Eróstrato
Jean Paul Sartre
A los hombres hay que
mirarlos desde arriba. Yo apagaba la luz y me asomaba a la ventana; ni siquiera
sospechaban que se les pudiera observar desde arriba. Cuidan mucho la fachada,
algunas veces, incluso, la espalda, pero todos sus efectos están calculados para
espectadores de no más de un metro setenta.
¿Quién ha reflexionado
alguna vez en la forma de hongo de un sombrero visto desde un sexto piso? No se
cuidan de defender sus hombros y sus cráneos con colores vivos y con géneros
chillones, no saben combatir ese gran enemigo de lo humano: la perspectiva de
arriba a abajo.
Yo me asomaba y me echaba
a reír; ¿dónde estaba, pues, ese famoso estar de pie del que se sienten tan
orgullosos?, se aplastan contra la acera y dos largas piernas semi-rampantes
salen abajo de sus hombros.
Es en el balcón de un
sexto piso donde debería haber pasado toda mi vida.
Es necesario apuntalar
las superioridades morales con símbolos materiales, sin lo cual se
desplomarían. Pero, precisamente, ¿cuál es mi superioridad sobre los hombres?
Una superioridad de posición; ninguna otra; me he colocado por encima de la
humanidad que está en mí y la contemplo. He aquí porque me gustaban las torres
de Notre Dame, las plataformas de la Torre Eiffel, el Sacré-Coeur, mi sexto
piso de la Calle Delambre. Son excelentes símbolos.
Algunas veces era
necesario volver a bajar a las calles. Para ir a la oficina, por ejemplo. Yo me
ahogaba. Cuando uno está al mismo nivel de los hombres es mucho más difícil
considerarlos como hormigas: tocan.
Una vez ví a un tipo
muerto en la calle. Había caído de narices. Le volvieron, sangraba. Ví sus ojos
abiertos, su aire opaco y toda esa sangre. Me dije:
No es nada, no es más
impresionante que la pintura fresca. Le han pintado la nariz de rojo, eso es
todo.
Pero sentí una sucia dulzura
que me invadía desde las piernas hasta la nuca; me desvanecí. Me llevaron a una
farmacia, me golpearon en la espalda y me hicieron beber alcohol. Los hubiera
matado.
Yo sabía que eran mis
enemigos, pero ellos no lo sabían. Se amaban entre sí, se ponían hombro con
hombro, y a mí me hubieran dado una mano por aquí o por allá, porque me creían
su semejante.
Pero si hubieran podido
adivinar la más ínfima parte de la verdad, me hubieran golpeado.
Por lo demás, más tarde
lo hicieron. Cuando me detuvieron y supieron quién era en realidad, me
torturaron, me golpearon durante dos horas, en la comisaría me dieron de
bofetadas y de trompadas, me retorcieron los brazos, me arrancaron el pantalón
y luego, para terminar, arrojaron mis anteojos al suelo, y mientras los buscaba
a tientas y materialmente en cuatro patas, me dieron, riéndose, algunos
puntapiés en el culo.
Preví siempre que
terminarían por golpearme: no soy fuerte y no puedo defenderme. Los había que
me acechaban desde hacía mucho tiempo: los grandes. Me atropellaban en la
calle, para reírse, para ver lo que hacía. Yo no decía nada. Hacía como si nada
hubiera notado. Y no obstante, ellos me vejaron. Yo les tenía miedo, era un
presentimiento. Pero ustedes se imaginarán que tenía razones más serias para
odiarlos.
Desde este punto de vista
todo fue mucho mejor a partir del día en que me compré un revolver. Uno se
siente fuerte cuando lleva asiduamente una de esas cosas que pueden estallar y
hacer ruido. Lo sacaba el domingo, lo ponía sencillamente en el bolsillo de mi
pantalón y luego iba a pasearme -en general por los bulevares.
Sentía que tiraba de mi
pantalón como un cangrejo, lo sentía completamente frío contra mi muslo. Pero
se calentaba poco a poco, al contacto de mi cuerpo.
Yo andaba con cierta rigidez,
tenía el aspecto de un tipo que está engallado, pero al que su verga frena a
cada paso.
Deslizaba la mano en el
bolsillo y tocaba el objeto. De cuando en cuando entraba en un mingitorio -aún
allí adentro ponía mucha atención porque a menudo hay vecinos- sacaba mi
revólver, lo sopesaba, miraba su culata de cuadros negros y su gatillo negro
que parece un párpado semicerrado. Los otros, los que veían desde afuera mis
píes separados y la parte de abajo de mis pantalones, creían que orinaba. Pero
nunca orino en los mingitorios.
Una tarde se me ocurrió
la idea de tirar a los hombres. Era un sábado por la noche, había salido en
busca de Lea, una rubia que callejea ante un hotel de la calle Montparnasse.
Nunca he tenido comercio íntimo con una mujer: me hubiera sentido robado. Uno
se les sube encima, por supuesto, pero ellas nos devoran el bajo vientre con
sus grandes bocas peludas y, por lo que he oído decir, son las que salen
ganando -y con mucho- en este cambio. Yo no le pido nada a nadie, pero tampoco
quiero dar nada. A lo más hubiera necesitado una mujer fría y piadosa que me
soportara con disgusto.
El primer sábado de cada
mes yo subía con Lea a una habitación del Hotel Duquesne. Se desvestía y yo la
miraba sin tocarla. A veces, eso salía sólo en mi pantalón, otras veces tenía
tiempo de volver a casa para terminar allí.
Esa noche no la encontré
en su sitio de costumbre. Esperé un momento y como no la ví venir supuse que
estaría enferma. Era principio de enero y hacía mucho frío. Quede desolado: soy
un imaginativo y me había representado vivamente el placer que esperaba obtener
de esa velada.
Había en la calle Odesa
una morena que yo había visto a menudo, un poco madura, pero firme y regordeta;
yo no detesto las mujeres maduras; cuando están desvestidas parecen más
desnudas que las otras. Pero ella no estaba al corriente de lo que me convenía
y me intimidaba un poco exponerle aquello de cabo a rabo. Y además, yo
desconfío de las recién conocidas; esas mujeres pueden muy bien ocultar un
granuja detrás de la puerta, y después el individuo aparece de pronto y le
quita a uno el dinero. Puede uno considerarse afortunado si no le da unos
puñetazos. Sin embargo, esa noche sentía no sé qué audacia; decidí pasar por
casa para tomar mi revolver y tentar la aventura.
Cuando un cuarto de hora
más tarde abordé a la mujer, el arma estaba en mi bolsillo y ya no temía nada.
Al mirarla de cerca, ví que tenía más bien un aspecto miserable. Se parecía a
mi vecina de enfrente, la mujer del ayudante, y quedé muy satisfecho de esto,
porque hacía mucho tiempo que tenía deseos de verla encuerada. Se desvestía con
la ventana abierta cuando no estaba el ayudante, y a menudo yo me quedaba
detrás de la cortina para sorprenderla. Pero se arreglaba en el fondo de la
pieza.
En el Hotel Estela no
quedaba más que una habitación libre en el cuarto piso. Subimos. La mujer era
bastante pesada y se detenía en cada escalón para respirar. Yo subía con
facilidad; tengo un cuerpo seco, pese a mi vientre, y son necesarios más de
cuatro pisos para hacerme perder el aliento.
En el descansillo del
cuarto piso se detuvo y se puso la mano derecha sobre el corazón respirando con
fuerza. En la mano izquierda tenía la llave de la habitación.
– Es alto-, dijo tratando
de sonreírme.
Le tomé la llave sin
contestarle, y abrí la puerta. Tenía el revólver en la mano izquierda, apuntado
derecho ante mí, a través del bolsillo y no lo dejé hasta después de haber
girado la perilla de la puerta. La pieza estaba vacía. Sobre el lavabo había
puesto una pequeña pastilla de jabón verde, para lavarse después de eso.
Sonreí: conmigo no son necesarios ni los lavabos ni las pastillitas de jabón.
La mujer seguía resoplando detrás de mí; eso me excitaba. Me volví, me tendió
los labios, la rechacé.
– ¡Desvístete! -le dije.
Había un sillón de
tapicería; me senté confortablemente. Es en estos casos cuando lamento no
fumar. La mujer se quitó el vestido y luego se detuvo arrojándome una mirada de
desconfianza.
– ¿Cómo te llamas? -le
dije echándome hacia atrás.
– Renée.
– Pues bueno, Renée, date
prisa, estoy esperando.
– ¿No te desvistes?
– ¡Bah, bah! -le dije-,
no te ocupes de mí.
Dejó caer los calzones a
sus pies, después los recogió y los colocó cuidadosamente sobre su traje junto
con el corpiño.
– ¿Así que eres un viciosillo,
querido, un perezosito? -me preguntó-, ¿quieres que sea tu mujercita la que
haga todo el trabajo?
Al mismo tiempo dio un
paso hacia mí, y apoyándose con las manos sobre los brazos de mi sillón, trató
pesadamente de arrodillarse ante mis piernas. Pero la levanté con rudeza:
– ¡Nada de eso! ¡Nada de
eso! -le dije.
Me miró con sorpresa.
– Pero, ¿qué quieres que
te haga?
– Nada, caminar,
pasearte, no te pido más.
Se puso a andar de un
lado a otro, con aire torpe. Nada molesta más a las mujeres que andar cuando están
desnudas. No tiene costumbre de apoyar los talones en el suelo. La mujerzuela
encorvaba la espalda y dejaba colgar los brazos. En cuanto a mí, me sentía en
la gloria: estaba allí tranquilamente sentado en un sillón, cubierto hasta el
cuello; había conservado hasta los guantes puestos y esa señora madura se había
desnudado totalmente bajo mis órdenes y daba vuelta a mi alrededor.
Volvió la cabeza y para
salvar las apariencias me sonrió coquetamente:
– ¿Me encuentras linda?
¿Deleito tus miradas?
– ¡No te ocupes de ello!
-le dije.
– Dime -preguntó con
súbita indignación- ¿tienes intención de hacerme caminar así mucho tiempo?
– ¡Siéntate! -le ordené.
Se sentó sobre la cama y
nos miramos en silencio. Tenía la carne de gallina. Se oía el tic-tac de un
despertador al otro lado de la pared. De pronto le dije:
– ¡Abre las piernas!
Dudó un cuarto de
segundo, luego obedeció. Miré y olí entre sus piernas. Luego me puse a reír tan
fuerte que se llenaron los ojos de lágrimas. Le dije sencillamente:
– ¿Te das cuenta?
Y me volví a reír.
Me miró con estupor,
después enrojeció violentamente y cerró las piernas.
– ¡Cochino! -dijo entre
dientes.
Pero yo reía más fuerte;
entonces se levantó de un salto y tomó su corpiño de la silla.
– ¡Eh! ¡Alto! -le dije-
esto no ha terminado. Te daré en seguida cincuenta francos, pero quiero algo
por mi dinero.
Ella tomó nerviosamente
sus calzones.
– No entiendo.
¿Comprendes? No sé lo que quieres. Y si me has hecho subir para burlarte de mí.
Entonces saqué mi
revólver y se lo mostré. Me miró con aire serio y dejó caer sus calzones sin
decir nada.
– ¡Camina! -le ordene-
¡Paséate!
Se paseó durante cinco
minutos, luego le dí mi bastón y la obligué a hacer ejercicio. Cuando sentí mi
calzoncillo húmedo me levanté y le tendí un billete de cincuenta francos. Lo
tomó.
– Hasta luego -agregué-,
no te he fatigado mucho por ese precio.
Me fui. La dejé
totalmente desnuda en medio de la habitación, con su corpiño en una mano, y el
billete de cincuenta francos en la otra. No lamentaba mi dinero, la había
aturdido y eso que no se asombra fácilmente a una ramera. Pensé bajando la
escalera:
Eso es lo que quería,
asombrarlos a todos.
Estaba feliz como un
niño. Me llevé el jabón verde y cuando volví a casa lo froté largo tiempo bajo
el agua caliente, hasta que no fue más que una delgada película entre mis
dedos, parecida a un bombón muy chupado de menta.
Pero por la noche
desperté sobresaltado y volví a ver su rostro, los ojos que puso cuando le
mostré el arma y su gordo vientre que saltaba a cada uno de sus pasos.
– ¿Qué estúpido fui? -me
dije. Y sentí un amargo remordimiento. ¡Hubiera disparado en aquél momento!
¡Debí agujerear ese gordo vientre dejándolo como una espumadera!
Esa noche y las tres que
siguieron, soñé con seis agujeritos rojos agrupados en círculo alrededor de un
ombligo.
Desde entonces no volví a
salir sin mi revólver. Miraba la espalda de la gente y me imaginaba, según
caminaban, el modo como caerían si les disparara. Los domingos tomé la
costumbre de ir a apostarme delante del Chátelet, a la salida de los conciertos
clásicos.
A eso de las seis
escuchaba un timbre y las obreras venían a sujetar las puertas vidrieras con
los ganchos. Así empezaba la cosa: la multitud salía lentamente; la gente
marchaba con paso flotante, los ojos llenos todavía de ensueño, el corazón
todavía lleno de bellos sentimientos. Había muchos que miraban a su alrededor
con aire asombrado; la calle debía parecerles totalmente azul. Entonces
sonreían con misterio: pasaban de un mundo a otro, y era en ese otro donde yo
les esperaba. Había deslizado mi mano derecha en el bolsillo y apretaba con
todas mis fuerzas la culata del arma. Al cabo de un momento me veía
disparándoles el arma. Los derribaba como a muñecos en un juego de feria, caían
unos sobre otros y los sobrevivientes, presos de pánico, refluían en el teatro
rompiendo los vidrios de las puertas. Era un juego muy enervante; mis manos
temblaban; por último me veía obligado en ir a beber un coñac en Dreber para
reconfortarme.
A las mujeres no las
hubiera matado. Les hubiera tirado a los riñones o quizá a las pantorrillas
para hacerlas bailar.
Todavía no tenía nada
decidido. Pero se me ocurrió hacer todo como si mi decisión estuviera tomada.
Comencé por arreglar los detalles accesorios. Fui a ejercitarme en un polígono
de la feria de Denfert-Rochereau. Mis cartones no eran muy buenos, pero los
hombres ofrecen blancos más grandes, sobre todo cuando se tira a quemarropa. En
seguida me ocupé de mi publicidad. Elegí un día en que todos mis colegas
estaban reunidos en la oficina. Un lunes por la mañana. Por sistema era muy
amable con ellos, aunque tenía horror de estrecharles la mano. Se quitaban los
guantes para decir buenos días, tenían una obscena manera de desnudar la mano,
de bajar el guante y deslizarlo lentamente a lo largo de los dedos,
descubriendo la desnudez gruesa y arrugada de la palma. Yo conservaba siempre
mis guantes puestos.
El lunes por la mañana no
se hace gran cosa. La dactilógrafa del servicio comercial vino a traernos los recibos.
Lemercier bromeó con ella amablemente y cuando salió, todos detallaron sus
encantos con enervante competencia. Luego hablaron de Lindbergh. Les gustaba
mucho Lindbergh. Yo les dije:
– A mí me gustan los
héroes negros.
– ¿Los africanos?
-preguntó Massé.
– No, negros, como se
dice Magia Negra. Lindbergh es un héroe blanco. No me interesa.
– Vaya a ver si es fácil
atravesar el Atlántico -dijo agriamente Bouxin.
Les expuse mi concepto de
héroe negro.
– Un anarquista -resumió
Lemercier.
– No -dije suavemente-,
los anarquistas quieren a su manera a los hombres.
– Sería entonces un
trastornado.
Pero Massé, que tenía
algunas lecturas, intervino en ese momento:
– Conozco su tipo -me
dijo- se llama Eróstrato. Quiso ser célebre y no encontró mejor medio que
quemar el Templo de Efeso, una de las siete maravillas del mundo antiguo.
– ¿Y cómo se llamaba el
arquitecto de ese templo?
– No me acuerdo
-confesó-, hasta creo que nunca se ha sabido su nombre.
– ¿De veras? ¿Y usted
recuerda el nombre de Eróstrato? Ya ve que éste no había calculado tan mal.
La conversación terminó
con estas palabras, pero quedé tranquilo; la recordarían en su momento. En
cuanto a mí, que hasta entonces no había oído jamás hablar de Eróstrato, me
envalentoné con su historia. Hacía más de dos mil años que había muerto y su
recuerdo brillaba todavía como un diamante negro. Comencé a creer que mi
destino sería corto y trágico. Aquello me dió miedo al principio y después me
acostumbré. Si se mira desde cierto punto de vista es atroz; pero desde otro,
otorga al instante que pasa una belleza y una fuerza considerables.
Cuando bajaba a la calle
sentía en el cuerpo un extraño poder. Llevaba encima mi revólver, esa cosa que
estalla y hace ruido. Pero no sacaba de él mi seguridad, sino de mi mismo; yo
era un ser perteneciente a la especie de los revólveres, de los petardos y de
las bombas. También yo, un día, al terminar mi sombría vida, estallaría e iluminaría
el mundo con una llama violenta y breve como el estallido del magnesio.
En esa época me ocurrió
tener muchas noches el mismo sueño. Yo era un anarquista, me había colocado al
paso del Zar y llevaba conmigo una máquina infernal. A la hora precisa pasaba
el cortejo estallaba la bomba y saltábamos en el aire, yo, el Zar y tres
oficiales adornados de oro, bajo los ojos de la multitud.
Permanecí entonces
semanas enteras sin aparecer por la oficina. Me paseaba por las calles, entre
mis futuras víctimas, o bien, me encerraba en mi habitación y hacía planes.
Me despidieron a
comienzos de octubre. Ocupé entonces mis ocios en redactar la siguiente carta
que copié en ciento dos ejemplares:
Señor:
Usted es célebre y de sus
obras se imprimen treinta mil ejemplares. Voy a decirle por qué: porque ama a
los hombres. Tiene usted el humanitarismo en la sangre; es una suerte. Usted se
alegra cuando está acompañado; en cuanto ve a uno de sus semejantes, aun sin
conocerlo, siente simpatía por él. Le agrada su cuerpo por la manera en que
está articulado, por sus piernas que se abren y se cierran a voluntad, por sus
manos sobre todo; lo que más le agrada es que tengan cinco dedos. Se deleita
cuando el vecino toma una taza de la mesa, porque tiene una manera de tomarla
que es exclusivamente humana -y que a menudo ha descrito usted en sus obras-,
menos delicada, menos rápida que la del mono, pero mucho más inteligente, ¿no
es así?
Le gusta también la carne
del hombre, su modo de andar de herido grave que se reeduca, su aspecto de volver
a inventar la marcha a cada paso, y su famosa mirada que las fieras no pueden
soportar.
A usted le es fácil,
pues, encontrar el acento que conviene para hablar al hombre de sí mismo, un
acento púdico pero entusiasta.
La gente se arroja sobre
sus libros con glotonería, los leen en un buen sillón, piensan en el gran amor
desdichado y discreto que usted les consagra y eso les consuela de muchas
cosas: de ser feos, de ser cobardes, de ser cornudos, de no haber recibido
aumento el primero de enero. Y se dicen espontáneamente de su última novela: es
una buena acción.
Supongo que tendrá usted
curiosidad por saber cómo puede ser un hombre que no quiere a los hombres. Pues
bien, soy yo, los quiero tan poco que de inmediato voy a matar una media docena
de ellos; quizá se pregunte: ¿por qué sólo media docena? Porque mi revólver no
tiene más que seis balas. Es una monstruosidad, ¿no es así? Y además un acto
correctamente impolítico. Pero le repito que no puedo quererlos. Comprendo muy
bien su manera de sentir. Pero lo que a usted le atrae a mí me disgusta. Como
usted he visto a los hombres masticar con cuidado, conservando los ojos atentos
y hojeando con la mano izquierda una revista barata. ¿Es culpa mía si prefiero
asistir a la comida de las focas?
El hombre no puede hacer
nada con su cara sin que ello se convierta en una escena de fisonomía. Cuando
mastica, conservando la boca cerrada, los ángulos de su boca, suben y bajan y
parecen pasar sin descanso de la serenidad a la sorpresa llorosa. A usted eso
le agrada, lo sé; es lo que llama la vigilancia del espíritu. Pero a mí me da
nauseas; no sé por qué: así he nacido.
Si no hubiera entre
nosotros más que una diferencia de gustos, no le importunaría. Pero todo esto
ocurre como si usted estuviera en gracia y yo no. Soy libre de que me guste o
no la langosta a la americana, pero si no me gustan los hombres, soy un
miserable y no puedo encontrar mi sitio en el mundo. Ellos han acaparado el
sentido de la vida. Espero que comprenda lo que quiero decir. Hace treinta y
tres años que tropiezo contra puertas cerradas sobre las cuales han escrito:
Nadie entre aquí si no es humanitario. He debido abandonar todo lo que he
emprendido; era necesario elegir: o bien era una tentativa absurda y condenada,
o bien tarde o temprano se volvía en provecho de ellos. No llegaba a separar de
mí, a formular, los pensamientos que no le destinaba expresamente; permanecían
en mí como ligeros movimientos orgánicos. Sentía que eran suyos los mismos
útiles de que me servía, las palabras, por ejemplo: hubiera querido palabras
mías. Pero aquellas de las que dispongo se han arrastrado en no sé cuántas
conciencias; se arreglan solas en mi cabeza en virtud de la costumbre que han
tomado en otras y con repugnancia las utilizo para escribirle. Pero es la última
vez. Ya se lo digo: hay que querer a los hombres, o de lo contrario apenas si
le permiten a usted picotear.
Voy a tomar ahora mismo
mi revólver, bajaré a la calle y veré si se puede lograr algo contra ellos.
Adiós, señor; tal vez
será a usted a quien encuentre. Entonces no sabrá nunca con qué placer le hare
saltar los sesos. Si no -y es el caso más probable- lea los diarios de mañana.
En ellos verá que un individuo llamado Paul Hilbert mató, en una crisis de
furor, a cinco transeúntes en el Bulevard Edgard Quinet. Usted sabe mejor que
nadie lo que vale la prosa de los grandes diarios. Comprenda, pues, que no
estoy furioso; por el contrario, estoy muy tranquilo y le ruego que acepte,
señor, mi consideración más distinguida.
Paul Hilbert.
Coloqué las ciento dos
cartas en ciento dos sobres y escribí sobre ellos las direcciones de ciento dos
escritores franceses; luego puse todo en un cajón de mi escritorio con seis
libretas de sellos de correo.
Durante los quince días
que siguieron salí muy poco. Me dejaba invadir lentamente por mi crimen. En el
espejo, donde a veces iba a mirarme, comprobaba con placer los cambios de mi
rostro. Los ojos se habían agrandado, se comían toda la cara. Estaban negros y
tiernos tras de los espejuelos, y yo los hacía girar como planetas. Bellos ojos
de artista y de asesino.
Pero esperaba cambiar
mucho más profundamente todavía después de la matanza.
Vi las fotos de esas dos
lindas muchachas sirvientas que mataron y robaron a sus patronas. Vi las fotos
del antes y después. Antes sus rostros se balanceaban como discretas flores
encima de sus cuellos de tallo. Respiraban limpieza y apetecible honestidad.
Una discreta tijera había ondulado del mismo modo sus cabellos. Y más
tranquilizadora todavía que sus cabellos rizados, que sus cuellos y que su aire
de estar de visita en casa del fotógrafo, era su semejanza de hermanas,
semejanza tan evidente que ponía de inmediato de manifiesto los lazos de sangre
y las raíces naturales del grupo familiar. En el después, sus caras
resplandecían como incendios. Llevaban el cuello desnudo de las futuras
decapitadas. Arrugas por todas partes, horribles arrugas de miedo y de odio,
pliegues, agujeros en la carne como si un animal con garras hubiera arañado en
redondo sobre sus caras. Y esos ojos, siempre esos grandes ojos negros y sin
fondo -como los míos. Ya no se parecían. Cada una llevaba a su manera el
recuerdo de su crimen común.
Si basta, me decía, un
delito en el que el azar tuvo la mayor parte para transformar así esas cabezas
de orfelinato, ¡qué no puedo esperar de un crimen enteramente concebido y
realizado por mí!
Se apoderaría de mí, trastornaría
mi fealdad demasiado humana…; un crimen, eso corta en dos la vida del que lo
comete.
Ha de haber momentos en
que no desearía volver atrás, pero está allí, detrás de uno, obstruyendo el
túnel, ese mineral chispeante.
No pedía más que una hora
para gozar del mío, para sentir su puño aplastante. ¡Por esa hora, sacrificaría
todo!
Decidí ejecutarlo en la
calle Odesa. Aprovecharía el enloquecimiento para huir, dejándolos recoger sus
muertos. Correría, atravesaría rápidamente el Boulevard Edgar Quinet y volvería
rápidamente a la calle Delambre. No necesitaría más de treinta segundos para
llegar a la puerta de la casa donde vivo. En ese momento mis perseguidores
estarían todavía en el boulevard Edgard Quinet, perderían mi rastro y
necesitarían seguramente más de una hora para volverlo a encontrar. Los
esperaría en mi casa y cuando los sintiera golpear la puerta, volvería a cargar
mi revólver y me dispararía en la boca.
Yo vivía más cómodamente;
me había entendido con un fondero de la calle Vavin que me hacía llevar a la
mañana y a la noche buenos platitos. El dependiente llamaba, yo no habría,
esperaba algunos minutos, luego entreabría la puerta y veía en un gran cesto
colocado sobre el suelo algunos platos llenos que humeaban.
El 27 de octubre a las
seis de la tarde me quedaban diecisiete francos con cincuenta centavos. Tomé mi
revólver y el paquete de cartas, baje. Tuve el cuidado de no cerrar la puerta
para poder entrar más rápidamente, después de dar el golpe. No me sentía bien;
tenía las manos frías y la sangre amontonada en la cabeza, los ojos me
cosquilleaban. Miraba la tienda, el hotel de las Escuelas, la papelería donde
compré los lápices y no reconocía nada.
Me decía: ¿Cuál es esta
calle?
El boulevard Montparnasse
estaba lleno de gente. Tropezaban conmigo, me empujaban, me golpeaban con los
codos o los hombros. Yo me dejaba sacudir; me faltaban las fuerzas para
deslizarme entre ellos. Me vi de pronto en el corazón de esa multitud
horriblemente solo y pequeño. ¡Cuánto mal podrían hacerme si quisieran! Tuve
miedo por el arma que llevaba en el bolsillo. Me parecía que debían adivinar
que estaba allí. Me mirarían con ojos duros y me dirían: ¡Eh! Pero… pero… con
alegre indignación, clavándome sus patas de hombres. ¡Linchado! Me arrojarían
por encima de sus cabezas y volvería a caer en sus brazos como una marioneta.
Juzgué más discreto dejar
para el día siguiente la ejecución de mi proyecto. Fui a comer a la Coupole por
seis francos sesenta. Me quedaban setenta céntimos que tiré a la calle.
Me quedé tres días en mi
habitación sin comer, sin dormir. Había cerrado las persianas y no me atrevía
ni a aproximarme a la ventana ni a encender la luz.
El lunes alguien llamó a
la puerta. Retuve la respiración y esperé. Al cabo de un minuto llamaron de
nuevo. Fui de puntitas a mirar por el ojo de la cerradura. No vi más que un
pedazo de tela negra y un botón. El individuo llamó otra vez, luego bajó; no
supe quién era.
Por la noche tuve
visiones. Frescas palmeras, agua que corría, un cielo violeta por encima de una
cúpula. No tenía sed porque de vez en cuando iba a beber en el grifo de la
cocina. Pero tenía hambre. Volví también a ver a la ramera morena. Era en un
castillo que yo había hecho construir sobre las Causes noires a veinte leguas
de toda población. Estaba desnuda y sola conmigo. Le había obligado a ponerse
de rodillas amenazándola con mi revólver y a correr en cuatro patas; la había
atado luego a un pilar y después de explicarle largamente lo que iba a hacer,
la había acribillado a balazos.
Estas imágenes me
turbaron en tal forma que debí satisfacerme. Después permanecí inmóvil en la
oscuridad, con la cabeza absolutamente en blanco. Los muebles crujían. Eran las
cinco de la mañana. Hubiera dado cualquier cosa por salir de mi pieza, pero no
podía bajar debido a la gente que caminaba por las calles.
Llegó el día. No sentía
ya hambre, pero me había puesto a sudar: empapé mi camisa. Fuera, había sol.
Entonces pensé:
En una habitación
cerrada, en la oscuridad. Él está agazapado. Hace tres días que él no come ni
duerme. Han llamado y él no ha abierto. En seguida él va a descender a la calle
y él matará.
Me daba miedo. A las seis
de la tarde me volvió el hambre. Estaba loco de cólera. Tropecé un momento con
los muebles, después encendí la luz en las habitaciones, en la cocina, en el
baño. Me puse a cantar materialmente a gritos, me lavé las manos y salí.
Necesité dos largos minutos para poner todas mis cartas en el buzón. Las echaba
por paquetes de a diez. Tuve que arrugar algunos sobres. Luego seguí por el
Boulevard Montparnasse hasta la calle Odesa. Me detuve ante el escaparate de
una camisería, y cuando vi mi cara pensé:
Sucederá esta tarde.
Me aposté en la parte
alta de la calle Odesa, no lejos de una toma de gas y esperé. Pasaron dos
mujeres. Iban del brazo; la rubia decía:
– Habían puesto tapices
en todas las ventanas y eran los nobles del país los que representaban.
– ¿Están tronados?
-preguntó la otra.
– No es necesario estar
tronado para aceptar un trabajo que da cinco luises por día.
– ¡Cinco luises! -dijo la
morena, deslumbrada.
Agregó al pasar a mi
lado:
– Y además me imagino que
debía divertirles ponerse los trajes de sus antepasados.
Se alejaron. Tenía frío,
pero sudaba abundantemente. Al cabo de un momento vi llegar a tres hombres; los
dejé pasar: necesitaba seis. El de la izquierda me miró e hizo chasquear la
lengua. Desvié la mirada.
A las siete y cinco dos
grupos que se seguían de cerca, desembocaron del boulevard Edgard Quinet. Eran
un hombre y una mujer con dos niños. Detrás de ellos venían tres viejas. La
mujer parecía colérica y sacudía al niñito por el brazo. El hombre dijo con voz
monótona:
– Es latoso, también,
este mocoso.
El corazón me latía tan
fuerte que me hacía daño en los brazos. Avancé y me mantuve inmóvil, ante
ellos. Mis dedos, en el bolsillo, estaban húmedos alrededor del gatillo.
– ¡Perdón! -dijo el
hombre al empujarme.
Me acordé que había
cerrado la puerta de mi departamento y eso me contrarió; perdería un tiempo
precioso al abrirla. La gente se alejó. Me volví y los seguí maquinalmente.
Pero ya no tenía ganas de dispararles. Se perdieron entre la multitud del boulevard.
Me apoyé contra la pared.
Escuche dar las ocho y las nueve. Me repetía:
¿Por qué es necesario
matar a toda esta gente que ya está muerta?
Y tenía ganas de reír. Un
perro vino a olfatearme los pies.
Cuando el hombre gordo me
pasó, me sobresalté y le seguí los pasos. Veía el pliegue de su nuca roja entre
su sombrero hongo y el cuello de su sobretodo. Se cantoneaba un poco y
respiraba con fuerza, parecía un palurdo. Saqué mi revólver; estaba brillante y
frío, y me asqueaba; no me acordaba bien lo que tenía que hacer. Tan pronto lo
miraba, tan pronto miraba la nuca del tipo. El pliegue de la nuca me sonreía
como una boca sonriente y amarga. Me pregunté si no iría a arrojar mi revólver
a una alcantarilla.
De pronto el individuo se
paró y me miró con aire irritado. Di un paso atrás.
– Es para… preguntarle.
Parecía no escuchar,
miraba mis manos. Acabé trabajosamente:
– ¿Puede decirme dónde
está la calle de Gaité?
Su cara era gorda y sus
labios temblaban. No dijo nada, estiró la mano. Retrocedí más y le dije:
– Querría.
En ese momento supe que
iba a ponerme a aullar. No quería; le solté tres balazos en el vientre. Cayó
con aire de idiota sobre las rodillas y su cabeza rodó sobre el hombro
izquierdo.
– ¡Cochino! -le dije-,
¡maldito cochino!
Hui, le oí toser. Oí
también gritos y una carrera a mi espalda. Alguien preguntó:
– ¿Qué ocurre? ¿Hay una
pelea?
Luego de pronto gritaron:
– ¡Al asesino! ¡Al
asesino!
No pensé que esos gritos
me concernían, pero me parecieron siniestros como la sirena de los bomberos
cuando era niño. Corrí como alma que se lleva el diablo. Sólo que cometí un
error imperdonable: en lugar de remontar la calle Odesa hacia el boulevard
Edgar Quinet, la bajé hacia el boulevard Montparnasse. Cuando me di cuenta era
demasiado tarde, estaba ya en medio de la multitud; caras asombradas se volvían
hacia mí. Me acuerdo de la cara de una mujer muy maquillada que llevaba un
sombrero verde con una pluma.
Y escuchaba a mis
espaldas a los imbéciles de la calle Odesa gritar:
– ¡Al asesino!
¡Deténganlo!
Una mano se posó en mi
espalda. Entonces perdí la cabeza: no quería morir linchado por una multitud.
Disparé dos tiros de mi revólver. La multitud se puso a gritar prácticamente
chillando, y me abrió paso. Entré corriendo en un café. La concurrencia se
levantó a mi paso, pero no intentaron detenerme. Atravesé el café a todo lo
largo y me encerré en el baño. Quedaba todavía una bala en mi revólver.
Transcurrió un momento.
Respiraba penosamente y jadeaba sin parar. Reinaba un extraordinario silencio,
como si toda la gente se hubiese súbitamente callado. Levanté mi arma hasta los
ojos y vi un agujerito negro y redondo. La bala saldría por allí, la pólvora me
quemaría la cara. Dejé caer el brazo y esperé. Al cabo de un momento
silenciosamente llegaron. Debían ser una turba a juzgar por el traqueteo de sus
pisadas. Cuchichearon un poco, luego se callaron. Yo seguía jadeando, pensando
que me escucharían jadear del otro lado de la pared. Alguien avanzó
sigilosamente e intentó abrir la puerta. Debía de haberse colocado embarrado a
la pared para evitar los disparos que pudiera hacerle. Tuve, pese a todo,
deseos de disparar, pero la última bala debía de guardarla para mí.
– ¿Qué es lo que esperan?
-me pregunté. Si se arrojaran contra la puerta y la derribaban de inmediato, no
tendría tiempo ni de matarme y de seguro me atraparían.
Pero no se apresuraban,
me dejaban todo el tiempo del mundo para dispararme y acabar con mi vida. ¡Los
cochinos tenían miedo!
Al cabo de un momento
escuché una voz:
– Vamos abra, no le
haremos daño.
Hubo un silencio y en
seguida la misma voz:
– Usted sabe bien que no
puede escapar.
No contesté, seguía
jadeando. Para animarme a dispararme me decía:
– Si me detienen, van a
golpearme, a romperme los dientes, tal vez incluso hasta me revienten un ojo.
Hubiera querido saber si
el tipo gordo había muerto. Quizá sólo lo había herido… y las otras dos balas
tal vez no habían herido a nadie…
Preparaban algo,
¿estarían por tirar algún pesado objeto contra la puerta? Me apresuré a meter
el cañón de mi arma dentro de mi boca y lo mordí muy fuerte. Pero no podía
tirar, ni siquiera poner el dedo sobre el gatillo. Todo había vuelto a caer en
el silencio.
Entonces arrojé el
revólver y les abrí la puerta.
Tomado de el libro "el muro".
“Lo importante no es lo
que han hecho de nosotros, sino lo que hacemos con lo que han hecho de
nosotros.”
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