Remedio
para melancólicos
Ray Bradbury
-Busquen
ustedes unas sanguijuelas, sángrenla –dijo el doctor Gimp.
-Si
ya no le queda sangre –se quejó la señora Wilkes-. Oh, doctor ¿qué mal aqueja a
nuestra Camillia?
-Camillia
no se siente bien.
-¿Sí,
sí?
El
buen doctor frunció el ceño.
-Camillia
está decaída.
-¿Qué
más, qué más?
-Camillia
es la llama trémula de una bujía, y no me equivoco.
-Ah,
doctor Gimp –protestó el señor Wilkes-. Se despide diciendo lo que dijimos
nosotros cuando usted llegó.
-¡No,
más, más! Denle estas píldoras al alba, al mediodía y a la puesta de sol. ¡Un
remedio soberano!
-Condenación.
Camillia está harta de remedios soberanos.
-Vamos,
vamos. Un chelín y me vuelvo escaleras abajo.
-¡Baje
pues, y haga subir al demonio!
El
señor Wilkes puso una moneda en la mano del buen doctor.
El
médico, jadeando, aspirando rapé, estornudando, se lanzó a las bulliciosas
calles de Londres, en una húmeda mañana de la primavera de 1762.
El
señor y la señora Wilkes se volvieron hacia el lecho donde yacía la dulce
Camillia, pálida, delgada, sí, pero no por eso menos hermosa, de inmensos y
húmedos ojos lilas, la cabellera un río de oro sobre la almohada.
-Oh
–Camillia sollozaba casi- ¿Qué será de mí? Desde que llegó la primavera, tres
semanas atrás, soy un fantasma en el espejo: me doy miedo. Pensar que moriré
sin haber cumplido veinte años.
-Niña
–dijo la madre-, ¿qué te duele?
-Los
brazos, las piernas, el pecho, la cabeza. Cuántos doctores, ¿seis? Todos me
dieron vuelta como una chuleta en un asador. Basta ya. Por Dios, déjenme morir
intacta.
-Qué
mal terrible, qué mal misterioso –dijo la madre-. Oh, señor Wilkes, hagamos
algo.
-¿Qué?
–Preguntó el señor Wilkes, enojado-. Olvídate del médico, el boticario, el
cura, ¡y amén! Me han vaciado el bolsillo. Qué quieres, ¿qué corra a la calle y
traiga al barrendero?
-Sí
–dijo una voz.
Los
tres se volvieron, asombrados.
-¡Cómo!
Se
habían olvidado totalmente de Jamie, el hermano menor de Camillia. Asomado a
una ventana distante, se escarbaba los dientes, y contemplaba la llovizna y el
bullicio de la ciudad.
-Hace
cuatrocientos años –dijo Jamie con calma- se ensayó, y con éxito. No llamemos
al barrendero, no, no. Alcen a Camillia, con cama y todo, llévenla abajo y
déjenla en la calle, junto a la puerta.
-¿Por
qué? ¿Para qué?
-En
una hora desfilan mil personas por la puerta. –Los ojos le brincaban a Jamie
mientras contaba.- En un día, pasan veinte mil personas a la carrera, cojeando
o cabalgando. Todos verán a mi hermana enferma, todos le contarán los dientes,
le tirarán de las orejas, y todos, todos, sí, ofrecerán un remedio soberano. Y
uno de esos remedios puede ser el que ella necesita.
-Ah
–dijo el señor Wilkes, perplejo.
-Padre
–dijo Jamie sin aliento-. ¿Conociste alguna vez a un hombre que no creyera ser
el autor de la Materia Médica? Este ungüento verde para el ardor de garganta,
aquella cataplasma de grasa de buey para la gangrena o la hinchazón. Pues bien,
¡hay diez mil boticarios que se nos escapan, toda una sabiduría que se nos
pierde!
-Jamie,
hijo, eres increíble.
-¡Cállate!
–dijo la señora Wilkes-. Ninguna hija mía será puesta en exhibición en esta ni
en ninguna calle...
-¡Vamos,
mujer! –dijo el señor Wilkes-. Camillia se derrite como un copo de nieve y
dudas en sacarla de este cuarto caldeado. Jamie, ¡levanta la cama!
La
señora Wilkes se volvió hacia su hija.
-¿Camillia?
-Me
da lo mismo morir en la intemperie –dijo Camillia- donde la brisa fresca me
acariciará los bucles cuando yo...
-¡Tonterías!
–dijo el padre-. No te morirás. Jamie, ¡arriba! ¡Ajá! ¡Eso es! ¡Quítate del
paso, mujer! Arriba, hijo, ¡más alto!
-Oh
–exclamó débilmente Camillia-. Estoy volando, volando...
De
pronto, un cielo azul se abrió sobre Londres. La población, sorprendida, se
precipitó a la calle, deseosa de ver, hacer, comprar alguna cosa. Los ciegos
cantaban, los perros bailoteaban, los payasos cabriolaban, los niños dibujaban
rayuelas y se arrojaban pelotas como si fuera un tiempo de carnaval.
En
medio de todo este bullicio, tambaleándose, con las caras encendidas, Jamie y
el señor Wilkes transportaban a Camillia, que navegaba como una papisa allá
arriba, en la cama-berlina, con los ojos cerrados, orando.
-¡Cuidado!
–gritó la señora Wilkes-. ¡Ah, está muerta! No. Allí. Bájenla suavemente...
Por
fin la cama quedó apoyada contra el frente de la casa, de modo que el río de
humanidad que pasaba por allí pudiese ver a Camillia, una muñeca Bartolemy
grande y pálida, puesta al sol como un trofeo.
-Trae
pluma, tinta y papel, muchacho –dijo el padre-. Tomaré nota de los síntomas y
de los remedios. Los estudiaremos a la noche. Ahora...
Pero
ya un hombre entre la multitud contemplaba a Camillia con mirada penetrante.
-¡Está
enferma! –dijo.
-Ah
–dijo el señor Wilkes, alegremente-. Ya empieza. La pluma, hijo. Listo.
¡Adelante, señor!
-No
se siente bien. –El hombre frunció el ceño.- Está decaída...
-No
se siente bien... Está decaída... –escribió el señor Wilkes, y de pronto se
detuvo-. ¿Señor? –Lo miró con desconfianza.- ¿Es usted médico?
-Sí,
señor.
-¡Me
pareció haber oído esas palabras! Jamie, toma mi bastón, ¡échalo de aquí!
¡Fuera, señor, fuera!
Ya
el hombre se alejaba blasfemando, terriblemente exasperado.
-No
se siente bien, y está decaída... ¡bah! –imitó el señor Wilkes, y se detuvo.
Pues ahora una mujer alta y delgada como un espectro recién salido de la tumba,
señalaba con un dedo a Camillia Wilkes.
-Vapores
–entonó.
-Vapores
–escribió el señor Wilkes, satisfecho.
-Fluido
pulmonar –canturreó la mujer.
-¡Fluido
pulmonar! –escribió el señor Wilkes, radiante-. Bueno, esto está mejor.
-Necesita
un remedio para la melancolía –dijo la mujer débilmente-. ¿Hay en esta casa
tierra de momias para hacer una pócima? Las mejores momias son las egipcias,
árabes, hirasfatas, libias, todas muy útiles para los trastornos magnéticos.
Pregunten por mí, la Gitana, en Flodden Road. Vendo piedra perejil, incienso
macho...
-Flodden
Road, piedra perejil... ¡más despacio, mujer!
-Opobálsamo,
valeriana póntica...
-¡Aguarda,
mujer! ¡Opobálsamo, sí! ¡Que no se vaya, Jamie!
Pero
la mujer se escabulló, nombrando medicamentos.
Una
muchacha de no más de diecisiete años, se acercó y observó a Camillia Wilkes.
-Está...
-¡Un
momento! –El señor Wilkes escribía febrilmente.- Trastornos magnéticos,
valeriana póntica.
¡Diantre!
Bueno, niña, ya. ¿Qué ves en el rostro de mi hija? La miras fijamente, respiras
apenas. ¿Bueno?
-Está...
–La extraña joven escudriñó profundamente los ojos de Camillia y balbuceó.-
Sufre de... de...
-¡Dilo
de una vez!
-Sufre
de... de... ¡oh!
Y
la joven, con una última mirada de honda simpatía, se perdió en la multitud.
-¡Niña
tonta!
-No,
papá –murmuró Camillia, con los ojos muy abiertos-. Nada tonta. Veía. Sabía.
Oh, Jamie, corre a buscarla, ¡dile que te explique!
-¡No,
no ofreció nada! En cambio la gitana, ¡mira su lita!
-Ya
sé, papá.
Camillia,
más pálida que nunca, cerró los ojos.
Alguien
carraspeó.
Un
carnicero, de delantal ensangrentado como un campo de batalla, se atusaba el
mostacho fiero.
-He
visto vacas con esa mirada –dijo-. Las curé con aguardiente y tres huevos
frescos. En invierno yo mismo me curo con este elixir...
-¡Mi
hija no es una vaca, señor! –El señor Wilkes dejó caer la pluma.- ¡Tampoco es
carnicero, y estamos en primavera! ¡Apártese, señor! ¡Hay gente que espera!
Y
en verdad, ahora una inmensa multitud, atraída por los otros, clamaba queriendo
aconsejar una pócima favorita, o recomendar un sitio campestre donde llovía
menos y había más sol que en toda Inglaterra o en el Sur de Francia. Ancianos y
ancianas, doctos como todos los viejos, se atropellaban unos a otros en una
confusión de bastones, en falanges de muletas y de báculos.
-¡Atrás!
¡Atrás! –gritó, alarmada, la señora Wilkes-. ¡Aplastarán a mi hija como una
cereza tierna!
-¡Fuera
de aquí!
Jamie
tomó los báculos y muletas y los lanzó por encima de la multitud, que se alejó
en busca de los miembros perdidos.
-Padre,
me desmayo, me desmayo –musitó Camillia.
-¡Padre!
–exclamó Jamie-. Sólo hay un medio de impedir este tumulto. ¡Cobrarles! ¡Que
paguen por opinar sobre esta dolencia!
-Jamie,
¡tú sí que eres mi hijo! Pronto, muchacho, ¡pinta un letrero! ¡Escuchen,
señoras y señores! ¡Dos peniques! ¡A la cola, por favor, formen fila! Dos
peniques por cada consejo. Muestren el dinero, ¡así! Eso es. Usted, señor.
Usted, señora. Y usted, señor. ¡Y ahora la pluma! ¡Comencemos!
El
gentío bullía como un mar encrespado.
Camillia
abrió un ojo y volvió a desmayarse.
Crepúsculo,
las calles casi desiertas, sólo algunos vagabundos. Se oyó un tintineo familiar
y los párpados de Camillia temblaron como alas de mariposa.
-¡Trescientos
noventa y nueve, cuatrocientos peniques!
El
señor Wilkes echó en la alforja la última moneda de plata.
-¡Listo!
-Tendré
un coche fúnebre hermoso y negro –dijo la joven pálida.
-¡Cállate!
¿Quién pudo imaginar, oh familia mía, que tanta gente, doscientos, pagaría por
darnos su opinión?
-Sí
–dijo la señora Wilkes-. Esposas, maridos, hijos, todos hacen oídos sordos,
nadie escucha a nadie. Por eso pagan de buen grado a quien los escucha.
Pobrecitos, todos creyeron hoy que ellos y sólo ellos conocían la angina, la
hidropesía, el muermo, sabían distinguir la baba de la urticaria. Y así hoy
somos ricos, y doscientas personas se sienten felices, luego de haber
descargado frente a nuestra puerta toda su ciencia médica.
-Cielos,
costó trabajo alejarlos. Al fin se fueron, mordisqueando como cachorros.
-Lee
la lista, padre –dijo Jamie-. De las doscientas medicinas, ¿cuál será la
verdadera?
-No
importa –murmuró Camillia, suspirando-. Oscurece ya, y esos nombres me
revuelven el estómago. Quisiera ir arriba.
-Sí,
querida. ¡Jamie, ayúdame!
-Por
favor –dijo una voz.
Los
hombres que ya se encorvaban, se irguieron para mirar.
El
que había hablado era un barrendero de apariencia y estatura ordinarias, de
cara de hollín, y en medio de la cara dos ojos azules y traslúcidos y la
hendedura blanca de una sonrisa de marfil. De las mangas, de los pantalones,
cada vez que se movía, o hablaba con voz serena, o gesticulaba, brotaba una
nube de polvo.
-No
pude llegar antes a causa del gentío –dijo el hombre, que tenía en las manos
una gorra sucia-. Iba ya para casa, y decidí venir. ¿He de pagar?
-No,
barrendero, no es necesario –dijo Camillia.
-Espera...
–protestó el señor Wilkes.
Pero
Camillia lo miró dulcemente y el señor Wilkes calló.
-Gracias,
señora. –La sonrisa del barrendero resplandeció como un rayo de sol en el
crepúsculo.- Tengo un solo consejo.
Miraba
a Camillia. Camillia lo miraba.
-¿No
es hoy la noche de San Bosco, señor, señora?
-¿Quién
lo sabe? ¡Yo no, señor! –dijo el señor Wilkes.
-Yo
creo que es la noche de San Bosco, señor. Y además, es noche de plenilunio.
Pues bien –prosiguió el barrendero humildemente, sin poder apartar la mirada de
la hermosa joven enferma-, tienen que dejar a la hija de ustedes a la luz de
esta luna creciente.
-¡A
la intemperie y a la luz de la luna! –exclamó la señora Wilkes.
-¿No
vuelve lunáticos a los hombres? –preguntó Jamie.
-Perdón,
señor. –El barrendero hizo una reverencia.- Pero la luna llena cura a todos los
animales enfermos, ya sean humanos o simples bestias del campo. El plenilunio
es un color sereno, una caricia reposada, y modela delicadamente el espíritu, y
también el cuerpo.
-Pero,
¿y si llueve? –dijo la madre, inquieta.
-Lo
juro –prosiguió rápidamente el barrendero-.
Mi
hermana padecía de esta misma desmayada palidez. Una noche de primavera la
dejamos como una maceta de lirios, a la luz de la luna. Ahora vive en Sussex,
verdadero espejo de la salud recobrada.
-¡Salud
recobrada! ¡Plenilunio! Y no nos costará un solo penique de los cuatrocientos
que nos dieron hoy, madre, Jamie, Camillia.
-¡No!
–dijo la señora Wilkes-. No lo permitiré.
-Madre
–dijo Camillia, mirando ansiosamente el barrendero.
El
barrendero de cara tiznada contemplaba a Camillia, y su sonrisa era como una
cimitarra en la oscuridad.
-Madre
–dijo Camillia-. Es un presentimiento. La luna me curará, sí, sí.
La
madre suspiró.
-Este
no es mi día, ni mi noche. Déjame besarte por última vez, entonces. Así.
Y
la madre entró en la casa.
El
barrendero se alejaba ahora, haciendo corteses reverencias.
-Toda
la noche, entonces, recuérdenlo, a la luz de la luna, y que nadie las moleste
hasta el ala. Que duerma usted bien, señorita. Sueñe, y sueñe lo mejor. Buenas
noches.
El
hollín se desvaneció en el hollín; el hombre desapareció.
El
señor Wilkes y Jamie besaron la frente de Camillia.
-Padre,
Jamie –dijo la joven-. No hay por qué preocuparse.
Camillia
quedó sola, mirando fijamente a lo lejos.
Allá,
en la oscuridad, parecía que una sonrisa titilaba, se apagaba, y se encendía
otra vez, y luego se perdía en una esquina.
Camillia
aguardó a que saliera la luna.
La
noche en Londres, voces soñolientas en las tabernas, portazos, despedidas de
borrachos, tañidos de relojes. Camillia vio una gata que se deslizaba como una
mujer envuelta en pieles; vio una mujer que se deslizaba como una gata, sabias
las dos, silenciosas, egipcias, oliendo a especias. Cada cuarto de hora llegaba
desde la casa una voz:
-¿Estás
bien, hija?
-Sí,
padre.
-¿Camillia?
-Madre,
Jamie, estoy muy bien.
Y
al fin:
-Buenas
noches.
-Buenas
noches.
Se
apagaron las últimas luces. La ciudad dormía. La luna se asomó.
Y
a medida que la luna subía, los ojos de camillia s agrandaba y miraban las
alamedas, los patios, las calles, hasta que por fin, a media noche, la luna
iluminó a Camillia, y la muchacha fue como una figura de mármol sobre una tumba
antigua.
Un
movimiento en la oscuridad.
Camillia
aguzó el oído.
Una
suave melodía brotaba del aire.
Un
hombre esperaba en la calle sombría.
Camillia
contuvo el aliento.
El
hombre avanzó hacia la luz de la luna, tañendo suavemente un laúd. Era un
hombre bien vestido, de rostro hermoso, y, al menos ahora, solemne.
-Un
trovador –dijo en voz alta Camillia.
El
hombre, con un dedo sobre los labios, se acercó silenciosamente, y se detuvo
pronto junto a lecho.
-¿Qué
hace aquí, señor, a estas horas? –preguntó la joven. No sabía por qué, pero no
tenía miedo.
-Un
amigo me envió a ayudarte.
El
hombre rozó las cuerdas del laúd, que canturrearon dulcemente. Era hermoso, en
verdad, envuelto en aquella luz de plata.
-eso
no puede ser –dijo Camillia-. Me dijeron que la luna me curaría.
-Y
lo hará, doncella.
-¿Qué
canciones canta usted?
-Canciones
de noches de primavera, de dolores y males sin nombre. ¿Quieres que nombre tu
mal, doncella?
-Si
lo sabe...
-Ante
todo, los síntomas: fiebres violentas, fríos súbitos, pulso rápido y luego
lento, arranques de cólera, luego una calma dulcísima, accesos de ebriedad
luego de beber agua de pozo, vértigos cuando te tocan así, nada más...
El
hombre rozó la muñeca de Camillia, que cayó en un delicioso abandono.
-Depresiones,
arrebatos –prosiguió el hombre-. Sueños...
-¡Basta!
–exclamó Camillia, fascinada-. Me conoce usted al dedillo. Nombre mi mal,
¡ahora!
-Lo
haré. –El hombre apoyó los labios en la palma de la mano de Camillia, y la
joven se estremeció violentamente.- Tu mal se llama Camillia Wilkes.
-Qué
extraño. –Camillia tembló, y en los ojos le brilló un fuego de lilas.- ¿De modo
que soy mi propia dolencia? ¡Qué daño me hago! Ahora mismo, sienta mi corazón.
-Lo
siento, sí.
-Los
brazos, las piernas, arden con el calor del verano.
-Sí.
Me queman los dedos.
-Y
ahora, el viento nocturno, mire cómo tiemblo, ¡de frío! Me muero, me muero, ¡lo
juro!
-No
dejaré que te mueras –dijo el hombre en voz baja.
-¿Es
usted un doctor, entonces?
-No,
soy sólo tu médico, tu médico vulgar y común, como esa otra persona que hoy
adivinó tu mal.
La
muchacha que iba a nombrarlo y se perdió en la multitud.
-Sí.
Vi en sus ojos que ella sabía. Pero ahora me castañetean los dientes. Y no
tengo manta con que cubrirme.
-Déjame
sitio, por favor. Así. Así. Veamos: dos brazos, dos piernas, cabeza y cuerpo.
¡Estoy todo aquí!
-Pero,
señor...
-Para
sacarte el frío de la noche, claro está.
-Oh,
¡si es como un hogar! Pero señor, señor, ¿no lo conozco? ¿Cómo se llama usted?
La
cabeza del hombre se alzó rápidamente y echó una sombra sobre la cabeza de la
joven. En el rostro del hombre resplandecían los ojos azules y cristalinos y la
hendidura de marfil de la sonrisa.
-Bueno,
Bosco, por supuesto –dijo.
-¿No
es ése el nombre de un santo?
-Dentro
de una hora me llamarás así, sin duda. Acercó la cabeza. Y entonces, en el
hollín de la sombra, Camillia, llorando de alegría, reconoció al barrendero.
-Oh,
¡el mundo da vueltas! ¡Me siento morir! ¡El remedio, dulce doctor, o todo se habrá
perdido!
-El
remedio –dijo el hombre-. Y el remedio es este...
En
alguna parte, los gallos cantaban. Un zapato, lanzado desde una ventana, pasó
por encima de ellos y golpeó una cerca. Después todo fue silencio, y luna...
-Chist...
El
alba. El señor y la señora Wilkes bajaron en puntillas la escalera y espiaron
la calle.
-Muerta
de frío, después de una noche terrible, ¡estoy segura!
-¡No,
mujer, mira! ¡Vive! Tiene rosas en las mejillas. No, más que rosas. Duraznos,
¡cerezas! Mírala cómo resplandece, ¡toda blanca y rosada! Nuestra dulce
Camillia, viva y hermosa, sana una vez más.
Padre
y madre se inclinaron junto al lecho de la joven dormida.
-Sonríe,
está soñando. ¿Qué dice?
-El
remedio –suspiró la joven-, el remedio soberano.
-¿Cómo,
cómo?
La
joven volvió a sonreír, en sueños, con una blanca sonrisa.
-Un
remedio –murmuró-, ¡un remedio para la melancolía!
Camillia
abrió los ojos.
-Oh,
¡madre! ¡Padre!
-¡Hija!
¡Niña! ¡Ven arriba!
-No.
–Camillia les tomó las manos, tiernamente.-
¿Madre?
¿Padre?
-¿Sí?
-Nadie
nos verá. El sol asoma apenas. Por favor, bailemos juntos.
Resistiéndose,
celebrando no sabían qué, los padres bailaron.
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