sábado, 29 de septiembre de 2018

Uno de mis más viejos amigos. Cuento de F. Scott. Fitzgerald.


Uno de mis más viejos amigos
F. Scott Fitzgerald


Marion se había sentido feliz toda la tarde. Vagaba de una habitación a otra del pequeño apartamento, entrando en el cuarto de los niños para ayudar a la niñera a darles de comer con cucharas chorreantes o leyendo a ratos en su nuevo sofá, el objeto más extravagante que habían comprado en cinco años de matrimonio.

Cuando oyó los pasos de Michael en el vestíbulo, levantó la cabeza y prestó atención; le gustaba oírle caminar, siempre con cuidado, como si los niños estuvieran durmiendo muy cerca.

-Michael.

-Ah, hola -él entró en la habitación; era un hombre alto, fuerte y delgado, de treinta años, con frente amplia y ojos negros y tiernos-. Tengo que contarte algo -dijo enseguida-. Charley Hart se va a casar.

-¡No!

Él reafirmó con la cabeza.

-¿Con quién?

-Con una de las chicas del pueblo -titubeó-. Llega mañana a Nueva York y creo que deberíamos hacer algo por ellos mientras estén aquí. Charley es uno de mis más viejos amigos.

-Invitémoslos a cenar…

-Me gustaría hacer algo más -la interrumpió él-. Quizás ir al teatro -volvió a titubear-. Sería un bonito gesto hacia él, ¿me entiendes?

-Muy bien -asintió Marion-. Pero no debemos gastar mucho. Y no creo que estemos obligados

Él la miró sorprendido

-Quiero decir -siguió Marion- que últimamente hemos visto poco a Charley. En realidad, no lo vemos casi nunca.

-Bueno ya sabes cómo son las cosas en Nueva York -explicó Michael, en tono de disculpa-. Está tan ocupado como yo. Ahora es muy conocido y supongo que lo buscan continuamente.

Siempre hablaban de Charley Hart como de su más viejo amigo. Cinco años atrás, al casarse Michael y Marion, habían llegado los tres juntos desde la misma ciudad del Oeste. Durante más de un año lo habían visto casi todos los días, sin evitar que se enterara de una sola disputa doméstica, del más mínimo vaivén de sus sueños y esperanzas. Su aparición en los momentos de dificultad siempre otorgaba a la situación un giro agradable y humorístico.

Claro que los niños habían abierto una brecha y ahora hacía varios años que no llamaban a Charley a medianoche para anunciarle que se había roto la tubería o se les estaba cayendo el techo sobre la cabeza. Pero la separación había sido tan gradual que Michael aún hablaba de Charley con el orgullo de alguien que ve a un amigo todos los días Durante un tiempo, Charley había cenado con ellos una vez por mes y los tres tenían mucho que contarse, pero los encuentros ya no terminaban con un «Te telefonearé mañana». Por el contrario, se oía un «Tendrás que venir a vernos más a menudo» o incluso después de tres o cuatro años, un «Nos veremos pronto».

-Oh, tengo muchas ganas de organizar una fiesta íntima -dijo Marion mirando a su alrededor especulativamente-. ¿Han hablado de alguna fecha en concreto?

-La semana que viene -los ojos oscuros de él escrutaron vagamente el suelo-. Podemos quitar las alfombras o algo así.

-No -sacudió ella la cabeza-. Daremos una cena para ocho personas, muy formal, y después jugaremos a las cartas.

Ya estaba pensando a quién podía invitar. Por supuesto que Charley, siendo artista, seguramente veía todos los días a gente interesante.

-Podemos llamar a los Willoughby -sugirió, poco convencida-. Ella es actriz, o algo por el estilo… Y él escribe para el cine.

-No, no me parece -objetó Michael-. Debe ver a gente como ésa todos los días en el almuerzo y la cena, y ya no podrá soportarlos. Además, fuera de los Willoughby, ¿a quién más conocemos como ellos? Se me ocurre algo mejor. Reunamos alguna gente que haya llegado aquí desde el mismo sitio. Todos  han seguido la carrera de Charley y probablemente les gustaría volver a verlo. Me gustaría que comprobaran que la fama no lo ha echado a perder y que sigue siendo una persona humilde.

Después de discutir un rato se pusieron de acuerdo y Marion llamó por teléfono al primer invitado.

-Es para conocer a la novia de Charley Hart -explicó-. Charley Hart, el artista. Es uno de nuestros más viejos amigos, ¿sabes?

A medida que avanzaban los preparativos aumentaba su entusiasmo. Alquiló una camarera para que el servicio fuese impecable y convenció a la florista del vecindario para que le hiciera personalmente los adornos florales. Toda la gente «de su tierra» había aceptado con mucho gusto y el número de invitados había llegado a la docena.

-¿De qué hablaremos, Michael? -preguntó, inquieta, la víspera de la fiesta-. Imagina que todo sale mal y la gente se enfada y se va a su casa…

Él se rió.

-No pasará eso. Ten en cuenta que todas estas personas se conocen.

El teléfono hizo notar su presencia sobre la mesa y Michael contestó.

-Diga. Ah, hola, Charley.

Marion se quedó rígida en su silla.

-¿De verdad? Bueno, lo siento mucho. Lo siento muchísimo… Espero que no sea nada grave.

-¿No puede venir?-exclamó Marion, sin poder evitarlo.

-Chitón -siseó él, y después, al teléfono-: Lo siento, de veras, Charley. No, para nosotros no es ningún problema. Sólo sentimos que estés enfermo.

Michael colgó con un gesto tétrico.

-La Lawrence tuvo que marcharse a su casa anoche y Charley está en cama con un cólico.

-¿Entonces no puede venir?

-No puede.

El rostro de Marion se contrajo repentinamente y se le llenaron los ojos de lágrimas.

-Dice que el médico estuvo todo el día con él -explicó Michael-. Tiene fiebre y ni siquiera querían dejarlo hablar por teléfono.

-¿Y a mí qué me importa? -sollozó Marion-. Me parece horrible. Después de invitar a todos esos amigos para que lo vieran…

-La gente no puede evitar caer enferma

-Sí que puede -protestó ella, sin ninguna lógica-. Hay maneras de evitarlo. Y si la chica se fue anoche, ¿por qué no nos lo dijo?

-Dijo que se marchó inesperadamente. Hasta ayer por la tarde estaban seguros de venir los dos.

-Creo que no le importa un comino. Apuesto a que se ha alegrado de caer enfermo. Si le importara la hubiera traído hace mucho tiempo para que la conociéramos.

De pronto se levantó

-Te diré una cosa -se dirigió a él con vehemencia-. Lo que haré será telefonear a todo el mundo y decirles que se ha suspendido la fiesta.

-No, Marion…

Pero a pesar de sus tibias protestas, ella descolgó el teléfono y empezó a buscar el primer número.

Al día siguiente, compraron entradas para el teatro con la esperanza de colmar el vacío que acarrearía la noche. Cuando a las cinco la florista, a la que nada se le había dicho, se presentó con cajas de flores, Marion se echó a llorar y tuvo la sensación de que debería escaparse de casa para evitar los fantasmas que iban a poblarla. Comieron en silencio una sofisticada cena compuesta por todo lo que habían comprado para la fiesta.

-Son sólo las ocho -dijo Michael cuando terminaron-. Pienso que quedaría bien pasar a ver a Charley un minuto, ¿no te parece?

-Pues no -respondió Marion, asombrada-. No se me hubiera ocurrido.

-¿Por qué no? Si está muy enfermo, me gustaría saber si lo cuidan bien.

Ella se dio cuenta de que ya lo había decidido, de modo que se hizo de la idea y fueron en taxi hasta un alto edificio de apartamentos en la avenida Madison.

-Entra tú -dijo Marion, nerviosa-. Será mejor que yo te espere aquí.

-Ven, por favor.

-¿Para qué? Estará en cama y no querrá que entren mujeres.

-Pero se alegrará al verte. Lo animarás. Y sabrá que no estamos enfadados por lo de esta noche. Cuando llamó, parecía terriblemente deprimido.

La hizo bajar del taxi.

-Quedémonos un minuto, nada más -susurró, tensa, mientras subían en el ascensor-. La obra empieza a las ocho y media.

-La puerta de la derecha -dijo el ascensorista.

Tocaron el timbre y esperaron. La puerta se abrió y entraron en el gran estudio de Charley Hart.

Estaba lleno de gente -una larga mesa alumbrada por lámparas y adornada con helechos y rosas frescas había sido dispuesta de punta a punta, y el aire ligeramente humeante estaba invadido por un murmullo de risas y palabras. Veinte mujeres sentadas a un lado, vestidas de noche, charlaban a través de las flores con veinte hombres en medio de un júbilo nacido del chispeante borgoña que se derramaba desde las botellas en las copas heladas. En una zona de la alta y estrecha galería que rodeaba la sala, un cuarteto de cuerdas tocaba algo de Stravinsky en una clave que se adecuaba al tono de voz de las mujeres y llenaba el aire como un vino musical.

La puerta había sido abierta por un camarero que se hizo a un lado con deferencia para dar paso a los que consideró dos huéspedes retrasados, y de inmediato un buen mozo que ocupaba la cabecera de la mesa se levantó, servilleta en mano, para quedarse paralizado al mirar a los advenedizos. La conversación se disolvió en un semisilencio y todos los ojos, tras los de Charley, miraron a la pareja que acababa de entrar. Luego, como si se hubiera roto el hechizo, la conversación volvió a desatarse y cobró intensidad palabra por palabra. El momento había terminado.

-¡Vámonos!

El susurro bajo y aterrado de Marion le llegó a Michael desde un hueco, y por un instante se creyó poseído por la ilusión de que, después de todo, en la sala no había nadie más que Charley. Luego se le aclararon los ojos y descubrió que había mucha gente. ¡Nunca había visto tanta! La música se convirtió súbitamente en un tumulto de metales, y un vendaval desatado por las trompetas pareció acometerlos. Sin volverse, los dos retrocedieron ciegamente hasta el pasillo y cerraron la puerta al salir.

-¡Marion…!

Había corrido hasta el ascensor y tenía un dedo apretado contra el timbre, cuyo sonido resonaba en todo el pasillo como una nota aguda perteneciente a la música de dentro. De pronto se abrió la puerta del apartamento y Charley Hart salió al pasillo.

-¡Michael! -gritó-. ¡Michael y Marion, quiero explicarles! Entren. Les digo que quiero explicarles.

Hablaba con ansiedad, con el rostro enrojecido y la boca dando forma a una o dos palabras que no lograban materializarse.

-Date prisa, Michael -dijo tensamente la voz de Marion, desde la puerta del ascensor.

-¡Dejen que les explique! -gritó Charley con desesperación-. Quiero…

Michael se apartó de él -llegó al ascensor y la puerta se abrió con un siseo metálico.

-Actúan como si hubiese cometido un crimen -Charley seguía a Michael por el pasillo-. ¿No pueden comprender que todo es un accidente?

-Muy bien -murmuró Michael-. Lo comprendo.

-No, no lo comprendes -la voz de Charley se elevó, exasperada. Se estaba enfureciendo con ellos, como en un esfuerzo para justificar su propia e intolerable posición-. Se marchan enfadados cuando les acabo de pedir que se queden. ¿Para qué han venido si no se van a quedar? ¿No…?

Michael entró en el ascensor.

-¡Abajo, abajo! -gritó Marion-. ¡Oh, quiero bajar, por favor!

La puerta se cerró.

Le indicaron al taxista que los llevara directamente a su casa; ninguno de los dos hubiera podido soportar la función teatral. En el camino, Michael hundió su cara en las manos e intentó convencerse de que la amistad que tanto había significado para él había terminado. Ahora se daba cuenta de que había concluido tiempo atrás, que durante el último año Charley no había buscado la compañía de ellos ni una vez, y el impacto del descubrimiento era más fuerte que el de la afrenta recibida.

Cuando llegaron a su apartamento, Marion, que no había pronunciado en el taxi una sola palabra, entró en la sala y obligó a su esposo a sentarse.

-Voy a contarte algo que deberías saber -empezó-. Probablemente nunca lo habría hecho de no haber sido por lo que ha sucedido esta noche. Pero ahora creo que tienes que oír la historia entera -dudó un momento-. En primer lugar, Charley Hart no era amigo tuyo en absoluto.

-¿Qué?

Él la miró, estupefacto.

-Que no era amigo tuyo -repitió ella-. Durante años lo fue. Era amigo mío.

-Bueno, Charley era…

-Sé lo que vas a decir: que Charley era amigo de los dos. Pero no es cierto. No sé qué sentía por ti al principio, pero dejó de ser amigo tuyo hace tres o cuatro años.

-Bien -los ojos de Michael chispeaban de perplejidad-, si eso es verdad, ¿por qué pasaba con nosotros tanto tiempo?

-Por mí -dijo Marion con firmeza-. Estaba enamorado de mí.

-¿Qué? -Michael se rió incrédulamente-. Estás soñando. Sé que lo decía bromeando…

-No bromeaba -interrumpió ella-. En el fondo no. Empezó haciendo chistes… y terminó pidiéndome que me escapara con él.

Michael frunció el ceño.

-Sigue -dijo tranquilamente-. Supongo que si no fuera verdad no me lo contarías. Pero no parece real. ¿Así que de repente empezó a… a…?

Cerró la boca bruscamente, incapaz de emitir palabras.

-Empezó una noche, mientras los tres estábamos en un baile -Marion vaciló-. Y al principio me gustaba. Tenía una capacidad especial para descubrir cosas: vestidos, sombreros, mis nuevos peinados. Era una buena compañía. Siempre se las ingeniaba para hacerme sentir importante, en cierto modo, y atractiva. No vayas a creer que prefería estar con él que contigo. No era así. Sabía cuán absolutamente egoísta era y qué desaprensivo. Pero supongo que lo alentaba porque me hacía gracia. Era una faceta nueva de Charley y era divertida, como casi todo lo que hacía él.

-Sí -admitió Michael con un esfuerzo-. Supongo que era… cómicamente divertido.

-Al principio te seguía queriendo. No se le ocurría que pudiera estar traicionándote. No hacía más que obedecer a un impulso natural, eso era todo. Pero unas semanas después empezó a encontrarte en medio de su camino. Quiso llevarme a cenar sola y no pudo ser. Bueno, esa clase de situaciones se repitieron durante más de un año.

-¿Entonces qué pasó?

-No pasó nada. Empezó a dejar de visitarnos.

Michael se levantó lentamente.

-¿Quieres decir…?

-Espera un minuto. Si piensas un poco te darás cuenta de que no podía ser de otro modo. Cuando vio que yo intentaba calmar las cosas para que volviera a ser simplemente uno de nuestros más viejos amigos, se apartó. No quería ser uno de nuestros más viejos amigos. Eso había terminado.

-Entiendo.

-Bueno -Marion se levantó y empezó a morderse nerviosamente el labio-. Esto es todo. Se me ocurrió que lo de esta noche te lastimaría menos si comprendías todo el asunto.

-Sí -respondió Michael con voz inexpresiva-. Supongo que tienes razón.

Michael atravesó una racha de prosperidad en sus negocios y al llegar el verano alquilaron una pequeña granja vieja en el campo, donde los niños jugaban todo el día en una intrincada extensión de hierba y árboles. El tema de Charley jamás fue mencionado durante esos meses y por fin llegó a convertirse en una sombra relegada a un rincón de sus mentes. A veces, justo antes de dormirse, Michael se sorprendía pensando en los momentos felices que habían pasado los tres juntos cinco años atrás, pero entonces la realidad anulaba la ilusión y rechazaba los recuerdos con un malestar casi físico.

Un cálido atardecer de julio estaba dormitando en el balcón a la luz del crepúsculo. Había sido un día muy pesado en la oficina y le agradaba descansar allí mientras la luz estival se iba borrando del campo.

Levantó la cabeza ociosamente al oír el ruido de un automóvil. Un taxi del pueblo se había detenido al final del sendero y un hombre joven acababa de bajar. Michael se sentó con una exclamación. Podía reconocer aquellos hombros anchos y el paso impaciente incluso en la penumbra.

-Maldita sea -dijo suavemente.

Cuando Charley Hart se acercó por el sendero de grava, Michael notó con sólo mirarlo que estaba insólitamente despeinado. Su rostro agradable estaba ojeroso y denotaba fatiga; tenía la ropa arrugada y la mirada inconfundible del que necesita dormir unas cuantas horas.

Llegó al balcón, advirtió la presencia de Michael y sonrió, triste y confuso.

-Hola, Michael.

Ninguno de los dos hizo el gesto de estrechar la mano del otro, pero al cabo de un momento Charley se derrumbó bruscamente en una silla.

-Me gustaría un vaso de agua -dijo con voz ronca-. Hace un calor infernal.

Sin decir una palabra, Michael entró en la casa y regresó con un vaso de agua que Charley tragó ruidosamente.

-Gracias -dijo, atragantándose-. Pensé que iba a desmayarme.

Miró a su alrededor con ojos que solamente simulaban fijarse en lo que lo rodeaba.

-Bonito sitio este -señaló, y sus ojos regresaron a Michael-. ¿Quieres que me vaya?

-Bueno, pues no. Si lo necesitas, quédate sentado y descansa. Pareces arruinado.

-Lo estoy. ¿Quieres oír la historia?

-En absoluto.

-Bien, de todos modos te la voy a contar -dijo Charley, desafiante-. Para eso he venido. Estoy en un lío, Michael, y eras la única persona a la que podía recurrir.

-¿Has probado con tus amigos? -preguntó Michael fríamente.

-He probado con todo el mundo; al menos, con los que tuve tiempo de hacerlo. ¡Dios! -se secó la frente con la mano-. Nunca imaginé lo difícil que es encontrar dos mil dólares.

-¿Has venido a pedirme dos mil dólares?

-Espera un momento, Michael. Primero termina de oír. Verás en qué lío puede meterse un tipo sin tener la menor intención. Has de saber que soy el tesorero de una asociación llamada Fundación para Artistas Independientes, un invento para ayudar a los estudiantes con problemas. Había un fondo de tres mil quinientos dólares que permaneció en mi cuenta durante más de un año. Bueno, como ya sabes, llevo un tren de vida un poco alto -gano mucho y gasto mucho- y hace un mes empecé a especular en pequeña escala por medio de un amigo…

-No sé por qué me estás contando esto -lo interrumpió Michael con impaciencia-. Me…

-Espera un minuto, ¿quieres? Ya termino miró a Michael con ojos atemorizados-. A veces usaba ese dinero sin darme cuenta siquiera de que no era mío. Siempre he tenido mucho, compréndelo. Hasta esta semana al menos. Esta semana hubo una reunión de la sociedad y me pidieron que devolviera el dinero. Bien, fui a ver a un par de personas para pedirles un préstamo y tan pronto como les di la espalda uno de ellos lo contó todo. Anoche hubo un escándalo terrible. Me dijeron que como no entregara los. dos mil esta mañana me enviarían a la cárcel -alzó la voz y echó una mirada atemorizada a su alrededor-. Tengo sobre los hombros una orden de arresto, y si no logro conseguir el dinero me mataré, Michael, juro por Dios que lo haré. No quiero ir a la cárcel. Soy un artista, no un hombre de negocios. Soy…

Hizo un esfuerzo para dominar la voz.

-Michael -murmuró-. Eres mi mejor amigo. No tengo a nadie más que a ti en el mundo.

-Has llegado un poco tarde -dijo Michael, incómodo-. No pensaste en mí hace cuatro años cuando le pediste a mi esposa que se escapara contigo.

Una sincera mirada de sorpresa atravesó el rostro de Charley.

-¿Estás enfadado por eso? -preguntó, confundido-. Pensé que estabas ofendido porque no fui a tu fiesta.

Michael no contestó.

-Supuse que ella te habría hablado de eso hace mucho tiempo -continuó Charley-. No pude evitarlo. Estaba solo y ustedes se tenían el uno al otro. Cada vez que iba a tu casa te dedicabas a contar lo maravillosa que era Marion hasta que al fin… empecé a estar de acuerdo. ¿Cómo podía evitar enamorarme de ella si durante un año y medio fue la única chica decente que conocí? -miró a Michael altivamente-. Bueno, tú la tienes, ¿no? Ni siquiera llegué a besarla. ¿Vale la pena que sigas machacando?

-Oye -dijo Michael, cortante-. ¿Cuál es la razón de que deba prestarte el dinero?

-Bueno… -Charley vaciló y se rió de mala gana-. No sé la razón exacta. Sólo pensé que lo harías.

-¿Por qué?

-Por ningún motivo; ya veo cómo lo has tomado.

-Ese es el problema. Si te lo diera sería por sentimentalismo y debilidad. Estaría haciendo algo que no quiero hacer.

-Muy bien -Charley sonrió desagradablemente-. Es lógico. Ahora que lo pienso no hay ninguna razón para que me lo prestes. Bueno… -hundió las manos en los bolsillos de la chaqueta y, al echar la cabeza hacia atrás, dio la impresión de querer desprenderse del tema como si fuese una gorra-. No iré a la cárcel… Y quizás mañana opines de forma diferente.

-Ni lo sueñes.

-Oh, no quiero decir que te vuelva a pedir el dinero. Hablo de algo… muy distinto.

Meneó la cabeza, se volvió rápidamente y avanzó por el sendero hasta que la oscuridad se lo tragó. Michael oyó que los pasos se apagaban, como si vacilase, en el punto en donde el sendero salía al camino.

Después se alejaron por el camino hacia la estación, a una milla de distancia.

Michael se hundió en su silla, con el rostro entre las manos. Oyó salir a Marion.

-He escuchado -dijo ella-. No pude evitarlo. Me alegra que no le hayas prestado nada.

Se acercó a él y se hubiera sentado en sus rodillas, pero una repulsión casi física invadió a Michael y lo obligó a levantarse de la silla.

-Tenía miedo de que te trabajara los sentimientos y acabara convenciéndote -siguió Marion. Vaciló-. Te odiaba, ¿sabes? Quería que te murieses. Una vez le dije que si volvía a decir eso no lo vería nunca más.

Michael le dirigió una mirada tenebrosa.

-La verdad es que fuiste muy noble.

-Oye, Michael…

-Permitiste que te dijera cosas como ésa… y ahora que viene arruinado, sin un amigo a quien recurrir, dices que te alegra que lo haya echado.

-Es porque te quiero, cariño…

-¡No, no es por eso! -la interrumpió brutalmente-. Es porque en este mundo el odio es una mercancía barata. Todo el mundo la tiene en venta. ¡Dios mío! ¿Qué crees que pienso de mí en este momento?

-Él no se merece que pienses así.

-¡Por favor, vete! -gritó Michael con pasión-. Quiero estar solo.

Ella le hizo caso y él volvió a sentarse en la oscuridad del balcón, sintiendo que lo envolvía una especie de terror. Hizo varias veces un esfuerzo para levantarse pero acabó frunciendo el ceño y permaneciendo inmóvil. Por fin, después de largo rato, se puso en pie de un salto, mientras un sudor frío resbalaba por su frente. La hora anterior y los últimos meses se disolvieron de pronto y sintió que daba un salto de varios años hacia atrás. Quizás esos años se hubieran escapado con Charley Hart, su viejo amigo. Charley Hart, que no tenía otro lugar a donde ir. Michael echó a correr por el balcón, aturdido, buscando su sombrero y su chaqueta.

-¡Oye, Charley! -gritó.

Por fin encontró la chaqueta y, enfundándosela con dificultad, bajó los escalones como una tromba. Le parecía que Charley se había marchado sólo unos minutos antes.

-¡Charley! -gritó al llegar al camino-. ¡Charley, vuelve aquí! ¡Me he equivocado!

Se calló y prestó atención. No hubo respuesta. Jadeando se lanzó a correr como un perro por el camino, a través de la noche tórrida.

Apenas eran las ocho y media, pero el campo estaba en absoluto silencio y las ranas croaban con fuerza en la franja pantanosa que bordeaba el camino. El cielo estaba débilmente salpicado de estrellas y pronto saldría la luna, pero el camino se estiraba entre árboles oscuros y Michael no veía nada que estuviera a más de tres metros. Al cabo de un rato decidió caminar. Una mirada a la esfera luminosa de su reloj le había bastado para darse cuenta de que el tren de Nueva York no pasaría hasta una hora después. Tenía mucho tiempo.

A pesar de ello, se puso a correr nuevamente y cubrió en quince minutos el kilómetro y medio que separaba su casa de la estación. Era una estación pequeña, humildemente encogida en la oscuridad al borde de las vías brillantes. A un lado Michael vio las luces de un taxi que esperaba el próximo tren.

El andén estaba desierto y Michael abrió la puerta para mirar dentro de la turbia sala de espera. Estaba vacía.

-Es curioso -murmuró.

Despertó al chofer del taxi y le preguntó si había visto a alguien esperando el tren. El chofer lo pensó; sí, había visto a un hombre joven, hacía unos veinte minutos. Había recorrido el andén durante un rato, fumando, y después se había perdido en la oscuridad.

-Es curioso -repitió Michael.

Formó un megáfono con las manos y dirigiéndolo hacia el bosque, al otro lado de la vía, lanzó un grito:

-¡Charley!

No hubo respuesta. Volvió a probar. Después regresó al taxi.

-¿Tiene idea de hacia dónde fue?

El hombre señaló vagamente la carretera a Nueva York, que corría paralela a la vía.

-Por ahí.

Con creciente inquietud, Michael le dio las gracias y se apresuró a tomar la carretera, que ahora se blanqueaba bajo la luna. Estaba completamente seguro de que Charley estaba dispuesto a matarse. Recordó su expresión al volverse y la mano rígida dentro del bolsillo, como aferrando algún objeto amenazador.

-¡Charley! -gritó con voz terrible.

Los árboles en sombras no respondieron. Pasó frente a una docena de campos refulgentes como plata bajo la luna, deteniéndose varias veces a gritar y esperar ansiosamente una respuesta.

Se le ocurrió que era estúpido seguir avanzando en esa dirección; probablemente, Charley estaría en algún lugar del bosque, cerca de la estación. Tal vez todo fuera producto de su imaginación y Charley estuviese en ese mismo instante paseándose por el andén, esperando el tren de la ciudad. Pero un impulso más allá de toda lógica lo llevaba a seguir en la búsqueda. Más aún, experimentó una y otra vez la sensación de que delante de él había alguien, alguien que, fuera del alcance de su mirada y su voz se le escurría en cada curva y sin embargo dejaba a su paso un aura trágica y tenue. En un momento dado creyó oír pasos entre las hojas, al lado de la carretera, pero sólo era una hoja de periódico arrastrada por el débil viento caliente.

Era una noche sofocante, la luna parecía arrojar rayos hirvientes sobre la tierra abrasada. Michael se quitó la chaqueta y la dobló sobre un brazo sin dejar de caminar. Ahora tenía a pocos metros un puente de piedra que atravesaba la vía y más allá una línea interminable de postes de teléfono que se extendían en perspectiva decreciente hacia un horizonte inabarcable. Bien, llegaría hasta el puente y después se daría por vencido. Lo habría hecho antes, a no ser por aquella sensación de que alguien caminaba ligera y velozmente un poco por delante.

Al llegar al puente de piedra, se sentó sobre una roca, latiéndole el corazón con fuertes golpes bajo la camisa empapada. No tenía sentido: Charley se había alejado de su alcance y de su ayuda, tal vez para siempre. A lo lejos, más allá de la estación, oyó acercarse la sirena del tren de las nueve y media.

Michael se sorprendió preguntándose repentinamente por qué estaba allí. ¿Qué cuerda sensible de su carácter había tocado Charley en aquellos pocos minutos para lanzarlo a aquella carrera asustada y sin destino a través de la noche? Lo habían discutido, y Charley no había sido capaz de darle una razón por la cual debiera ayudarle.

Se levantó con la idea de regresar, pero antes de volverse se quedó observando el camino por un minuto bajo la luz de la luna. Después del puente se extendía la línea de postes y, mientras sus ojos la seguían hasta donde les era posible, volvió a oír, ahora más cercana y ominosa, la sirena del tren de Nueva York, elevándose y descendiendo con precisión musical en la noche serena. De pronto, sus ojos, que habían estado deslizándose por las vías, se detuvieron atraídos por un punto de la línea de postes, a unos cientos de metros de distancia. El poste era exactamente igual a los otros y sin embargo poseía algo distinto, algo indescriptiblemente distinto.

Y al observarlo con la concentración que absorbe a veces la figura en una alfombra se produjo un extraño efecto en su mente y de pronto lo vio todo bajo una luz totalmente diferente. Con el murmullo de la brisa le había llegado una idea que cambiaba por completo el cariz de la situación. Era esto: recordó haber leído en alguna parte que en cierto momento perdido en la oscuridad del medioevo un hombre llamado Gerbert había resumido toda la civilización europea. Le pareció súbitamente claro que él acababa de pasar por una situación semejante. Por un minuto, un instante del tiempo, toda la piedad del mundo se había agolpado en él.

Lo comprendió en medio de una conmoción en el espacio de un segundo, y en seguida supo por qué debería haber ayudado a Charley Hart. Era porque hubiera sido intolerable vivir en un mundo sin solidaridad, donde cualquier ser humano pudiera estar tan solo como había estado Charley esa tarde.

Y bien, de eso se trataba, por supuesto: se le había confiado esa oportunidad. Había ido a buscarlo alguien que no contaba con nadie más, y él se había negado.

Durante todo ese tiempo se había quedado absolutamente inmóvil, con la mirada fija en el poste de teléfono más allá de la vía, un poste que sus ojos habían reconocido como distinto a los demás. Ahora la luna brillaba tanto que podía ver una barra blanca que cruzaba el poste cerca de la punta, y al contemplarla el poste pareció aislarse, como si los demás se hubiesen esfumado.

De pronto, a una milla de distancia, oyó el traqueteo y el estrépito del tren eléctrico que abandonaba la estación, y como si el sonido lo hubiera devuelto a la vida, lanzó un grito entrecortado y echó a correr a toda velocidad por el camino, hacia el poste de la barra atravesada.

El tren silbó una vez más. Clac-clac-clac. Ahora estaba más cerca, a seiscientos, a quinientos metros, y cuando pasó por debajo del puente iluminó a Michael con su faro. No sentía emoción alguna sino mero terror: sólo sabía que debía llegar al poste antes que el tren, y el poste estaba a cincuenta metros, apuntando rígidamente al cielo como una estrella.

Al otro lado de la vía no había sendero junto a los postes, pero el tren estaba tan cerca que decidió no esperar más porque de lo contrario no lograría cruzar. Se desvió de la carretera, atravesó la vía en dos zancadas y con el ruido del motor sonándole en los talones se precipitó sobre el campo. Ocho, nueve metros; mientras el sonido del tren eléctrico se convertía en bramido en sus oídos, llegó al poste y se llevó por delante al hombre que estaba parado junto a la vía, arrojándolo al suelo con el impacto de su cuerpo.

Su oído registró un estruendo de acero, el pesado deslizarse de las ruedas sobre los rieles, un veloz rugido del aire. Un momento después, el tren de las nueve y media había pasado.

-Charley -balbució incoherente-. Charley…

Una cara lívida lo miró atónita. Michael rodó sobre su espalda y se estiró jadeando. Ahora, la noche sofocante estaba serena; sólo se oía el murmullo del tren que se alejaba.

-¡Oh, Dios!

Michael abrió los ojos y vio a Charley sentado, con el rostro entre las manos.

-Está bien -murmuró Michael-. Está bien, Charley. Te prestaré el dinero. No sé en qué estaba pensando. Después de todo… eres uno de mis más viejos amigos.

Charley meneó la cabeza.

-No lo entiendo -dijo, con la voz quebrada-. ¿De dónde has salido? ¿Cómo has llegado aquí?

-Te he estado siguiendo. Estaba detrás de ti.

-Hace media hora que estoy aquí.

-Bueno, es una suerte que hayas elegido este poste para… para esperar. Lo estuve mirando desde el puente. Lo elegí por el travesaño.

Charley se había puesto de pie, tambaleándose, y ahora se alejó unos pasos y contempló el poste a la luz de la luna.

-¿Qué has dicho? -preguntó un minuto después, con una voz confundida-. ¿Has dicho que este poste tiene un travesaño?

-Sí, claro. Lo estuve mirando un rato largo. Por eso…

Charley levantó nuevamente los ojos y dudó, extrañado antes de hablar.

-No hay ningún travesaño -dijo.

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sábado, 22 de septiembre de 2018

Rutinas. Cuento de Mario Benedetti.


Rutinas.
Mario Benedetti

A mediados de 1974 explotaban en Buenos Aires diez o doce bombas por la noche. De distinto signo, pero explotaban. Despertarse a las dos o las tres de la madrugada con varios estruendos en cadena, era casi una costumbre. Hasta los niños se hacían a esa rutina.

Un amigo porteño empezó a tomar conciencia de esa adaptación a partir de una noche en que hubo una fuerte explosión en las cercanías de su apartamento, y su hijo, de apenas cinco años, se despertó sobresaltado.

“¿Qué fue eso?”, preguntó. Mi amigo lo tomó en brazos, lo acarició para tranquilizarlo, pero, conforme a sus principios educativos, le dijo la verdad: “Fue una bomba”. “¡Qué suerte!”, dijo el niño. “Yo creí que era un trueno”.



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El Hambre cuento de Manuel Mujica Láinez


El Hambre.

Manuel Mujica Láinez



Alrededor de la empalizada desigual que corona la meseta frente al río, las hogueras de los indios chisporrotean día y noche. En la negrura sin estrellas meten más miedo todavía. Los españoles, apostados cautelosamente entre los troncos, ven al fulgor de las hogueras destrenzadas por la locura del viento, las sombras bailoteantes de los salvajes. De tanto en tanto, un soplo de aire helado, al colarse en las casucas de barro y paja, trae con él los alaridos y los cantos de guerra. Y en seguida recomienza la lluvia de flechas incendiarias cuyos cometas iluminan el paisaje desnudo. En las treguas, los gemidos del Adelantado, que no abandona el lecho, añaden pavor a los conquistadores. Hubieran querido sacarle de allí; hubieran querido arrastrarle en su silla de manos, blandiendo la espada como un demente, hasta los navíos que cabecean más allá de la playa de toscas, desplegar las velas y escapar de esta tierra maldita; pero no lo permite el cerco de los indios. Y cuando no son los gritos de los sitiadores ni los lamentos de Mendoza, ahí está el angustiado implorar de los que roe el hambre, y cuya queja crece a modo de una marea, debajo de las otras voces, del golpear de las ráfagas, del tiroteo espaciado de los arcabuces, del crujir y derrumbarse de las construcciones ardientes.

Así han transcurrido varios días; muchos días. No los cuentan ya. Hoy no queda mendrugo que llevarse a la boca. Todo ha sido arrebatado, arrancado, triturado: las flacas raciones primero, luego la harina podrida, las ratas, las sabandijas inmundas, las botas hervidas cuyo cuero chuparon desesperadamente. Ahora jefes y soldados yacen doquier, junto a los fuegos débiles o arrimados a las estacas defensoras. Es difícil distinguir a los vivos de los muertos.

Don Pedro se niega a ver sus ojos hinchados y sus labios como higos secos, pero en el interior de su choza miserable y rica le acosa el fantasma de esas caras sin torsos, que reptan sobre el lujo burlón de los muebles traídos de Guadix, se adhieren al gran tapiz con los emblemas de la Orden de Santiago, aparecen en las mesas, cerca del Erasmo y el Virgilio inútiles, entre la revuelta vajilla que, limpia de viandas, muestra en su tersura el “Ave María” heráldico del fundador.

El enfermo se retuerce como endemoniado. Su diestra, en la que se enrosca el rosario de madera, se aferra a las borlas del lecho. Tira de ellas enfurecido, como si quisiera arrastrar el pabellón de damasco y sepultarse bajo sus bordadas alegorías. Pero hasta allí le hubieran alcanzado los quejidos de la tropa. Hasta allí se hubiera deslizado la voz espectral de Osorio, el que hizo asesinar en la playa del Janeiro, y la de su hermano don Diego, ultimado por los querandíes el día de Corpus Christi, y las otras voces, más distantes, de los que condujo al saqueo de Roma, cuando el Papa tuvo que refugiarse con sus cardenales en el castillo de Sant Angelo. Y si no hubiera llegado aquel plañir atroz de bocas sin lenguas, nunca hubiera logrado eludir la persecución de la carne corrupta, cuyo olor invade el aposento y es más fuerte que el de las medicinas. ¡Ay!, no necesita asomarse a la ventana para recordar que allá afuera, en el centro mismo del real, oscilan los cadáveres de los tres españoles que mandó a la horca por haber hurtado un caballo y habérselo comido. Les imagina, despedazados, pues sabe que otros compañeros les devoraron los muslos.

¿Cuándo regresará Ayolas, Virgen del Buen Aire? ¿Cuándo regresarán los que fueron al Brasil en pos de víveres? ¿Cuándo terminará este martirio y partirán hacia la comarca del metal y de las perlas? Se muerde los labios, pero de ellos brota el rugido que aterroriza. Y su mirada turbia vuelve hacia los platos donde el pintado escudo del Marqués de Santillana finge a su extravío una fruta roja y verde.

Baitos, el ballestero, también imagina. Acurrucado en un rincón de su tienda, sobre el suelo duro, piensa que el Adelantado y sus capitanes se regalan con maravillosos festines, mientras él perece con las entrañas arañadas por el hambre. Su odio contra los jefes se torna entonces más frenético. Esa rabia le mantiene, le alimenta, le impide echarse a morir. Es un odio que nada justifica, pero que en su vida sin fervores obra como un estímulo violento. En Morón de la Frontera detestaba al señorío. Si vino a América fue porque creyó que aquí se harían ricos los caballeros y los villanos, y no existirían diferencias. ¡Cómo se equivocó! España no envió a las Indias armada con tanta hidalguía como la que fondeó en el Río de la Plata. Todos se las daban de duques. En los puentes y en las cámaras departían como si estuvieran en palacios. Baitos les ha espiado con los ojos pequeños, entrecerrándolos bajo las cejas pobladas. El único que para él algo valía, pues se acercaba a veces a la soldadesca, era Juan Osorio, y ya se sabe lo que pasó: le asesinaron en el Janeiro. Le asesinaron los señores por temor y por envidia. ¡Ah, cuánto, cuánto les odia, con sus ceremonias y sus aires! ¡Como si no nacieran todos de idéntica manera! Y más ira le causan cuando pretenden endulzar el tono y hablar a los marineros como si fueran sus iguales. ¡Mentira, mentiras! Tentado está de alegrarse por el desastre de la fundación que tan recio golpe ha asestado a las ambiciones de esos falsos príncipes. ¡Sí! ¿Y por qué no alegrarse?

El hambre le nubla el cerebro y le hace desvariar. Ahora culpa a los jefes de la situación. ¡El hambre!, ¡el hambre!, ¡ay!; ¡clavar los dientes en un trozo de carne! Pero no lo hay… no lo hay… Hoy mismo, con su hermano Francisco, sosteniéndose el uno al otro, registraron el campamento. No queda nada que robar. Su hermano ha ofrecido vanamente, a cambio de un armadillo, de una culebra, de un cuero, de un bocado, la única alhaja que posee: ese anillo de plata que le entregó su madre al zarpar de San Lúcar y en el que hay labrada una cruz. Pero así hubiera ofrecido una montaña de oro, no lo hubiera logrado, porque no lo hay, porque no lo hay. No hay más que ceñirse el vientre que punzan los dolores y doblarse en dos y tiritar en un rincón de la tienda.

El viento esparce el hedor de los ahorcados. Baitos abre los ojos y se pasa la lengua sobre los labios deformes. ¡Los ahorcados! Esta noche le toca a su hermano montar guardia junto al patíbulo. Allí estará ahora, con la ballesta. ¿Por qué no arrastrarse hasta él? Entre los dos podrán descender uno de los cuerpos y entonces…

Toma su ancho cuchillo de caza y sale tambaleándose.

Es una noche muy fría del mes de junio. La luna macilenta hace palidecer las chozas, las tiendas y los fuegos escasos. Dijérase que por unas horas habrá paz con los indios, famélicos también, pues ha amenguado el ataque. Baitos busca su camino a ciegas entre las matas, hacia las horcas. Por aquí debe de ser. Sí, allí están, allí están, como tres péndulos grotescos, los tres cuerpos mutilados. Cuelgan, sin brazos, sin piernas… Unos pasos más y los alcanzará. Su hermano andará cerca. Unos pasos más…

Pero de repente surgen de la noche cuatro sombras. Se aproximan a una de las hogueras y el ballestero siente que se aviva su cólera, atizada por las presencias inoportunas. Ahora les ve. Son cuatro hidalgos, cuatro jefes: don Francisco de Mendoza, el adolescente que fuera mayordomo de don Fernando, Rey de los Romanos; don Diego Barba, muy joven, caballero de la Orden de San Juan de Jerusalén; Carlos Dubrin, hermano de leche de nuestro señor Carlos V; y Bernardo Centurión, el genovés, antiguo cuatralbo de las galeras del Príncipe Andrea Doria.

Baitos se disimula detrás de una barrica. Le irrita observar que ni aun en estos momentos en que la muerte asedia a todos han perdido nada de su empaque y de su orgullo. Por lo menos lo cree él así. Y tomándose de la cuba para no caer, pues ya no le restan casi fuerzas, comprueba que el caballero de San Juan luce todavía su roja cota de armas, con la cruz blanca de ocho puntas abierta como una flor en el lado izquierdo, y que el italiano lleva sobre la armadura la enorme capa de pieles de nutria que le envanece tanto. A este Bernardo Centurión le execra más que a ningún otro. Ya en San Lúcar de Barrameda, cuando embarcaron, le cobró una aversión que ha crecido durante el viaje. Los cuentos de los soldados que a él se refieren fomentaron su animosidad. Sabe que ha sido capitán de cuatro galeras del Príncipe Doria y que ha luchado a sus órdenes en Nápoles y en Grecia. Los esclavos turcos bramaban bajo su látigo, encadenados a los remos. Sabe también que el gran almirante le dio ese manto de pieles el mismo día en que el Emperador le hizo a él la gracia del Toisón. ¿Y qué? ¿Acaso se explica tanto engreimiento? De verle, cuando venía a bordo de la nao, hubieran podido pensar que era el propio Andrea Doria quien venía a América. Tiene un modo de volver la cabeza morena, casi africana, y de hacer relampaguear los aros de oro sobre el cuello de pieles, que a Baitos le obliga a apretar los dientes y los puños. ¡Cuatralbo, cuatralbo de la armada del Príncipe Andrea Doria! ¿Y qué? ¿Será él menos hombre, por ventura? También dispone de dos brazos y de dos piernas y de cuanto es menester…

Conversan los señores en la claridad de la fogata. Brillan sus palmas y sus sortijas cuando las mueven con la sobriedad del ademán cortesano; brilla la cruz de Malta; brilla el encaje del mayordomo del Rey de los Romanos, sobre el desgarrado jubón; y el manto de nutrias se abre, suntuoso, cuando su dueño afirma las manos en las caderas. El genovés dobla la cabeza crespa con altanería y le tiemblan los aros redondos. Detrás, los tres cadáveres giran en los dedos del viento.
El hambre y el odio ahogan al ballestero. Quiere gritar mas no lo consigue y cae silenciosamente desvanecido sobre la hierba rala.

Cuando recobró el sentido, se había ocultado la luna y el fuego parpadeaba apenas, pronto a apagarse. Había callado el viento y se oían, remotos, los aullidos de la indiada. Se incorporó pesadamente y miró hacia las horcas. Casi no divisaba a los ajusticiados. Lo veía todo como arropado por una bruma leve. Alguien se movió, muy cerca. Retuvo la respiración, y el manto de nutrias del capitán de Doria se recortó, magnífico, a la luz roja de las brasas. Los otros ya no estaban allí. Nadie: ni el mayordomo del Rey, ni Carlos Dubrin, ni el caballero de San Juan. Nadie. Escudriñó en la oscuridad. Nadie: ni su hermano, ni tan siquiera el señor don Rodrigo de Cepeda, que a esa hora solía andar de ronda, con su libro de oraciones.

Bernardo Centurión se interpone entre él y los cadáveres: sólo Bernardo Centurión, pues los centinelas están lejos. Y a pocos metros se balancean los cuerpos desflecados. El hambre le tortura en forma tal que comprende que si no la apacigua en seguida enloquecerá. Se muerde un brazo hasta que siente, sobre la lengua, la tibieza de la sangre. Se devoraría a sí mismo, si pudiera. Se troncharía ese brazo. Y los tres cuerpos lívidos penden, con su espantosa tentación… Si el genovés se fuera de una vez por todas… de una vez por todas… ¿Y por qué no, en verdad, en su más terrible verdad, de una vez por todas? ¿Por qué no aprovechar la ocasión que se le brinda y suprimirle para siempre? Ninguno lo sabrá. Un salto y el cuchillo de caza se hundirá en la espalda del italiano. Pero ¿podrá él, exhausto, saltar así? En Morón de la Frontera hubiera estado seguro de su destreza, de su agilidad…

No, no fue un salto; fue un abalanzarse de acorralado cazador. Tuvo que levantar la empuñadura afirmándose con las dos manos para clavar la hoja. ¡Y cómo desapareció en la suavidad de las nutrias! ¡Cómo se le fue hacia adentro, camino del corazón, en la carne de ese animal que está cazando y que ha logrado por fin! La bestia cae con un sordo gruñido, estremecida de convulsiones, y él cae encima y siente, sobre la cara, en la frente, en la nariz, en los pómulos, la caricia de la piel. Dos, tres veces arranca el cuchillo. En su delirio no sabe ya si ha muerto al cuatralbo del Príncipe Doria o a uno de los tigres que merodean en torno del campamento. Hasta que cesa todo estertor. Busca bajo el manto y al topar con un brazo del hombre que acaba de apuñalar, lo cercena con la faca e hinca en él los dientes que aguza el hambre. No piensa en el horror de lo que está haciendo, sino en morder, en saciarse. Solo entonces la pincelada bermeja de las brasas le muestra más allá, mucho más allá, tumbado junto a la empalizada, al corsario italiano. Tiene una flecha plantada entre los ojos de vidrio. Los dientes de Baitos tropiezan con el anillo de plata de su madre, el anillo con una labrada cruz, y ve el rostro torcido de su hermano, entre esas pieles que Francisco le quitó al cuatralbo después de su muerte, para abrigarse. El ballestero lanza un grito inhumano. Como un borracho se encarama en la estacada de troncos de sauce y ceibo, y se echa a correr barranca abajo, hacia las hogueras de los indios. Los ojos se le salen de las órbitas, como si la mano trunca de su hermano le fuera apretando la garganta más y más.

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