viernes, 28 de agosto de 2015

Sauce ciego, mujer dormida. Cuento de Haruki Murakami

Sauce ciego, mujer dormida
Haruki Murakami


Al  cerrar  los  ojos  percibí  el  olor  del  viento.  Un  airecillo  de  mayo  con turgencias afrutadas. Ahí estaba la piel, y la pulpa, blanda y jugosa, y las semillas.
La  fruta  reventó  en  el  aire  y  las  semillas,  convertidas  en  una  nube  de  blandos perdigones, dieron contra mi brazo desnudo. Atrás, sólo dejaron un dolor tenue.
— ¿Qué hora es?  —me preguntó mi primo. Como yo le llevaba casi veinte centímetros de estatura, me hablaba con el rostro alzado hacia mí.
Eché una ojeada al reloj de pulsera.
—Las diez y veinte.
— ¿Va bien ese reloj? —me preguntó mi primo.
—Yo diría que sí.
Mi primo me tiró de la muñeca y observó el reloj. Sus dedos eran finos y suaves, más fuertes de lo que cabía esperar.
—Oye, ¿es caro?
—No, qué va. Es una baratija —contesté echándole otro vistazo a la esfera.
No hubo respuesta.
Al  mirar  a  mi  primo  descubrí  que  me  observaba  con  una  expresión  de desconcierto. Aquellos dientes blancos que le asomaban entre los labios parecían huesos atrofiados.
—Es  una  baratija  —repetí  articulando  bien  cada  sílaba  y  mirándolo  a  la cara—. Es una baratija, pero funciona muy bien.
Él asintió en silencio.
Mi primo es sordo de la oreja derecha. Justo al empezar primaria, una pelota de  béisbol  le  dio  en  la  oreja  y  su  oído  se  resintió.  Pero  esto  apenas  supone  un impedimento a la hora de llevar a cabo sus quehaceres diarios. Va a una escuela normal,  su  vida  se  desarrolla  con  normalidad.  En  clase,  a  fin  de  poder  orientar hacia el profesor la oreja izquierda, se sienta siempre en el extremo derecho de la primera fila. No saca malas notas. Por lo que respecta a los ruidos ambientales, hay épocas en que los oye bastante bien y otras en las que no. Alternativamente, como el flujo y el reflujo de la marea. Y, muy de vez en cuando, a razón de una vez cada seis meses aproximadamente, pierde casi por completo la audición de ambos oídos.
Como  si  el  silencio  de  la  oreja  derecha  se  hiciera  más  profundo  y  acabara sofocando los sonidos de la oreja izquierda. Cuando esto sucede, como es lógico, deja de poder llevar una vida normal e incluso tiene que faltar durante un tiempo a clase. Por qué le ocurre semejante cosa no lo saben ni los médicos. Es un caso sin precedentes. Sin tratamiento posible.
—Que un reloj sea caro no quiere decir que sea bueno —dijo mi primo como si intentara convencerse a sí mismo—. El que yo tenía antes era bastante caro, pero funcionaba fatal. Me lo compraron al empezar secundaria, pero al año lo perdí y desde entonces no llevo. Como no han vuelto a comprarme otro...
—Pues debe de ser complicado apañárselas sin reloj, ¿no?
— ¿Qué? —repuso mi primo.
— ¿No es complicado eso de no llevar reloj? —repetí mirándolo a la cara.
—No tanto —contestó moviendo la cabeza en un ademán negativo—. Yo no vivo solo en medio de la montaña. La hora se la puedo preguntar a cualquiera.
—Sí, claro —dije.
Y volvimos a enmudecer durante unos instantes.
Era consciente de que debería ser un poco más amable con él, hablarle de esto  y  de  lo  otro.  Intentar  disipar  el  nerviosismo  que  sentía  antes  de  llegar  al hospital. Pero habían transcurrido cinco años desde que nos vimos por última vez.
Durante esos cinco años, mi primo había pasado de los nueve a los catorce años, y yo,  de  los  veinte  a  los  veinticinco.  Y  ese  lapso  de  tiempo  había  levantado  entre nosotros una barrera opaca imposible de atravesar. Me esforzaba en pronunciar las palabras oportunas, pero éstas se negaban a acudir a mis labios. Y a cada balbuceo, a cada omisión, mi primo me miraba con expresión apurada. Con la oreja izquierda ligeramente vuelta hacia mí.
— ¿Qué hora es? —me preguntó mi primo.
—Las diez y veintinueve —le contesté.
El autobús llegó a las diez y treinta y dos minutos.
El  autobús  era  mucho  más  moderno  que  los  de  mi  época  de  instituto.  El cristal  de  la  ventanilla  del  conductor  era  grande;  parecía  un  enorme  bombardero desprovisto de alas. Y estaba más lleno de lo que esperaba. No tanto como para que hubiese  gente  de  pie  en  el  pasillo,  pero  lo  suficiente  para  que  no  pudiéramos sentarnos juntos. Así que optamos por permanecer de pie ante la salida posterior.
De  todas  formas,  el  trayecto  no  era  demasiado  largo.  Lo  que  yo  no  lograba explicarme  era  por  qué  había  tanta  gente  a  aquella  hora.  El  autobús  iniciaba  su trayecto en una estación de los ferrocarriles privados, recorría una urbanización de la zona alta y volvía a la estación: a lo largo del camino no había ningún lugar de interés turístico ni ninguna institución. Había algunos colegios y, a la hora de ir a la escuela, el autobús estaba siempre lleno, pero a mediodía no tendría por qué estarlo tanto.
Mi primo se agarró con una mano a la barra y yo, a la correa que colgaba del techo. El autobús brillaba, parecía recién salido de fábrica. Los metales relucían, sin una nube que los empañara, tan limpios que podías ver tu cara reflejada en su superficie.  El  tapizado  de  los  asientos  era  tupido,  y  las  señales  de  orgullo  y optimismo características de las máquinas nuevas, eran evidentes, incluso, en cada uno de los pequeños tornillos.
Que el autobús fuera nuevo y que estuviese más lleno de lo que yo suponía me  desconcertó.  Tal  vez  hubiese  cambiado  de  trayecto  sin  que  yo  lo  supiera.
Recorrí  el interior  del  vehículo con  ojos  atentos,  miré  hacia  fuera.  Pero  allí  sólo encontré la apacible zona residencial de costumbre.
—Vamos  bien  con  este  autobús,  ¿verdad?  —me  preguntó  mi  primo  con inquietud. Tal  vez  le preocupara la  expresión  de  desconcierto  que  asomaba  a mi rostro desde que habíamos montado en el autobús.
—Sí, tranquilo —le dije, a medias para convencerme a mí mismo—. No hay equivocación posible. Es la única línea que pasa por aquí.
—Antes cogías este autobús para ir al colegio, ¿verdad?  —me preguntó mi primo.
—Sí.
— ¿Y a ti te gustaba la escuela?
—No mucho  —le dije con franqueza—. Pero allí veía a mis amigos, e ir a clase tampoco era tan duro que digamos.
Mi primo reflexionó sobre lo que le había dicho.
—Y a esos amigos, ¿los ves todavía?
—No,  ya  hace  mucho  que  no  he  vuelto  a  verlos  —respondí  eligiendo  las palabras con cuidado.
— ¿Y por qué? ¿Por qué no os veis?
—Porque  vivimos  muy  lejos.  —No  era  cierto,  pero  tampoco  tenía  otra explicación que darle.
Cerca  de  mí  estaba  sentado  un  grupo  de  ancianos.  Habría  unos  quince  en total. A ellos se debía, en realidad, que el autobús estuviera tan lleno. Los ancianos estaban todos muy morenos. Lucían un bronceado uniforme hasta en el cogote. Y todos, sin excepción, estaban delgados. La mayoría de los hombres vestía camisa gruesa de montaña, la mayoría de las mujeres, una blusa sencilla sin adornos. Sobre sus rodillas descansaban mochilas pequeñas, de esas que  se llevan a las pequeñas excursiones  a  la  montaña.  Todos  los  ancianos  presentaban  un  aspecto sorprendentemente parecido. Como si alguien hubiera sacado un cajón de muestras clasificado al detalle y lo hubiera traído tal cual. Pensándolo bien, era muy extraño.
Rutas para ir a la montaña, a lo largo de aquella línea, no había ninguna. ¿Adónde diablos se dirigían? Agarrado a la correa, intenté dilucidarlo, pero no se me ocurrió ninguna explicación.
— ¿Crees que esta vez me harán daño? —me preguntó mi primo.
—Pues no lo sé —dije—. Apenas he oído nada sobre el tratamiento.
— ¿Y tú? ¿Has ido alguna vez al otorrino?
Sacudí la cabeza en ademán negativo. Ahora que lo pensaba, no había ido jamás, ni siquiera una sola vez en toda mi vida.
— ¿Las otras veces te ha dolido mucho? —le pregunté.
—No, no tanto  —contestó mi primo poniendo cara hosca—. No es que no me haya dolido nada, algunas veces me ha dolido algo. Pero no se puede decir que me hayan hecho un daño horroroso.
—Pues, entonces, esta vez irá igual. Por lo que dice tu madre, no parece que el tratamiento vaya a variar gran cosa.
—Pero si me hacen lo mismo de siempre, esta vez tampoco me curaré, ¿no?
—Vete a saber. A veces las cosas pasan así, por las buenas.
— ¿Como si se descorchara una botella de repente? —dijo mi primo.
Le eché una rápida ojeada, pero en su rostro no advertí la menor sombra de sarcasmo.
—Con  un  médico  distinto,  todo  es  diferente  y  quizás  un  cambio  en  el
tratamiento,  por  pequeño  que  sea,  pueda  tener  una  gran  importancia.  No  debes desanimarte tan fácilmente.
—Yo no estoy desanimado —replicó mi primo.
— ¿Harto, entonces?
—Pues sí, la verdad  —suspiró—. Lo peor es el miedo. Lo más horrible, lo que más miedo me da, no es el dolor en sí, es imaginar el daño que pueden llegar a hacerme. ¿Me entiendes?
—Creo que sí —le respondí.
Aquella primavera me habían sucedido muchas cosas. Debido a una serie de circunstancias había dejado la pequeña agencia de publicidad de Tokio donde había trabajado los últimos dos años. Por esas mismas fechas, había roto con la chica con la  que  había  estado  saliendo  desde  la  universidad.  Un  mes  más  tarde,  mi  abuela moría de cáncer de intestino y yo regresaba a esta ciudad, después de cinco años de
ausencia,  cargado  sólo  con  una  pequeña  bolsa,  para  asistir  a  los  funerales.  Mi habitación seguía tal como yo la había dejado. En las estanterías se alineaban los libros que yo había leído, allí estaba la cama donde yo había dormido y el pupitre que había usado, los viejos discos que había escuchado. En aquella habitación todo estaba reseco, perdidos el color y el aroma que habían poseído en el pasado. Sólo el tiempo permanecía inalterado, de una manera casi prodigiosa.
Pensaba  tomarme  unos  dos  o  tres  días  de  descanso  tras  los  funerales  y, luego, regresar a Tokio. Tenía contactos y quería ver si se concretaban en un nuevo empleo. También quería mudarme, empezar de nuevo en un decorado distinto. Pero conforme pasaba el tiempo se me hacía más difícil ponerme en pie. No. Hablando con  propiedad,  aunque  me  esforzara  en  moverme,  era  incapaz  de  hacerlo.
Encerrado  en  mi  habitación,  escuchaba  mis  viejos  discos,  releía  las  novelas  que había leído mucho tiempo atrás, a veces arrancaba los hierbajos del jardín. No veía a nadie, no hablaba con nadie excepto con los miembros de mi familia.
Un día vino mi tía y me dijo que mi primo iba a iniciar un tratamiento en un nuevo hospital y que si podía acompañarlo. En realidad tenía que haber sido ella quien  lo  acompañara,  pero  le  había  surgido,  según  me  explicó,  un  compromiso inexcusable.  El hospital estaba cerca de mi antiguo instituto y yo conocía bien la zona, además, no tenía nada que hacer aquel día, así que no había ninguna razón para  negarme.  Mi  tía  me  tendió  un  sobre  con  dinero  diciendo  que  luego  nos fuéramos a almorzar los dos juntos.
El  motivo  por  el  cual  mi  primo  cambiaba  de  hospital  era  porque  el tratamiento  que  recibía  en  el  anterior  no  había  surtido  efecto.  Peor  aún,  los periodos en que empeoraba eran cada vez más frecuentes. Cuando mi tía se quejó, el  médico  apuntó  que  las  causas  no  pertenecían  al  ámbito  de  la  medicina,  que debían  de  hallarse  en  el  entorno  familiar,  y  ambos  se  enzarzaron  en  una  pelea.
Hablando con franqueza, nadie esperaba que el cambio de hospital propiciara una súbita mejoría en las condiciones auditivas de mi primo. Nadie lo formulaba en voz alta, claro está, pero lo cierto es que todo el mundo había perdido ya la esperanza de que se recuperara.
Mi primo y yo vivíamos cerca, pero, llevándonos como nos llevábamos más de  diez  años,  jamás  habíamos  mantenido  una  relación  muy  estrecha.  En  las reuniones familiares, yo me limitaba a sacarlo a pasear o a jugar con él. A pesar de ello, los parientes empezaron a asociarnos el uno al otro. Empezaron a creer que él sentía un cariño especial por mí y que yo sentía, a mi vez, una debilidad especial hacia él. Durante mucho tiempo no entendí la razón. Pero, en aquel momento, al mirarlo con la cabeza un poco ladeada y la oreja izquierda vuelta hacia mí, me sentí extrañamente  conmovido.  Como  el  rumor  de  la  lluvia  oído  largo  tiempo  atrás, aquella  postura  envarada  caló  en  mi  corazón.  Y  creí  adivinar  por  qué  nuestros parientes se empeñaban en asociarnos el uno al otro.
Cuando el autobús hubo efectuado siete u ocho paradas, mi primo volvió a alzar inquieto los ojos hacia mí.
— ¿Falta mucho todavía?
—Sí, tranquilo. El hospital es muy grande, es imposible que nos pasemos de largo.
Yo miraba distraídamente cómo el aire que entraba por las ventanillas hacía ondear con dulzura la visera de los sombreros y los pañuelos anudados al cuello de los ancianos. ¿Quién diablos era aquella gente? ¿Y adónde diablos iba?
—Oye, ¿vas a trabajar en la empresa de mi padre? —me preguntó mi primo.
Lo miré sorprendido. Su padre, es decir, mi tío, poseía una imprenta bastante grande  en  Kobe.  Pero  yo  jamás  había  contemplado  la  posibilidad  de  trabajar  en ella. Tampoco me habían hecho ninguna propuesta en ese sentido.
—A mí nadie me ha dicho nada —dije—. ¿Por qué?
Mi primo enrojeció.
—Se me ha ocurrido, así, sin más —respondió—. Pero a mí me gustaría. Así te quedarías aquí. Y todo el mundo estaría contento.
La voz pregrabada anunció por los altavoces la siguiente parada de autobús, pero  nadie  apretó  el  botón  solicitándola.  Tampoco  se  veía  a  nadie  en  la  calle esperando.
—Es que tengo cosas que hacer en Tokio —dije.
Mi primo asintió en silencio.
«En realidad, no tengo nada que hacer en ninguna parte. Pero el último lugar donde puedo estar es aquí.»
Conforme  el  autobús  fue  subiendo  la  cuesta  de  la  montaña,  las  hileras  de edificios  se  hicieron  más  escasas.  El  tupido  ramaje  de  los  árboles  arrojaba  una densa sombra sobre la calzada. Empezaron a aparecer casas de estilo extranjero, de paredes pintadas y vallas bajas. El aire era fresco. Cada vez que el autobús tomaba una curva, el mar aparecía bajo nuestros ojos para desaparecer a continuación. Mi primo y yo fuimos siguiendo con la mirada el paisaje hasta llegar al hospital.
Mi primo me dijo que la visita sería larga y que no me necesitaba, que lo esperara en alguna parte. Tras dirigir un breve saludo  al médico, salí de la sala de consulta  y  me  dirigí  a  la  cafetería.  Aquella  mañana  apenas  había  desayunado  y tenía el estómago vacío, pero en el menú no encontré nada que me despertara el apetito. Al final, pedí sólo un café.
Era  un  día  laborable  por  la  mañana  y  en  el  comedor,  aparte  de  mí, únicamente  había  una  familia.  El  que  debía  de  ser  el  padre  era  un  hombre
cuarentón,  con  un  pijama  a  rayas  azul  marino  y  unas  zapatillas  de  plástico.  La madre  y  las  dos  niñas  pequeñas,  gemelas,  estaban  de  visita.  Las  dos  gemelas vestían idénticos  vestidos blancos  y  ambas  estaban  inclinadas  sobre  la  mesa  con cara  muy  seria  tomándose  un  zumo  de  naranja.  Las heridas  o la  enfermedad  del padre no parecían ser graves y en el rostro de todos, tanto en el de los padres como en el de las hijas, se reflejaba el aburrimiento.
Al  otro  lado  de  la  ventana  se  extendía  el  césped.  El  sistema  de  aspersión giraba  ruidosamente  esparciendo  sobre  la  hierba  gotas  de  blancos  destellos.  Dos pájaros de largas colas y chillido estridente cruzaron  el césped en línea recta para desaparecer,  al  instante,  de  mi  campo  visual.  En  un  extremo  de  la  extensión  de hierba había unas canchas de tenis, sin redes, y no se veía un alma en ellas. Más allá de las pistas había unas hileras de olmos y, a través de las ramas, se divisaba el mar.  Aquí  y  allá,  pequeñas  olas  centelleaban  al  sol  de  principios  de  verano.  El viento  que  soplaba  a  través  de  los  árboles  hacía  oscilar  las  hojas  verdes  de  los olmos y desviaba levemente la regular aspersión del sistema de riego.
Tuve la sensación de haber visto aquella escena en el pasado, en algún otro lugar. Un amplio cuadro de césped, dos gemelas tomando zumo de naranja, unos pájaros de larga cola que volaban a alguna parte, el mar asomando tras unas pistas de tenis sin red... Pero se trataba de una ilusión. Era una sensación terriblemente vívida e intensa, pero yo sabía que no era más que una ilusión. Era la primera vez que pisaba aquel hospital.
Apoyé los dos pies en la silla de delante, respiré hondo y cerré los ojos. En la oscuridad  vi  una  masa  blanca.  Se  dilataba  y  contraía  en  silencio  como  un microorganismo  bajo  la  lente  del  microscopio.  Mutaba  y  se  multiplicaba,  se dispersaba y volvía a agruparse.
Hacía ochos años que había ido a aquel  hospital. Un pequeño hospital junto al mar. Por las ventanas de la cafetería sólo se veían unos laureles. El edificio era viejo y olía siempre a lluvia. Habían operado del pecho a la novia de un amigo mío y habíamos ido a visitarla los dos. Eran las vacaciones estivales del segundo año de instituto.
No  fue  una  intervención  quirúrgica  importante.  Sólo  le  corrigieron  la posición de una costilla que, de nacimiento, ella tenía ligeramente desplazada hacia dentro.  Tampoco  se  trató  de  una  operación  de  urgencia,  sino  de  una  de  esas operaciones ineludibles que, ya que tienes que hacértela un día u otro, te la quitas de  encima  en cuanto  puedes.  La  intervención  en  sí fue  muy  breve,  pero  después tuvo que hacer reposo, así que permaneció hospitalizada unos diez días. Nosotros dos fuimos a verla al hospital, montados en una Yamaha 125 c.c. A la ida condujo él,  a  la  vuelta,  yo.  Me  había  pedido  que  lo  acompañara.  «No  quiero  ir  solo  al hospital», me dijo.
Mi amigo se pasó por la confitería que había enfrente de la estación y compró unos bombones. Yo me agarraba con una mano a su cinturón mientras, con la otra, asía  la  caja  de  los  bombones.  Aquel  día  hacía  calor  y  nuestras  camisas  se empaparon  enseguida  de  sudor  para,  acto  seguido,  secarse  al  viento.  Mientras conducía,  mi  amigo  cantaba  una  cancioncita  estúpida  a  voz  en  cuello.  Aún recuerdo el olor de su sudor. Aquel amigo murió poco después.
La novia llevaba un pijama azul y, sobre los hombros, una fina bata que le llegaba  hasta  las  rodillas.  En  la  cafetería  nos  sentamos  los  tres  a  una  mesa,  nos fumamos  unos  Short  Hope,  bebimos  Coca—Cola  y  comimos  helados.  Ella  tenía mucho  apetito  y  se  tomó  dos  donuts  espolvoreados  con  azúcar  y  un  cacao  con toneladas de nata. Ni siquiera después de zamparse todo eso pareció satisfecha.
—Aquí en el hospital te pondrás como una cerdita —dijo mi amigo, atónito.
—Bueno,  ¿y  qué?  Estoy  convaleciente,  ¿no?  —replicó  ella  secándose  con una servilleta las yemas de los dedos, impregnadas de la grasa de los donuts.
Mientras  ellos  hablaban,  yo  contemplaba  los  laureles  al  otro  lado  de  la ventana. Los arbustos eran tan grandes y tupidos que parecían un bosque. Se oía el rumor de las olas. La barandilla de la ventana estaba oxidada por el aire húmedo del  mar.  El  ventilador  que  colgaba  del  techo,  una  auténtica  pieza  de  anticuario, removía  el  aire  caliente  de  la  estancia.  La  cafetería  olía  a  hospital.  Incluso  la comida y la bebida, como de común acuerdo, estaban impregnadas de ese olor. El pijama de la chica tenía dos bolsillos en el pecho. En uno llevaba un pequeño bolígrafo dorado. Cuando se inclinaba hacia delante, tras el escote de pico se veía un pecho liso y blanco al que no le había dado la luz del sol.
Mis  recuerdos  se  detenían  en  este  punto.  Intenté  recordar  qué  sucedió  a continuación. Me tomé una Coca—Cola, contemplé  los laureles, le vi el pecho y, ¿qué  ocurrió  después?  Me  removí  sobre  la  silla  de  plástico  y,  con  la  mejilla apoyada  en  el  cuenco  de  la  mano,  hurgué  en  los  estratos  más  profundos  de  mi  memoria. Como si intentara extraer un tapón clavando la punta del cuchillo en el corcho.
Yo  aparté  la  mirada  e  intenté  imaginar  cómo  los  médicos  le  rasgaban  la carne  del  pecho,  cómo  introducían  los  dedos  enfundados  en  guantes  de  plástico, cómo le corregían la posición del hueso. Me pareció terriblemente irreal. Igual que una metáfora.
Sí.  Luego  hablamos  de  sexo.  Fue  mi  amigo  quien  lo  hizo.  ¿Qué  dijo?
Posiblemente contó alguna anécdota referida a mí. Algún ligue frustrado o algo por el estilo. Sí, creo que se trataba de eso. Nada del otro mundo, en realidad. Pero lo exageró tanto que ella acabó riéndose a carcajadas. Incluso yo me reí. Mi amigo era muy bueno contando historias.
—No me hagas reír  —dijo la novia con una mueca de dolor—. Al reír me duele el pecho.
— ¿Dónde? —le preguntó mi amigo.
Ella se apretó, por encima del  pijama, un punto en la parte interior del seno izquierdo, justo donde debía encontrarse el corazón. Mi amigo bromeó sobre ello y la novia volvió a reírse.
Miro  mi  reloj  de  pulsera.  Son  las  once  y  cuarenta  y  cinco  minutos  y  mi primo aún no ha regresado.  Como se acerca la hora del almuerzo, el comedor ha empezado  a  llenarse.  Una  mezcla  de  sonidos  diversos  y  de  voces  envuelve  la estancia como si fuera una nube de humo. Regreso a mis recuerdos. Pienso en el
pequeño  bolígrafo  dorado  que  la  novia  de  mi  amigo  llevaba  en  el  bolsillo  del pecho.
... Sí. Con ese bolígrafo ella garabateó algo en una servilleta de papel. Hizo un  dibujo.  Pero  el  papel  de  la  servilleta  era  demasiado  blando  y  la  punta  del bolígrafo no se deslizaba bien por su superficie. Con todo, la  novia de mi amigo dibujó una colina. En la cima había una casita. Dentro de la casita había una mujer durmiendo. Alrededor de la casa crecían los sauces ciegos. Y eran éstos los que le provocaban el sueño.
— ¿Y qué diablos son los sauces ciegos?  —preguntó mi amigo. —Pues esos árboles de ahí.
—Jamás he oído hablar de ellos.
—Es que me los he inventado yo  —sonrió ella—. Los sauces ciegos tienen un  polen  muy  fuerte,  y  cuando  unas  pequeñas  moscas  portadoras  de  ese  polen penetran en el oído de una mujer, ésta se queda dormida.
La novia de mi amigo cogió una servilleta de papel y dibujó un sauce ciego. Era  un  árbol  de  tamaño  similar  a  la  azalea.  Tenía  flores,  pero  éstas  estaban rodeadas de  gruesas  hojas verdes.  Las  hojas  recordaban  un ramillete  de  colas  de lagartija. Los sauces ciegos no se parecían en absoluto a los sauces de verdad.
— ¿Tienes  tabaco?  —me  preguntó  mi  amigo.  Le  arrojé  por  encima  de  la mesa un paquete de Short Hope y una caja de cerillas empapados de sudor.
—Los  sauces  ciegos  parecen  pequeños,  pero  sus  raíces  son  terriblemente profundas  —explicó  ella—.  De  hecho,  cuando  llegan  a  determinada  edad,  los sauces  ciegos  dejan  de  crecer  hacia  arriba  y  empiezan  a  extenderse  hacia  abajo.
Como si se nutrieran de las tinieblas.
—Entonces,  las  moscas  transportan  el  polen,  penetran  en  el  oído  de  una mujer  y  la  duermen,  ¿no?  —dijo  mi  amigo  mientras  intentaba  trabajosamente encender un cigarrillo con una cerilla húmeda—. ¿Y qué hacen luego esas moscas?
—Se quedan dentro del cuerpo de la mujer y van comiéndose su carne, claro
—explicó ella.
— ¡Ñam! ¡Ñam! —dijo mi amigo.
Sí.  Aquel  verano,  ella  estaba  escribiendo  un  largo  poema  sobre  los  sauces ciegos y nos explicó de qué iba. Eran sus únicos deberes de verano. Se inventó una historia  basada  en  un  sueño  que  había  tenido  una  noche  y  tardó  una  semana  en escribir, en la cama, una larga poesía. Mi amigo dijo que la quería leer, pero ella se negó  aduciendo  que  todavía  no  había  perfilado los detalles  y,  a  cambio,  hizo  un dibujo y nos explicó el contenido de la poesía.
Un joven subió a la colina para salvar a la mujer dormida por el polen de los sauces ciegos.
—Ése soy yo. Seguro —intervino mi amigo.
Ella sacudió la cabeza.
—No, no eres tú.
— ¿Y tú, eso, puedes saberlo? —preguntó mi amigo.
—Sí —dijo ella con la cara muy seria—. No sé cómo, pero lo sé. ¿Te sienta mal?
—Pues,  claro. ¡Tú  dirás  —dijo  mi  amigo.  Medio  en  broma,  frunciendo  el entrecejo.
El  joven  iba  subiendo  despacio  la  colina  y  abriéndose  paso  entre  los frondosos sauces ciegos. A decir verdad, era la primera persona que subía la colina desde que los sauces ciegos se habían adueñado de ella. Con la gorra encasquetada hasta  la  cejas,  el  joven  avanzaba  ahuyentando  con  una  mano  las  moscas  que pululaban a su alrededor. Para ver a la joven dormida. Para despertarla de su largo y profundo sueño.
—Pero, allá en lo alto de la colina, las moscas ya habían devorado el cuerpo de la mujer, ¿verdad? —dijo mi amigo.
—En cierto sentido —respondió ella.
—Eso  de  que,  en  cierto  sentido,  su  cuerpo  haya  sido  devorado  por  las moscas debe de significar que, en cierto sentido, ésta es una historia triste. Seguro
—dijo mi amigo.
—Pues, tal vez —dijo ella tras reflexionar unos instantes—. ¿Qué te parece a ti? —me preguntó.
—Pues que suena, en efecto, a historia triste —respondí.
Mi  primo  volvió  a  las  doce  y  veinte  minutos.  Tenía  la  mirada  perdida  y llevaba  una  bolsa  con  medicamentos  en  la  mano.  Plantado  en  la  entrada  de  la cafetería, tardó mucho tiempo en localizar mi mesa. Sus pasos eran rígidos, como si  le  costara  mantener  el  equilibrio.  Al  tomar  asiento  frente  a  mí,  aspiró  una profunda bocanada de aire, como si hubiera estado tan ocupado que se le hubiese olvidado respirar.
— ¿Cómo ha ido? —le pregunté.
— ¡Uf! —suspiró mi primo. Aguardé unos instantes a que empezara a hablar, pero no dijo nada.
— ¿Tienes hambre? —le pregunté.
Mi primo asintió en silencio.
— ¿Tomamos algo aquí, entonces? ¿O cogemos el autobús y vamos a comer a la ciudad? ¿Qué prefieres?
Mi primo recorrió el interior del local con mirada dubitativa y dijo:
—Aquí mismo está bien.
Compré  los tiquets  y  pedí el almuerzo  para  dos.  Hasta  que  nos  trajeron la comida,  mi  primo  estuvo  contemplando  en  silencio  el  paisaje  al  otro  lado  de  la ventana. El mar, la hilera de robles, los aspersores: la misma vista, en definitiva, que había estado contemplando yo hacía unos instantes.
En la mesa contigua, un matrimonio de mediana edad, muy atildado, comía unos sándwiches y hablaba de un conocido suyo ingresado por cáncer. De que si cinco  años atrás  le  habían prohibido  fumar  pero  que,  al  parecer,  ya entonces  era demasiado  tarde,  de  que  si  al  levantarse  escupía  sangre,  cosas  por  el  estilo.  La mujer  preguntaba  y  el  marido  respondía.  El  marido  le  explicó  que,  en  cierto sentido, el cáncer era el reflejo de la vida de quien lo padecía.
Nuestro  almuerzo  consistió  en  hamburguesas  y  pescado  blanco  frito.
Ensalada  y  pan.  Comimos  el  uno  frente  al  otro,  en  silencio.  Mientras  tanto,  el matrimonio siguió hablando con pasión de la génesis del cáncer. Por qué se había extendido tanto en los últimos tiempos, por qué no había sido posible conseguir un medicamento eficaz, cosas por el estilo.
—En  todas  partes,  igual  —dijo  mi  primo  con  voz  carente  de  inflexión contemplándose las dos manos—. Siempre te preguntan las mismas cosas, todos te hacen las mismas pruebas.
Estábamos delante del hospital, sentados en un banco esperando el autobús.
Sobre nuestras cabezas, el viento mecía de vez en cuando las hojas de los árboles.
—¿Y  hay  veces  en  que  pierdes  el  oído  por  completo?  —le  pregunté  a  mi primo.
—Sí —respondió él—. Y no oigo nada.
— ¿Y qué se siente en esos momentos?
Mi primo se quedó reflexionando con la cabeza ladeada.
—De pronto, va y no oyes nada. Pero tardas mucho tiempo en darte  cuenta.
No oyes ningún sonido. Como si estuvieras en el fondo del mar con tapones en los oídos.  Eso  continúa durante  un  tiempo.  Mientras,  no  oyes  nada,  pero  no  se trata sólo del oído. No oír es sólo una parte de todo eso.
— ¿Es desagradable?
Mi primo hizo un breve y categórico gesto negativo con la cabeza.
—No sé por qué, pero no. Tiene inconvenientes, eso sí. No poder oír nada.
Intenté hacerme una idea. Pero ninguna imagen acudió a mi cabeza.
— ¿Has visto Fuerte Apache de John Ford? —me preguntó mi primo.
—Sí, la vi hace mucho tiempo —respondí.
—El otro día la pusieron en la televisión. Es muy interesante.
—Sí, sí que lo es —asentí.
—Al  principio  de  la  película  sale  un  general  recién  destinado  al  fuerte.  A este general sale a recibirlo un capitán veterano, que es John Wayne. El general no conoce todavía la situación en la que se encuentra el Oeste. Y en los alrededores del fuerte los indios se han rebelado.
Mi  primo  se  sacó  del  bolsillo  un  pañuelo  blanco  doblado  y  se  secó  las comisuras de los labios.
—Al  llegar  al  fuerte,  el  general  se  dirige  a  John  Wayne  y  le  dice:  «De camino hacia aquí he visto a algunos indios». Entonces, John Wayne, con rostro impasible, le responde: «No hay de qué preocuparse, mi general. Si dice usted que ha visto indios, es que los indios no estaban allí». No recuerdo las palabras exactas, pero era algo por el estilo. ¿Entiendes lo que quiere decir?
No  recordaba  que  en  Fuerte  Apache  existiera  tal  diálogo.  Me  daba  la impresión de que era un poco demasiado abstruso para tratarse de una película de
John Ford. Pero hacía ya mucho tiempo que la había visto.
—Pues  querrá  decir  que  lo  que  cualquiera  puede  ver  no  tiene  gran importancia. Vaya, eso me parece.
Mi primo frunció el entrecejo.
—Tampoco  acabo  de  entenderlo  yo,  pero  cada  vez  que  alguien  me compadece por lo del oído, no sé por qué, pero me acuerdo de estas palabras: «Si dice usted que ha visto indios, es que los indios no estaban allí».
Me reí.
— ¿Es raro? —me preguntó mi primo.
—Sí, lo es —dije. Mi primo también se rió. Hacía tiempo que no lo veía reír.
Tras dejar pasar unos instantes, mi primo dijo como si me confiara algo:
—Oye, ¿puedes mirarme el oído?
— ¿Mirarte el oído? —le pregunté con una ligera sorpresa.  —Basta con que lo mires desde fuera.
—Sí, claro. Pero ¿por qué quieres que lo haga?
—Pues, no sé —contestó mi primo sonrojándose—. Es que me gustaría que miraras qué aspecto tiene.
—Vale —dije—. Ahora mismo te lo miro.
Mi primo se sentó dándome la espalda y encaró hacia mí la oreja derecha.
Tenía la oreja muy bien formada. En sí, era de pequeño tamaño, pero la carne del lóbulo  aparecía  abultada  como  una  magdalena  recién  horneada.  Se  trataba  de  la primera  vez  que  le  inspeccionaba  la  oreja  a  alguien.  Observándola  con  atención pude constatar que, en comparación con otros órganos del cuerpo humano, la oreja es,  desde  el  punto  de  vista  morfológico,  un  gran  enigma.  Presenta,  en  algunos puntos,  pliegues  y  vueltas  hasta  lo  irrazonable,  en  otros,  protuberancias  y depresiones. Posiblemente haya ido adoptando esta curiosa forma en el transcurso de la evolución con el objeto de captar mejor los sonidos, y retenerlos. Rodeado de paredes  deformes,  parece  un  único  agujero  negro  que  se  abre  como  si  fuera  la entrada de una gruta misteriosa.
Pensé  en  las  minúsculas  moscas  del  poema  de  la  novia  de  mi  amigo, anidando en los oídos. Penetraban en su cálido y oscuro interior transportando un dulce  polen  adherido  a  sus  seis  patitas,  mordisqueaban  la  rosada  y  suave  carne, sorbían su jugo, ponían sus pequeños huevos en el cerebro. Pero no logré verlas. Ni oír el zumbido de sus alas.
—Ya está bien —dije yo.
Mi primo se dio la vuelta, cambió de posición sobre el banco.
— ¿Qué? ¿Qué tal? ¿Ha habido algún cambio?
—Por lo que he podido ver desde fuera no ha cambiado nada.  — ¿Tampoco hay ningún indicio, por pequeño que sea?
—Pues, no. Está de lo más normal.
Mi  primo  pareció  decepcionado.  Tal  vez  había  pronunciado  las  palabras equivocadas.
— ¿Te han hecho daño durante la visita? —le pregunté.
—No mucho. Como siempre. Todos te hurgan en el mismo lugar. Deben de haberlo desgastado ya. Ni siquiera me da la impresión de que la oreja sea mía.
— ¡El veintiocho!  —dijo poco después mi primo volviéndose hacia mí—. El veintiocho nos va bien, ¿verdad?
Yo me había pasado todo el tiempo pensando en otra cosa. Cuando le oí y alcé la mirada, vi cómo el autobús tomaba la curva de la cuesta disminuyendo la velocidad.  No  se  trataba  del  autobús  moderno  de  antes  sino  de  aquel  modelo antiguo  al  que  yo  estaba  acostumbrado.  Al  frente,  colgaba  el  número  28.  Me dispuse a levantarme. Pero fui incapaz de moverme. Los brazos y las piernas, como si estuviera en medio de una fuerte corriente, no me obedecían.
Entonces me acordé de la caja de bombones que llevamos aquella tarde de verano al hospital. Cuando la novia de mi amigo abrió la caja, no quedaba ni rastro de la docena de pequeños bombones, convertidos en una masa pegajosa adherida a los papeles separadores  y a la tapa. A mitad de camino hacia el hospital, mi amigo y yo habíamos detenido la motocicleta en la playa. Nos habíamos tendido en la arena a charlar. Dejamos la caja de bombones bajo el ardiente sol de agosto. Y, debido a nuestra negligencia, a nuestra arrogancia, los dulces se habían estropeado, habían perdido su forma, se habían echado a perder. Aquel día, nosotros deberíamos haber sentido  algo  al  respecto.  Alguien,  uno  de  los  dos,  debería  haber  dicho  algo  con sentido, aunque no fuera mucho, sobre aquello. Pero lo cierto es que aquella tarde, nosotros  no  sentimos  nada,  intercambiamos  algunas  bromas  estúpidas  y  nos separamos.  Nada  más.  Y  dejamos  atrás  la  colina  donde  proliferaban  los  sauces ciegos.
Mi primo me agarró del brazo con fuerza.
— ¿Estás bien? —preguntó.
Volví en mí, me puse de pie. Esta vez pude levantarme sin dificultad. Pude volver a sentir en la piel aquella preciosa brisa de mayo. Luego permanecí durante unos  segundos  en  un  extraño  lugar  envuelto  en  tinieblas.  En  un  lugar  donde  no existía lo visible y sí existía lo invisible. Unos instantes después, el autobús 28 real se detenía ante nuestros ojos y abría sus puertas reales. Y nosotros pasábamos a su interior y nos dirigíamos a otra parte.
Apoyé una mano en el hombro de mi primo.
—Estoy bien —le dije.

Tomado del libro Sauce ciego mujer dormida.

"Pero, a fin de cuentas, ¿quién puede decir lo que es mejor? No te reprimas por nadie y, cuando la felicidad llame a tu puerta, aprovecha la ocasión y sé feliz"

Haruki Murakami

No hay comentarios:

Publicar un comentario