jueves, 27 de julio de 2017

El chiquitín. Cuento de Luigi Malerba

El Chiquitín
Luigi Malerba

A través de las paredes acolchadas llegaban ruidos, regañinas, lamentos y alguna que otra carcajada. Las paredes amortiguaban los ruidos, las aguas los reflejaban y creaban alegres efectos de eco en los que aparecían vocales, sílabas, silbidos, consonantes simples y dobles, diptongos, balbuceos, gorjeos y otros sonidos. El chiquitín estaba allí acurrucado al calor y dormitaba de la mañana a la noche sin preocupaciones, sin problemas. No sólo no se consideraba preparado para salir al mundo, sino que, por el contrario, había decidido que permanecería en su refugio el mayor tiempo posible.

Las noticias que llegaban de fuera no eran nada buenas: frío en las casas porque faltaba el gas-oil, muchas horas a oscuras porque faltaba la electricidad, largas caminatas porque faltaba la gasolina. También faltaba la carne, el papel, el cáñamo, el carbón; faltaba la lana, la leche, el trabajo, la leña; faltaba el pan, la paz, la nata, la pasta; faltaba la sal, el jabón, el sueño, el salami. En resumen, faltaba casi todo e incluso un poco más. El chiquitín no tenía ningunas ganas de salir y de encontrarse en un mundo en el que solamente abundaba la catástrofe y el hambre, la especulación y los disparates, las tasas y las toses, las estafas y las contiendas, la censura y la impostura, la burocracia y la melancolía, el trabajo negro y las muertes blancas, las Brigadas Rojas y las tramas negras.

“¿Quién va a obligarme a entrar en un mundo así? -se dijo el chiquitín-. Yo de aquí no me muevo, estoy muy a gusto, nado un rato, me doy la vuelta de vez en cuando y luego me adormezco. Hasta que no cambien las cosas yo de aquí no me muevo”, se dijo para sí. Pero no sabía que no era él quien debía decidir.

Un día, mientras estaba dormitando como de costumbre, oyó un gran gorgoteo, extraños movimientos y crujidos, después un motor que silbaba, una sirena que pitaba, una voz que se quejaba. ¿Qué estaba ocurriendo? El chiquitín se acurrucó en su refugio, intentó agarrarse a las paredes porque notaba que se escurría hacia abajo y no tenía ningunas ganas de ir a un lugar del que había oído cosas tan terribles. Intentaba estar quieto y, en cambio, se movía, resbalaba. De repente notó que una mano robusta le cogía de los pies y tiraba, tiraba. Al llegar a cierto punto ya no entendió nada más; se encontró bajo una luz deslumbrante y tuvo que cerrar los ojos. Movió los brazos como para nadar, pero a su alrededor estaba el vacío, el aire, la nada, sólo dos manos que le sujetaban con fuerza por los pies, con la cabeza hacia abajo.


“Pero ¿qué quieren de mí? -se preguntó el chiquitín-. ¡Qué maleducados! ¡Me tienen cogido como un pollo!”. De pronto le dieron dos azotes en el trasero desnudo. “Pero ¿qué mal os he hecho? ¿Por qué os metéis conmigo?”. Se puso a gritar con todas sus fuerzas. Quería protestar, aclarar la situación, contestar, criticar, pero de su boca sólo salieron dos vocales y dos signos de admiración. A su alrededor oyó voces de gente que parecía contenta, quién sabe por qué. Él, no, no estaba nada, nada, nada contento.

martes, 25 de julio de 2017

El retorno. Cuento de Roberto Bolaño

El retorno
Roberto Bolaño


Tengo una buena y mala noticia. La buena es que existe la vida (o algo parecido) después de la vida. La mala es que Jean-Claude Villeneuve es necrófilo.
 
Me sobrevino la muerte en una discoteca de París a las cuatro de la mañana. Mi médico me lo había advertido, pero hay cosas que son superiores a la razón. Erróneamente creí (algo de lo que aún ahora me arrepiento) que el baile y la bebida no constituían la más peligrosa de mis pasiones. Además, mi rutina de cuadro medio en FRACSA contribuía a que cada noche buscara en los locales de moda de París aquello que no se encontraba en mi trabajo ni en lo que la gente llama vida interior: el calor de una cierta desmesura. Pero prefiero no hablar o hablar lo menos posible de eso. Me había divorciado hacía poco y tenía treintaicuatro años cuando acaeció mi deceso. Yo apenas me di cuenta de nada. De repente un pinchazo en el corazón y el rostro de Cecile Lamballe, la mujer de mis sueños, que permanecía impertérrito, y la pista de baile que daba vueltas de forma por demás violenta absorbiendo a los bailarines y a las sombras, y luego un breve instante de oscuridad.

Después de todo siguió tal como lo explican en algunas películas y sobre este punto me gustaría decir algunas palabras.

En vida no fui una persona inteligente ni brillante. Sigo sin serlo (aunque he mejorado mucho). Cuando digo inteligente en realidad quiero decir reflexivo. Pero tengo un cierto empuje y un cierto gusto. Es decir, no soy un patán. Objetivamente hablando, siempre he estado lejos de ser un patán. Estudié empresariales, es cierto, pero eso no me impidió leer de vez en cuando una buena novela, ir de vez en cuando al teatro, y frecuentar con más asiduidad que el común de la gente las salas cinematográficas. Algunas películas las vi por obligación, empujado por mi ex esposa. El resto las vi por vocación de cinéfilo.

Como tantas otras personas yo también fui a ver Ghost, no sé si la recuerdan, un éxito en taquilla, aquella con Demi Moore y Whoopy Goldberg, esa a donde a Patrick Swayze lo matan y el cuerpo queda tirado en una calle de Manhattan, tal vez un callejón, en fin, una calle sucia, mientras el espíritu de Patrick Swayze se separa de su cuerpo, en un alarde de efectos especiales (sobre todo para la época), y contempla estupefacto su cadáver. Bueno, pues a mí (efectos especiales aparte) me pareció una estupidez. Una solución fácil, digna del cine americano, superficial y nada creíble

Cuando me llegó mi turno, sin embargo, fue exactamente eso lo que sucedió. Me quedé de piedra. En primer lugar, por haberme muerto, algo que siempre resulta inesperado, excepto, supongo, en el caso de algunos suicidas y después por estar interpretando involuntariamente una de las peores escenas de Ghost. Mi experiencia, entre otras mil cosas, me hace pensar que tras la puerilidad de los norteamericanos a veces se esconde algo que los europeos no podemos o no queremos entender. Pero después de morirme no pensé en eso. Después de morirme de buen grado me hubiera puesto a reír a gritos.

Uno a todo se acostumbra y además aquella madrugada yo me sentía mareado o borracho, no por haber ingerido bebidas alcohólicas la noche de mi deceso, que no lo hice, fue más bien una noche de jugos de piña mezclados con cerveza sin alcohol, sino por la impresión de estar muerto, por el miedo de estar muerto y no saber que venía después. Cuando uno se muere el mundo real se mueve un poquito y eso contribuye al mareo. Es como si de repente cogieras unas gafas con otra graduación, no muy diferente de la tuya, pero distintas. Y lo peor es que tú sabes que son tus gafas la que has cogido, no unas gafas equivocadas. Y el mundo real se mueve un poquito a la derecha, un poquito para abajo, la distancia que te separa de un objeto determinado cambia imperceptiblemente, y ese cambio uno lo percibe como un abismo, y el abismo contribuye a tu mareo, pero tampoco importa.

Dan ganas de llorar o rezar. Los primeros minutos del fantasma son minutos de nocaut inminente. Quedas como un boxeador tocado que se mueve por el ring en el dilatado instante en que el ring se está evaporando. Pero luego te tranquilizas y generalmente lo que sueles hacer es seguir a la gente que va contigo, a tu novia, a tus amigos, o, por el contrario, a tu cadáver.

Yo iba con Cecile Lambelle, la mujer de mis sueños iba con ella cuando me morí y a ella la vi antes de morirme, pero cuando mi espíritu se separó de mi cuerpo ya no la vi por ninguna parte. La sorpresa fue considerable y la decepción mayúscula, sobre todo si lo pienso ahora, aunque entonces no tuve tiempo para lamentarlo. Allí estaba, mirando mi cuerpo tirado en el suelo en una pose grotesca, como si en medio del baile y del ataque al corazón me hubiera desmadejado del todo, o como sino hubiera muerto de un paro cardiaco sino lanzándome de la azotea de un rascacielos, y lo único que hacia era mirar y dar vueltas y caerme, pues me sentía absolutamente mareado, mientras un voluntario de los que nunca faltan me hacia la respiración artificial ( o se la hacia a mi cuerpo) y luego otro me golpeaba el corazón y luego a alguien se le ocurría desconectar la música y una especie de murmullo de desaprobación recorría toda la discoteca, bastante llena pese a lo avanzado de la noche, y la voz grave de un camarero o de un tipo de seguridad ordenada que nadie me tocara, que había que esperar la llegada de la policía y del juez, y aunque yo estaba grogui me hubiera gustado decirles que siguieran intentándolo, que siguieran reanimándome, pero la gente estaba cansada y cuando alguien nombró a la policía todos se echaron para atrás y mi cadáver se quedó solo en un costado de la pista, con los ojos cerrados, hasta que un alma caritativa me echó un mantel por encima para cubrir eso que ya estaba definitivamente muerto.

Después llegó la policía y unos tipos que certificaron lo que ya todo el mundo sabia, y después llegó el juez y sólo entonces yo me di cuenta de que Cecile Lamballe se había esfumado de la discoteca, así que cuando levantaron mi cuerpo y lo metieron en una ambulancia, yo seguí a los enfermeros y me introduje en la parte de atrás del vehiculo y me perdí con ellos en el triste y exhausto amanecer de París.

Qué poca cosa me pareció entonces mi cuerpo o mi ex cuerpo (no sé como expresarme al respecto), abocado a la maraña de la burocracia de la muerte. Primero me llevaron a los sótanos de un hospital, aunque a ciencia cierta no podría asegurar que aquello fuera un hospital, en donde una joven con gafas ordenó que me desnudaran y luego, ya sola, estuvo mirándome y tocándome durante unos instantes. Luego me pusieron una sabana y en otra habitación sacaron una copia completa de mis huellas dactilares. Luego me volvieron a llevar a la primera sala, en donde no había nadie esta vez y en donde permanecí un tiempo que a mi me pareció largo y que no sabría medir en horas. Tal vez sólo fueran unos minutos, pero yo cada vez estaba mas aburrido.

Al cabo de un rato vino a buscarme un camillero negro que me llevó a otro piso subterráneo, en donde me entregó a un par de jovenzuelos también vestidos de blanco, pero que, desde el primer momento, no sé por qué, me dieron mala espina. Tal vez fuera la manera de hablar, pretendidamente sofisticada, que delataba a un par de artistas plásticos de ínfima categoría, tal vez fueran los pendientes hexagonales que sugerían de forma vaga unos animales escapados de un bestiario, fantástico y que aquella temporada usaban los modernos que circulan por las discotecas a las que yo con irresponsable frecuencia acudí.

Los nuevos enfermeros anotaron algo en un libro, hablaron con el negro durante unos minutos (no sé de qué hablaron) y luego el negro se fue y nos quedamos solos. Es decir, en la habitación estaban los dos jóvenes detrás de la mesa, rellenando formularios y parloteando entre ellos, mi cadáver sobre la camilla, cubierto de pies a cabeza, y yo a un lado de mi cadáver, con la mano izquierda apoyada en el reborde metálico de la camilla, intentando pensar cualquier cosa que contribuyera a clarificar mis días venideros, si es que iba a haber días venideros, algo que no tenía nada claro en aquel instante.

Después uno de los jóvenes se acercó a la camilla y me destapó (o destapó mi cadáver) y durante unos segundos estuvo observándome con la expresión pensativa que nada bueno presagiaba. Al cabo de un rato volvió a cubrirlo y arrastraron, entre los dos, la camilla hasta la habitación vecina, una suerte de panal helado que pronto descubrí era depósito en donde se acumulaban los cadáveres. Nunca hubiera imaginado que tanta gente moría en París en el transcurso de una noche cualquiera. Introdujeron mi cuerpo en un nicho refrigerado y se marcharon. Yo no los conseguí.

Allí, en la morgue, me pasé todo aquel día. A veces me asomaba a la puerta, que tenia una ventanita de cristal, y miraba la hora en el reloj de pared de la habitación vecina. Poco a poco fue remitiendo la sensación de mareo, aunque en algún momento tuve una crisis de pánico, en la que pensé en el infierno y en el paraíso, en la recompensa y en el castigo, pero esta clase de terror irrazonable no se prolongó mucho tiempo. La verdad es que empecé a sentirme mejor.

En el transcurso del día fueron llegando nuevos cadáveres, pero ningún fantasma acompañaba a su cuerpo, y a eso de las cuatro de la tarde un joven miope me hizo la autopsia y luego dictaminó las causas accidentales de mi muerte. Debo reconocer que yo no tuve estomago para ver como abrían mi cuerpo. Pero fui hasta la sala de autopsias y escuché como el forense y su ayudante, una chica bastante agraciada, trabajaban, eficientes y rápidos, tal como seria deseable que hicieran su trabajo todos los funcionarios de los servicios públicos, mientras yo esperaba de espaldas, contemplando las baldosas de color marfil de la pared. Después me lavaron y me cosieron y un camillero me volvió a llevar a la morgue.

Hasta las once de la noche permanecí allí, sentado en el suelo debajo de mi nicho refrigerado, y aunque en algún momento pensé que me iba a quedar dormido ya no tenida sueño ni forma de conciliarlo, y con lo que hice fue seguir reflexionando sobre mi vida pasada y sobre el enigmático porvenir (por llamarlo de alguna manera) que tenía delante de mí. El trasiego, que durante el día había sido como un goteo constante, aunque apenas perceptible, a partir de las diez de la noche cesó o se mitigó de forma considerable. A las once y cinco volvieron a aparecer los jóvenes de los pendientes hexagonales. Me sobresalté cuando abrieron la puerta. Sin embargo, ya me estaba acostumbrando a mi condición fantasmal y tras reconocerlos seguí sentado en el suelo, pensando en la distancia que me separaba ahora de Cecile Lamballe, infinitamente mayor de la que mediaba entre ambos cuando yo aún estaba vivo. Siempre nos damos cuenta de las cosas cuando ya no hay remedio. En la vida tuve miedo de ser juguete (o algo menos que un juguete) en manos de Cecile y ahora que estaba muerto ese destino, antes origen de mis insomnios y de mi inseguridad rampante, se me antojaba dulce y no carente incluso de cierta elegancia y de cierto peso: la solidez de lo real.

Pero hablaba de los camilleros modernos. Los vi cuando entraron en la morgue y aunque no dejé de percibir en sus gestos una cautela que se contradecía con su forma de ser pegajosamente felina, de pretendidos artistas de discoteca, al principio de presté atención a sus movimientos, a sus cuchicheos, hasta que uno de ellos abrió el nicho donde reposaba mi cadáver.

Entonces me levanté y me puse a mirarlos. Con gestos de profesionales consumados pusieron mi cuerpo en una camilla. Luego arrastraron la camilla fuera de la morgue y se perdieron por un corredor largo, con una suave pendiente en subida, que iba a dar directamente al parking del edificio. Por un instante pensé que estaban robando mi cadáver. Mi delirio de Cecile Lamballe, el rostro blanquísimo de Cecile Lamballe, que emergía de la oscuridad del parking y les daba a los camilleros seudoartistas el pago estipulado por el rescate de mi cadáver. Pero en el parking no había nadie, lo que demuestra que yo aún estaba lejos de recobrar mi raciocinio o siquiera serenidad.

Durante unos instantes volví a sentir el mareo de los primeros minutos de fantasma mientras los seguía con cierta timidez e inseguridad por las inhóspitas hileras de coches. Luego metieron mi cadáver en el maletero de un Renault gris, con la carrocería llena de pequeñas abolladuras, y salimos del vientre de aquel edificio, que ya empezaba a considerar mi casa, hacia la noche libérrima de París.

No recuerdo ya por qué avenidas y calles transitamos. Los camilleros iban drogados, según pude colegir tras un vistazo más concienzudo, y hablaban de gente que estaba muy por encima de sus posibilidades sociales. No tardé e confirmar mi primera impresión: eran unos pobres diablos, y sin embargo algo en su actitud, que por momentos parecía esperanza y por momentos inocencia, hizo que me sintiera próximo a ellos. En el fondo, nos parecíamos, no ahora ni en los momentos previos a mi muerte, sino en la imagen que guardaba en mí mismo a los veintidós años o a los veinticinco, cuando aún estudiaba y creía que el mundo algún día se iba a rendir a mis pies.

El Renault se detuvo junto a una mansión en unos de los barrios más exclusivos de París. Eso, al menos, fue lo que creí. Uno de los seudoartistas se bajó del coche y tocó un timbre. Al cabo de un rato una voz que surgió de la oscuridad le ordenó, no, le sugirióque se pusiera un poco más a la derecha y que levantara la barbilla. El camillero siguió las instrucciones y levantó la cabeza. El otro se asomó a la ventanilla del coche y saludó con la mano en dirección a una cámara de televisión que nos observaba desde lo alto de la verja. La voz carraspeó (en ese momento supe que iba a conocer dentro de poco a un hombre retraído en grado extremo) y dijo que podíamos pasar.

Al instante la verja se abrió con un ligero chirrido y el coche se internó por un camino pavimentado que caracoleaba por un jardín lleno de árboles y plantas cuyo insinuado descuido correspondía más a un capricho que a dejadez. Nos detuvimos en uno de los laterales de la casa. Mientras los camilleros bajaban mi cuerpo del maletero la contemplé con desaliento y admiración. Nunca en toda mi vida había estado en una cada como aquella. Parecía antigua. Sin duda debía de valer una fortuna. Poco más es lo que sé de arquitectura.

Entramos por unas de las puertas de servicio. Pasamos por la cocina, impoluta y fría como la cocina de un restaurante que llevara muchos años cerrado, y recorrimos un pasillo en penumbra al final del cual tomamos un ascensor que nos llevó hasta el sótano. Cuando las puertas del aseador se abrieron allí estaba Jean-Claude Villeneuve. Lo reconocí de inmediato. El pelo largo y canoso, las gafas de cristales gruesos, la mirada gris que insinuaba a un niño desprotegido, los labios delgados y firmes que delataban, por el contrario, a un hombre que sabia muy bien lo que quería. Iba vestido con pantalones vaqueros y camiseta blanca de manga corta. Su atuendo me resultó chocante pues las fotos que yo había visto de Villeneuve siempre lo mostraban vestido con elegancia. Discreto, sí, pero elegante. El Villeneuve que tenía ante mí, por el contrario, parecía un viejo rockero insomne. Su andar, si embargo, era inconfundible: se movía con la misma inseguridad que tantas veces había visto en la televisión, cuando al final de sus colecciones de otoño-invierno o de primavera-verano saltaba a la pasarela, se diría que casi por obligación, arrastrado por sus modelos favoritas a recibir el aplauso unánime del público.

Los camilleros pusieron mi cadáver sobre un diván verde oscuro y retrocedieron unos pasos, a la espera del dictamen de Villeneuve. Este se acercó, me destapó la cara y luego sin decir nada se dirigió a un pequeño escritorio de madera noble (supongo) de donde extrajo un sobre. Los camilleros recibieron el sobre, que con casi toda probabilidad contenía una suma importante de dinero, aunque ninguno de los dos se molestó en contarlo, y luego uno de ellos dijo que pasarían a las siete de la mañana del día siguiente a recogerme y se marcharon. Villeneuve ignoró sus palabras de despedida. Los camilleros desaparecieron por donde habíamos entrado, oí el ruido del ascensor y después silencio. Villeneuve, sin prestarle atención a mi cuerpo, encendió un monitor de televisión. Miré por encima de su hombro. Los seudoartistas estaban junto a la verja, esperando a que Villeneuve les franqueara la salida. Después el coche se perdió por la calle de aquel barrio tan selecto y la puerta metálica se cerró con un chirrido seco.

A partir de ese momento todo en mi nueva vida sobrenatural empezó a cambiar, a acelerarse en fases que se distinguían perfectamente unas de otras pese a la rapidez con que se sucedían. Villeneuve se acercó a un mueble muy parecido a un minibar de un hotel cualquiera y sacó un refresco de manzana. Lo destapó, comenzó a beberlo directamente de la botella y apagó el monitor de vigilancia. Sin dejar de beber puso música. Una música que yo nunca había oído, o tal vez si, pero entonces la escuché con atención y me pareció que era la primera vez: guitarras, eléctricas, un piano, un saxo, algo triste y melancólico, pero también fuerte, como si el espíritu del músico no diera un brazo a torcer. Me acerqué al aparato con la esperanza de ver el nombre del músico en la tapa del compact disc pero no vi nada. Sólo en rostro de Villeneuve que en la penumbra me pareció extraño, como si al quedarse solo y beber refresco de manzana se hubiera acalorado de improvisto. Distinguí una gota de sudor en medio de su mejilla. Una gota minúscula que bajaba lentamente hacia el mentón. También creí percibir un ligero estremecimiento.

Después Villeneuve dejó el vaso al lado del aparato de música y se aproximó a mi cuerpo. Durante un rato me estuvo mirando como si no supiera qué hacer, lo cual no era cierto, o como si intentara adivinar qué esperanzas y deseos palpitaron alguna vez en aquel bulto envuelto en una funda de plástico que ahora tenía a su merced. Así permaneció un rato. Yo no sabía, siempre he sido un ingenuo, cuáles eran sus intenciones. Si lo hubiera sabido me habría puesto nervioso. Pero no lo sabía, de manera que me senté en uno de los confortables sillones de cuero que había en la habitación y esperé.

Entonces Villeneuve deshizo con extremo cuidado el envoltorio que contenía mi cuerpo hasta dejar la funda arrugada debajo de mis piernas y luego (tras dos o tres minutos interminables) retiró del todo la funda y dejó mi cadáver desnudo sobre el diván tapizado en cuero verde. Acto seguido se levantó, pues todo lo anterior lo había hecho de rodillas, y se sacó la camisa e hizo una pausa sin dejar de mirarme y fue entonces cuando yo me levanté y me acerqué un poco y vi mi cuerpo desnudo, más gordito de lo que hubiera deseado, pero no mucho, los ojos cerrados y una expresión ausente, y vi el torso de Villeneuve, algo que pocos han visto, pues nuestro modisto es famoso entre tantas otras cosas por su discreción y nunca se habían publicado fotos de él en la playa, por ejemplo, y luego busqué la expresión de Villeneuve, para adivinar qué iba a suceder a continuación, pero lo único que vi fue su rostro tímido, más tímido que en las fotos, de hecho infinitamente más tímido que en las fotos que aparecían en las revistas de moda o del corazón.

Villeneuve se despojó de los pantalones y de los calzoncillos y se tumbó junto a mi cuerpo. Ahí si que lo entendí todo y me quedé mudo de asombro. Lo que sucedió a continuación cualquiera puede imaginárselo, pero tampoco fue una bacanal. Villeneuve me abrazó, me acarició, me besó castamente en los labios. Me masajeó el pene y los testículos con una delicadeza similar a la que alguna vez empleó Cecile Lamballe, la mujer de mis sueños, y al cabo de un cuarto de hora de arrumacos en la penumbra comprobé que estaba empalmado. Dios mío, pensé, ahora me va a sodomizar. Pero no fue así. El modisto, para mi sorpresa, se corrió frotándose contra uno de mis muslos. En ese momento hubiera querido cerrar los ojos, pero no pude. Experimenté sensaciones encontradas: disgusto por lo que veía, agradecimiento por no ser sodomizado, sorpresa por ser Villeneuve quien era, rencor contra los camilleros por haber venido o alquilado mi cuerpo, incluso vanidad por ser involuntariamente el objeto del deseo de uno de los hombres más famosos de Francia.

Después de correrse Villeneuve cerró los ojos y suspiró. En ese suspiro creí percibir una ligera señal de hastío. Acto seguido se incorporó y durante y durante unos segundos permaneció sentado en el diván, dándole la espalda a mi cuerpo, mientras se limpiaba con la mano el miembro que aun goteaba. Debería darle vergüenza, dije.

Desde que había muerto era la primera vez que hablaba. Villeneuve levantó la cabeza, en modo alguno sorprendido o en cualquier caso con una sorpresa mucho menor de la que hubiera experimentado yo en su lugar, mientras con una mano buscaba las gafas que estaban sobre la moqueta.

En el acto comprendí que me había oído. Me pareció un milagro. De pronto sentí tan feliz que le perdoné su anterior lascivia. Sin embargo, como un idiota, repetí: debería darle vergüenza. ¿Quién está ahí?, dijo Villeneuve. Soy yo, dije, el fantasma del cuerpo al que usted acaba de violar. Villeneuve empalideció y luego sus mejillas se colorearon, todo de forma casi simultánea. Temí que fuera a sufrir un ataque al corazón o que muriera del susto, aunque la verdad es que muy asustado no se le veía.

No hay problema, dije conciliador, está perdonado.

Villeneuve encendió la luz y buscó por todos los rincones de la habitación. Creí que se había vuelto loco, pues era evidente que allí sólo estaba él y que de ocultarse otra persona éste tenía que ser un pigmeo o aún más pequeño que un pigmeo, un gnomo. Luego comprendí que el modisto, contra lo que yo pensaba, no estaba loco, sino que más bien hacía gala de unos nervios de acero: no buscaba a una persona sino un micrófono. Mientras me tranquilizaba sentí una oleada de simpatía por él. Su forma metódica de desplazarse por la habitación me pareció admirable. Yo en su lugar hubiera escapado como alma que lleva el diablo.

No soy ningún micrófono, dije. Tampoco soy una cámara de televisión. Por favor, procure calmarse, siéntese y charlemos. Sobre todo, no tenga miedo de mí. No voy a hacerle nada. Eso le dije y cuando terminé de hablar me callé vi que Villeneuve, tras vacilar imperceptiblemente, seguía buscando. Lo dejé hacer. Mientras él desordenaba la habitación yo permanecí sentado en uno de los confortables sillones. Luego se me ocurrió algo. Le sugerí que nos encerráramos en una habitación pequeña (pequeña como un ataúd, fue el termino exacto que empleé), una habitación en donde fuera impensable la instalación de micrófonos o cámaras y en donde yo le seguiría hablando hasta que pudiera convencerlo de cuál era mi naturaleza o mejor dicho mi nueva naturaleza. Después, mientras él reflexionaba sobre mi proposición, yo pensé a mi vez que me había expresado mal, pues en modo alguno podía llamar naturaleza a mi estado de fantasma. Mi naturaleza seguía siendo, a todas luces, la de un ser vivo. Sin embargo, era evidente que yo no estaba vivo. Por un instante se me ocurrió la posibilidad de que todo fuera un sueño. Con el valor de los fantasmas me dije que si era un sueño lo mejor (y lo único) que podía hacer era seguir soñando. Por experiencia sé que intentar despertarse de golpe de una pesadilla es inútil y además añade dolor al dolor o terror al terror.

Así que repetí mi oferta y esta vez Villeneuve dejó de buscar y se quedó quieto (contemplé con detenimiento su rostro tantas veces visto en las revistas de papel satinado, y la expresión que vi fue la misma, es decir una expresión de soledad y de elegancia, aunque ahora por su frente y por sus mejillas se deslizaban unas pocas, pero significativas gotas de sudor). Salió de la habitación. Lo seguí. En medio de un largo pasillo se detuvo y dijo ¿sigue usted conmigo? Su voz me sonó extrañamente simpática, llena de matices que se acercaba, por distintos caminos, a una calidez no sé si real o quimérica.

Aquí estoy, dije.

Villeneuve hizo un gesto con la cabeza que no comprendía y siguió recorriendo su mansión, deteniéndose en cada habitación y sala de estar o rellano y preguntándome si aún estaba con él, pregunta que yo ineluctablemente respondía en cada ocasión, procurando darle a mi voz un tono distendido, o al menos intentando singularizar mi voz (que en vida fue siempre una voz más bien vulgar, del montón), influido, qué duda cabe, por la voz delgada (en ocasiones casi un pito) y sin embargo extremadamente distinguida del modisto. Es más, a cada respuesta añadía, con miras a conseguir una mayor credibilidad, detalles del lugar en que nos encontrábamos, por ejemplo, si había una lámpara con una pantalla de color tabaco y pie de hierro labrado, y Villeneuve asentía o me corregía, el pie de lámpara es de hierro forjado o de hierro colado, podía decirme, con los ojos, eso si, fijos en el suelo, como si temiera que de improviso yo me materializara o como si no quisiera avergonzarme, y entonces yo le decía: perdone, no me he fijado bien, o: eso quise decir. Y Villeneuve movía la cabeza de forma ambigua, como si efectivamente aceptara mis excusas o como si se estuviera haciendo una idea más cabal del fantasma que le había tocado en suerte.

Y así recorrimos toda la casa, y mientras íbamos de un sitio a otro Villeneuve cada vez estaba o se le veía más tranquilo y yo estaba cada vez más nervioso, pues la descripción de objetos nunca ha sido mi fuerte, máxime si esos objetos no eran objetos de uso común, o si esos objetos eran cuadros de pintores contemporáneos que seguramente valían una fortuna pero sus autores para mí eran unos perfectos desconocidos, o si esos objetos eran figuras que Villeneuve había ido reuniendo después de sus viajes (de incógnito) por el mundo.

Hasta que llegamos a una pequeña habitación en donde no había nada, ni un solo mueble, si una sola luz, una habitación revestida de una capa de cemento, e donde nos encerramos y quedamos a oscuras. La situación, a primera vista, parecía embarazosa, pero para mí fue como un segundo o un tener nacimiento, es decir, para mí fue el inicio de la esperanza y al mismo tiempo la conciencia desesperada de la esperanza. Allí Villeneuve dijo: descríbame el sitio en donde estamos ahora. Y yo le dije que aquel lugar era como la muerte, pero no como la muerte real sino como imaginamos la muerte cuando estamos vivos. Y Villeneuve dijo: descríbalo todo está oscuro, dije yo. Es como un refugio atómico. Y añadí que el alma se encogía en un sitio así e iba a seguir enumerando lo que sentía, el vacío que se había instalado en mi alma mucho antes de morir y del que sólo ahora tenía conciencia, pero Villeneuve me interrumpió, dijo que con eso bastaba, que me creía, y abrió de golpe la puerta.

Lo seguí hasta la sala principal de la casa, en donde se sirvió un whisky y precedió a pedirme perdón, con pocas y medidas frases, por lo que había hecho con mi cuerpo. Está usted perdonado, le dije. Soy una persona de mente abierta. En realidad, ni siquiera estoy seguro de lo que significa tener una mente abierta, pero sentí que era mí deber hacer tabla rasa y despejar nuestra futura relación de culpabilidades y rencores.

Se preguntará usted por qué hago lo que hago, dijo Villeneuve.

Le aseguré que no tenía intención de pedirle explicaciones. Sin embargo, Villeneuve insistió en dármelas. Con cualquier otra persona aquello se hubiera convertido en una velada de lo más desagradable, pero quien hablaba era Jean-Claude Villeneuve, el más grande modisto de Francia, es decir del mundo, y el tiempo se me fue volando mientras odia una historia sucinta de su infancia y adolescencia, de su juventud, de sus reservas en material sexual, de sus experiencias con algunos hombres y con algunas mujeres, de su inveterada soledad, de su mórbido deseo de no causar daño a nadie que tal vez encubría el oculto deseo de que nadie le hiciese daño a él, de sus gustos artísticos que admiré y envidié con toda mi alma, de su inseguridad crónica, de sus disputas con algunos modistos famosos, de sus primeros trabajos para una casa de alta costura, de sus viajes iniciáticos sobre los que no quiso profundizar, de su amistad con tres de las mejores actrices del cine europeo, de su relación con el par de seudoartistas de la morgue que le conseguían de tanto en tanto cadáveres con los que pasaba solo una noche, de su fragilidad, de su fragilidad que se asemejaba a una demolición en cámara lenta e infinita, hasta que por las cortinas de la sala principales deslizaron las primeras luces de la mañana y Villeneuve dio por concluida su larga exposición.

Permanecimos en silencio durante un largo rato. Supe que ambos estábamos si no exultantes de alegría sí razonablemente felices.

Poco después llegaron los camilleros. Villeneuve miró al suelo y me preguntó que debía hacer. Después de todo, el cuerpo que venían a buscar era el mío. Le di las gracias por la delicadeza de preguntármelo, pero al mismo tiempo le aseguré que me encontraba más allá de esas preocupaciones. Haga lo que suele hacer, le dije. ¿Se marchará usted?, dijo él. Mi decisión hacía rato que estaba tomada, sin embargo fingí reflexionar durante unos segundos antes de decirle que no, que no me iba a marchar. Si a él no le importaba, claro. Villeneuve pareció aliviado. No me importa, al contrario, dijo. Entonces sonó un timbre y Villeneuve encendió los monitores y flanqueó el paso a los alquiladores de cadáveres, que entraron sin decir una palabra.

Agotado por los sucesos de la noche, Villeneuve no se levantó del sofá. Los seudoartistas lo saludaron, me pareció que uno de ellos tenía ganas de charla, pero el otro le dio un empujón y ambos bajaron sin más a buscar mi cadáver. Villeneuve tenía los ojos cerrados y parecía dormido. Yo seguí a los camilleros al sótano. Mi cadáver yacía semicubierto por la funda de la morgue. Vi como lo metían en ella y lo cargaban hasta depositarlo otra vez en el maletero del coche. Lo imaginé allí, en el frío, hasta que un pariente o mi ex mujer acudiera a reclamarlo. Pero no hay que darle espacio al sentimentalismo, pensé, y cuando el coche de los camilleros dejó el jardín y se perdió en aquella calle arbolada y elegante no sentí ni el más leve asomo de nostalgia o de tristeza o de melancolía.


Al volver a la sala Villeneuve seguía en el sillón y hablaba solo (aunque no tardé en descubrir que él creía que hablaba conmigo) mientras con los brazos entrecruzados temblaba de frío. Me senté en una silla junto a él, una silla de madera labrada y respaldo de terciopelo, de cara a la ventana y al jardín y a la hermosa luz de la mañana, y lo dejé seguir hablando todo lo que quisiera.

lunes, 24 de julio de 2017

Carta a una señorita de París. Cuento de Julio Cortázar

Carta a una señorita de París
Julio Cortázar

Andrée, yo no quería venirme a vivir a su departamento de la calle Suipacha. No tanto por los conejitos, más bien porque me duele ingresar en un orden cerrado, construido ya hasta en las más finas mallas del aire, esas que en su casa preservan la música de la lavanda, el aletear de un cisne con polvos, el juego del violín y la viola en el cuarteto de Rará. Me es amargo entrar en un ámbito donde alguien que vive bellamente lo ha dispuesto todo como una reiteración visible de su alma, aquí los libros (de un lado en español, del otro en francés e inglés), allí los almohadones verdes, en este preciso sitio de la mesita el cenicero de cristal que parece el corte de una pompa de jabón, y siempre un perfume, un sonido, un crecer de plantas, una fotografía del amigo muerto, ritual de bandejas con té y tenacillas de azúcar… Ah, querida Andrée, qué difícil oponerse, aun aceptándolo con entera sumisión del propio ser, al orden minucioso que una mujer instaura en su liviana residencia. Cuán culpable tomar una tacita de metal y ponerla al otro extremo de la mesa, ponerla allí simplemente porque uno ha traído sus diccionarios ingleses y es de este lado, al alcance de la mano, donde habrán de estar. Mover esa tacita vale por un horrible rojo inesperado en medio de una modulación de Ozenfant, como si de golpe las cuerdas de todos los contrabajos se rompieran al mismo tiempo con el mismo espantoso chicotazo en el instante más callado de una sinfonía de Mozart. Mover esa tacita altera el juego de relaciones de toda la casa, de cada objeto con otro, de cada momento de su alma con el alma entera de la casa y su habitante lejana. Y yo no puedo acercar los dedos a un libro, ceñir apenas el cono de luz de una lámpara, destapar la caja de música, sin que un sentimiento de ultraje y desafío me pase por los ojos como un bando de gorriones.

Usted sabe por qué vine a su casa, a su quieto salón solicitado de mediodía. Todo parece tan natural, como siempre que no se sabe la verdad. Usted se ha ido a París, yo me quedé con el departamento de la calle Suipacha, elaboramos un simple y satisfactorio plan de mutua convivencia hasta que septiembre la traiga de nuevo a Buenos Aires y me lance a mí a alguna otra casa donde quizá… Pero no le escribo por eso, esta carta se la envío a causa de los conejitos, me parece justo enterarla; y porque me gusta escribir cartas, y tal vez porque llueve.

Me mudé el jueves pasado, a las cinco de la tarde, entre niebla y hastío. He cerrado tantas maletas en mi vida, me he pasado tantas horas haciendo equipajes que no llevaban a ninguna parte, que el jueves fue un día lleno de sombras y correas, porque cuando yo veo las correas de las valijas es como si viera sombras, elementos de un látigo que me azota indirectamente, de la manera más sutil y más horrible. Pero hice las maletas, avisé a la mucama que vendría a instalarme, y subí en el ascensor. Justo entre el primero y segundo piso sentí que iba a vomitar un conejito. Nunca se lo había explicado antes, no crea que por deslealtad, pero naturalmente uno no va a ponerse a explicarle a la gente que de cuando en cuando vomita un conejito. Como siempre me ha sucedido estando a solas, guardaba el hecho igual que se guardan tantas constancias de lo que acaece (o hace uno acaecer) en la privacía total. No me lo reproche, Andrée, no me lo reproche. De cuando en cuando me ocurre vomitar un conejito. No es razón para no vivir en cualquier casa, no es razón para que uno tenga que avergonzarse y estar aislado y andar callándose.

Cuando siento que voy a vomitar un conejito me pongo dos dedos en la boca como una pinza abierta, y espero a sentir en la garganta la pelusa tibia que sube como una efervescencia de sal de frutas. Todo es veloz e higiénico, transcurre en un brevísimo instante. Saco los dedos de la boca, y en ellos traigo sujeto por las orejas a un conejito blanco. El conejito parece contento, es un conejito normal y perfecto, sólo que muy pequeño, pequeño como un conejilo de chocolate pero blanco y enteramente un conejito. Me lo pongo en la palma de la mano, le alzo la pelusa con una caricia de los dedos, el conejito parece satisfecho de haber nacido y bulle y pega el hocico contra mi piel, moviéndolo con esa trituración silenciosa y cosquilleante del hocico de un conejo contra la piel de una mano. Busca de comer y entonces yo (hablo de cuando esto ocurría en mi casa de las afueras) lo saco conmigo al balcón y lo pongo en la gran maceta donde crece el trébol que a propósito he sembrado. El conejito alza del todo sus orejas, envuelve un trébol tierno con un veloz molinete del hocico, y yo sé que puedo dejarlo e irme, continuar por un tiempo una vida no distinta a la de tantos que compran sus conejos en las granjas.

Entre el primero y segundo piso, Andrée, como un anuncio de lo que sería mi vida en su casa, supe que iba a vomitar un conejito. En seguida tuve miedo (¿o era extrañeza? No, miedo de la misma extrañeza, acaso) porque antes de dejar mi casa, sólo dos días antes, había vomitado un conejito y estaba seguro por un mes, por cinco semanas, tal vez seis con un poco de suerte. Mire usted, yo tenía perfectamente resuelto el problema de los conejitos. Sembraba trébol en el balcón de mi otra casa, vomitaba un conejito, lo ponía en el trébol y al cabo de un mes, cuando sospechaba que de un momento a otro… entonces regalaba el conejo ya crecido a la señora de Molina, que creía en un hobby y se callaba. Ya en otra maceta venía creciendo un trébol tierno y propicio, yo aguardaba sin preocupación la mañana en que la cosquilla de una pelusa subiendo me cerraba la garganta, y el nuevo conejito repetía desde esa hora la vida y las costumbres del anterior. Las costumbres, Andrée, son formas concretas del ritmo, son la cuota del ritmo que nos ayuda a vivir. No era tan terrible vomitar conejitos una vez que se había entrado en el ciclo invariable, en el método. Usted querrá saber por qué todo ese trabajo, por qué todo ese trébol y la señora de Molina. Hubiera sido preferible matar en seguida al conejito y… Ah, tendría usted que vomitar tan sólo uno, tomarlo con dos dedos y ponérselo en la mano abierta, adherido aún a usted por el acto mismo, por el aura inefable de su proximidad apenas rota. Un mes distancia tanto; un mes es tamaño, largos pelos, saltos, ojos salvajes, diferencia absoluta Andrée, un mes es un conejo, hace de veras a un conejo; pero el minuto inicial, cuando el copo tibio y bullente encubre una presencia inajenable… Como un poema en los primeros minutos, el fruto de una noche de Idumea: tan de uno que uno mismo… y después tan no uno, tan aislado y distante en su llano mundo blanco tamaño carta.

Me decidí, con todo, a matar el conejito apenas naciera. Yo viviría cuatro meses en su casa: cuatro -quizá, con suerte, tres- cucharadas de alcohol en el hocico. (¿Sabe usted que la misericordia permite matar instantáneamente a un conejito dándole a beber una cucharada de alcohol? Su carne sabe luego mejor, dicen, aunque yo… Tres o cuatro cucharadas de alcohol, luego el cuarto de baño o un piquete sumándose a los desechos.)

Al cruzar el tercer piso el conejito se movía en mi mano abierta. Sara esperaba arriba, para ayudarme a entrar las valijas… ¿Cómo explicarle que un capricho, una tienda de animales? Envolví el conejito en mi pañuelo, lo puse en el bolsillo del sobretodo dejando el sobretodo suelto para no oprimirlo. Apenas se movía. Su menuda conciencia debía estarle revelando hechos importantes: que la vida es un movimiento hacia arriba con un clic final, y que es también un cielo bajo, blanco, envolvente y oliendo a lavanda, en el fondo de un pozo tibio.

Sara no vio nada, la fascinaba demasiado el arduo problema de ajustar su sentido del orden a mi valija-ropero, mis papeles y mi displicencia ante sus elaboradas explicaciones donde abunda la expresión «por ejemplo». Apenas pude me encerré en el baño; matarlo ahora. Una fina zona de calor rodeaba el pañuelo, el conejito era blanquísimo y creo que más lindo que los otros. No me miraba, solamente bullía y estaba contento, lo que era el más horrible modo de mirarme. Lo encerré en el botiquín vacío y me volví para desempacar, desorientado pero no infeliz, no culpable, no jabonándome las manos para quitarles una última convulsión.

Comprendí que no podía matarlo. Pero esa misma noche vomité un conejito negro. Y dos días después uno blanco. Y a la cuarta noche un conejito gris.

Usted ha de amar el bello armario de su dormitorio, con la gran puerta que se abre generosa, las tablas vacías a la espera de mi ropa. Ahora los tengo ahí. Ahí dentro. Verdad que parece imposible; ni Sara lo creería. Porque Sara nada sospecha, y el que no sospeche nada procede de mi horrible tarea, una tarea que se lleva mis días y mis noches en un solo golpe de rastrillo y me va calcinando por dentro y endureciendo como esa estrella de mar que ha puesto usted sobre la bañera y que a cada baño parece llenarle a uno el cuerpo de sal y azotes de sol y grandes rumores de la profundidad.

De día duermen. Hay diez. De día duermen. Con la puerta cerrada, el armario es una noche diurna solamente para ellos, allí duermen su noche con sosegada obediencia. Me llevo las llaves del dormitorio al partir a mi empleo. Sara debe creer que desconfío de su honradez y me mira dubitativa, se le ve todas las mañanas que está por decirme algo, pero al final se calla y yo estoy tan contento. (Cuando arregla el dormitorio, de nueve a diez, hago ruido en el salón, pongo un disco de Benny Carter que ocupa toda la atmósfera, y como Sara es también amiga de saetas y pasodobles, el armario parece silencioso y acaso lo esté, porque para los conejitos transcurre ya la noche y el descanso.)

Su día principia a esa hora que sigue a la cena, cuando Sara se lleva la bandeja con un menudo tintinear de tenacillas de azúcar, me desea buenas noches -sí, me las desea, Andrée, lo más amargo es que me desea las buenas noches- y se encierra en su cuarto y de pronto estoy yo solo, solo con el armario condenado, solo con mi deber y mi tristeza.

Los dejo salir, lanzarse ágiles al asalto del salón, oliendo vivaces el trébol que ocultaban mis bolsillos y ahora hace en la alfombra efímeras puntillas que ellos alteran, remueven, acaban en un momento. Comen bien, callados y correctos, hasta ese instante nada tengo que decir, los miro solamente desde el sofá, con un libro inútil en la mano -yo que quería leerme todos sus Giraudoux, Andrée, y la historia argentina de López que tiene usted en el anaquel más bajo-; y se comen el trébol.

Son diez. Casi todos blancos. Alzan la tibia cabeza hacia las lámparas del salón, los tres soles inmóviles de su día, ellos que aman la luz porque su noche no tiene luna ni estrellas ni faroles. Miran su triple sol y están contentos. Así es que saltan por la alfombra, a las sillas, diez manchas livianas se trasladan como una moviente constelación de una parte a otra, mientras yo quisiera verlos quietos, verlos a mis pies y quietos -un poco el sueño de todo dios, Andrée, el sueño nunca cumplido de los dioses-, no así insinuándose detrás del retrato de Miguel de Unamuno, en torno al jarrón verde claro, por la negra cavidad del escritorio, siempre menos de diez, siempre seis u ocho y yo preguntándome dónde andarán los dos que faltan, y si Sara se levantara por cualquier cosa, y la presidencia de Rivadavia que yo quería leer en la historia de López.

No sé cómo resisto, Andrée. Usted recuerda que vine a descansar a su casa. No es culpa mía si de cuando en cuando vomito un conejito, si esta mudanza me alteró también por dentro -no es nominalismo, no es magia, solamente que las cosas no se pueden variar así de pronto, a veces las cosas viran brutalmente y cuando usted esperaba la bofetada a la derecha-. Así, Andrée, o de otro modo, pero siempre así.

Le escribo de noche. Son las tres de la tarde, pero le escribo en la noche de ellos. De día duermen ¡Qué alivio esta oficina cubierta de gritos, órdenes, máquinas Royal, vicepresidentes y mimeógrafos! Qué alivio, qué paz, qué horror, Andrée! Ahora me llaman por teléfono, son los amigos que se inquietan por mis noches recoletas, es Luis que me invita a caminar o Jorge que me guarda un concierto. Casi no me atrevo a decirles que no, invento prolongadas e ineficaces historias de mala salud, de traducciones atrasadas, de evasión. Y cuando regreso y subo en el ascensor ese tramo, entre el primero y segundo piso me formulo noche a noche irremediablemente la vana esperanza de que no sea verdad.

Hago lo que puedo para que no destrocen sus cosas. Han roído un poco los libros del anaquel más bajo, usted los encontrará disimulados para que Sara no se dé cuenta. ¿Quería usted mucho su lámpara con el vientre de porcelana lleno de mariposas y caballeros antiguos? El trizado apenas se advierte, toda la noche trabajé con un cemento especial que me vendieron en una casa inglesa -usted sabe que las casas inglesas tienen los mejores cementos- y ahora me quedo al lado para que ninguno la alcance otra vez con las patas (es casi hermoso ver cómo les gusta pararse, nostalgia de lo humano distante, quizá imitación de su dios ambulando y mirándolos hosco; además usted habrá advertido -en su infancia, quizá- que se puede dejar a un conejito en penitencia contra la pared, parado, las patitas apoyadas y muy quieto horas y horas).

A las cinco de la mañana (he dormido un poco, tirado en el sofá verde y despertándome a cada carrera afelpada, a cada tintineo) los pongo en el armario y hago la limpieza. Por eso Sara encuentra todo bien aunque a veces le he visto algún asombro contenido, un quedarse mirando un objeto, una leve decoloración en la alfombra y de nuevo el deseo de preguntarme algo, pero yo silbando las variaciones sinfónicas de Franck, de manera que nones. Para qué contarle, Andrée, las minucias desventuradas de ese amanecer sordo y vegetal, en que camino entredormido levantando cabos de trébol, hojas sueltas, pelusas blancas, dándome contra los muebles, loco de sueño, y mi Gide que se atrasa, Troyat que no he traducido, y mis respuestas a una señora lejana que estará preguntándose ya si… para qué seguir todo esto, para qué seguir esta carta que escribo entre teléfonos y entrevistas.

Andrée, querida Andrée, mi consuelo es que son diez y ya no más. Hace quince días contuve en la palma de la mano un último conejito, después nada, solamente los diez conmigo, su diurna noche y creciendo, ya feos y naciéndoles el pelo largo, ya adolescentes y llenos de urgencias y caprichos, saltando sobre el busto de Antinoo (¿es Antinoo, verdad, ese muchacho que mira ciegamente?) o perdiéndose en el living, donde sus movimientos crean ruidos resonantes, tanto que de allí debo echarlos por miedo a que los oiga Sara y se me aparezca horripilada, tal vez en camisón -porque Sara ha de ser así, con camisón- y entonces… Solamente diez, piense usted esa pequeña alegría que tengo en medio de todo, la creciente calma con que franqueo de vuelta los rígidos cielos del primero y el segundo piso.

Interrumpí esta carta porque debía asistir a una tarea de comisiones. La continúo aquí en su casa, Andrée, bajo una sorda grisalla de amanecer. ¿Es de veras el día siguiente, Andrée? Un trozo en blanco de la página será para usted el intervalo, apenas el puente que une mi letra de ayer a mi letra de hoy. Decirle que en ese intervalo todo se ha roto, donde mira usted el puente fácil oigo yo quebrarse la cintura furiosa del agua, para mí este lado del papel, este lado de mi carta no continúa la calma con que venía yo escribiéndole cuando la dejé para asistir a una tarea de comisiones. En su cúbica noche sin tristeza duermen once conejitos; acaso ahora mismo, pero no, no ahora. En el ascensor, luego, o al entrar; ya no importa dónde, si el cuándo es ahora, si puede ser en cualquier ahora de los que me quedan.

Basta ya, he escrito esto porque me importa probarle que no fui tan culpable en el destrozo insalvable de su casa. Dejaré esta carta esperándola, sería sórdido que el correo se la entregara alguna clara mañana de París. Anoche di vuelta los libros del segundo estante, alcanzaban ya a ellos, parándose o saltando, royeron los lomos para afilarse los dientes -no por hambre, tienen todo el trébol que les compro y almaceno en los cajones del escritorio. Rompieron las cortinas, las telas de los sillones, el borde del autorretrato de Augusto Torres, llenaron de pelos la alfombra y también gritaron, estuvieron en círculo bajo la luz de la lámpara, en círculo y como adorándome, y de pronto gritaban, gritaban como yo no creo que griten los conejos.

He querido en vano sacar los pelos que estropean la alfombra, alisar el borde de la tela roída, encerrarlos de nuevo en el armario. El día sube, tal vez Sara se levante pronto. Es casi extraño que no me importe verlos brincar en busca de juguetes. No tuve tanta culpa, usted verá cuando llegué que muchos de los destrozos están bien reparados con el cemento que compré en una casa inglesa, yo hice lo que pude para evitarle un enojo… En cuanto a mí, del diez al once hay como un hueco insuperable. Usted ve: diez estaba bien, con un armario, trébol y esperanza, cuántas cosas pueden construirse. No ya con once, porque decir once es seguramente doce, Andrée, doce que serán trece. Entonces está el amanecer y una fría soledad en la que caben la alegría, los recuerdos, usted y acaso tantos más. Está este balcón sobre Suipacha lleno de alba, los primeros sonidos de la ciudad. No creo que les sea difícil juntar once conejitos salpicados sobre los adoquines, tal vez ni se fijen en ellos, atareados con el otro cuerpo que conviene llevarse pronto, antes de que pasen los primeros colegiales.


domingo, 23 de julio de 2017

La pata de mono. Cuento de W.W. Jacobs

La pata de mono
W.W. Jacobs

I
La noche era fría y húmeda, pero en la pequeña sala de Laburnum Villa los postigos estaban cerrados y el fuego ardía vivamente. Padre e hijo jugaban al ajedrez. El primero tenía ideas personales sobre el juego y ponía al rey en tan desesperados e inútiles peligros que provocaba el comentario de la vieja señora que tejía plácidamente junto a la chimenea.
-Oigan el viento -dijo el señor White; había cometido un error fatal y trataba de que su hijo no lo advirtiera.
-Lo oigo -dijo éste moviendo implacablemente la reina-. Jaque.
-No creo que venga esta noche -dijo el padre con la mano sobre el tablero.
-Mate -contestó el hijo.
-Esto es lo malo de vivir tan lejos -vociferó el señor White con imprevista y repentina violencia-. De todos los suburbios, este es el peor. El camino es un pantano. No se qué piensa la gente. Como hay sólo dos casas alquiladas, no les importa.
-No te aflijas, querido -dijo suavemente su mujer-, ganarás la próxima vez.
El señor White alzó la vista y sorprendió una mirada de complicidad entre madre e hijo. Las palabras murieron en sus labios y disimuló un gesto de fastidio.
-Ahí viene -dijo Herbert White al oír el golpe del portón y unos pasos que se acercaban. Su padre se levantó con apresurada hospitalidad y abrió la puerta; le oyeron condolerse con el recién venido.
Luego, entraron. El forastero era un hombre fornido, con los ojos salientes y la cara rojiza.
-El sargento mayor Morris -dijo el señor White, presentándolo. El sargento les dio la mano, aceptó la silla que le ofrecieron y observó con satisfacción que el dueño de casa traía whisky y unos vasos y ponía una pequeña pava de cobre sobre el fuego.
Al tercer vaso, le brillaron los ojos y empezó a hablar. La familia miraba con interés a ese forastero que hablaba de guerras, de epidemias y de pueblos extraños.
-Hace veintiún años -dijo el señor White sonriendo a su mujer y a su hijo-. Cuando se fue era apenas un muchacho. Mírenlo ahora.
-No parece haberle sentado tan mal -dijo la señora White amablemente.
-Me gustaría ir a la India -dijo el señor White-. Sólo para dar un vistazo.
-Mejor quedarse aquí -replicó el sargento moviendo la cabeza. Dejó el vaso y, suspirando levemente, volvió a sacudir la cabeza.
-Me gustaría ver los viejos templos y faquires y malabaristas -dijo el señor White-. ¿Qué fue, Morris, lo que usted empezó a contarme los otros días, de una pata de mono o algo por el estilo?
-Nada -contestó el soldado apresuradamente-. Nada que valga la pena oír.
-¿Una pata de mono? -preguntó la señora White.
-Bueno, es lo que se llama magia, tal vez -dijo con desgana el militar.
Sus tres interlocutores lo miraron con avidez. Distraídamente, el forastero llevó la copa vacía a los labios: volvió a dejarla. El dueño de casa la llenó.
-A primera vista, es una patita momificada que no tiene nada de particular -dijo el sargento mostrando algo que sacó del bolsillo.
La señora retrocedió, con una mueca. El hijo tomó la pata de mono y la examinó atentamente.
-¿Y qué tiene de extraordinario? -preguntó el señor White quitándosela a su hijo, para mirarla.
-Un viejo faquir le dio poderes mágicos -dijo el sargento mayor-. Un hombre muy santo… Quería demostrar que el destino gobierna la vida de los hombres y que nadie puede oponérsele impunemente. Le dio este poder: Tres hombres pueden pedirle tres deseos.
Habló tan seriamente que los otros sintieron que sus risas desentonaban.
-Y usted, ¿por qué no pide las tres cosas? -preguntó Herbert White.
El sargento lo miró con tolerancia.
-Las he pedido -dijo, y su rostro curtido palideció.
-¿Realmente se cumplieron los tres deseos? -preguntó la señora White.
-Se cumplieron -dijo el sargento.
-¿Y nadie más pidió? -insistió la señora.
-Sí, un hombre. No sé cuáles fueron las dos primeras cosas que pidió; la tercera fue la muerte. Por eso entré en posesión de la pata de mono.
Habló con tanta gravedad que produjo silencio.
-Morris, si obtuvo sus tres deseos, ya no le sirve el talismán -dijo, finalmente, el señor White-. ¿Para qué lo guarda?
El sargento sacudió la cabeza:
-Probablemente he tenido, alguna vez, la idea de venderlo; pero creo que no lo haré. Ya ha causado bastantes desgracias. Además, la gente no quiere comprarlo. Algunos sospechan que es un cuento de hadas; otros quieren probarlo primero y pagarme después.
-Y si a usted le concedieran tres deseos más -dijo el señor White-, ¿los pediría?
-No sé -contestó el otro-. No sé.
Tomó la pata de mono, la agitó entre el pulgar y el índice y la tiró al fuego. White la recogió.
-Mejor que se queme -dijo con solemnidad el sargento.
-Si usted no la quiere, Morris, démela.
-No quiero -respondió terminantemente-. La tiré al fuego; si la guarda, no me eche la culpa de lo que pueda suceder. Sea razonable, tírela.
El otro sacudió la cabeza y examinó su nueva adquisición. Preguntó:
-¿Cómo se hace?
-Hay que tenerla en la mano derecha y pedir los deseos en voz alta. Pero le prevengo que debe temer las consecuencias.
-Parece de Las mil y una noches -dijo la señora White. Se levantó a preparar la mesa-. ¿No le parece que podrían pedir para mí otro par de manos?
El señor White sacó del bolsillo el talismán; los tres se rieron al ver la expresión de alarma del sargento.
-Si está resuelto a pedir algo -dijo agarrando el brazo de White- pida algo razonable.
El señor White guardó en el bolsillo la pata de mono. Invitó a Morris a sentarse a la mesa. Durante la comida el talismán fue, en cierto modo, olvidado. Atraídos, escucharon nuevos relatos de la vida del sargento en la India.
-Si en el cuento de la pata de mono hay tanta verdad como en los otros -dijo Herbert cuando el forastero cerró la puerta y se alejó con prisa, para alcanzar el último tren-, no conseguiremos gran cosa.
-¿Le diste algo? -preguntó la señora mirando atentamente a su marido.
-Una bagatela -contestó el señor White, ruborizándose levemente-. No quería aceptarlo, pero lo obligué. Insistió en que tirara el talismán.
-Sin duda -dijo Herbert, con fingido horror-, seremos felices, ricos y famosos. Para empezar tienes que pedir un imperio, así no estarás dominado por tu mujer.
El señor White sacó del bolsillo el talismán y lo examinó con perplejidad.
-No se me ocurre nada para pedirle -dijo con lentitud-. Me parece que tengo todo lo que deseo.
-Si pagaras la hipoteca de la casa serías feliz, ¿no es cierto? -dijo Herbert poniéndole la mano sobre el hombro-. Bastará con que pidas doscientas libras.
El padre sonrió avergonzado de su propia credulidad y levantó el talismán; Herbert puso una cara solemne, hizo un guiño a su madre y tocó en el piano unos acordes graves.
-Quiero doscientas libras -pronunció el señor White.
Un gran estrépito del piano contestó a sus palabras. El señor White dio un grito. Su mujer y su hijo corrieron hacia él.
-Se movió -dijo, mirando con desagrado el objeto, y lo dejó caer-. Se retorció en mi mano como una víbora.
-Pero yo no veo el dinero -observó el hijo, recogiendo el talismán y poniéndolo sobre la mesa-. Apostaría que nunca lo veré.
-Habrá sido tu imaginación, querido -dijo la mujer, mirándolo ansiosamente.
Sacudió la cabeza.
-No importa. No ha sido nada. Pero me dio un susto.
Se sentaron junto al fuego y los dos hombres acabaron de fumar sus pipas. El viento era más fuerte que nunca. El señor White se sobresaltó cuando golpeó una puerta en los pisos altos. Un silencio inusitado y deprimente los envolvió hasta que se levantaron para ir a acostarse.
-Se me ocurre que encontrarás el dinero en una gran bolsa, en medio de la cama -dijo Herbert al darles las buenas noches-. Una aparición horrible, agazapada encima del ropero, te acechará cuando estés guardando tus bienes ilegítimos.
Ya solo, el señor White se sentó en la oscuridad y miró las brasas, y vio caras en ellas. La última era tan simiesca, tan horrible, que la miró con asombro; se rió, molesto, y buscó en la mesa su vaso de agua para echárselo encima y apagar la brasa; sin querer, tocó la pata de mono; se estremeció, limpió la mano en el abrigo y subió a su cuarto.
II
A la mañana siguiente, mientras tomaba el desayuno en la claridad del sol invernal, se rió de sus temores. En el cuarto había un ambiente de prosaica salud que faltaba la noche anterior; y esa pata de mono; arrugada y sucia, tirada sobre el aparador, no parecía terrible.
-Todos los viejos militares son iguales -dijo la señora White-. ¡Qué idea, la nuestra, escuchar esas tonterías! ¿Cómo puede creerse en talismanes en esta época? Y si consiguieras las doscientas libras, ¿qué mal podrían hacerte?
-Pueden caer de arriba y lastimarte la cabeza -dijo Herbert.
-Según Morris, las cosas ocurrían con tanta naturalidad que parecían coincidencias -dijo el padre.
-Bueno, no vayas a encontrarte con el dinero antes de mi vuelta -dijo Herbert, levantándose de la mesa-. No sea que te conviertas en un avaro y tengamos que repudiarte.
La madre se rió, lo acompañó hasta afuera y lo vio alejarse por el camino; de vuelta a la mesa del comedor, se burló de la credulidad del marido.
Sin embargo, cuando el cartero llamó a la puerta corrió a abrirla, y cuando vio que sólo traía la cuenta del sastre se refirió con cierto malhumor a los militares de costumbres intemperantes.
-Me parece que Herbert tendrá tema para sus bromas -dijo al sentarse.
-Sin duda -dijo el señor White-. Pero, a pesar de todo, la pata se movió en mi mano. Puedo jurarlo.
-Habrá sido en tu imaginación -dijo la señora suavemente.
-Afirmo que se movió. Yo no estaba sugestionado. Era… ¿Qué sucede?
Su mujer no le contestó. Observaba los misteriosos movimientos de un hombre que rondaba la casa y no se decidía a entrar. Notó que el hombre estaba bien vestido y que tenía una galera nueva y reluciente; pensó en las doscientas libras. El hombre se detuvo tres veces en el portón; por fin se decidió a llamar.
Apresuradamente, la señora White se quitó el delantal y lo escondió debajo del almohadón de la silla.
Hizo pasar al desconocido. Éste parecía incómodo. La miraba furtivamente, mientras ella le pedía disculpas por el desorden que había en el cuarto y por el guardapolvo del marido. La señora esperó cortésmente que les dijera el motivo de la visita; el desconocido estuvo un rato en silencio.
-Vengo de parte de Maw & Meggins -dijo por fin.
La señora White tuvo un sobresalto.
-¿Qué pasa? ¿Qué pasa? ¿Le ha sucedido algo a Herbert?
Su marido se interpuso.
-Espera, querida. No te adelantes a los acontecimientos. Supongo que usted no trae malas noticias, señor.
Y lo miró patéticamente.
-Lo siento… -empezó el otro.
-¿Está herido? -preguntó, enloquecida, la madre.
El hombre asintió.
-Mal herido -dijo pausadamente-. Pero no sufre.
-Gracias a Dios -dijo la señora White, juntando las manos-. Gracias a Dios.
Bruscamente comprendió el sentido siniestro que había en la seguridad que le daban y vio la confirmación de sus temores en la cara significativa del hombre. Retuvo la respiración, miró a su marido que parecía tardar en comprender, y le tomó la mano temblorosamente. Hubo un largo silencio.
-Lo agarraron las máquinas -dijo en voz baja el visitante.
-Lo agarraron las máquinas -repitió el señor White, aturdido.
Se sentó, mirando fijamente por la ventana; tomó la mano de su mujer, la apretó en la suya, como en sus tiempos de enamorados.
-Era el único que nos quedaba -le dijo al visitante-. Es duro.
El otro se levantó y se acercó a la ventana.
-La compañía me ha encargado que le exprese sus condolencias por esta gran pérdida -dijo sin darse la vuelta-. Le ruego que comprenda que soy tan sólo un empleado y que obedezco las órdenes que me dieron.
No hubo respuesta. La cara de la señora White estaba lívida.
-Se me ha comisionado para declararles que Maw & Meggins niegan toda responsabilidad en el accidente -prosiguió el otro-. Pero en consideración a los servicios prestados por su hijo, le remiten una suma determinada.
El señor White soltó la mano de su mujer y, levantándose, miró con terror al visitante. Sus labios secos pronunciaron la palabra: ¿cuánto?
-Doscientas libras -fue la respuesta.
Sin oír el grito de su mujer, el señor White sonrió levemente, extendió los brazos, como un ciego, y se desplomó, desmayado.
III
En el cementerio nuevo, a unas dos millas de distancia, marido y mujer dieron sepultura a su muerto y volvieron a la casa transidos de sombra y de silencio.
Todo pasó tan pronto que al principio casi no lo entendieron y quedaron esperando alguna otra cosa que les aliviara el dolor. Pero los días pasaron y la expectativa se transformó en resignación, esa desesperada resignación de los viejos, que algunos llaman apatía. Pocas veces hablaban, porque no tenían nada que decirse; sus días eran interminables hasta el cansancio.
Una semana después, el señor White, despertándose bruscamente en la noche, estiró la mano y se encontró solo.
El cuarto estaba a oscuras; oyó cerca de la ventana, un llanto contenido. Se incorporó en la cama para escuchar.
-Vuelve a acostarte -dijo tiernamente-. Vas a coger frío.
-Mi hijo tiene más frío -dijo la señora White y volvió a llorar.
Los sollozos se desvanecieron en los oídos del señor White. La cama estaba tibia, y sus ojos pesados de sueño. Un despavorido grito de su mujer lo despertó.
-La pata de mono -gritaba desatinadamente-, la pata de mono.
El señor White se incorporó alarmado.
-¿Dónde? ¿Dónde está? ¿Qué sucede?
Ella se acercó:
-La quiero. ¿No la has destruido?
-Está en la sala, sobre la repisa -contestó asombrado-. ¿Por qué la quieres?
Llorando y riendo se inclinó para besarlo, y le dijo histéricamente:
-Sólo ahora he pensado… ¿Por qué no he pensado antes? ¿Por qué tú no pensaste?
-¿Pensaste en qué? -preguntó.
-En los otros dos deseos -respondió en seguida-. Sólo hemos pedido uno.
-¿No fue bastante?
-No -gritó ella triunfalmente-. Le pediremos otro más. Búscala pronto y pide que nuestro hijo vuelva a la vida.
El hombre se sentó en la cama, temblando.
-Dios mío, estás loca.
-Búscala pronto y pide -le balbuceó-; ¡mi hijo, mi hijo!
El hombre encendió la vela.
-Vuelve a acostarte. No sabes lo que estás diciendo.
-Nuestro primer deseo se cumplió. ¿Por qué no hemos de pedir el segundo?
-Fue una coincidencia.
-Búscala y desea -gritó con exaltación la mujer.
El marido se volvió y la miró:
-Hace diez días que está muerto y además, no quiero decirte otra cosa, lo reconocí por el traje. Si ya entonces era demasiado horrible para que lo vieras…
-¡Tráemelo! -gritó la mujer arrastrándolo hacia la puerta-. ¿Crees que temo al niño que he criado?
El señor White bajó en la oscuridad, entró en la sala y se acercó a la repisa.
El talismán estaba en su lugar. Tuvo miedo de que el deseo todavía no formulado trajera a su hijo hecho pedazos, antes de que él pudiera escaparse del cuarto.
Perdió la orientación. No encontraba la puerta. Tanteó alrededor de la mesa y a lo largo de la pared y de pronto se encontró en el zaguán, con el maligno objeto en la mano.
Cuando entró en el dormitorio, hasta la cara de su mujer le pareció cambiada. Estaba ansiosa y blanca y tenía algo sobrenatural. Le tuvo miedo.
-¡Pídelo! -gritó con violencia.
-Es absurdo y perverso -balbuceó.
-Pídelo -repitió la mujer.
El hombre levantó la mano:
-Deseo que mi hijo viva de nuevo.
El talismán cayó al suelo. El señor White siguió mirándolo con terror. Luego, temblando, se dejó caer en una silla mientras la mujer se acercó a la ventana y levantó la cortina. El hombre no se movió de allí, hasta que el frío del alba lo traspasó. A veces miraba a su mujer que estaba en la ventana. La vela se había consumido; hasta casi apagarse. Proyectaba en las paredes y el techo sombras vacilantes.
Con un inexplicable alivio ante el fracaso del talismán, el hombre volvió a la cama; un minuto después, la mujer, apática y silenciosa, se acostó a su lado.
No hablaron; escuchaban el latido del reloj. Crujió un escalón. La oscuridad era opresiva; el señor White juntó coraje, encendió un fósforo y bajó a buscar una vela.
Al pie de la escalera el fósforo se apagó. El señor White se detuvo para encender otro; simultáneamente resonó un golpe furtivo, casi imperceptible, en la puerta de entrada.
Los fósforos cayeron. Permaneció inmóvil, sin respirar, hasta que se repitió el golpe. Huyó a su cuarto y cerró la puerta. Se oyó un tercer golpe.
-¿Qué es eso? -gritó la mujer.
-Un ratón -dijo el hombre-. Un ratón. Se me cruzó en la escalera.
La mujer se incorporó. Un fuerte golpe retumbó en toda la casa.
-¡Es Herbert! ¡Es Herbert! -La señora White corrió hacia la puerta, pero su marido la alcanzó.
-¿Qué vas a hacer? -le dijo ahogadamente.
-¡Es mi hijo; es Herbert! -gritó la mujer, luchando para que la soltara-. Me había olvidado de que el cementerio está a dos millas. Suéltame; tengo que abrir la puerta.
-Por amor de Dios, no lo dejes entrar -dijo el hombre, temblando.
-¿Tienes miedo de tu propio hijo? -gritó-. Suéltame. Ya voy, Herbert; ya voy.
Hubo dos golpes más. La mujer se libró y huyó del cuarto. El hombre la siguió y la llamó, mientras bajaba la escalera. Oyó el ruido de la tranca de abajo; oyó el cerrojo; y luego, la voz de la mujer, anhelante:
-La tranca -dijo-. No puedo alcanzarla.
Pero el marido, arrodillado, tanteaba el piso, en busca de la pata de mono.
-Si pudiera encontrarla antes de que eso entrara…
Los golpes volvieron a resonar en toda la casa. El señor White oyó que su mujer acercaba una silla; oyó el ruido de la tranca al abrirse; en el mismo instante encontró la pata de mono y, frenéticamente, balbuceó el tercer y último deseo.
Los golpes cesaron de pronto; aunque los ecos resonaban aún en la casa. Oyó retirar la silla y abrir la puerta. Un viento helado entró por la escalera, y un largo y desconsolado alarido de su mujer le dio valor para correr hacia ella y luego hasta el portón. El camino estaba desierto y tranquilo.