Estado de sitio
Elena Poniatowska
Camino
por las grandes avenidas, las anchas superficies negras, las banquetas en las
que caben todos y nadie me ve, nadie voltea, nadie me mira, ni uno solo de
ellos. Ninguno da la menor señal de reconocimiento. Insisto. Ámenme. Ayúdenme.
Sí, todos. Ustedes. Los veo. Trato de imantarlos; nada los retiene, su mirada
resbala encima de mí, me borra, soy invisible. Sus ojos evitan detenerse en
algo, en cualquier cosa, y yo los miro a todos tan intensamente, los estampo en
mi alma, en mi frente; sus rostros me horadan, me acompañan; los pienso, los
recreo, los acaricio. Nosotras las mujeres atesoramos los rostros; de hecho, en
un momento dado, la vida se convierte en un solo rostro al que podemos tocar
con los labios. Ámenme, véanme, aquí estoy. Alerto todas las fuerzas de la
vida; quiero traspasar los vidrios de la ventanilla, decir: “Señor, señora, soy
yo”, pero nadie, nadie vuelve la cabeza, soy tan lisa como esta pared de
enfrente. Debería gritarles: “Su sociedad sin mí sería incompleta, nadie camina
como yo, nadie tiene mi risa, mi manera de fruncir la nariz al sonreír, jamás
verán a una mujer acodarse en la mesa como lo hago, nadie esconde su rostro
dentro de su hombro…señores, señoras, niños, perros, gatos, pobladores del
mundo entero, créanme, es la verdad, les hago falta.”
Me gustaría pensar que me oyen pero
sé que no es cierto. Nadie me espera. Sin embargo, todos los días tercamente
emprendo el camino, salgo a las anchas avenidas, a ese gran desierto íntimo tan
parecido al que tengo adentro. Necesito tocarlo, ver con los ojos lo que he
perdido, necesito mirar esta negra extensión de chapopote, necesito ver mi
muerte.
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