Sauce
ciego, mujer dormida
Haruki
Murakami
Al cerrar
los ojos percibí
el olor del
viento. Un airecillo
de mayo con turgencias afrutadas. Ahí estaba la piel,
y la pulpa, blanda y jugosa, y las semillas.
La fruta
reventó en el
aire y las
semillas, convertidas en
una nube de
blandos perdigones, dieron contra mi brazo desnudo. Atrás, sólo dejaron
un dolor tenue.
—
¿Qué hora es? —me preguntó mi primo. Como
yo le llevaba casi veinte centímetros de estatura, me hablaba con el rostro
alzado hacia mí.
Eché
una ojeada al reloj de pulsera.
—Las
diez y veinte.
—
¿Va bien ese reloj? —me preguntó mi primo.
—Yo
diría que sí.
Mi
primo me tiró de la muñeca y observó el reloj. Sus dedos eran finos y suaves,
más fuertes de lo que cabía esperar.
—Oye,
¿es caro?
—No,
qué va. Es una baratija —contesté echándole otro vistazo a la esfera.
No
hubo respuesta.
Al mirar
a mi primo
descubrí que me
observaba con una
expresión de desconcierto.
Aquellos dientes blancos que le asomaban entre los labios parecían huesos
atrofiados.
—Es una
baratija —repetí articulando
bien cada sílaba
y mirándolo a la cara—.
Es una baratija, pero funciona muy bien.
Él
asintió en silencio.
Mi
primo es sordo de la oreja derecha. Justo al empezar primaria, una pelota de béisbol
le dio en
la oreja y
su oído se
resintió. Pero esto
apenas supone un impedimento a la hora de llevar a cabo sus
quehaceres diarios. Va a una escuela normal,
su vida se
desarrolla con normalidad.
En clase, a
fin de poder
orientar hacia el profesor la oreja izquierda, se sienta siempre en el
extremo derecho de la primera fila. No saca malas notas. Por lo que respecta a
los ruidos ambientales, hay épocas en que los oye bastante bien y otras en las que
no. Alternativamente, como el flujo y el reflujo de la marea. Y, muy de vez en
cuando, a razón de una vez cada seis meses aproximadamente, pierde casi por
completo la audición de ambos oídos.
Como si
el silencio de
la oreja derecha
se hiciera más
profundo y acabara sofocando los sonidos de la oreja
izquierda. Cuando esto sucede, como es lógico, deja de poder llevar una vida
normal e incluso tiene que faltar durante un tiempo a clase. Por qué le ocurre
semejante cosa no lo saben ni los médicos. Es un caso sin precedentes. Sin
tratamiento posible.
—Que
un reloj sea caro no quiere decir que sea bueno —dijo mi primo como si
intentara convencerse a sí mismo—. El que yo tenía antes era bastante caro,
pero funcionaba fatal. Me lo compraron al empezar secundaria, pero al año lo
perdí y desde entonces no llevo. Como no han vuelto a comprarme otro...
—Pues
debe de ser complicado apañárselas sin reloj, ¿no?
—
¿Qué? —repuso mi primo.
—
¿No es complicado eso de no llevar reloj? —repetí mirándolo a la cara.
—No
tanto —contestó moviendo la cabeza en un ademán negativo—. Yo no vivo solo en
medio de la montaña. La hora se la puedo preguntar a cualquiera.
—Sí,
claro —dije.
Y
volvimos a enmudecer durante unos instantes.
Era
consciente de que debería ser un poco más amable con él, hablarle de esto y
de lo otro.
Intentar disipar el
nerviosismo que sentía
antes de llegar
al hospital. Pero habían transcurrido cinco años desde que nos vimos por
última vez.
Durante
esos cinco años, mi primo había pasado de los nueve a los catorce años, y yo, de
los veinte a
los veinticinco. Y
ese lapso de tiempo había
levantado entre nosotros una
barrera opaca imposible de atravesar. Me esforzaba en pronunciar las palabras
oportunas, pero éstas se negaban a acudir a mis labios. Y a cada balbuceo, a
cada omisión, mi primo me miraba con expresión apurada. Con la oreja izquierda ligeramente
vuelta hacia mí.
—
¿Qué hora es? —me preguntó mi primo.
—Las
diez y veintinueve —le contesté.
El
autobús llegó a las diez y treinta y dos minutos.
El autobús
era mucho más
moderno que los
de mi época
de instituto. El cristal
de la ventanilla
del conductor era
grande; parecía un
enorme bombardero desprovisto de
alas. Y estaba más lleno de lo que esperaba. No tanto como para que hubiese gente
de pie en
el pasillo, pero
lo suficiente para
que no pudiéramos sentarnos juntos. Así que optamos
por permanecer de pie ante la salida posterior.
De todas
formas, el trayecto
no era demasiado
largo. Lo que
yo no lograba explicarme era
por qué había
tanta gente a
aquella hora. El
autobús iniciaba su trayecto en una estación de los
ferrocarriles privados, recorría una urbanización de la zona alta y volvía a la
estación: a lo largo del camino no había ningún lugar de interés turístico ni
ninguna institución. Había algunos colegios y, a la hora de ir a la escuela, el
autobús estaba siempre lleno, pero a mediodía no tendría por qué estarlo tanto.
Mi
primo se agarró con una mano a la barra y yo, a la correa que colgaba del techo.
El autobús brillaba, parecía recién salido de fábrica. Los metales relucían, sin
una nube que los empañara, tan limpios que podías ver tu cara reflejada en su superficie. El
tapizado de los
asientos era tupido,
y las señales
de orgullo y optimismo características de las máquinas
nuevas, eran evidentes, incluso, en cada uno de los pequeños tornillos.
Que
el autobús fuera nuevo y que estuviese más lleno de lo que yo suponía me desconcertó.
Tal vez hubiese
cambiado de trayecto
sin que yo
lo supiera.
Recorrí el interior
del vehículo con ojos
atentos, miré hacia
fuera. Pero allí
sólo encontré la apacible zona residencial de costumbre.
—Vamos bien
con este autobús,
¿verdad? —me preguntó mi
primo con inquietud. Tal vez le
preocupara la expresión de desconcierto que
asomaba a mi rostro desde que
habíamos montado en el autobús.
—Sí,
tranquilo —le dije, a medias para convencerme a mí mismo—. No hay equivocación
posible. Es la única línea que pasa por aquí.
—Antes
cogías este autobús para ir al colegio, ¿verdad? —me preguntó mi primo.
—Sí.
—
¿Y a ti te gustaba la escuela?
—No
mucho —le dije con franqueza—. Pero allí
veía a mis amigos, e ir a clase tampoco era tan duro que digamos.
Mi
primo reflexionó sobre lo que le había dicho.
—Y
a esos amigos, ¿los ves todavía?
—No, ya
hace mucho que
no he vuelto
a verlos —respondí
eligiendo las palabras con
cuidado.
—
¿Y por qué? ¿Por qué no os veis?
—Porque vivimos
muy lejos. —No
era cierto, pero
tampoco tenía otra explicación que darle.
Cerca de
mí estaba sentado
un grupo de
ancianos. Habría unos
quince en total. A ellos se
debía, en realidad, que el autobús estuviera tan lleno. Los ancianos estaban
todos muy morenos. Lucían un bronceado uniforme hasta en el cogote. Y todos,
sin excepción, estaban delgados. La mayoría de los hombres vestía camisa gruesa
de montaña, la mayoría de las mujeres, una blusa sencilla sin adornos. Sobre sus
rodillas descansaban mochilas pequeñas, de esas que se llevan a las pequeñas excursiones a
la montaña. Todos
los ancianos presentaban
un aspecto sorprendentemente
parecido. Como si alguien hubiera sacado un cajón de muestras clasificado al
detalle y lo hubiera traído tal cual. Pensándolo bien, era muy extraño.
Rutas
para ir a la montaña, a lo largo de aquella línea, no había ninguna. ¿Adónde diablos
se dirigían? Agarrado a la correa, intenté dilucidarlo, pero no se me ocurrió ninguna
explicación.
—
¿Crees que esta vez me harán daño? —me preguntó mi primo.
—Pues
no lo sé —dije—. Apenas he oído nada sobre el tratamiento.
—
¿Y tú? ¿Has ido alguna vez al otorrino?
Sacudí
la cabeza en ademán negativo. Ahora que lo pensaba, no había ido jamás, ni
siquiera una sola vez en toda mi vida.
—
¿Las otras veces te ha dolido mucho? —le pregunté.
—No,
no tanto —contestó mi primo poniendo
cara hosca—. No es que no me haya dolido nada, algunas veces me ha dolido algo.
Pero no se puede decir que me hayan hecho un daño horroroso.
—Pues,
entonces, esta vez irá igual. Por lo que dice tu madre, no parece que el
tratamiento vaya a variar gran cosa.
—Pero
si me hacen lo mismo de siempre, esta vez tampoco me curaré, ¿no?
—Vete
a saber. A veces las cosas pasan así, por las buenas.
—
¿Como si se descorchara una botella de repente? —dijo mi primo.
Le
eché una rápida ojeada, pero en su rostro no advertí la menor sombra de sarcasmo.
—Con un
médico distinto, todo
es diferente y
quizás un cambio
en el
tratamiento, por
pequeño que sea,
pueda tener una gran
importancia. No debes desanimarte tan fácilmente.
—Yo
no estoy desanimado —replicó mi primo.
—
¿Harto, entonces?
—Pues
sí, la verdad —suspiró—. Lo peor es el
miedo. Lo más horrible, lo que más miedo me da, no es el dolor en sí, es imaginar
el daño que pueden llegar a hacerme. ¿Me entiendes?
—Creo
que sí —le respondí.
Aquella
primavera me habían sucedido muchas cosas. Debido a una serie de circunstancias
había dejado la pequeña agencia de publicidad de Tokio donde había trabajado
los últimos dos años. Por esas mismas fechas, había roto con la chica con la que
había estado saliendo
desde la universidad.
Un mes más
tarde, mi abuela moría de cáncer de intestino y yo
regresaba a esta ciudad, después de cinco años de
ausencia, cargado
sólo con una
pequeña bolsa, para asistir a
los funerales. Mi habitación seguía tal como yo la había
dejado. En las estanterías se alineaban los libros que yo había leído, allí
estaba la cama donde yo había dormido y el pupitre que había usado, los viejos
discos que había escuchado. En aquella habitación todo estaba reseco, perdidos
el color y el aroma que habían poseído en el pasado. Sólo el tiempo permanecía
inalterado, de una manera casi prodigiosa.
Pensaba tomarme
unos dos o tres días
de descanso tras
los funerales y, luego, regresar a Tokio. Tenía contactos y
quería ver si se concretaban en un nuevo empleo. También quería mudarme,
empezar de nuevo en un decorado distinto. Pero conforme pasaba el tiempo se me
hacía más difícil ponerme en pie. No. Hablando con propiedad,
aunque me esforzara
en moverme, era
incapaz de hacerlo.
Encerrado en
mi habitación, escuchaba
mis viejos discos,
releía las novelas
que había leído mucho tiempo atrás, a veces arrancaba los hierbajos del
jardín. No veía a nadie, no hablaba con nadie excepto con los miembros de mi
familia.
Un
día vino mi tía y me dijo que mi primo iba a iniciar un tratamiento en un nuevo
hospital y que si podía acompañarlo. En realidad tenía que haber sido ella quien lo
acompañara, pero le había surgido,
según me explicó,
un compromiso inexcusable. El hospital estaba cerca de mi antiguo instituto
y yo conocía bien la zona, además, no tenía nada que hacer aquel día, así que
no había ninguna razón para
negarme. Mi tía
me tendió un
sobre con dinero
diciendo que luego
nos fuéramos a almorzar los dos juntos.
El motivo
por el cual
mi primo cambiaba de
hospital era porque
el tratamiento que recibía
en el anterior
no había surtido
efecto. Peor aún,
los periodos en que empeoraba eran cada vez más frecuentes. Cuando mi
tía se quejó, el médico apuntó
que las causas
no pertenecían al ámbito de
la medicina, que debían
de hallarse en
el entorno familiar,
y ambos se
enzarzaron en una
pelea.
Hablando
con franqueza, nadie esperaba que el cambio de hospital propiciara una súbita
mejoría en las condiciones auditivas de mi primo. Nadie lo formulaba en voz alta,
claro está, pero lo cierto es que todo el mundo había perdido ya la esperanza de
que se recuperara.
Mi
primo y yo vivíamos cerca, pero, llevándonos como nos llevábamos más de diez
años, jamás habíamos
mantenido una relación
muy estrecha. En las
reuniones familiares, yo me limitaba a sacarlo a pasear o a jugar con él. A
pesar de ello, los parientes empezaron a asociarnos el uno al otro. Empezaron a
creer que él sentía un cariño especial por mí y que yo sentía, a mi vez, una
debilidad especial hacia él. Durante mucho tiempo no entendí la razón. Pero, en
aquel momento, al mirarlo con la cabeza un poco ladeada y la oreja izquierda
vuelta hacia mí, me sentí extrañamente
conmovido. Como el
rumor de la
lluvia oído largo
tiempo atrás, aquella postura
envarada caló en mi corazón.
Y creí adivinar
por qué nuestros parientes se empeñaban en asociarnos
el uno al otro.
Cuando
el autobús hubo efectuado siete u ocho paradas, mi primo volvió a alzar
inquieto los ojos hacia mí.
—
¿Falta mucho todavía?
—Sí,
tranquilo. El hospital es muy grande, es imposible que nos pasemos de largo.
Yo
miraba distraídamente cómo el aire que entraba por las ventanillas hacía ondear
con dulzura la visera de los sombreros y los pañuelos anudados al cuello de los
ancianos. ¿Quién diablos era aquella gente? ¿Y adónde diablos iba?
—Oye,
¿vas a trabajar en la empresa de mi padre? —me preguntó mi primo.
Lo
miré sorprendido. Su padre, es decir, mi tío, poseía una imprenta bastante grande en
Kobe. Pero yo jamás había
contemplado la posibilidad
de trabajar en ella. Tampoco me habían hecho ninguna
propuesta en ese sentido.
—A
mí nadie me ha dicho nada —dije—. ¿Por qué?
Mi
primo enrojeció.
—Se
me ha ocurrido, así, sin más —respondió—. Pero a mí me gustaría. Así te
quedarías aquí. Y todo el mundo estaría contento.
La
voz pregrabada anunció por los altavoces la siguiente parada de autobús, pero nadie
apretó el botón
solicitándola. Tampoco se veía a nadie
en la calle esperando.
—Es
que tengo cosas que hacer en Tokio —dije.
Mi
primo asintió en silencio.
«En
realidad, no tengo nada que hacer en ninguna parte. Pero el último lugar donde
puedo estar es aquí.»
Conforme el
autobús fue subiendo
la cuesta de la montaña,
las hileras de edificios
se hicieron más
escasas. El tupido
ramaje de los
árboles arrojaba una densa sombra sobre la calzada. Empezaron
a aparecer casas de estilo extranjero, de paredes pintadas y vallas bajas. El
aire era fresco. Cada vez que el autobús tomaba una curva, el mar aparecía bajo
nuestros ojos para desaparecer a continuación. Mi primo y yo fuimos siguiendo
con la mirada el paisaje hasta llegar al hospital.
Mi
primo me dijo que la visita sería larga y que no me necesitaba, que lo esperara
en alguna parte. Tras dirigir un breve saludo al médico, salí de la sala de consulta y
me dirigí a
la cafetería. Aquella
mañana apenas había
desayunado y tenía el estómago
vacío, pero en el menú no encontré nada que me despertara el apetito. Al final,
pedí sólo un café.
Era un
día laborable por
la mañana y en el
comedor, aparte de mí,
únicamente había una
familia. El que
debía de ser
el padre era
un hombre
cuarentón, con
un pijama a
rayas azul marino
y unas zapatillas
de plástico. La madre
y las dos
niñas pequeñas, gemelas,
estaban de visita.
Las dos gemelas vestían idénticos vestidos blancos y
ambas estaban inclinadas
sobre la mesa
con cara muy seria
tomándose un zumo
de naranja. Las heridas
o la enfermedad del padre no parecían ser graves y en el
rostro de todos, tanto en el de los padres como en el de las hijas, se
reflejaba el aburrimiento.
Al otro
lado de la
ventana se extendía
el césped. El
sistema de aspersión giraba ruidosamente
esparciendo sobre la
hierba gotas de
blancos destellos. Dos pájaros de largas colas y chillido
estridente cruzaron el césped en línea
recta para desaparecer, al instante,
de mi campo
visual. En un
extremo de la
extensión de hierba había unas
canchas de tenis, sin redes, y no se veía un alma en ellas. Más allá de las
pistas había unas hileras de olmos y, a través de las ramas, se divisaba el mar. Aquí
y allá, pequeñas
olas centelleaban al sol de
principios de verano.
El viento que soplaba
a través de
los árboles hacía
oscilar las hojas
verdes de los olmos y desviaba levemente la regular
aspersión del sistema de riego.
Tuve
la sensación de haber visto aquella escena en el pasado, en algún otro lugar.
Un amplio cuadro de césped, dos gemelas tomando zumo de naranja, unos pájaros
de larga cola que volaban a alguna parte, el mar asomando tras unas pistas de
tenis sin red... Pero se trataba de una ilusión. Era una sensación
terriblemente vívida e intensa, pero yo sabía que no era más que una ilusión.
Era la primera vez que pisaba aquel hospital.
Apoyé
los dos pies en la silla de delante, respiré hondo y cerré los ojos. En la oscuridad vi
una masa blanca.
Se dilataba y contraía en
silencio como un microorganismo bajo
la lente del
microscopio. Mutaba y
se multiplicaba, se dispersaba y volvía a agruparse.
Hacía
ochos años que había ido a aquel hospital.
Un pequeño hospital junto al mar. Por las ventanas de la cafetería sólo se
veían unos laureles. El edificio era viejo y olía siempre a lluvia. Habían
operado del pecho a la novia de un amigo mío y habíamos ido a visitarla los
dos. Eran las vacaciones estivales del segundo año de instituto.
No fue
una intervención quirúrgica
importante. Sólo le
corrigieron la posición de una
costilla que, de nacimiento, ella tenía ligeramente desplazada hacia dentro. Tampoco
se trató de
una operación de
urgencia, sino de
una de esas operaciones ineludibles que, ya que
tienes que hacértela un día u otro, te la quitas de encima
en cuanto puedes. La
intervención en sí fue
muy breve, pero
después tuvo que hacer reposo, así que permaneció hospitalizada unos
diez días. Nosotros dos fuimos a verla al hospital, montados en una Yamaha 125
c.c. A la ida condujo él, a la
vuelta, yo. Me
había pedido que
lo acompañara. «No
quiero ir solo
al hospital», me dijo.
Mi
amigo se pasó por la confitería que había enfrente de la estación y compró unos
bombones. Yo me agarraba con una mano a su cinturón mientras, con la otra, asía la
caja de los
bombones. Aquel día
hacía calor y
nuestras camisas se empaparon
enseguida de sudor
para, acto seguido,
secarse al viento.
Mientras conducía, mi amigo
cantaba una cancioncita
estúpida a voz
en cuello. Aún recuerdo el olor de su sudor. Aquel amigo
murió poco después.
La
novia llevaba un pijama azul y, sobre los hombros, una fina bata que le llegaba hasta
las rodillas. En la cafetería
nos sentamos los
tres a una
mesa, nos fumamos unos
Short Hope, bebimos
Coca—Cola y comimos
helados. Ella tenía mucho
apetito y se
tomó dos donuts
espolvoreados con azúcar
y un cacao
con toneladas de nata. Ni siquiera después de zamparse todo eso pareció
satisfecha.
—Aquí
en el hospital te pondrás como una cerdita —dijo mi amigo, atónito.
—Bueno, ¿y qué? Estoy
convaleciente, ¿no? —replicó
ella secándose con una servilleta las yemas de los dedos,
impregnadas de la grasa de los donuts.
Mientras ellos
hablaban, yo contemplaba
los laureles al
otro lado de la ventana.
Los arbustos eran tan grandes y tupidos que parecían un bosque. Se oía el rumor
de las olas. La barandilla de la ventana estaba oxidada por el aire húmedo del mar.
El ventilador que
colgaba del techo,
una auténtica pieza
de anticuario, removía el
aire caliente de
la estancia. La
cafetería olía a
hospital. Incluso la comida y la bebida, como de común acuerdo,
estaban impregnadas de ese olor. El pijama de la chica tenía dos bolsillos en
el pecho. En uno llevaba un pequeño bolígrafo dorado. Cuando se inclinaba hacia
delante, tras el escote de pico se veía un pecho liso y blanco al que no le
había dado la luz del sol.
Mis recuerdos
se detenían en
este punto. Intenté
recordar qué sucedió
a continuación. Me tomé una Coca—Cola, contemplé los laureles, le vi el pecho y, ¿qué ocurrió
después? Me removí
sobre la silla
de plástico y,
con la mejilla apoyada en
el cuenco de
la mano, hurgué
en los estratos
más profundos de
mi memoria. Como si intentara
extraer un tapón clavando la punta del cuchillo en el corcho.
Yo aparté
la mirada e
intenté imaginar cómo los médicos
le rasgaban la carne
del pecho, cómo
introducían los dedos
enfundados en guantes
de plástico, cómo le corregían la
posición del hueso. Me pareció terriblemente irreal. Igual que una metáfora.
Sí. Luego
hablamos de sexo.
Fue mi amigo
quien lo hizo.
¿Qué dijo?
Posiblemente
contó alguna anécdota referida a mí. Algún ligue frustrado o algo por el
estilo. Sí, creo que se trataba de eso. Nada del otro mundo, en realidad. Pero
lo exageró tanto que ella acabó riéndose a carcajadas. Incluso yo me reí. Mi
amigo era muy bueno contando historias.
—No
me hagas reír —dijo la novia con una
mueca de dolor—. Al reír me duele el pecho.
—
¿Dónde? —le preguntó mi amigo.
Ella
se apretó, por encima del pijama, un
punto en la parte interior del seno izquierdo, justo donde debía encontrarse el
corazón. Mi amigo bromeó sobre ello y la novia volvió a reírse.
Miro mi
reloj de pulsera.
Son las once
y cuarenta y
cinco minutos y mi primo
aún no ha regresado. Como se acerca la
hora del almuerzo, el comedor ha empezado
a llenarse. Una
mezcla de sonidos
diversos y de
voces envuelve la estancia como si fuera una nube de humo.
Regreso a mis recuerdos. Pienso en el
pequeño bolígrafo
dorado que la
novia de mi
amigo llevaba en
el bolsillo del pecho.
...
Sí. Con ese bolígrafo ella garabateó algo en una servilleta de papel. Hizo un dibujo.
Pero el papel
de la servilleta
era demasiado blando
y la punta
del bolígrafo no se deslizaba bien por su superficie. Con todo, la novia de mi amigo dibujó una colina. En la
cima había una casita. Dentro de la casita había una mujer durmiendo. Alrededor
de la casa crecían los sauces ciegos. Y eran éstos los que le provocaban el
sueño.
—
¿Y qué diablos son los sauces ciegos? —preguntó
mi amigo. —Pues esos árboles de ahí.
—Jamás
he oído hablar de ellos.
—Es
que me los he inventado yo —sonrió ella—.
Los sauces ciegos tienen un polen muy
fuerte, y cuando
unas pequeñas moscas
portadoras de ese
polen penetran en el oído de una mujer, ésta se queda dormida.
La
novia de mi amigo cogió una servilleta de papel y dibujó un sauce ciego. Era un
árbol de tamaño
similar a la
azalea. Tenía flores,
pero éstas estaban rodeadas de gruesas
hojas verdes. Las hojas
recordaban un ramillete de
colas de lagartija. Los sauces
ciegos no se parecían en absoluto a los sauces de verdad.
—
¿Tienes tabaco? —me
preguntó mi amigo.
Le arrojé por
encima de la mesa un paquete de Short Hope y una caja
de cerillas empapados de sudor.
—Los sauces
ciegos parecen pequeños,
pero sus raíces
son terriblemente profundas —explicó
ella—. De hecho,
cuando llegan a
determinada edad, los sauces
ciegos dejan de
crecer hacia arriba
y empiezan a
extenderse hacia abajo.
Como
si se nutrieran de las tinieblas.
—Entonces, las
moscas transportan el
polen, penetran en
el oído de una
mujer y
la duermen, ¿no?
—dijo mi amigo
mientras intentaba trabajosamente encender un cigarrillo con una
cerilla húmeda—. ¿Y qué hacen luego esas moscas?
—Se
quedan dentro del cuerpo de la mujer y van comiéndose su carne, claro
—explicó
ella.
—
¡Ñam! ¡Ñam! —dijo mi amigo.
Sí. Aquel
verano, ella estaba
escribiendo un largo
poema sobre los
sauces ciegos y nos explicó de qué iba. Eran sus únicos deberes de
verano. Se inventó una historia
basada en un
sueño que había
tenido una noche
y tardó una
semana en escribir, en la cama,
una larga poesía. Mi amigo dijo que la quería leer, pero ella se negó aduciendo
que todavía no
había perfilado los detalles y,
a cambio, hizo
un dibujo y nos explicó el contenido de la poesía.
Un
joven subió a la colina para salvar a la mujer dormida por el polen de los sauces
ciegos.
—Ése
soy yo. Seguro —intervino mi amigo.
Ella
sacudió la cabeza.
—No,
no eres tú.
—
¿Y tú, eso, puedes saberlo? —preguntó mi amigo.
—Sí
—dijo ella con la cara muy seria—. No sé cómo, pero lo sé. ¿Te sienta mal?
—Pues, claro. ¡Tú
dirás —dijo mi
amigo. Medio en
broma, frunciendo el entrecejo.
El joven
iba subiendo despacio
la colina y
abriéndose paso entre
los frondosos sauces ciegos. A decir verdad, era la primera persona que
subía la colina desde que los sauces ciegos se habían adueñado de ella. Con la
gorra encasquetada hasta la cejas,
el joven avanzaba
ahuyentando con una
mano las moscas
que pululaban a su alrededor. Para ver a la joven dormida. Para
despertarla de su largo y profundo sueño.
—Pero,
allá en lo alto de la colina, las moscas ya habían devorado el cuerpo de la
mujer, ¿verdad? —dijo mi amigo.
—En
cierto sentido —respondió ella.
—Eso de
que, en cierto
sentido, su cuerpo
haya sido devorado
por las moscas debe de significar
que, en cierto sentido, ésta es una historia triste. Seguro
—dijo
mi amigo.
—Pues,
tal vez —dijo ella tras reflexionar unos instantes—. ¿Qué te parece a ti? —me
preguntó.
—Pues
que suena, en efecto, a historia triste —respondí.
Mi primo
volvió a las
doce y veinte
minutos. Tenía la
mirada perdida y llevaba
una bolsa con
medicamentos en la
mano. Plantado en
la entrada de la cafetería,
tardó mucho tiempo en localizar mi mesa. Sus pasos eran rígidos, como si le
costara mantener el
equilibrio. Al tomar
asiento frente a
mí, aspiró una profunda bocanada de aire, como si
hubiera estado tan ocupado que se le hubiese olvidado respirar.
—
¿Cómo ha ido? —le pregunté.
—
¡Uf! —suspiró mi primo. Aguardé unos instantes a que empezara a hablar, pero no
dijo nada.
—
¿Tienes hambre? —le pregunté.
Mi
primo asintió en silencio.
—
¿Tomamos algo aquí, entonces? ¿O cogemos el autobús y vamos a comer a la
ciudad? ¿Qué prefieres?
Mi
primo recorrió el interior del local con mirada dubitativa y dijo:
—Aquí
mismo está bien.
Compré los tiquets
y pedí el almuerzo para
dos. Hasta que
nos trajeron la comida, mi
primo estuvo contemplando
en silencio el paisaje al
otro lado de la ventana.
El mar, la hilera de robles, los aspersores: la misma vista, en definitiva, que
había estado contemplando yo hacía unos instantes.
En
la mesa contigua, un matrimonio de mediana edad, muy atildado, comía unos
sándwiches y hablaba de un conocido suyo ingresado por cáncer. De que si cinco años atrás
le habían prohibido fumar
pero que, al
parecer, ya entonces era demasiado
tarde, de que
si al levantarse
escupía sangre, cosas
por el estilo.
La mujer preguntaba y
el marido respondía.
El marido le
explicó que, en
cierto sentido, el cáncer era el reflejo de la vida de quien lo padecía.
Nuestro almuerzo
consistió en hamburguesas
y pescado blanco
frito.
Ensalada y
pan. Comimos el uno frente
al otro, en silencio. Mientras
tanto, el matrimonio siguió
hablando con pasión de la génesis del cáncer. Por qué se había extendido tanto
en los últimos tiempos, por qué no había sido posible conseguir un medicamento
eficaz, cosas por el estilo.
—En todas
partes, igual —dijo
mi primo con
voz carente de
inflexión contemplándose las dos manos—. Siempre te preguntan las mismas
cosas, todos te hacen las mismas pruebas.
Estábamos
delante del hospital, sentados en un banco esperando el autobús.
Sobre
nuestras cabezas, el viento mecía de vez en cuando las hojas de los árboles.
—¿Y hay
veces en que
pierdes el oído
por completo? —le
pregunté a mi primo.
—Sí
—respondió él—. Y no oigo nada.
—
¿Y qué se siente en esos momentos?
Mi
primo se quedó reflexionando con la cabeza ladeada.
—De
pronto, va y no oyes nada. Pero tardas mucho tiempo en darte cuenta.
No
oyes ningún sonido. Como si estuvieras en el fondo del mar con tapones en los oídos. Eso
continúa durante un tiempo.
Mientras, no oyes
nada, pero no se
trata sólo del oído. No oír es sólo una parte de todo eso.
—
¿Es desagradable?
Mi
primo hizo un breve y categórico gesto negativo con la cabeza.
—No
sé por qué, pero no. Tiene inconvenientes, eso sí. No poder oír nada.
Intenté
hacerme una idea. Pero ninguna imagen acudió a mi cabeza.
—
¿Has visto Fuerte Apache de John Ford? —me preguntó mi primo.
—Sí,
la vi hace mucho tiempo —respondí.
—El
otro día la pusieron en la televisión. Es muy interesante.
—Sí,
sí que lo es —asentí.
—Al principio
de la película
sale un general
recién destinado al
fuerte. A este general sale a
recibirlo un capitán veterano, que es John Wayne. El general no conoce todavía
la situación en la que se encuentra el Oeste. Y en los alrededores del fuerte
los indios se han rebelado.
Mi primo
se sacó del
bolsillo un pañuelo
blanco doblado y
se secó las comisuras de los labios.
—Al llegar
al fuerte, el
general se dirige
a John Wayne
y le dice:
«De camino hacia aquí he visto a algunos indios». Entonces, John Wayne,
con rostro impasible, le responde: «No hay de qué preocuparse, mi general. Si
dice usted que ha visto indios, es que los indios no estaban allí». No recuerdo
las palabras exactas, pero era algo por el estilo. ¿Entiendes lo que quiere
decir?
No recordaba
que en Fuerte
Apache existiera tal
diálogo. Me daba la
impresión de que era un poco demasiado abstruso para tratarse de una película
de
John
Ford. Pero hacía ya mucho tiempo que la había visto.
—Pues querrá
decir que lo que cualquiera
puede ver no
tiene gran importancia. Vaya, eso
me parece.
Mi
primo frunció el entrecejo.
—Tampoco acabo
de entenderlo yo,
pero cada vez
que alguien me compadece por lo del oído, no sé por qué,
pero me acuerdo de estas palabras: «Si dice usted que ha visto indios, es que
los indios no estaban allí».
Me
reí.
—
¿Es raro? —me preguntó mi primo.
—Sí,
lo es —dije. Mi primo también se rió. Hacía tiempo que no lo veía reír.
Tras
dejar pasar unos instantes, mi primo dijo como si me confiara algo:
—Oye,
¿puedes mirarme el oído?
—
¿Mirarte el oído? —le pregunté con una ligera sorpresa. —Basta con que lo mires desde fuera.
—Sí,
claro. Pero ¿por qué quieres que lo haga?
—Pues,
no sé —contestó mi primo sonrojándose—. Es que me gustaría que miraras qué
aspecto tiene.
—Vale
—dije—. Ahora mismo te lo miro.
Mi
primo se sentó dándome la espalda y encaró hacia mí la oreja derecha.
Tenía
la oreja muy bien formada. En sí, era de pequeño tamaño, pero la carne del lóbulo aparecía
abultada como una
magdalena recién horneada.
Se trataba de la primera vez
que le inspeccionaba
la oreja a
alguien. Observándola con
atención pude constatar que, en comparación con otros órganos del cuerpo
humano, la oreja es, desde el
punto de vista
morfológico, un gran
enigma. Presenta, en
algunos puntos, pliegues y
vueltas hasta lo
irrazonable, en otros,
protuberancias y depresiones.
Posiblemente haya ido adoptando esta curiosa forma en el transcurso de la
evolución con el objeto de captar mejor los sonidos, y retenerlos. Rodeado de paredes deformes,
parece un único
agujero negro que se
abre como si
fuera la entrada de una gruta
misteriosa.
Pensé en
las minúsculas moscas
del poema de
la novia de
mi amigo, anidando en los oídos.
Penetraban en su cálido y oscuro interior transportando un dulce polen
adherido a sus
seis patitas, mordisqueaban
la rosada y
suave carne, sorbían su jugo,
ponían sus pequeños huevos en el cerebro. Pero no logré verlas. Ni oír el
zumbido de sus alas.
—Ya
está bien —dije yo.
Mi
primo se dio la vuelta, cambió de posición sobre el banco.
—
¿Qué? ¿Qué tal? ¿Ha habido algún cambio?
—Por
lo que he podido ver desde fuera no ha cambiado nada. — ¿Tampoco hay ningún indicio, por pequeño
que sea?
—Pues,
no. Está de lo más normal.
Mi primo
pareció decepcionado. Tal
vez había pronunciado
las palabras equivocadas.
—
¿Te han hecho daño durante la visita? —le pregunté.
—No
mucho. Como siempre. Todos te hurgan en el mismo lugar. Deben de haberlo
desgastado ya. Ni siquiera me da la impresión de que la oreja sea mía.
—
¡El veintiocho! —dijo poco después mi primo
volviéndose hacia mí—. El veintiocho nos va bien, ¿verdad?
Yo
me había pasado todo el tiempo pensando en otra cosa. Cuando le oí y alcé la
mirada, vi cómo el autobús tomaba la curva de la cuesta disminuyendo la velocidad. No
se trataba del
autobús moderno de antes sino
de aquel modelo antiguo al
que yo estaba
acostumbrado. Al frente, colgaba
el número 28. Me
dispuse a levantarme. Pero fui incapaz de moverme. Los brazos y las piernas,
como si estuviera en medio de una fuerte corriente, no me obedecían.
Entonces
me acordé de la caja de bombones que llevamos aquella tarde de verano al
hospital. Cuando la novia de mi amigo abrió la caja, no quedaba ni rastro de la
docena de pequeños bombones, convertidos en una masa pegajosa adherida a los
papeles separadores y a la tapa. A mitad
de camino hacia el hospital, mi amigo y yo habíamos detenido la motocicleta en
la playa. Nos habíamos tendido en la arena a charlar. Dejamos la caja de
bombones bajo el ardiente sol de agosto. Y, debido a nuestra negligencia, a
nuestra arrogancia, los dulces se habían estropeado, habían perdido su forma,
se habían echado a perder. Aquel día, nosotros deberíamos haber sentido algo
al respecto. Alguien,
uno de los
dos, debería haber
dicho algo con sentido, aunque no fuera mucho, sobre
aquello. Pero lo cierto es que aquella tarde, nosotros no
sentimos nada, intercambiamos algunas
bromas estúpidas y nos separamos. Nada
más. Y dejamos
atrás la colina
donde proliferaban los
sauces ciegos.
Mi
primo me agarró del brazo con fuerza.
—
¿Estás bien? —preguntó.
Volví
en mí, me puse de pie. Esta vez pude levantarme sin dificultad. Pude volver a
sentir en la piel aquella preciosa brisa de mayo. Luego permanecí durante unos segundos
en un extraño
lugar envuelto en
tinieblas. En un
lugar donde no existía lo visible y sí existía lo
invisible. Unos instantes después, el autobús 28 real se detenía ante nuestros
ojos y abría sus puertas reales. Y nosotros pasábamos a su interior y nos
dirigíamos a otra parte.
Apoyé
una mano en el hombro de mi primo.
—Estoy
bien —le dije.
Tomado
del libro Sauce ciego mujer dormida.
"Pero, a fin de
cuentas, ¿quién puede decir lo que es mejor? No te reprimas por nadie y, cuando
la felicidad llame a tu puerta, aprovecha la ocasión y sé feliz"
Haruki Murakami
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