lunes, 31 de agosto de 2015

Sensini. Cuento de Roberto Bolaño


Sensini
Roberto Bolaño


La forma en que se desarrolló mi amistad con Sensini sin duda se sale de lo corriente. En aquella época yo tenía veintitantos años y era más pobre que una rata. Vivía en las afueras de Girona, en una casa en ruinas que me habían dejado mi hermana y mi cuñado tras marcharse a México y acababa de perder un trabajo de vigilante nocturno en un cámping de Barcelona, el cual había acentuado mi disposición a no dormir durante las noches. Casi no tenía amigos y lo único que hacía era escribir y dar largos paseos que comenzaban a las siete de la tarde, tras despertar, momento en el cual mi cuerpo experimentaba algo semejante al jet-lag, una sensación de estar y no estar, de distancia con respecto a lo que me rodeaba, de indefinida fragilidad. Vivía con lo que había ahorrado durante el verano y aunque apenas gastaba mis ahorros iban menguando al paso del otoño. Tal vez eso fue lo que me impulsó a participar en el Concurso Nacional de Literatura de Alcoy, abierto a escritores de lengua castellana, cualquiera que fuera su nacionalidad y lugar de residencia. El premio estaba divido en tres modalidades: poesía, cuento y ensayo. Primero pensé en presentarme en poesía, pero enviar a luchar con los leones (o con las hienas) aquello que era lo que mejor hacía me pareció indecoroso. Después pensé en presentarme en ensayo, pero cuando me enviaron las bases descubrí que éste debía versar sobre Alcoy, sus alrededores, su historia, sus hombres ilustres, su proyección en el futuro y eso me excedía. Decidí, pues, presentarme en cuento y envié por triplicado el mejor que tenía (no tenía muchos) y me senté a esperar.
Cuando el premio se falló trabajaba de vendedor ambulante en una feria de artesanía en donde absolutamente nadie vendía artesanías. Obtuve el tercer accésit y diez mil pesetas que el Ayuntamiento de Alcoy me pagó religiosamente. Poco después me llegó el libro, en el que no escaseaban las erratas, con el ganador y los seis finalistas. Por supuesto, mi cuento era mejor que el que se había llevado el premio gordo, lo que me llevó a maldecir al jurado y a decirme que, en fin, eso siempre pasa. Pero lo que realmente me sorprendió fue encontrar en el mismo libro a Luis Antonio Sensini, el escritor argentino, segundo accésit, con un cuento en donde el narrador se iba al campo y allí se le moría su hijo o con un cuento en donde el narrador se iba al campo porque en la ciudad se le había muerto su hijo, no quedaba nada claro, lo cierto es que en el campo, un campo plano y más bien yermo, el hijo del narrador se seguía muriendo, en fin, el cuento era claustrofóbico, muy al estilo de Sensini, de los grandes espacios geográficos de Sensini que de pronto se achicaban hasta tener el tamaño de un ataúd, y superior al ganador y al primer accésit y también superior al tercer accésit y al cuarto, quinto y sexto.
No sé qué fue lo que me impulsó a pedirle al Ayuntamiento de Alcoy la dirección de Sensini. Yo había leído una novela suya y algunos de sus cuentos en revistas latinoamericanas. La novela era de las que hacen lectores. Se llamaba Ugarte y trataba sobre algunos momentos de la vida de Juan de Ugarte, burócrata en el Virreinato del Río de la Plata a finales del siglo XVIII. Algunos críticos, sobre todo españoles, la habían despachado diciendo que se trataba de una especie de Kafka colonial, pero poco a poco la novela fue haciendo sus propios lectores y para cuando me encontré a Sensini en el libro de cuentos de Alcoy, Ugarte tenía repartidos en varios rincones de América y España unos pocos y fervorosos lectores, casi todos amigos o enemigos gratuitos entre sí. Sensini, por descontado, tenía otros libros, publicados en Argentina o en editoriales españolas desaparecidas, y pertenecía a esa generación intermedia de escritores nacidos en los años veinte, después de Cortázar, Bioy, Sabato, Mujica Lainez, y cuyo exponente más conocido (al menos por entonces, al menos para mí) era Haroldo Conti, desaparecido en uno de los campos especiales de la dictadura de Videla y sus secuaces. De esta generación (aunque tal vez la palabra generación sea excesiva) quedaba poco, pero no por falta de brillantez o talento; seguidores de Roberto Arlt, periodistas y profesores y traductores, de alguna manera anunciaron lo que vendría a continuación, y lo anunciaron a su manera triste y escéptica que al final se los fue tragando a todos.
A mí me gustaban. En una época lejana de mi vida había leído las obras de teatro de Abelardo Castillo, los cuentos de Rodolfo Walsh (como Conti asesinado por la dictadura), los cuentos de Daniel Moyano, lecturas parciales y fragmentadas que ofrecían las revistas argentinas o mexicanas o cubanas, libros encontrados en las librerías de viejo del D.F., antologías piratas de la literatura bonaerense, probablemente la mejor en lengua española de este siglo, literatura de la que ellos formaban parte y que no era ciertamente la de Borges o Cortázar y a la que no tardarían en dejar atrás Manuel Puig y Osvaldo Soriano, pero que ofrecía al lector textos compactos, inteligentes, que propiciaban la complicidad y la alegría. Mi favorito, de más está decirlo, era Sensini, y el hecho de alguna manera sangrante y de alguna manera halagadora de encontrármelo en un concurso literario de provincias me impulsó a intentar establecer contacto con él, saludarlo, decirle cuánto lo quería.
Así pues, el Ayuntamiento de Alcoy no tardó en enviarme su dirección, vivía en Madrid, y una noche, después de cenar o comer o merendar, le escribí una larga carta en donde hablaba de ligarte, de los otros cuentos suyos que había leído en revistas, de mí, de mi casa en las afueras de Girona, del concurso literario (me reía del ganador), de la situación política chilena y argentina (todavía estaban bien establecidas ambas dictaduras), de los cuentos de Walsh (que era el otro a quien más quería junto con Sensini), de la vida en España y de la vida en general. Contra lo que esperaba, recibí una carta suya apenas una semana después. Comenzaba dándome las gracias por la mía, decía que en efecto el Ayuntamiento de Alcoy también le había enviado a él el libro con los cuentos galardonados pero que, al contrario que yo, él no había encontrado tiempo (aunque después, cuando volvía de forma sesgada sobre el mismo tema, decía que no había encontrado ánimo suficiente) para repasar el relato ganador y los accésits, aunque en estos días se había leído el mío y lo había encontrado de calidad, «un cuento de primer orden», decía, conservo la carta, y al mismo tiempo me instaba a perseverar, pero no, como al principio entendí, a perseverar en la escritura sino a perseverar en los concursos, algo que él, me aseguraba, también haría. Acto seguido pasaba a preguntarme por los certámenes literarios que se «avizoraban en el horizonte», encomiándome que apenas supiera de uno se lo hiciera saber en el acto. En contrapartida me adjuntaba las señas de dos concursos de relatos, uno en Plasencia y el otro en Écija, de 25.000 y 30.000 pesetas respectivamente, cuyas bases según pude comprobar más tarde extraía de periódicos y revistas madrileñas cuya sola existencia era un crimen o un milagro, depende. Ambos concursos aún estaban a mi alcance y Sensini terminaba su carta de manera más bien entusiasta, como si ambos estuviéramos en la línea de salida de una carrera interminable, amén de dura y sin sentido. «Valor y a trabajar», decía.
Recuerdo que pensé: qué extraña carta, recuerdo que releí algunas capítulos de Ugarte, por esos días aparecieron en la plaza de los cines de Girona los vendedores ambulantes de libros, gente que montaba sus tenderetes alrededor de la plaza y que ofrecía mayormente stocks invendibles, los saldos de las editoriales que no hacía mucho habían quebrado, libros de la Segunda Guerra Mundial, novelas de amor y de vaqueros, colecciones de postales. En uno de los tenderetes encontré un libro de cuentos de Sensini y lo compré. Estaba como nuevo —de hecho era un libro nuevo, de aquellos que las editoriales venden rebajados a los únicos que mueven este material, los ambulantes, cuando ya ninguna librería, ningún distribuidor quiere meter las manos en ese fuego— y aquella semana fue una semana Sensini en todos los sentidos. A veces releía por centésima vez su carta, otras veces hojeaba Ugarte, y cuando quería acción, novedad, leía sus cuentos. Éstos, aunque trataban sobre una gama variada de temas y situaciones, generalmente se desarrollaban en el campo, en la pampa, y eran lo que al menos antiguamente se llamaban historias de hombres a caballo. Es decir historias de gente armada, desafortunada, solitaria o con un peculiar sentido de la sociabilidad. Todo lo que en Ugarte era frialdad, un pulso preciso de neurocirujano, en el libro de cuentos era calidez, paisajes que se alejaban del lector muy lentamente (y que a veces se alejaban con el lector), personajes valientes y a la deriva.
En el concurso de Plasencia no alcancé a participar, pero en el de Écija sí. Apenas hube puesto los ejemplares de mi cuento (seudónimo: Aloysius Acker) en el correo, comprendí que si me quedaba esperando el resultado las cosas no podían sino empeorar. Así que decidí buscar otros concursos y de paso cumplir con el pedido de Sensini. Los días siguientes, cuando bajaba a Girona, los dediqué a trajinar periódicos atrasados en busca de información: en algunos ocupaban una columna junto a ecos de sociedad, en otros aparecían entre sucesos y deportes, el más serio de todos los situaba a mitad de camino del informe del tiempo y las notas necrológicas, ninguno, claro, en las páginas culturales. Descubrí, asimismo, una revista de la Generalitat que entre becas, intercambios, avisos de trabajo, cursos de posgrado, insertaba anuncios de concursos literarios, la mayoría de ámbito catalán y en lengua catalana, pero no todos. Pronto tuve tres concursos en ciernes en los que Sensini y yo podíamos participar y le escribí una carta.
Como siempre, la respuesta me llegó a vuelta de correo. La carta de Sensini era breve. Contestaba algunas de mis preguntas, la mayoría de ellas relativas a su libro de cuentos recién comprado, y adjuntaba a su vez las fotocopias de las bases de otros tres concursos de cuento, uno de ellos auspiciado por los Ferrocarriles del Estado, premio gordo y diez finalistas a 50.000 pesetas por barba, decía textualmente, el que no se presenta no gana, que por la intención no quede. Le contesté diciéndole que no tenía tantos cuentos como para cubrir los seis concursos en marcha, pero sobre todo intenté tocar otros temas, la carta se me fue de la mano, le hablé de viajes, amores perdidos, Walsh, Conti, Francisco Urondo, le pregunté por Gelman al que sin duda conocía, terminé contándole mi historia por capítulos, siempre que hablo con argentinos termino enzarzándome con el tango y el laberinto, les sucede a muchos chilenos.
La respuesta de Sensini fue puntual y extensa, al menos en lo tocante a la producción y los concursos. En un folio escrito a un solo espacio y por ambas caras exponía una suerte de estrategia general con respecto a los premios literarios de provincias. Le hablo por experiencia, decía. La carta comenzaba por santificarlos (nunca supe si en serio o en broma), fuente de ingresos que ayudaban al diario sustento. Al referirse a las entidades patrocinadoras, ayuntamientos y cajas de ahorro, decía «esa buena gente que cree en la literatura», o «esos lectores puros y un poco forzados». No se hacía en cambio ninguna ilusión con respecto a la información de la «buena gente», los lectores que previsiblemente (o no tan previsiblemente) consumirían aquellos libros invisibles. Insistía en que participara en el mayor número posible de premios, aunque sugería que como medida de precaución les cambiara el título a los cuentos si con uno solo, por ejemplo, acudía a tres concursos cuyos fallos coincidían por las mismas fechas. Exponía como ejemplo de esto su relato Al amanecer, relato que yo no conocía, y que él había enviado a varios certámenes literarios casi de manera experimental, como el conejillo de Indias destinado a probar los efectos de una vacuna desconocida. En el primer concurso, el mejor pagado, Al amanecer fue como Al amanecer, en el segundo concurso se presentó como Los gauchos, en el tercer concurso su título era En la otra pampa, y en el último se llamaba Sin remordimientos. Ganó en el segundo y en el último, y con la plata obtenida en ambos premios pudo pagar un mes y medio de alquiler, en Madrid los precios estaban por las nubes. Por supuesto, nadie se enteró de que Los gauchos y Sin remordimientos eran el mismo cuento con el título cambiado, aunque siempre existía el riesgo de coincidir en más de una liza con un mismo jurado, oficio singular que en España ejercían de forma contumaz una pléyade de escritores y poetas menores o autores laureados en anteriores fiestas. El mundo de la literatura es terrible, además de ridículo, decía. Y añadía que ni siquiera el repetido encuentro con un mismo jurado constituía de hecho un peligro, pues éstos generalmente no leían las obras presentadas o las leían por encima o las leían a medias. Y a mayor abundamiento, decía, quién sabe si Los gauchos y Sin remordimientos no sean dos relatos distintos cuya singularidad resida precisamente en el título. Parecidos, incluso muy parecidos, pero distintos. La carta concluía enfatizando que lo ideal sería hacer otra cosa, por ejemplo vivir y escribir en Buenos Aires, sobre el particular pocas dudas tenía, pero que la realidad era la realidad, y uno tenía que ganarse los porotos (no sé si en Argentina llaman porotos a las judías, en Chile sí) y que por ahora la salida era ésa. Es como pasear por la geografía española, decía. Voy a cumplir sesenta años, pero me siento como si tuviera veinticinco, afirmaba al final de la carta o tal vez en la posdata. Al principio me pareció una declaración muy triste, pero cuando la leí por segunda o tercera vez comprendí que era como si me dijera: ¿cuántos años tenés vos, pibe? Mi respuesta, lo recuerdo, fue inmediata. Le dije que tenía veintiocho, tres más que él. Aquella mañana fue como si recuperara si no la felicidad, sí la energía, una energía que se parecía mucho al humor, un humor que se parecía mucho a la memoria.
No me dediqué, como me sugería Sensini, a los concursos de cuentos, aunque sí participé en los últimos que entre él y yo habíamos descubierto. No gané en ninguno, Sensini volvió a hacer doblete en Don Benito y en Écija, con un relato que originalmente se titulaba Los sables y que en Écija se llamó Dos espadas y en Don Benito El tajo más profundo. Y ganó un accésit en el premio de los ferrocarriles, lo que le proporcionó no sólo dinero sino también un billete franco para viajar durante un año por la red de la Renfe.
Con el tiempo fui sabiendo más cosas de él. Vivía en un piso de Madrid con su mujer y su única hija, de diecisiete años, llamada Miranda. Otro hijo, de su primer matrimonio, andaba perdido por Latinoamérica o eso quería creer. Se llamaba Gregorio, tenía treintaicinco años, era periodista. A veces Sensini me contaba de sus diligencias en organismos humanitarios o vinculados a los departamentos de derechos humanos de la Unión Europea para averiguar el paradero de Gregorio. En esas ocasiones las cartas solían ser pesadas, monótonas, como si mediante la descripción del laberinto burocrático Sensini exorcizara a sus propios fantasmas. Dejé de vivir con Gregorio, me dijo en una ocasión, cuando el pibe tenía cinco años. No añadía nada más, pero yo vi a Gregorio de cinco años y vi a Sensini escribiendo en la redacción de un periódico y todo era irremediable. También me pregunté por el nombre y no sé por qué llegué a la conclusión de que había sido una suerte de homenaje inconsciente a Gregorio Samsa. Esto último, por supuesto, nunca se lo dije. Cuando hablaba de Miranda, por el contrario, Sensini se ponía alegre, Miranda era joven, tenía ganas de comerse el mundo, una curiosidad insaciable, y además, decía, era linda y buena. Se parece a Gregorio, decía, sólo que Miranda es mujer (obviamente) y no tuvo que pasar por lo que pasó mi hijo mayor.
Poco a poco las cartas de Sensini se fueron haciendo más largas. Vivía en un barrio desangelado de Madrid, en un piso de dos habitaciones más sala comedor, cocina y baño. Saber que yo disponía de más espacio que él me pareció sorprendente y después injusto. Sensini escribía en el comedor, de noche, «cuando la señora y la nena ya están dormidas», y abusaba del tabaco. Sus ingresos provenían de unos vagos trabajos editoriales (creo que corregía traducciones) y de los cuentos que salían a pelear a provincias. De vez en cuando le llegaba algún cheque por alguno de sus numerosos libros publicados, pero la mayoría de las editoriales se hacían las olvidadizas o habían quebrado. El único que seguía produciendo dinero era ligarte, cuyos derechos tenía una editorial de Barcelona. Vivía, no tardé en comprenderlo, en la pobreza, no una pobreza absoluta sino una de clase media baja, de clase media desafortunada y decente. Su mujer (que ostentaba el curioso nombre de Carmela Zajdman) trabajaba ocasionalmente en labores editoriales y dando clases particulares de inglés, francés y hebreo, aunque en más de una ocasión se había visto abocada a realizar faenas de limpieza. La hija sólo se dedicaba a los estudios y su ingreso en la universidad era inminente. En una de mis cartas le pregunté a Sensini si Miranda también se iba a dedicar a la literatura. En su respuesta decía: no, por Dios, la nena estudiará medicina.
Una noche le escribí pidiéndole una foto de su familia. Sólo después de dejar la carta en el correo me di cuenta de que lo que quería era conocer a Miranda. Una semana después me llegó una fotografía tomada seguramente en el Retiro en donde se veía a un viejo y a una mujer de mediana edad junto a una adolescente de pelo liso, delgada y alta, con los pechos muy grandes. El viejo sonreía feliz, la mujer de mediana edad miraba el rostro de su hija, como si le dijera algo, y Miranda contemplaba al fotógrafo con una seriedad que me resultó conmovedora e inquietante. Junto a la foto me envió la fotocopia de otra foto. En ésta aparecía un tipo más o menos de mi edad, de rasgos acentuados, los labios muy delgados, los pómulos pronunciados, la frente amplia, sin duda un tipo alto y fuerte que miraba a la cámara (era una foto de estudio) con seguridad y acaso con algo de impaciencia. Era Gregorio Sensini, antes de desaparecer, a los veintidós años, es decir bastante más joven de lo que yo era entonces, pero con un aire de madurez que lo hacía parecer mayor.
Durante mucho tiempo la foto y la fotocopia estuvieron en mi mesa de trabajo. A veces me pasaba mucho rato contemplándolas, otras veces me las llevaba al dormitorio y las miraba hasta caerme dormido. En su carta Sensini me había pedido que yo también les enviara una foto mía. No tenía ninguna reciente y decidí hacerme una en el fotomatón de la estación, en esos años el único fotomatón de toda Girona. Pero las fotos que me hice no me gustaron. Me encontraba feo, flaco, con el pelo mal cortado. Así que cada día iba postergando el envío de mi foto y cada día iba gastando más dinero en el fotomatón. Finalmente cogí una al azar, la metí en un sobre junto con una postal y se la envié. La respuesta tardó en llegar. En el ínterin recuerdo que escribí un poema muy largo, muy malo, lleno de voces y de rostros que parecían distintos pero que sólo eran uno, el rostro de Miranda Sensini, y que cuando yo por fin podía reconocerlo, nombrarlo, decirle Miranda, soy yo, el amigo epistolar de tu padre, ella se daba media vuelta y echaba a correr en busca de su hermano, Gregorio Samsa, en busca de los ojos de Gregorio Samsa que brillaban al fondo de un corredor en tinieblas donde se movían imperceptiblemente los bultos oscuros del terror latinoamericano.
La respuesta fue larga y cordial. Decía que Carmela y él me encontraron muy simpático, tal como me imaginaban, un poco flaco, tal vez, pero con buena pinta y que también les había gustado la postal de la catedral de Girona que esperaban ver personalmente dentro de poco, apenas se hallaran más desahogados de algunas contingencias económicas y domésticas. En la carta se daba por entendido que no sólo pasarían a verme sino que se alojarían en mi casa. De paso me ofrecían la suya para cuando yo quisiera ir a Madrid. La casa es pobre, pero tampoco es limpia, decía Sensini imitando a un famoso gaucho de tira cómica que fue muy famoso en el Cono Sur a principios de los setenta. De sus tareas literarias no decía nada. Tampoco hablaba de los concursos.
Al principio pensé en mandarle a Miranda mi poema, pero después de muchas dudas y vacilaciones decidí no hacerlo. Me estoy volviendo loco, pensé, si le mando esto a Miranda se acabaron las cartas de Sensini y además con toda la razón del mundo. Así que no se lo mandé. Durante un tiempo me dediqué a rastrearle bases de concursos. En una carta Sensini me decía que temía que la cuerda se le estuviera acabando. Interpreté sus palabras erróneamente, en el sentido de que ya no tenía suficientes certámenes literarios adonde enviar sus relatos.
Insistí en que viajaran a Girona. Les dije que Carmela y él tenían mi casa a su disposición, incluso durante unos días me obligué a limpiar, barrer, fregar y sacarle el polvo a las habitaciones en la seguridad (totalmente infundada) de que ellos y Miranda estaban al caer. Argüí que con el billete abierto de la Renfe en realidad sólo tendrían que comprar dos pasajes, uno para Carmela y otro para Miranda, y que Cataluña tenía cosas maravillosas que ofrecer al viajero. Hablé de Barcelona, de Olot, de la Costa Brava, de los días felices que sin duda pasaríamos juntos. En una larga carta de respuesta, en donde me daba las gracias por mi invitación, Sensini me informaba que por ahora no podían moverse de Madrid. La carta, por primera vez, era confusa, aunque a eso de la mitad se ponía a hablar de los premios (creo que se había ganado otro) y me daba ánimos para no desfallecer y seguir participando. En esta parte de la carta hablaba también del oficio de escritor, de la profesión, y yo tuve la impresión de que las palabras que vertía eran en parte para mí y en parte un recordatorio que se hacía a sí mismo. El resto, como ya digo, era confuso. Al terminar de leer tuve la impresión de que alguien de su familia no estaba bien de salud.
Dos o tres meses después me llegó la noticia de que probablemente habían encontrado el cadáver de Gregorio en un cementerio clandestino. En su carta Sensini era parco en expresiones de dolor, sólo me decía que tal día, a tal hora, un grupo de forenses, miembros de organizaciones de derechos humanos, una fosa común con más de cincuenta cadáveres de jóvenes, etc. Por primera vez no tuve ganas de escribirle. Me hubiera gustado llamarlo por teléfono, pero creo que nunca tuvo teléfono y si lo tuvo yo ignoraba su número. Mi contestación fue escueta. Le dije que lo sentía, aventuré la posibilidad de que tal vez el cadáver de Gregorio no fuera el cadáver de Gregorio.
Luego llegó el verano y me puse a trabajar en un hotel de la costa. En Madrid ese verano fue pródigo en conferencias, cursos, actividades culturales de toda índole, pero en ninguna de ellas participó Sensini y si participó en alguna el periódico que yo leía no lo reseñó.
A finales de agosto le envié una tarjeta. Le decía que posiblemente cuando acabara la temporada fuera a hacerle una visita. Nada más. Cuando volví a Girona, a mediados de septiembre, entre la poca correspondencia acumulada bajo la puerta encontré una carta de Sensini con fecha 7 de agosto. Era una carta de despedida. Decía que volvía a la Argentina, que con la democracia ya nadie le iba a hacer nada y que por tanto era ocioso permanecer más tiempo fuera. Además, si quería saber a ciencia cierta el destino final de Gregorio no había más remedio que volver. Carmela, por supuesto, regresa conmigo, anunciaba, pero Miranda se queda. Le escribí de inmediato, a la única dirección que tenía, pero no recibí respuesta.
Poco a poco me fui haciendo a la idea de que Sensini había vuelto para siempre a la Argentina y que si no me escribía él desde allí ya podía dar por acabada nuestra relación epistolar. Durante mucho tiempo estuve esperando su carta o eso creo ahora, al recordarlo. La carta de Sensini, por supuesto, no llegó nunca. La vida en Buenos Aires, me consolé, debía de ser rápida, explosiva, sin tiempo para nada, sólo para respirar y parpadear. Volví a escribirle a la dirección que tenía de Madrid, con la esperanza de que le hicieran llegar la carta a Miranda, pero al cabo de un mes el correo me la devolvió por ausencia del destinatario. Así que desistí y dejé que pasaran los días y fui olvidando a Sensini, aunque cuando iba a Barcelona, muy de tanto en tanto, a veces me metía tardes enteras en librerías de viejo y buscaba sus libros, los libros que yo conocía de nombre y que nunca iba a leer. Pero en las librerías sólo encontré viejos ejemplares de Ugarte y de su libro de cuentos publicado en Barcelona y cuya editorial había hecho suspensión de pagos, casi como una señal dirigida a Sensini, dirigida a mí.
Uno o dos años después supe que había muerto. No sé en qué periódico leí la noticia. Tal vez no la leí en ninguna parte, tal vez me la contaron, pero no recuerdo haber hablado por aquellas fechas con gente que lo conociera, por lo que probablemente debo de haber leído en alguna parte la noticia de su muerte. Ésta era escueta: el escritor argentino Luis Antonio Sensini, exiliado durante algunos años en España, había muerto en Buenos Aires. Creo que también, al final, mencionaban Ugarte. No sé por qué, la noticia no me impresionó. No sé por qué, el que Sensini volviera a Buenos Aires a morir me pareció lógico.
Tiempo después, cuando la foto de Sensini, Carmela y Miranda y la fotocopia de la foto de Gregorio reposaban junto con mis demás recuerdos en una caja de cartón que por algún motivo que prefiero no indagar aún no he quemado, llamaron a la puerta de mi casa. Debían de ser las doce de la noche, pero yo estaba despierto. La llamada, sin embargo, me sobresaltó. Ninguna de las pocas personas que conocía en Girona hubieran ido a mi casa a no ser que ocurriera algo fuera de lo normal. Al abrir me encontré a una mujer de pelo largo debajo de un gran abrigo negro. Era Miranda Sensini, aunque los años transcurridos desde que su padre me envió la foto no habían pasado en vano. Junto a ella estaba un tipo rubio, alto, de pelo largo y nariz ganchuda. Soy Miranda Sensini, me dijo con una sonrisa. Ya lo sé, dije yo y los invité a pasar. Iban de viaje a Italia y luego pensaban cruzar el Adriático rumbo a Grecia. Como no tenían mucho dinero viajaban haciendo autostop. Aquella noche durmieron en mi casa. Les hice algo de cenar. El tipo se llamaba Sebastián Cohen y también había nacido en Argentina, pero desde muy joven vivía en Madrid. Me ayudó a preparar la cena mientras Miranda inspeccionaba la casa. ¿Hace mucho que la conoces?, preguntó. Hasta hace un momento sólo la había visto en foto, le contesté.
Después de cenar les preparé una habitación y les dije que se podían ir a la cama cuando quisieran. Yo también pensé en meterme a mi cuarto y dormirme, pero comprendí que aquello iba a resultar difícil, si no imposible, así que cuando supuse que ya estaban dormidos bajé a la primera planta y puse la tele, con el volumen muy bajo, y me puse a pensar en Sensini.
Poco después sentí pasos en la escalera. Era Miranda. Ella tampoco podía quedarse dormida. Se sentó a mi lado y me pidió un cigarrillo. Al principio hablamos de su viaje, de Girona (llevaban todo el día en la ciudad, no le pregunté por qué habían llegado tan tarde a mi casa), de las ciudades que pensaban visitar en Italia. Después hablamos de su padre y de su hermano. Según Miranda, Sensini nunca se repuso de la muerte de Gregorio. Volvió para buscarlo, aunque todos sabíamos que estaba muerto. ¿Carmela también?, pregunté. Todos, dijo Miranda, menos él. Le pregunté cómo le había ido en Argentina. Igual que aquí, dijo Miranda, igual que en Madrid, igual que en todas partes. Pero en Argentina lo querían, dije yo. Igual que aquí, dijo Miranda. Saqué una botella de coñac de la cocina y le ofrecí un trago. Estás llorando, dijo Miranda. Cuando la miré ella desvió la mirada. ¿Estabas escribiendo?, dijo. No, miraba la tele. Quiero decir cuando Sebastián y yo llegamos, dijo Miranda, ¿estabas escribiendo? Sí, dije. ¿Relatos? No, poemas. Ah, dijo Miranda. Bebimos largo rato en silencio, contemplando las imágenes en blanco y negro del televisor. Dime una cosa, le dije, ¿por qué le puso tu padre Gregorio a Gregorio? Por Kafka, claro, dijo Miranda. ¿Por Gregorio Samsa? Claro, dijo Miranda. Ya, me lo suponía, dije yo. Después Miranda me contó a grandes trazos los últimos meses de Sensini en Buenos Aires.
Se había marchado de Madrid ya enfermo y contra la opinión de varios médicos argentinos que lo trataban gratis y que incluso le habían conseguido un par de internamientos en hospitales de la Seguridad Social. El reencuentro con Buenos Aires fue doloroso y feliz. Desde la primera semana se puso a hacer gestiones para averiguar el paradero de Gregorio. Quiso volver a la universidad, pero entre trámites burocráticos y envidias y rencores de los que no faltan el acceso le fue vedado y se tuvo que conformar con hacer traducciones para un par de editoriales. Carmela, por el contrario, consiguió trabajo como profesora y durante los últimos tiempos vivieron exclusivamente de lo que ella ganaba. Cada semana Sensini le escribía a Miranda. Según ésta, su padre se daba cuenta de que le quedaba poca vida e incluso en ocasiones parecía ansioso de apurar de una vez por todas las últimas reservas y enfrentarse a la muerte. En lo que respecta a Gregorio, ninguna noticia fue concluyente. Según algunos forenses, su cuerpo podía estar entre el montón de huesos exhumados de aquel cementerio clandestino, pero para mayor seguridad debía hacerse una prueba de ADN, pero el gobierno no tenía fondos o no tenía ganas de que se hiciera la prueba y ésta se iba cada día retrasando un Poco más. También se dedicó a buscar a una chica, una probable compañera que Goyo posiblemente tuvo en la clandestinidad, pero la chica tampoco apareció. Luego su salud se agravó y tuvo que ser hospitalizado. Ya ni siquiera escribía, dijo Miranda. Para él era muy importante escribir cada día, en cualquier condición. Sí, le dije, creo que así era. Después le pregunté si en Buenos Aires alcanzó a participar en algún concurso. Miranda me miró y se sonrió. Claro, tú eras el que participaba en los concursos con él, a ti te conoció en un concurso. Pensé que tenía mi dirección por la simple razón de que tenía todas las direcciones de su padre, pero que sólo en ese momento me había reconocido. Yo soy el de los concursos, dije. Miranda se sirvió más coñac y dijo que durante un año su padre había hablado bastante de mí. Noté que me miraba de otra manera. Debí importunarlo bastante, dije. Qué va, dijo ella, de importunarlo nada, le encantaban tus cartas, siempre nos las leía a mi madre y a mí. Espero que fueran divertidas, dije sin demasiada convicción. Eran divertidísimas, dijo Miranda, mi madre incluso hasta os puso un nombre. ¿Un nombre?, ¿a quiénes? A mi padre y a ti, os llamaba los pistoleros o los cazarrecompensas, ya no me acuerdo, algo así, los cazadores de cabelleras. Me imagino por qué, dije, aunque creo que el verdadero cazarrecompensas era tu padre, yo sólo le pasaba uno que otro dato. Sí, él era un profesional, dijo Miranda de pronto seria. ¿Cuántos premios llegó a ganar?, le pregunté. Unos quince, dijo ella con aire ausente. ¿Y tú? Yo por el momento sólo uno, dije. Un accésit en Alcoy, por el que conocí a tu padre. ¿Sabes que Borges le escribió una vez una carta, a Madrid, en donde le ponderaba uno de sus cuentos?, dijo ella mirando su coñac. No, no lo sabía, dije yo. Y Cortázar también escribió sobre él, y también Mujica Lainez. Es que él era un escritor muy bueno, dije yo. Joder, dijo Miranda y se levantó y salió al patio, como si yo hubiera dicho algo que la hubiera ofendido. Dejé pasar unos segundos, cogí la botella de coñac y la seguí. Miranda estaba acodada en la barda mirando las luces de Girona. Tienes una buena vista desde aquí, me dijo. Le llené su vaso, me llené el mío, y nos quedamos durante un rato mirando la ciudad iluminada por la luna. De pronto me di cuenta de que ya estábamos en paz, que por alguna razón misteriosa habíamos llegado juntos a estar en paz y que de ahí en adelante las cosas imperceptiblemente comenzarían a cambiar. Como si el mundo, de verdad, se moviera. Le pregunté qué edad tenía. Veintidós, dijo. Entonces yo debo tener más de treinta, dije, y hasta mi voz sonó extraña.

“En este país siempre hemos confundido lucidez con terquedad, ¿No le parece? Creemos ser lúcidos, pero en realidad somos tercos. En este sentido, Kelly era muy mexicana. Era terca y obstinada.”

Roberto Bolaño

viernes, 28 de agosto de 2015

Sauce ciego, mujer dormida. Cuento de Haruki Murakami

Sauce ciego, mujer dormida
Haruki Murakami


Al  cerrar  los  ojos  percibí  el  olor  del  viento.  Un  airecillo  de  mayo  con turgencias afrutadas. Ahí estaba la piel, y la pulpa, blanda y jugosa, y las semillas.
La  fruta  reventó  en  el  aire  y  las  semillas,  convertidas  en  una  nube  de  blandos perdigones, dieron contra mi brazo desnudo. Atrás, sólo dejaron un dolor tenue.
— ¿Qué hora es?  —me preguntó mi primo. Como yo le llevaba casi veinte centímetros de estatura, me hablaba con el rostro alzado hacia mí.
Eché una ojeada al reloj de pulsera.
—Las diez y veinte.
— ¿Va bien ese reloj? —me preguntó mi primo.
—Yo diría que sí.
Mi primo me tiró de la muñeca y observó el reloj. Sus dedos eran finos y suaves, más fuertes de lo que cabía esperar.
—Oye, ¿es caro?
—No, qué va. Es una baratija —contesté echándole otro vistazo a la esfera.
No hubo respuesta.
Al  mirar  a  mi  primo  descubrí  que  me  observaba  con  una  expresión  de desconcierto. Aquellos dientes blancos que le asomaban entre los labios parecían huesos atrofiados.
—Es  una  baratija  —repetí  articulando  bien  cada  sílaba  y  mirándolo  a  la cara—. Es una baratija, pero funciona muy bien.
Él asintió en silencio.
Mi primo es sordo de la oreja derecha. Justo al empezar primaria, una pelota de  béisbol  le  dio  en  la  oreja  y  su  oído  se  resintió.  Pero  esto  apenas  supone  un impedimento a la hora de llevar a cabo sus quehaceres diarios. Va a una escuela normal,  su  vida  se  desarrolla  con  normalidad.  En  clase,  a  fin  de  poder  orientar hacia el profesor la oreja izquierda, se sienta siempre en el extremo derecho de la primera fila. No saca malas notas. Por lo que respecta a los ruidos ambientales, hay épocas en que los oye bastante bien y otras en las que no. Alternativamente, como el flujo y el reflujo de la marea. Y, muy de vez en cuando, a razón de una vez cada seis meses aproximadamente, pierde casi por completo la audición de ambos oídos.
Como  si  el  silencio  de  la  oreja  derecha  se  hiciera  más  profundo  y  acabara sofocando los sonidos de la oreja izquierda. Cuando esto sucede, como es lógico, deja de poder llevar una vida normal e incluso tiene que faltar durante un tiempo a clase. Por qué le ocurre semejante cosa no lo saben ni los médicos. Es un caso sin precedentes. Sin tratamiento posible.
—Que un reloj sea caro no quiere decir que sea bueno —dijo mi primo como si intentara convencerse a sí mismo—. El que yo tenía antes era bastante caro, pero funcionaba fatal. Me lo compraron al empezar secundaria, pero al año lo perdí y desde entonces no llevo. Como no han vuelto a comprarme otro...
—Pues debe de ser complicado apañárselas sin reloj, ¿no?
— ¿Qué? —repuso mi primo.
— ¿No es complicado eso de no llevar reloj? —repetí mirándolo a la cara.
—No tanto —contestó moviendo la cabeza en un ademán negativo—. Yo no vivo solo en medio de la montaña. La hora se la puedo preguntar a cualquiera.
—Sí, claro —dije.
Y volvimos a enmudecer durante unos instantes.
Era consciente de que debería ser un poco más amable con él, hablarle de esto  y  de  lo  otro.  Intentar  disipar  el  nerviosismo  que  sentía  antes  de  llegar  al hospital. Pero habían transcurrido cinco años desde que nos vimos por última vez.
Durante esos cinco años, mi primo había pasado de los nueve a los catorce años, y yo,  de  los  veinte  a  los  veinticinco.  Y  ese  lapso  de  tiempo  había  levantado  entre nosotros una barrera opaca imposible de atravesar. Me esforzaba en pronunciar las palabras oportunas, pero éstas se negaban a acudir a mis labios. Y a cada balbuceo, a cada omisión, mi primo me miraba con expresión apurada. Con la oreja izquierda ligeramente vuelta hacia mí.
— ¿Qué hora es? —me preguntó mi primo.
—Las diez y veintinueve —le contesté.
El autobús llegó a las diez y treinta y dos minutos.
El  autobús  era  mucho  más  moderno  que  los  de  mi  época  de  instituto.  El cristal  de  la  ventanilla  del  conductor  era  grande;  parecía  un  enorme  bombardero desprovisto de alas. Y estaba más lleno de lo que esperaba. No tanto como para que hubiese  gente  de  pie  en  el  pasillo,  pero  lo  suficiente  para  que  no  pudiéramos sentarnos juntos. Así que optamos por permanecer de pie ante la salida posterior.
De  todas  formas,  el  trayecto  no  era  demasiado  largo.  Lo  que  yo  no  lograba explicarme  era  por  qué  había  tanta  gente  a  aquella  hora.  El  autobús  iniciaba  su trayecto en una estación de los ferrocarriles privados, recorría una urbanización de la zona alta y volvía a la estación: a lo largo del camino no había ningún lugar de interés turístico ni ninguna institución. Había algunos colegios y, a la hora de ir a la escuela, el autobús estaba siempre lleno, pero a mediodía no tendría por qué estarlo tanto.
Mi primo se agarró con una mano a la barra y yo, a la correa que colgaba del techo. El autobús brillaba, parecía recién salido de fábrica. Los metales relucían, sin una nube que los empañara, tan limpios que podías ver tu cara reflejada en su superficie.  El  tapizado  de  los  asientos  era  tupido,  y  las  señales  de  orgullo  y optimismo características de las máquinas nuevas, eran evidentes, incluso, en cada uno de los pequeños tornillos.
Que el autobús fuera nuevo y que estuviese más lleno de lo que yo suponía me  desconcertó.  Tal  vez  hubiese  cambiado  de  trayecto  sin  que  yo  lo  supiera.
Recorrí  el interior  del  vehículo con  ojos  atentos,  miré  hacia  fuera.  Pero  allí  sólo encontré la apacible zona residencial de costumbre.
—Vamos  bien  con  este  autobús,  ¿verdad?  —me  preguntó  mi  primo  con inquietud. Tal  vez  le preocupara la  expresión  de  desconcierto  que  asomaba  a mi rostro desde que habíamos montado en el autobús.
—Sí, tranquilo —le dije, a medias para convencerme a mí mismo—. No hay equivocación posible. Es la única línea que pasa por aquí.
—Antes cogías este autobús para ir al colegio, ¿verdad?  —me preguntó mi primo.
—Sí.
— ¿Y a ti te gustaba la escuela?
—No mucho  —le dije con franqueza—. Pero allí veía a mis amigos, e ir a clase tampoco era tan duro que digamos.
Mi primo reflexionó sobre lo que le había dicho.
—Y a esos amigos, ¿los ves todavía?
—No,  ya  hace  mucho  que  no  he  vuelto  a  verlos  —respondí  eligiendo  las palabras con cuidado.
— ¿Y por qué? ¿Por qué no os veis?
—Porque  vivimos  muy  lejos.  —No  era  cierto,  pero  tampoco  tenía  otra explicación que darle.
Cerca  de  mí  estaba  sentado  un  grupo  de  ancianos.  Habría  unos  quince  en total. A ellos se debía, en realidad, que el autobús estuviera tan lleno. Los ancianos estaban todos muy morenos. Lucían un bronceado uniforme hasta en el cogote. Y todos, sin excepción, estaban delgados. La mayoría de los hombres vestía camisa gruesa de montaña, la mayoría de las mujeres, una blusa sencilla sin adornos. Sobre sus rodillas descansaban mochilas pequeñas, de esas que  se llevan a las pequeñas excursiones  a  la  montaña.  Todos  los  ancianos  presentaban  un  aspecto sorprendentemente parecido. Como si alguien hubiera sacado un cajón de muestras clasificado al detalle y lo hubiera traído tal cual. Pensándolo bien, era muy extraño.
Rutas para ir a la montaña, a lo largo de aquella línea, no había ninguna. ¿Adónde diablos se dirigían? Agarrado a la correa, intenté dilucidarlo, pero no se me ocurrió ninguna explicación.
— ¿Crees que esta vez me harán daño? —me preguntó mi primo.
—Pues no lo sé —dije—. Apenas he oído nada sobre el tratamiento.
— ¿Y tú? ¿Has ido alguna vez al otorrino?
Sacudí la cabeza en ademán negativo. Ahora que lo pensaba, no había ido jamás, ni siquiera una sola vez en toda mi vida.
— ¿Las otras veces te ha dolido mucho? —le pregunté.
—No, no tanto  —contestó mi primo poniendo cara hosca—. No es que no me haya dolido nada, algunas veces me ha dolido algo. Pero no se puede decir que me hayan hecho un daño horroroso.
—Pues, entonces, esta vez irá igual. Por lo que dice tu madre, no parece que el tratamiento vaya a variar gran cosa.
—Pero si me hacen lo mismo de siempre, esta vez tampoco me curaré, ¿no?
—Vete a saber. A veces las cosas pasan así, por las buenas.
— ¿Como si se descorchara una botella de repente? —dijo mi primo.
Le eché una rápida ojeada, pero en su rostro no advertí la menor sombra de sarcasmo.
—Con  un  médico  distinto,  todo  es  diferente  y  quizás  un  cambio  en  el
tratamiento,  por  pequeño  que  sea,  pueda  tener  una  gran  importancia.  No  debes desanimarte tan fácilmente.
—Yo no estoy desanimado —replicó mi primo.
— ¿Harto, entonces?
—Pues sí, la verdad  —suspiró—. Lo peor es el miedo. Lo más horrible, lo que más miedo me da, no es el dolor en sí, es imaginar el daño que pueden llegar a hacerme. ¿Me entiendes?
—Creo que sí —le respondí.
Aquella primavera me habían sucedido muchas cosas. Debido a una serie de circunstancias había dejado la pequeña agencia de publicidad de Tokio donde había trabajado los últimos dos años. Por esas mismas fechas, había roto con la chica con la  que  había  estado  saliendo  desde  la  universidad.  Un  mes  más  tarde,  mi  abuela moría de cáncer de intestino y yo regresaba a esta ciudad, después de cinco años de
ausencia,  cargado  sólo  con  una  pequeña  bolsa,  para  asistir  a  los  funerales.  Mi habitación seguía tal como yo la había dejado. En las estanterías se alineaban los libros que yo había leído, allí estaba la cama donde yo había dormido y el pupitre que había usado, los viejos discos que había escuchado. En aquella habitación todo estaba reseco, perdidos el color y el aroma que habían poseído en el pasado. Sólo el tiempo permanecía inalterado, de una manera casi prodigiosa.
Pensaba  tomarme  unos  dos  o  tres  días  de  descanso  tras  los  funerales  y, luego, regresar a Tokio. Tenía contactos y quería ver si se concretaban en un nuevo empleo. También quería mudarme, empezar de nuevo en un decorado distinto. Pero conforme pasaba el tiempo se me hacía más difícil ponerme en pie. No. Hablando con  propiedad,  aunque  me  esforzara  en  moverme,  era  incapaz  de  hacerlo.
Encerrado  en  mi  habitación,  escuchaba  mis  viejos  discos,  releía  las  novelas  que había leído mucho tiempo atrás, a veces arrancaba los hierbajos del jardín. No veía a nadie, no hablaba con nadie excepto con los miembros de mi familia.
Un día vino mi tía y me dijo que mi primo iba a iniciar un tratamiento en un nuevo hospital y que si podía acompañarlo. En realidad tenía que haber sido ella quien  lo  acompañara,  pero  le  había  surgido,  según  me  explicó,  un  compromiso inexcusable.  El hospital estaba cerca de mi antiguo instituto y yo conocía bien la zona, además, no tenía nada que hacer aquel día, así que no había ninguna razón para  negarme.  Mi  tía  me  tendió  un  sobre  con  dinero  diciendo  que  luego  nos fuéramos a almorzar los dos juntos.
El  motivo  por  el  cual  mi  primo  cambiaba  de  hospital  era  porque  el tratamiento  que  recibía  en  el  anterior  no  había  surtido  efecto.  Peor  aún,  los periodos en que empeoraba eran cada vez más frecuentes. Cuando mi tía se quejó, el  médico  apuntó  que  las  causas  no  pertenecían  al  ámbito  de  la  medicina,  que debían  de  hallarse  en  el  entorno  familiar,  y  ambos  se  enzarzaron  en  una  pelea.
Hablando con franqueza, nadie esperaba que el cambio de hospital propiciara una súbita mejoría en las condiciones auditivas de mi primo. Nadie lo formulaba en voz alta, claro está, pero lo cierto es que todo el mundo había perdido ya la esperanza de que se recuperara.
Mi primo y yo vivíamos cerca, pero, llevándonos como nos llevábamos más de  diez  años,  jamás  habíamos  mantenido  una  relación  muy  estrecha.  En  las reuniones familiares, yo me limitaba a sacarlo a pasear o a jugar con él. A pesar de ello, los parientes empezaron a asociarnos el uno al otro. Empezaron a creer que él sentía un cariño especial por mí y que yo sentía, a mi vez, una debilidad especial hacia él. Durante mucho tiempo no entendí la razón. Pero, en aquel momento, al mirarlo con la cabeza un poco ladeada y la oreja izquierda vuelta hacia mí, me sentí extrañamente  conmovido.  Como  el  rumor  de  la  lluvia  oído  largo  tiempo  atrás, aquella  postura  envarada  caló  en  mi  corazón.  Y  creí  adivinar  por  qué  nuestros parientes se empeñaban en asociarnos el uno al otro.
Cuando el autobús hubo efectuado siete u ocho paradas, mi primo volvió a alzar inquieto los ojos hacia mí.
— ¿Falta mucho todavía?
—Sí, tranquilo. El hospital es muy grande, es imposible que nos pasemos de largo.
Yo miraba distraídamente cómo el aire que entraba por las ventanillas hacía ondear con dulzura la visera de los sombreros y los pañuelos anudados al cuello de los ancianos. ¿Quién diablos era aquella gente? ¿Y adónde diablos iba?
—Oye, ¿vas a trabajar en la empresa de mi padre? —me preguntó mi primo.
Lo miré sorprendido. Su padre, es decir, mi tío, poseía una imprenta bastante grande  en  Kobe.  Pero  yo  jamás  había  contemplado  la  posibilidad  de  trabajar  en ella. Tampoco me habían hecho ninguna propuesta en ese sentido.
—A mí nadie me ha dicho nada —dije—. ¿Por qué?
Mi primo enrojeció.
—Se me ha ocurrido, así, sin más —respondió—. Pero a mí me gustaría. Así te quedarías aquí. Y todo el mundo estaría contento.
La voz pregrabada anunció por los altavoces la siguiente parada de autobús, pero  nadie  apretó  el  botón  solicitándola.  Tampoco  se  veía  a  nadie  en  la  calle esperando.
—Es que tengo cosas que hacer en Tokio —dije.
Mi primo asintió en silencio.
«En realidad, no tengo nada que hacer en ninguna parte. Pero el último lugar donde puedo estar es aquí.»
Conforme  el  autobús  fue  subiendo  la  cuesta  de  la  montaña,  las  hileras  de edificios  se  hicieron  más  escasas.  El  tupido  ramaje  de  los  árboles  arrojaba  una densa sombra sobre la calzada. Empezaron a aparecer casas de estilo extranjero, de paredes pintadas y vallas bajas. El aire era fresco. Cada vez que el autobús tomaba una curva, el mar aparecía bajo nuestros ojos para desaparecer a continuación. Mi primo y yo fuimos siguiendo con la mirada el paisaje hasta llegar al hospital.
Mi primo me dijo que la visita sería larga y que no me necesitaba, que lo esperara en alguna parte. Tras dirigir un breve saludo  al médico, salí de la sala de consulta  y  me  dirigí  a  la  cafetería.  Aquella  mañana  apenas  había  desayunado  y tenía el estómago vacío, pero en el menú no encontré nada que me despertara el apetito. Al final, pedí sólo un café.
Era  un  día  laborable  por  la  mañana  y  en  el  comedor,  aparte  de  mí, únicamente  había  una  familia.  El  que  debía  de  ser  el  padre  era  un  hombre
cuarentón,  con  un  pijama  a  rayas  azul  marino  y  unas  zapatillas  de  plástico.  La madre  y  las  dos  niñas  pequeñas,  gemelas,  estaban  de  visita.  Las  dos  gemelas vestían idénticos  vestidos blancos  y  ambas  estaban  inclinadas  sobre  la  mesa  con cara  muy  seria  tomándose  un  zumo  de  naranja.  Las heridas  o la  enfermedad  del padre no parecían ser graves y en el rostro de todos, tanto en el de los padres como en el de las hijas, se reflejaba el aburrimiento.
Al  otro  lado  de  la  ventana  se  extendía  el  césped.  El  sistema  de  aspersión giraba  ruidosamente  esparciendo  sobre  la  hierba  gotas  de  blancos  destellos.  Dos pájaros de largas colas y chillido estridente cruzaron  el césped en línea recta para desaparecer,  al  instante,  de  mi  campo  visual.  En  un  extremo  de  la  extensión  de hierba había unas canchas de tenis, sin redes, y no se veía un alma en ellas. Más allá de las pistas había unas hileras de olmos y, a través de las ramas, se divisaba el mar.  Aquí  y  allá,  pequeñas  olas  centelleaban  al  sol  de  principios  de  verano.  El viento  que  soplaba  a  través  de  los  árboles  hacía  oscilar  las  hojas  verdes  de  los olmos y desviaba levemente la regular aspersión del sistema de riego.
Tuve la sensación de haber visto aquella escena en el pasado, en algún otro lugar. Un amplio cuadro de césped, dos gemelas tomando zumo de naranja, unos pájaros de larga cola que volaban a alguna parte, el mar asomando tras unas pistas de tenis sin red... Pero se trataba de una ilusión. Era una sensación terriblemente vívida e intensa, pero yo sabía que no era más que una ilusión. Era la primera vez que pisaba aquel hospital.
Apoyé los dos pies en la silla de delante, respiré hondo y cerré los ojos. En la oscuridad  vi  una  masa  blanca.  Se  dilataba  y  contraía  en  silencio  como  un microorganismo  bajo  la  lente  del  microscopio.  Mutaba  y  se  multiplicaba,  se dispersaba y volvía a agruparse.
Hacía ochos años que había ido a aquel  hospital. Un pequeño hospital junto al mar. Por las ventanas de la cafetería sólo se veían unos laureles. El edificio era viejo y olía siempre a lluvia. Habían operado del pecho a la novia de un amigo mío y habíamos ido a visitarla los dos. Eran las vacaciones estivales del segundo año de instituto.
No  fue  una  intervención  quirúrgica  importante.  Sólo  le  corrigieron  la posición de una costilla que, de nacimiento, ella tenía ligeramente desplazada hacia dentro.  Tampoco  se  trató  de  una  operación  de  urgencia,  sino  de  una  de  esas operaciones ineludibles que, ya que tienes que hacértela un día u otro, te la quitas de  encima  en cuanto  puedes.  La  intervención  en  sí fue  muy  breve,  pero  después tuvo que hacer reposo, así que permaneció hospitalizada unos diez días. Nosotros dos fuimos a verla al hospital, montados en una Yamaha 125 c.c. A la ida condujo él,  a  la  vuelta,  yo.  Me  había  pedido  que  lo  acompañara.  «No  quiero  ir  solo  al hospital», me dijo.
Mi amigo se pasó por la confitería que había enfrente de la estación y compró unos bombones. Yo me agarraba con una mano a su cinturón mientras, con la otra, asía  la  caja  de  los  bombones.  Aquel  día  hacía  calor  y  nuestras  camisas  se empaparon  enseguida  de  sudor  para,  acto  seguido,  secarse  al  viento.  Mientras conducía,  mi  amigo  cantaba  una  cancioncita  estúpida  a  voz  en  cuello.  Aún recuerdo el olor de su sudor. Aquel amigo murió poco después.
La novia llevaba un pijama azul y, sobre los hombros, una fina bata que le llegaba  hasta  las  rodillas.  En  la  cafetería  nos  sentamos  los  tres  a  una  mesa,  nos fumamos  unos  Short  Hope,  bebimos  Coca—Cola  y  comimos  helados.  Ella  tenía mucho  apetito  y  se  tomó  dos  donuts  espolvoreados  con  azúcar  y  un  cacao  con toneladas de nata. Ni siquiera después de zamparse todo eso pareció satisfecha.
—Aquí en el hospital te pondrás como una cerdita —dijo mi amigo, atónito.
—Bueno,  ¿y  qué?  Estoy  convaleciente,  ¿no?  —replicó  ella  secándose  con una servilleta las yemas de los dedos, impregnadas de la grasa de los donuts.
Mientras  ellos  hablaban,  yo  contemplaba  los  laureles  al  otro  lado  de  la ventana. Los arbustos eran tan grandes y tupidos que parecían un bosque. Se oía el rumor de las olas. La barandilla de la ventana estaba oxidada por el aire húmedo del  mar.  El  ventilador  que  colgaba  del  techo,  una  auténtica  pieza  de  anticuario, removía  el  aire  caliente  de  la  estancia.  La  cafetería  olía  a  hospital.  Incluso  la comida y la bebida, como de común acuerdo, estaban impregnadas de ese olor. El pijama de la chica tenía dos bolsillos en el pecho. En uno llevaba un pequeño bolígrafo dorado. Cuando se inclinaba hacia delante, tras el escote de pico se veía un pecho liso y blanco al que no le había dado la luz del sol.
Mis  recuerdos  se  detenían  en  este  punto.  Intenté  recordar  qué  sucedió  a continuación. Me tomé una Coca—Cola, contemplé  los laureles, le vi el pecho y, ¿qué  ocurrió  después?  Me  removí  sobre  la  silla  de  plástico  y,  con  la  mejilla apoyada  en  el  cuenco  de  la  mano,  hurgué  en  los  estratos  más  profundos  de  mi  memoria. Como si intentara extraer un tapón clavando la punta del cuchillo en el corcho.
Yo  aparté  la  mirada  e  intenté  imaginar  cómo  los  médicos  le  rasgaban  la carne  del  pecho,  cómo  introducían  los  dedos  enfundados  en  guantes  de  plástico, cómo le corregían la posición del hueso. Me pareció terriblemente irreal. Igual que una metáfora.
Sí.  Luego  hablamos  de  sexo.  Fue  mi  amigo  quien  lo  hizo.  ¿Qué  dijo?
Posiblemente contó alguna anécdota referida a mí. Algún ligue frustrado o algo por el estilo. Sí, creo que se trataba de eso. Nada del otro mundo, en realidad. Pero lo exageró tanto que ella acabó riéndose a carcajadas. Incluso yo me reí. Mi amigo era muy bueno contando historias.
—No me hagas reír  —dijo la novia con una mueca de dolor—. Al reír me duele el pecho.
— ¿Dónde? —le preguntó mi amigo.
Ella se apretó, por encima del  pijama, un punto en la parte interior del seno izquierdo, justo donde debía encontrarse el corazón. Mi amigo bromeó sobre ello y la novia volvió a reírse.
Miro  mi  reloj  de  pulsera.  Son  las  once  y  cuarenta  y  cinco  minutos  y  mi primo aún no ha regresado.  Como se acerca la hora del almuerzo, el comedor ha empezado  a  llenarse.  Una  mezcla  de  sonidos  diversos  y  de  voces  envuelve  la estancia como si fuera una nube de humo. Regreso a mis recuerdos. Pienso en el
pequeño  bolígrafo  dorado  que  la  novia  de  mi  amigo  llevaba  en  el  bolsillo  del pecho.
... Sí. Con ese bolígrafo ella garabateó algo en una servilleta de papel. Hizo un  dibujo.  Pero  el  papel  de  la  servilleta  era  demasiado  blando  y  la  punta  del bolígrafo no se deslizaba bien por su superficie. Con todo, la  novia de mi amigo dibujó una colina. En la cima había una casita. Dentro de la casita había una mujer durmiendo. Alrededor de la casa crecían los sauces ciegos. Y eran éstos los que le provocaban el sueño.
— ¿Y qué diablos son los sauces ciegos?  —preguntó mi amigo. —Pues esos árboles de ahí.
—Jamás he oído hablar de ellos.
—Es que me los he inventado yo  —sonrió ella—. Los sauces ciegos tienen un  polen  muy  fuerte,  y  cuando  unas  pequeñas  moscas  portadoras  de  ese  polen penetran en el oído de una mujer, ésta se queda dormida.
La novia de mi amigo cogió una servilleta de papel y dibujó un sauce ciego. Era  un  árbol  de  tamaño  similar  a  la  azalea.  Tenía  flores,  pero  éstas  estaban rodeadas de  gruesas  hojas verdes.  Las  hojas  recordaban  un ramillete  de  colas  de lagartija. Los sauces ciegos no se parecían en absoluto a los sauces de verdad.
— ¿Tienes  tabaco?  —me  preguntó  mi  amigo.  Le  arrojé  por  encima  de  la mesa un paquete de Short Hope y una caja de cerillas empapados de sudor.
—Los  sauces  ciegos  parecen  pequeños,  pero  sus  raíces  son  terriblemente profundas  —explicó  ella—.  De  hecho,  cuando  llegan  a  determinada  edad,  los sauces  ciegos  dejan  de  crecer  hacia  arriba  y  empiezan  a  extenderse  hacia  abajo.
Como si se nutrieran de las tinieblas.
—Entonces,  las  moscas  transportan  el  polen,  penetran  en  el  oído  de  una mujer  y  la  duermen,  ¿no?  —dijo  mi  amigo  mientras  intentaba  trabajosamente encender un cigarrillo con una cerilla húmeda—. ¿Y qué hacen luego esas moscas?
—Se quedan dentro del cuerpo de la mujer y van comiéndose su carne, claro
—explicó ella.
— ¡Ñam! ¡Ñam! —dijo mi amigo.
Sí.  Aquel  verano,  ella  estaba  escribiendo  un  largo  poema  sobre  los  sauces ciegos y nos explicó de qué iba. Eran sus únicos deberes de verano. Se inventó una historia  basada  en  un  sueño  que  había  tenido  una  noche  y  tardó  una  semana  en escribir, en la cama, una larga poesía. Mi amigo dijo que la quería leer, pero ella se negó  aduciendo  que  todavía  no  había  perfilado los detalles  y,  a  cambio,  hizo  un dibujo y nos explicó el contenido de la poesía.
Un joven subió a la colina para salvar a la mujer dormida por el polen de los sauces ciegos.
—Ése soy yo. Seguro —intervino mi amigo.
Ella sacudió la cabeza.
—No, no eres tú.
— ¿Y tú, eso, puedes saberlo? —preguntó mi amigo.
—Sí —dijo ella con la cara muy seria—. No sé cómo, pero lo sé. ¿Te sienta mal?
—Pues,  claro. ¡Tú  dirás  —dijo  mi  amigo.  Medio  en  broma,  frunciendo  el entrecejo.
El  joven  iba  subiendo  despacio  la  colina  y  abriéndose  paso  entre  los frondosos sauces ciegos. A decir verdad, era la primera persona que subía la colina desde que los sauces ciegos se habían adueñado de ella. Con la gorra encasquetada hasta  la  cejas,  el  joven  avanzaba  ahuyentando  con  una  mano  las  moscas  que pululaban a su alrededor. Para ver a la joven dormida. Para despertarla de su largo y profundo sueño.
—Pero, allá en lo alto de la colina, las moscas ya habían devorado el cuerpo de la mujer, ¿verdad? —dijo mi amigo.
—En cierto sentido —respondió ella.
—Eso  de  que,  en  cierto  sentido,  su  cuerpo  haya  sido  devorado  por  las moscas debe de significar que, en cierto sentido, ésta es una historia triste. Seguro
—dijo mi amigo.
—Pues, tal vez —dijo ella tras reflexionar unos instantes—. ¿Qué te parece a ti? —me preguntó.
—Pues que suena, en efecto, a historia triste —respondí.
Mi  primo  volvió  a  las  doce  y  veinte  minutos.  Tenía  la  mirada  perdida  y llevaba  una  bolsa  con  medicamentos  en  la  mano.  Plantado  en  la  entrada  de  la cafetería, tardó mucho tiempo en localizar mi mesa. Sus pasos eran rígidos, como si  le  costara  mantener  el  equilibrio.  Al  tomar  asiento  frente  a  mí,  aspiró  una profunda bocanada de aire, como si hubiera estado tan ocupado que se le hubiese olvidado respirar.
— ¿Cómo ha ido? —le pregunté.
— ¡Uf! —suspiró mi primo. Aguardé unos instantes a que empezara a hablar, pero no dijo nada.
— ¿Tienes hambre? —le pregunté.
Mi primo asintió en silencio.
— ¿Tomamos algo aquí, entonces? ¿O cogemos el autobús y vamos a comer a la ciudad? ¿Qué prefieres?
Mi primo recorrió el interior del local con mirada dubitativa y dijo:
—Aquí mismo está bien.
Compré  los tiquets  y  pedí el almuerzo  para  dos.  Hasta  que  nos  trajeron la comida,  mi  primo  estuvo  contemplando  en  silencio  el  paisaje  al  otro  lado  de  la ventana. El mar, la hilera de robles, los aspersores: la misma vista, en definitiva, que había estado contemplando yo hacía unos instantes.
En la mesa contigua, un matrimonio de mediana edad, muy atildado, comía unos sándwiches y hablaba de un conocido suyo ingresado por cáncer. De que si cinco  años atrás  le  habían prohibido  fumar  pero  que,  al  parecer,  ya entonces  era demasiado  tarde,  de  que  si  al  levantarse  escupía  sangre,  cosas  por  el  estilo.  La mujer  preguntaba  y  el  marido  respondía.  El  marido  le  explicó  que,  en  cierto sentido, el cáncer era el reflejo de la vida de quien lo padecía.
Nuestro  almuerzo  consistió  en  hamburguesas  y  pescado  blanco  frito.
Ensalada  y  pan.  Comimos  el  uno  frente  al  otro,  en  silencio.  Mientras  tanto,  el matrimonio siguió hablando con pasión de la génesis del cáncer. Por qué se había extendido tanto en los últimos tiempos, por qué no había sido posible conseguir un medicamento eficaz, cosas por el estilo.
—En  todas  partes,  igual  —dijo  mi  primo  con  voz  carente  de  inflexión contemplándose las dos manos—. Siempre te preguntan las mismas cosas, todos te hacen las mismas pruebas.
Estábamos delante del hospital, sentados en un banco esperando el autobús.
Sobre nuestras cabezas, el viento mecía de vez en cuando las hojas de los árboles.
—¿Y  hay  veces  en  que  pierdes  el  oído  por  completo?  —le  pregunté  a  mi primo.
—Sí —respondió él—. Y no oigo nada.
— ¿Y qué se siente en esos momentos?
Mi primo se quedó reflexionando con la cabeza ladeada.
—De pronto, va y no oyes nada. Pero tardas mucho tiempo en darte  cuenta.
No oyes ningún sonido. Como si estuvieras en el fondo del mar con tapones en los oídos.  Eso  continúa durante  un  tiempo.  Mientras,  no  oyes  nada,  pero  no  se trata sólo del oído. No oír es sólo una parte de todo eso.
— ¿Es desagradable?
Mi primo hizo un breve y categórico gesto negativo con la cabeza.
—No sé por qué, pero no. Tiene inconvenientes, eso sí. No poder oír nada.
Intenté hacerme una idea. Pero ninguna imagen acudió a mi cabeza.
— ¿Has visto Fuerte Apache de John Ford? —me preguntó mi primo.
—Sí, la vi hace mucho tiempo —respondí.
—El otro día la pusieron en la televisión. Es muy interesante.
—Sí, sí que lo es —asentí.
—Al  principio  de  la  película  sale  un  general  recién  destinado  al  fuerte.  A este general sale a recibirlo un capitán veterano, que es John Wayne. El general no conoce todavía la situación en la que se encuentra el Oeste. Y en los alrededores del fuerte los indios se han rebelado.
Mi  primo  se  sacó  del  bolsillo  un  pañuelo  blanco  doblado  y  se  secó  las comisuras de los labios.
—Al  llegar  al  fuerte,  el  general  se  dirige  a  John  Wayne  y  le  dice:  «De camino hacia aquí he visto a algunos indios». Entonces, John Wayne, con rostro impasible, le responde: «No hay de qué preocuparse, mi general. Si dice usted que ha visto indios, es que los indios no estaban allí». No recuerdo las palabras exactas, pero era algo por el estilo. ¿Entiendes lo que quiere decir?
No  recordaba  que  en  Fuerte  Apache  existiera  tal  diálogo.  Me  daba  la impresión de que era un poco demasiado abstruso para tratarse de una película de
John Ford. Pero hacía ya mucho tiempo que la había visto.
—Pues  querrá  decir  que  lo  que  cualquiera  puede  ver  no  tiene  gran importancia. Vaya, eso me parece.
Mi primo frunció el entrecejo.
—Tampoco  acabo  de  entenderlo  yo,  pero  cada  vez  que  alguien  me compadece por lo del oído, no sé por qué, pero me acuerdo de estas palabras: «Si dice usted que ha visto indios, es que los indios no estaban allí».
Me reí.
— ¿Es raro? —me preguntó mi primo.
—Sí, lo es —dije. Mi primo también se rió. Hacía tiempo que no lo veía reír.
Tras dejar pasar unos instantes, mi primo dijo como si me confiara algo:
—Oye, ¿puedes mirarme el oído?
— ¿Mirarte el oído? —le pregunté con una ligera sorpresa.  —Basta con que lo mires desde fuera.
—Sí, claro. Pero ¿por qué quieres que lo haga?
—Pues, no sé —contestó mi primo sonrojándose—. Es que me gustaría que miraras qué aspecto tiene.
—Vale —dije—. Ahora mismo te lo miro.
Mi primo se sentó dándome la espalda y encaró hacia mí la oreja derecha.
Tenía la oreja muy bien formada. En sí, era de pequeño tamaño, pero la carne del lóbulo  aparecía  abultada  como  una  magdalena  recién  horneada.  Se  trataba  de  la primera  vez  que  le  inspeccionaba  la  oreja  a  alguien.  Observándola  con  atención pude constatar que, en comparación con otros órganos del cuerpo humano, la oreja es,  desde  el  punto  de  vista  morfológico,  un  gran  enigma.  Presenta,  en  algunos puntos,  pliegues  y  vueltas  hasta  lo  irrazonable,  en  otros,  protuberancias  y depresiones. Posiblemente haya ido adoptando esta curiosa forma en el transcurso de la evolución con el objeto de captar mejor los sonidos, y retenerlos. Rodeado de paredes  deformes,  parece  un  único  agujero  negro  que  se  abre  como  si  fuera  la entrada de una gruta misteriosa.
Pensé  en  las  minúsculas  moscas  del  poema  de  la  novia  de  mi  amigo, anidando en los oídos. Penetraban en su cálido y oscuro interior transportando un dulce  polen  adherido  a  sus  seis  patitas,  mordisqueaban  la  rosada  y  suave  carne, sorbían su jugo, ponían sus pequeños huevos en el cerebro. Pero no logré verlas. Ni oír el zumbido de sus alas.
—Ya está bien —dije yo.
Mi primo se dio la vuelta, cambió de posición sobre el banco.
— ¿Qué? ¿Qué tal? ¿Ha habido algún cambio?
—Por lo que he podido ver desde fuera no ha cambiado nada.  — ¿Tampoco hay ningún indicio, por pequeño que sea?
—Pues, no. Está de lo más normal.
Mi  primo  pareció  decepcionado.  Tal  vez  había  pronunciado  las  palabras equivocadas.
— ¿Te han hecho daño durante la visita? —le pregunté.
—No mucho. Como siempre. Todos te hurgan en el mismo lugar. Deben de haberlo desgastado ya. Ni siquiera me da la impresión de que la oreja sea mía.
— ¡El veintiocho!  —dijo poco después mi primo volviéndose hacia mí—. El veintiocho nos va bien, ¿verdad?
Yo me había pasado todo el tiempo pensando en otra cosa. Cuando le oí y alcé la mirada, vi cómo el autobús tomaba la curva de la cuesta disminuyendo la velocidad.  No  se  trataba  del  autobús  moderno  de  antes  sino  de  aquel  modelo antiguo  al  que  yo  estaba  acostumbrado.  Al  frente,  colgaba  el  número  28.  Me dispuse a levantarme. Pero fui incapaz de moverme. Los brazos y las piernas, como si estuviera en medio de una fuerte corriente, no me obedecían.
Entonces me acordé de la caja de bombones que llevamos aquella tarde de verano al hospital. Cuando la novia de mi amigo abrió la caja, no quedaba ni rastro de la docena de pequeños bombones, convertidos en una masa pegajosa adherida a los papeles separadores  y a la tapa. A mitad de camino hacia el hospital, mi amigo y yo habíamos detenido la motocicleta en la playa. Nos habíamos tendido en la arena a charlar. Dejamos la caja de bombones bajo el ardiente sol de agosto. Y, debido a nuestra negligencia, a nuestra arrogancia, los dulces se habían estropeado, habían perdido su forma, se habían echado a perder. Aquel día, nosotros deberíamos haber sentido  algo  al  respecto.  Alguien,  uno  de  los  dos,  debería  haber  dicho  algo  con sentido, aunque no fuera mucho, sobre aquello. Pero lo cierto es que aquella tarde, nosotros  no  sentimos  nada,  intercambiamos  algunas  bromas  estúpidas  y  nos separamos.  Nada  más.  Y  dejamos  atrás  la  colina  donde  proliferaban  los  sauces ciegos.
Mi primo me agarró del brazo con fuerza.
— ¿Estás bien? —preguntó.
Volví en mí, me puse de pie. Esta vez pude levantarme sin dificultad. Pude volver a sentir en la piel aquella preciosa brisa de mayo. Luego permanecí durante unos  segundos  en  un  extraño  lugar  envuelto  en  tinieblas.  En  un  lugar  donde  no existía lo visible y sí existía lo invisible. Unos instantes después, el autobús 28 real se detenía ante nuestros ojos y abría sus puertas reales. Y nosotros pasábamos a su interior y nos dirigíamos a otra parte.
Apoyé una mano en el hombro de mi primo.
—Estoy bien —le dije.

Tomado del libro Sauce ciego mujer dormida.

"Pero, a fin de cuentas, ¿quién puede decir lo que es mejor? No te reprimas por nadie y, cuando la felicidad llame a tu puerta, aprovecha la ocasión y sé feliz"

Haruki Murakami