a todo el relevo del día, y un oberleuntnant
recién llegado dijo, a través del intérprete: "El que haya servido de
chofer en el ejército, o haya trabajado en esta profesión antes de la guerra,
que dé un paso al frente". Avanzamos siete hombres, antiguos choferes. Nos
entregaron ropa de trabajo usada y nos llevaron custodiados a la ciudad de
Potsdam. Llegamos allí, y a cada uno lo enviaron a un sitio diferente. A mí me
pusieron a trabajar en la "Todte"; había en Alemania una compañía que
se dedicaba a la construcción de carreteras y a obras de defensa.
»Yo
conducía el Oppel-Admiral de un ingeniero alemán que tenía el grado de
comandante del ejército. ¡Qué gordiflón era el fascista aquel! Pequeño,
barrigudo, tan ancho como largo y un culón como una mujer de buenas carnes. Por
delante, sobre el cuello de la guerrera, le asomaban tres papadas colgantes, y
detrás, en el cogote, le sobresalían tres grandes pliegues. Yo calculaba que
tendría no menos de tres puds de grasa pura. Al andar, resoplaba como una
locomotora, y cuando se sentaba a la mesa, ¡tragaba que era un espanto! A veces
se pasaba el día entero dándoles trabajo a las muelas y tientos a la
cantimplora de coñac. Alguna vez que otra a mí también me tocaba algo: nos
parábamos en la carretera, él cortaba unas rodajas de salchichón y de queso, tomaba
un bocado y echaba un trago; cuando estaba de buenas, me tiraba una tajada,
como a un perro. Nunca me daba nada en la mano, pues lo consideraba una
humillación para él. Pero, aun con todo, no era el campo de concentración; el
caso es que, poco a poco, yo iba pareciéndome a un hombre, y, aunque despacito,
empecé a reponerme.
»Durante
un par de semanas estuve llevando a mi comandante de Potsdam a Berlín y
viceversa; luego, lo mandaron a una zona cercana al frente a construir unas
líneas de defensa contra nosotros. Y allí perdí el sueño por completo: me
pasaba las noches en vela pensando en cómo fugarme y volver con los míos, a la
patria.
»Llegamos
a la ciudad de Polotsk. Al amanecer oí, por primera vez en dos años, el
estrueno de nuestra artillería, ¿y sabes, hermano, cómo empezó a latirme el
corazón? ¡Ni de mozo, cuando iba a ver a Irina, me latía con tanta fuerza! Los
combates se desarrollaban al este de Polotsk, a unos dieciocho kilómetros. En
la ciudad, los alemanes empezaron a enfurecerse, a ponerse nerviosos; mi
gordiflón se emborrachaba cada vez con más frecuencia. Por el día íbamos al
campo, y él disponía cómo tenían que hacerse las fortificaciones; por la noche
la agarraba a solas. Estaba todo hinchado, unas bolsas colgaban fláccidas, bajo
sus ojos...
»"Bueno
-me dije-, no hay por qué esperar más, ¡ha llegado la hora! Y no debo fugarme
yo solo, tengo que llevarme conmigo a mi gordiflón, ¡le servirá a los
nuestros!"
»Encontré
entre unas ruinas una pesa de dos kilos, la envolví en un trapo para que, si
había que golpear, no brotara sangre, cogí en la carretera un trozo de hilo
telefónico, todo cuanto necesitaba, lo preparé cuidadosamente y lo guardé bajo
el asiento delantero. Dos días antes de despedirme de los alemanes, iba por la
noche a repostar, cuando veo que por el barro camina un suboficial borracho,
agarrándose a las paredes. Paré el coche, llevé al suboficial a unas ruinas, le
quité el uniforme y el gorro. Todos aquellos bienes los metí también bajo el
asiento, y ¡adivina quién te dio!
»El
veintinueve de junio por la mañana me ordenó mi comandante que lo llevase fuera
de la ciudad, hacia Trosnitsa, donde él dirigía unas obras de fortificación.
Partimos. El comandante, acomodado en el asiento de atrás, dormitaba
plácidamente, y el corazón parecía querer saltárseme del pecho. Iba de prisa,
pero ya en el campo aminoré la marcha; luego, detuve el coche, bajé, volví la
cabeza: allá lejos venían dos camiones. Saqué la pesa, abrí bien la portezuela.
El gordiflón, recostado en el respaldo del asiento, roncaba como si estuviera
junto al costado de su mujer. Bueno, y yo le di un golpe con la pesa en la sien
izquierda. Él dejó caer la cabeza. A decir verdad, lo golpeé otra vez, pero no
quise matarlo. Necesitaba llevarlo vivo, pues debía contarles muchas cosas a
los nuestros. Le saqué de la funda la pistola, me la metí en el bolsillo,
hinqué una palanca tras el respaldo del asiento de atrás, enrollé al cuello del
comandante el hilo telefónico y lo até con un nudo corredizo a la palanca.
Aquello lo hice para que el gordiflón no se derrumbase de medio lado cuando el
coche fuera a mucha velocidad. De prisa me embutí en el uniforme alemán y me
puse el gorro; bueno, y embalé el coche para ir derecho hacia donde la tierra
retemblaba y se desarrollaban los combates.
»Crucé
la línea avanzada alemana entre dos fortines. De un blindado saltaron dos
soldados con fusiles automáticos, y yo, adrede, aminoré la marcha para que
vieran que iba un comandante en el auto. Pero ellos empezaron a dar voces y
agitar las manos indicando que hacia allí no se podía ir; yo hice como que no
comprendía, pisé el acelerador y escapé a ochenta por hora. Cuando quisieron
recobrarse de la sorpresa y comenzaron a disparar con las ametralladoras, yo me
encontraba ya en terreno de nadie y zigzagueada entre los embudos abiertos por
las bombas, no peor que una liebre.
»Desde
atrás los alemanes zumbaban, y desde delante los míos disparaban como locos
recibiéndome con el tableteo de sus fusiles ametralladores. Agujerearon el
parabrisas por cuatro sitios, el radiador lo acribillaron a balazos... Pero ya
estaba en un bosquecillo, más arriba de un lago; los nuestros corrían hacia el
auto, y yo me metí a toda marcha en el bosquecillo, abrí la portezuela, caí
sobre la tierra, la besé, y no podía respirar...
»Un
mozuelo, con unas hombreras en la guerrera que yo no había visto en la vida,
fue el primero en llegar hasta mí y me dijo riendo burlón: "¡Ah, fritz del
diablo! Conque te has perdido, ¿eh?" Me arranqué el uniforme alemán, tire
a mis pies el gorro y le repuse: "¡Ay tonto, alma mía! ¡Hijito querido!
¡Yo qué voy a ser un fritz, cuando he nacido en el mismo Voronezh! Estaba
prisionero, ¿te enteras? Y ahora descarguen a ese marrano que traigo en el
coche, cójanle la cartera y llévenme a donde está el jefe de ustedes". Les
di la pistola, fui pasando de mano en mano y, al anochecer, me encontraba ya
ante un coronel, jefe de la división. Para entonces ya me habían dado de comer,
llevado al baño, interrogado y hecho entrega de un equipo completo, de modo que
me presenté en el fortín del coronel limpio de cuerpo y alma y vestido con
todas las prendas del uniforme. El coronel se levantó de la mesa y vino a mi
encuentro. Delante de todos los oficiales me abrazó y me dijo: "Gracias,
soldado, por el regalo que nos has traído de los alemanes. Tu comandante y su
cartera son más valiosos para nosotros que veinte lenguas. Gestionaré ante el
mando que se te conceda una condecoración". Sus palabras, su cariñoso
afecto me emocionaron profundamente; me temblaban los labios, no me obedecían y
sólo pude articular: "Le ruego, camarada coronel, que me envíe a una
unidad de infantería".
»Pero
el coronel se echó a reír y contestó, dándome unas palmadas en el hombro:
"¿Qué guerrero vamos a hacer de ti, si apenas puedes tenerte en pie? Hoy
mismo te mandaré al hospital. Allí te curarán y te alimentarán bien; después,
irás a casa, con permiso, a pasar un mes con la familia, y cuando vuelvas a
nuestra división, ya veremos dónde te destinamos".
»El
coronel y todos los oficiales que estaban con él en el fortín se despidieron de
mí cariñosamente, dándome la mano, y yo salí de allí emocionado por completo,
porque en dos años había perdido la costumbre de que se me tratara como a un
ser humano. Y fíjate, hermano, durante mucho tiempo después, en cuanto tenía
que hablar con los jefes, continuaba encogiendo
involuntariamente la cabeza entre los hombros, como si temiera que fuesen a
pegarme. Ya ves qué formación nos daban en los campos fascistas...
»Desde
el hospital escribí inmediatamente a Irina. En la carta le contaba todo con
brevedad: cómo había estado en el cautiverio, cómo había huido de allí
llevándome al comandante alemán. Pero, imagínate, no pude contenerme las ganas
y le dije que el coronel me había propuesto para una condecoración... ¿De dónde
me vendría a mí aquella petulancia infantil?
»Dos
semanas estuve comiendo y durmiendo. Me daban el alimento poco a poco y con
frecuencia, pues si me hubieran dado de golpe todo lo que yo quería, habría
hincado el pico; así me lo dijo el doctor. Acumulé fuerzas de sobra. Pero al
cabo de las dos semanas, ya no podía tragar ni un bocado. No llegaba respuesta
de casa y, lo reconozco, me entró la morriña. Ni siquiera pensaba en la comida,
perdí el sueño por completo, toda clase de malos pensamientos me pasaban por la
cabeza... A la tercera semana recibí carta de Voronezh. Pero no me escribía
Irina, sino un vecino mío, el carpintero Iván Timofeievich. ¡No quiera dios que
nadie reciba una carta semejante! Me decía que, en junio del cuarenta y dos, los
alemanes habían bombardeado la fábrica de aviación y una bomba grande había
caído en mi pequeña jata. Irina y las hijas estaban en aquel momento en casa...
Y me comunicaba que no se habían encontrado ni los restos de ellas; en el sitio
donde estuviera la jata, quedó una profunda fosa... Aquella vez no pude
terminar de leer la carta. Se me nubló la vista, el corazón se me había
encogido y continuaba hecho un ovillo sin querer dilatarse. Me eché en la cama,
estuve acostado un buen rato y acabé de leerla. Mi vecino me decía que durante
el bombardeo Anatoli se encontraba en la ciudad. Al atardecer, volvió a la
barriada, estuvo contemplando la fosa y regresó de nuevo a la ciudad. Antes de
marcharse, le dijo a mi vecino que iba a pedir que lo mandasen como voluntario
al frente. Y nada más.
»Cuando
el corazón se dilató un poco y empecé a sentir en los oídos el latir de la
sangre, recordé con cuánto dolor se había despedido de mí Irina en la estación.
Por consiguiente, su corazón de mujer le decía ya que no volveríamos a vernos
más en este mundo. Y aquella vez la aparté de un empujón... Tenía yo una
familia, mi casa; todo aquello se había ido formando en el transcurso de años,
y de pronto, en un instante, desapareció todo y me quedé solo. Pensaba:
"¿No habrá sido un sueño mi vida infortunada?" Pues en el cautiverio,
casi todas las noches -mentalmente, claro está- hablaba con Irina, con mis
hijitos, les daba ánimos; les decía: "No pasen pena por mí, queridos míos;
volveré, soy fuerte, saldré de esto con vida y de nuevo estaremos todos
juntos..." Por lo tanto, ¡había estado hablando con los muertos!»
El
narrador calló un instante; luego, ya con otra voz, entrecortada, queda, me
dijo:
-Echemos
un cigarro, hermano, porque me ahogo...
Fumamos.
En el bosque, inundado por las aguas del río, se oía el sonoro golpeteo del
picamaderos. El tibio vientecillo seguía meciendo perezoso las secas
candelillas de los alisos; en la altura, por el azul del cielo, continuaban
flotando las nubes, como barcos de tensas velas blancas, pero en aquellos
momentos de doloroso silencio, me parecía ya otro aquel mundo infinito que se
preparaba para las grandes transformaciones de la primavera, para la eterna
confirmación de lo vivo en la vida.
Era
penoso callar, y le pregunté:
-¿Y
qué ocurrió después?
-¿Después?
-repuso de mala gana el narrador-. Después el coronel me dio un mes de permiso,
y una semana más tarde ya estaba yo en Voronezh. Llegué a pie hasta el lugar
donde viviera en tiempos con mi familia. Un profundo embudo, lleno de agua
herrumbrosa, y en derredor, maleza hasta la cintura... Mala hierba espesa y un
silencio de cementerio. ¡Ay, cuánto dolor sentí, hermano! Estuve en pie unos
minutos, con el alma llena de pesar, y volví a la estación. No pude permanecer
allí ni siquiera una hora; aquel mismo día emprendí el regreso a la división.
»Pero
unos tres meses más tarde surgió radiante, sonriéndome, una gran alegría, como
asoma el sol entre las nubes: apareció Anatoli. Me mandó al frente una carta,
por lo visto desde otro frente. Había sabido mis señas por nuestro vecino Iván
Timofeievich. Resultaba que primeramente había ido a parar a una escuela de
artillería; allí le sirvió su capacidad para las matemáticas. Al cabo de un año
terminó los estudios con notas de sobresaliente y marchó a la línea de fuego, y
ahora escribía diciendo que tenía ya el grado de capitán, mandaba una batería
del "cuarenta y cinco" y estaba condecorando con seis órdenes y
medallas. En resumidas cuentas, que había dejado atrás al padre en todos los
terrenos. Y de nuevo, ¡me enorgullecí de él, terriblemente! Puedes decir lo que
quieras, pero se trataba de mi propio hijo, hecho ya todo un capitán, un jefe
de batería, ¡aquello no era cosa de broma! Y además, con semejantes órdenes. No
importaba que el padre transportase en un Studebaker municiones y otros efectos
militares, sus afanes eran agua pasada, mientras que el capitán lo tenía todo
por delante.
»Y,
por las noches, empezaron los ensueños de viejo: terminaría la guerra, casaría
al hijo y me iría a vivir con el joven matrimonio, a trabajar, a cuidar de los
nietecitos. En fin, toda clase de ilusiones de vejete. Pero también en este
caso falló todo. Durante el invierno atacábamos sin descanso, y no teníamos
tiempo para escribirnos con mucha frecuencia; al final de la guerra, muy cerca
ya de Berlín, le envié una mañana a Anatoli una cartita, y al día siguiente
recibí respuesta. Y entonces me di cuenta de que el hijo y yo estamos cerca el
uno del otro. Esperaba impaciente, con verdadera ansia el momento en que nos
veríamos. Bueno, y nos vimos... Exactamente el nueve de mayo, en la mañana del
día de la victoria, un francotirador alemán mató a mi Anatoli...
»Por
la tarde, me llamó el jefe mi compañía. Vi que con él estaba sentado un
teniente coronel de artillería, desconocido para mí. Al entrar yo en la
habitación, se levantó, como ante un superior. El jefe de mi compañía me dijo:
"Viene a verte a ti, Solokov", y se volvió hacia la ventana. Yo noté
una sacudida por todo mi cuerpo, como una descarga eléctrica: había presentido
algo malo. El teniente coronel se acercó a mí y me dijo en voz baja: "¡Ten
valor, padre! Hoy, en la batería, han matado a tu hijo, el capitán Solokov.
¡Ven conmigo!"
»Me
tambaleé, pero me mantuve en pie. Ahora, igual que en sueños, recuerdo cómo
íbamos el teniente coronel y yo, en un automóvil grande, avanzando con
dificultad por las calles llenas de escombros; recuerdo confusamente una
formación de soldados y un féretro envuelto en terciopelo rojo. Y a Anatoli lo
veo como ahora a ti, hermano. Me acerqué al féretro. Mi hijo yacía en él, pero
no parecía mi hijo. El mío era un muchachito sonriente, estrecho de pecho, con
una saliente nuez en el cuello delgado, mientras que allí yacía un hombre
joven, guapo, de pecho ancho y ojos entornados, como si estuviera mirando algo
muy lejano, más allá de mí, que yo no conocía. Sólo en las comisuras de sus
labios había quedado grabada eternamente la sonrisa del hijito de antes. Del
pequeño Anatoli de otros tiempos. Lo besé y me aparté a un lado. El teniente coronel
pronunció un discurso. Los camaradas y amigos de mi hijo se enjugaron las
lágrimas, y las mías, que no llegaron a ser vertidas, debieron de secarse en el
corazón. Tal vez por eso me duela tanto.
»Di
sepultura en tierra alemana, en tierra extraña, a mi última alegría y
esperanza; la batería le disparó una salva de honor, despidiendo a mi hijo en
su último, largo viaje, y me pareció que algo se desgarraba en mis entrañas...
Llegué a mi unidad anonadado, roto. Pero allí me desmovilizaron poco después. ¿Adónde
ir? ¿Quizás a Voronezh? ¡Por nada del mundo! Recordé que en Uriupinsk vivía un
amigo mío, licenciado en el invierno a causa de una herida; en una ocasión me
había invitado a ir a su casa, lo recordé y partí para Uriupinsk.
»Mi
amigo y su mujer no tenían hijos, vivían en una casita propia de las afueras de
la ciudad. Aunque era inválido de guerra, trabajaba de chofer en una compañía
de transportes; yo me coloqué también allí. Me quedé a vivir en casa de mi
amigo, me acogieron en ella. Llevábamos diversas cargas a diferentes comarcas;
en otoño, nos incorporamos al transporte del trigo. En aquel tiempo fue cuando
conocí a mi nuevo hijito, ése que esta jugando en la arena.
»Cuando
volvía a la ciudad, de algún viaje, lo primero que hacía, claro está, era detenerme
en un ventorrillo a comprar algo y beberme, como es natural, medio vaso de
vodka para matar el cansancio. He de reconocer que por aquel tiempo me había
aficionado bastante a esta mala cosa... Pues bien, una vez, junto al
ventorrillo, vi a ese chicuelo; al día siguiente lo volví a ver allí.
Pequeñito, harapiento, con la carita toda manchada de jugo de sandía, lleno de
polvo y mugre, despeinado ¡y con unos ojillos como dos luceritos en la noche,
después de la lluvia! Y quedé tan prendado de él, que -cosa rara- hasta empecé
a echarlo de menos; cuando volvía de un viaje, aceleraba para verlo cuanto
antes. Comía a la puerta del ventorrillo lo que le daban.
»Al
cuarto día, viniendo directamente del sovjos, cargado de trigo viré hacia el
ventorrillo. Mi chicuelo estaba sentado al borde de la terracilla de entrada,
balanceando las piernecitas y, según todos los síntomas, hambriento. Asomé la
cabeza por la ventanilla y le grité: "¡Eh, Vania! Monta a escape en el
coche, te llevaré al elevador y, desde allí, volveremos aquí, a comer". Al
oír mis voces, se estremeció, saltó de la terracilla, se encaramó al estribo y
me preguntó bajito: "¿Y cómo sabes tú, tío, que yo me llamo Vania?" Y
con los ojillos muy abiertos esperó mi respuesta. Bueno, yo le dije que, como
hombre de experiencia, lo sabía todo.
»Rodeó
el camión para subir por la banda derecha; yo abrí la portezuela, lo senté a mi
lado y partimos. Aquel chiquillo tan vivaracho se apaciguó de pronto y quedó
pensativo, quietecito; de improviso, posó en mí sus ojos de largas pestañas,
combadas hacia arriba, y suspiró. Un gorrioncillo como aquel, y ya había
aprendido a suspirar. ¿Acaso le correspondía a él eso? Le pregunté:
"¿Dónde está tu padre, Vania?" Contestó en un susurro: "Murió en
el frente". "¿Y tu mamá?" "La mató una bomba en el tren,
cuando íbamos de viaje". "¿Y de dónde venían?" "No sé, no
me acuerdo..." "¿Y no tienes aquí ningún pariente?"
"Ninguno". "¿Dónde pasas las noches?" "Donde puedo".
»Sentí
la quemazón de una lágrima ardiente, que no acababa de brotar, y decidí en el
acto: "¡Pasaremos juntos las penas! Lo prohijaré". Y al instante se
me alivió el alma, como si entrase en ella un rayito de luz. Me incliné hacia
él; y le pregunté quedo: "Vania, ¿y tú no sabes quién soy yo?" El
pequeño inquirió con un hilillo de voz: "¿Quién?" Y yo le respondí,
muy bajito también: "Soy tu padre".
»
¡La que se armó, santo Dios! Se abalanzó a mi cuello, me besó la cara, en los
labios, en la frente y comenzó a chillar, con vocecilla aguda de pájaro flauta,
atronando el pescante: "¡Papaíto querido! ¡Ya lo sabía yo! ¡Sabía que me
encontrarías! ¡Qué me encontrarías de todos modos! ¡He estado esperando tanto
tiempo a que me encontraras!" Se apretó contra mí, y todo de él temblaba,
como una hierbecilla agitada por el viento. Entonces, una neblina me veló los
ojos y me entró también un temblor por todo el cuerpo, que se me estremecían
hasta las manos... ¿Cómo no solté el volante? ¡De milagro! Sin embargo, me metí
sin querer en la cuneta; paré el motor; en tanto seguía aquella neblina en los
ojos, no quería reanudar la marcha, no fuera a atropellar a alguien. Estuve
allí parado unos cinco minutos, y mi hijito continuaba apretándose contra mí,
con todas sus fuercecitas, callado, tembloroso. Le pasé el brazo derecho por la
espalda, y lo estreché suavemente contra mi pecho mientras con la izquierda
viraba el camión y emprendía el regreso hacia casa. Había desistido de ir al
elevador, ¡no estaba yo para elevadores en aquellos momentos!
»Dejé
el coche a la puerta, tomé a mi nuevo hijito en brazos y lo llevé hacia casa.
Él me echó las manecitas al cuello y no se soltó hasta que llegamos. Tenía
pegada su carita a mi áspera mejilla sin afeitar, como soldada a ella. Y así lo
llevé a la vivienda. Los dueños estaban en la casa. Entré, les guiñé y dije
animoso: "¡He encontrado a mi Vania! ¡Dennos albergue, buena gente!"
Los dos, que no tenían hijos, comprendieron al instante y empezaron a moverse
diligentes. Pero yo no podía apartar al hijo de mí, de ninguna de las maneras.
Como Dios me dio a entender, lo convencí de que me soltara. Le lavé las manos
con jabón y lo senté a la mesa. La dueña de la casa le llenó el plato de sopa
de coles; al ver con qué ansia comía, se le saltaron las lágrimas. Estaba en
pie ante el horno de la cocina llorando y enjugándose los ojos con el delantal.
Mi Vania se dio cuenta de que lloraba, corrió a ella y le preguntó, dándole
tirones de la falda: "Tía, ¿por qué llora usted? El padre me ha encontrado
a la puerta del ventorrillo. Todos debían estar contentos, ¡y usted
llora!" Y ella, al oír aquello, ¡allá va!, arreció aún más en su llanto.
¡Se deshacía en lágrimas!
»Después
de comer lo llevé a la barbería y le cortaron el pelo; en casa, lo bañé yo
mismo en un barreño y lo envolví en una sábana limpia. Él me abrazó, y así se
quedó dormido en mis brazos. Con cuidado, lo acosté en la cama y me fui con el
coche al elevador; descargué el trigo, dejé el camión en la parada y empecé a
recorrer las tiendas a toda prisa. Le compré unos pantaloncitos de paño, una
camisita, unos zapatitos y una gorrita de paja, con visera. Y, naturalmente,
resultó que nada de aquello le venía a la medida y, por su calidad, no valía un
comino. Por los pantaloncitos me gané un regaño de la dueña de la casa:
"¿Te has vuelto loco? -me dijo-.Cómo va a llevar el niño pantalones de
paño con un calor semejante?" Al momento, puso sobre la mesa la máquina de
coser, empezó a hurgar en el arcón y, al cabo de una hora, ya tenía mi Vania
preparados unos pantaloncitos de satén y una camisita blanca de manga corta. Me
acosté con él y, por primera vez en largo tiempo, dormí tranquilo. Sin embargo,
durante la noche me levanté unas cuatro veces. Me despertaba y veía que,
acurrucado bajo mi sobaco, como un gorrioncillo bajo un alero, respiraba
suavemente, ¡y se me llenaba el alma de un gozo que es imposible describir con
palabras! Tenía miedo a moverme, no fuera a despertarlo; pero no podía resistir
el deseo y me levantaba con mucho tiento, encendía una cerilla y lo contemplaba
embelesado...
»Antes
del amanecer, me desperté: sentía un ahogo incomprensible. ¿Qué era aquello?
Era que mi hijito se había desenvuelto de la sábana y yacía atravesado sobre
mí, apretándome la garganta con un piececito; intranquilo era dormir con el
chiquillo, pero me había acostumbrado y me aburría sin él. Por las noches,
acariciaba al niño dormido, olía sus cabellos alborotados; el corazón sentía
alivio, se ablandaba; de lo contrario se me habría petrificado de dolor...
»En
los primeros tiempos el chiquillo iba conmigo en el camión, a los viajes;
luego, me di cuenta de que aquello no podía ser. ¿Qué necesitaba yo solo? Con
un canto de pan y una cebolla con sal, ya estaba harto el soldado para todo el
día. Mientras que con él, la cosa variaba: unas veces había que conseguir
leche; otras, cocer un huevito, y de nuevo no se podía pasar sin lumbre. No
había que dar largas al asunto. Me armé de valor y un día lo dejé al cuidado de
la dueña de la casa; allí se quedaba, sorbiéndose las lágrimas hasta el
anochecer, y al anochecer corría al elevador para recibirme. Me estaba
esperando allí hasta bien entrada la noche.
»Muchos
apuros me hacía pasar al principio. Una vez nos acostamos antes del oscurecer.
El día había sido de gran ajetreo y yo está muerto de cansancio; él que siempre
piaba como un gorrioncillo, permanecía callado. Le pregunté: "¿En qué
piensas, hijito?" Él inquirió, mirando al techo: "¿Dónde has dejado
el abrigo de cuero, papá?" ¡En la vida había tenido un abrigo de cuero!
Hubo que salir del trance: "Me lo dejé en Voronezh", le dije.
"¿Y por qué habías tardado tanto en encontrarme?" Yo le respondí:
"Te estuve buscando, hijito, en Alemania y en Polonia, recorrí toda
Bielorrusia, a pie y en coche, y resultó que tú estabas en Uruipinks".
"¿Y Uruipinsk está más cerca que Alemania? ¿Y Polonia está más lejos de
nuestra casa?" Así charlábamos hasta que nos dormíamos.
»
¿Y crees, hermano, que lo del abrigo de cuero lo preguntó porque sí? No, todo
aquello tenía su motivo. Por consiguiente, su verdadero padre había llevado en
un tiempo un abrigo así, y él lo recordó. Pues la memoria de los niños es como
un relámpago de verano: se enciende de pronto, lo ilumina todo por unos
instantes y se apaga. Eso le ocurre a su memoria; igual que el relámpago,
brilla de cuando en cuando.
»Puede
que hubiera vivido con él en Uruipinsk un añito más, pero en noviembre me
ocurrió un percance. Iba por el barro, cuando, al pasar por un caserío, el
coche dio un patinazo; una vaca se cruzó de pronto en mi camino y yo la
derribé. Bueno, ya sabes, las mujeres pusieron el grito en el cielo, se
arremolinó la gente, y un inspector de transporte se presentó como por encargo.
Me quitó el permiso de conducir, por mucho que le pedí clemencia. La vaca se
levantó, alzó el rabo y se fue a corretear por los callejones, y yo me quedé sin
el permiso. Durante el invierno trabajé de carpintero; luego empecé a cartearme
con un amigo, también compañero del servicio -que trabajaba de chofer en el
distrito de ustedes, en la región de Kashar- y me invitó a ir a su casa. Me
escribe diciendo que trabajaré medio año en cuestiones de carpintería, y que
luego allí, en el distrito de ustedes, me darán un nuevo permiso de conducir.
»Pero,
¿cómo decirte?, aunque no me hubiera ocurrido ese incidente de la vaca, de
todos modos me habría marchado de Uruipinks. La pena no me deja estar mucho
tiempo en un mismo sitio. Cuando mi Vania crezca y haya que mandarlo a la
escuela, puede que me apacigüe y me asiente en un sitio fijo. Y entretanto,
caminamos los dos por la tierra rusa.»
-A
él le es penoso caminar.
-Él
no anda apenas, la mayor parte del tiempo va a cuestas. Lo siento en mis
hombros y lo llevo así; cuando tiene ganas de estirar las piernas, se baja y
corretea por el borde del camino, retozando como un cabrito. Todo esto,
hermano, no importaría, ya viviríamos de alguna manera los dos, pero se me ha
escacharrado el corazón, hay que cambiarle los émbolos... Alguna vez que otra
se me oprime y me entra un dolor que veo todas las estrellas del cielo. Temo
que cualquier noche me muera dormido y dé un susto a mi hijito. Y además, otra
desgracia: casi todas las noches sueño con mis queridos muertos. Y la mayoría
de las veces, yo estoy tras la alambrada y ellos al otro lado, en libertad...
Hablo de todo con Irina y con mis chicos, pero cuando quiero apartar el alambre
de espino se alejan de mí, desaparecen como si se esfumaran ante mis ojos... Y
fíjate qué extraño: durante el día, siempre me mantengo bien, sin un ay ni un
suspiro, pero cuando me despierto por la noche, está toda la almohada empapada
de lágrimas...
En
el bosque resonó la voz de mi camarada y el chapoteo de los remos en el agua.
Aquel
hombre -un extraño, pero ya para mí un amigo entrañable-, me tendió la mano,
grande, dura, como de madera:
-¡Adiós,
hermano, que tengas suerte!
-Y
tú, que llegues felizmente a Kashar.
-Gracias.
¡Eh, hijito, vamos a la barca!
El
chiquillo corrió hacia el padre, se puso a su derecha y, agarrándose al faldón
de la enguatada chaqueta, echó a andar, con pasitos rápidos y cortos, junto al
hombre que caminaba a grandes zancadas.
Dos
seres desvalidos, dos granitos de arena arrojados a tierra extraña por el
huracán de la guerra, de una fuerza inaudita... ¿Qué los esperaba en adelante?
Y hubiera querido pensar que aquel hombre ruso, hombre de voluntad inflexible,
no se dejaría abatir, y que junto a él, al amparo del padre, crecería el otro
que, cuando fuese mayor, sería ya capaz de soportarlo todo, de salvar cuantos
obstáculos encontrase en su camino, si la patria lo llamaba a ello.
Con
honda tristeza, los acompañé con la mirada... Tal vez nuestra despedida hubiera
terminado bien, pero Vania, luego de alejarse unos pasos, correteando con sus
piernecitas cortas, volvió hacia mí la carita y agitó sin detenerse la manita
sonrosada. Y de pronto sentí como si una zarpa, blanda, pero de afiladas uñas,
me oprimiese el corazón, y me volví de espaldas, apresuradamente. No, no sólo
lloran en sueños los hombres maduros, encanecidos en los años de guerra. Lloran
también despiertos. En estos casos, lo importante es saber volverse a tiempo.
Lo principal es no herir el corazón del niño, que no vea cómo por tu mejilla
corre, parca y ardiente, una lágrima de hombre...