El
perseguidor
Julio Cortázar
Dédée
me ha llamado por la tarde diciéndome que Johnny no estaba bien, y he ido en
seguida al hotel. Desde hace unos días Johnny y Dédée viven en un hotel de la
rue Lagrange, en una pieza del cuarto piso. Me ha bastado ver la puerta de la
pieza para darme cuenta de que Johnny está en la peor de las miserias; la
ventana da a un patio casi negro, y a la una de la tarde hay que tener la luz
encendida si se quiere leer el diario o verse la cara. No hace frío, pero he
encontrado a Johnny envuelto en una frazada, encajado en un roñoso sillón que
larga por todos lados pedazos de estopa amarillenta. Dédée está envejecida, y
el vestido rojo le queda muy mal; es un vestido para el trabajo, para las luces
de la escena; en esa pieza del hotel se convierte en una especie de coágulo
repugnante.
—El compañero Bruno es fiel como el
mal aliento —ha dicho Johnny a manera de saludo, remontando las rodillas hasta
apoyar en ellas el mentón. Dédée me ha alcanzado una silla y yo he sacado un
paquete de Gauloises. Traía un frasco de ron en el bolsillo, pero no he querido
mostrarlo hasta hacerme una idea de lo que pasa. Creo que lo más irritante era
la lamparilla con su ojo arrancado colgando del hilo sucio de moscas. Después
de mirarla una o dos veces, y ponerme la mano como pantalla, le he preguntado a
Dédée si no podíamos apagar la lamparilla y arreglarnos con la luz de la
ventana. Johnny seguía mis palabras y mis gestos con una gran atención
distraída, como un gato que mira fijo pero que se ve que está por completo en
otra cosa; que es otra cosa. Por fin Dédée se ha levantado y ha apagado la luz.
En lo que quedaba, una mezcla de gris y negro, nos hemos reconocido mejor.
Johnny ha sacado una de sus largas manos flacas de debajo de la frazada, y yo
he sentido la fláccida tibieza de su piel. Entonces Dédée ha dicho que iba a
preparar unos nescafés. Me ha alegrado saber que por lo menos tienen una lata
de nescafé. Siempre que una persona tiene una lata de nescafé me doy cuenta de
que no está en la última miseria; todavía puede resistir un poco.
—Hace rato que no nos veíamos —le he dicho a
Johnny—. Un mes por lo menos.
—Tú no haces más que contar el tiempo
—me ha contestado de mal humor—. El primero, el dos, el tres, el veintiuno. A
todo le pones un número, tú. Y ésta es igual. ¿Sabes por qué está furiosa?
Porque he perdido el saxo. Tiene razón, después de todo.
— ¿Pero cómo has podido perderlo? —le
he preguntado, sabiendo en el mismo momento que era justamente lo que no se le
puede preguntar a Johnny.
—En el metro —ha dicho Johnny—. Para
mayor seguridad lo había puesto debajo del asiento. Era magnífico viajar
sabiendo que lo tenía debajo de las piernas, bien seguro.
—Se dio cuenta cuando estaba subiendo
la escalera del hotel —ha dicho Dédée, con la voz un poco ronca—. Y yo tuve que
salir como una loca a avisar a los del metro, a la policía.
Por el silencio siguiente me he dado
cuenta de que ha sido tiempo perdido. Pero Johnny ha empezado a reírse como
hace él, con una risa más atrás de los dientes y de los labios.
—Algún pobre infeliz estará tratando
de sacarle algún sonido —ha dicho—. Era uno de los peores saxos que he tenido
nunca; se veía que Doc Rodríguez había tocado en él, estaba completamente
deformado por el lado del alma. Como aparato en sí no era malo, pero Rodríguez
es capaz de echar a perder un Stradivarius con solamente afinarlo.
— ¿Y no puedes conseguir otro?
—Es lo que estamos averiguando —ha
dicho Dédée—. Parece que Rory Friend tiene uno. Lo malo es que el contrato de
Johnny...
—El contrato —ha remedado Johnny—. Qué
es eso del contrato. Hay que tocar y se acabó, y no tengo saxo ni dinero para
comprar uno, y los muchachos están igual que yo.
Esto último no es cierto, y los tres
lo sabemos. Nadie se atreve ya a prestarle un instrumento a Johnny, porque lo
pierde o acaba con él en seguida. Ha perdido el saxo de Louis Rolling en
Bordeaux, ha roto en tres pedazos, pisoteándolo y golpeándolo, el saxo que
Dédée había comprado cuando lo contrataron para una gira por Inglaterra. Nadie
sabe ya cuántos instrumentos lleva perdidos, empeñados o rotos. Y en todos
ellos tocaba como yo creo que solamente un dios puede tocar un saxo alto,
suponiendo que hayan renunciado a las liras y a las flautas.
— ¿Cuándo empiezas, Johnny?
—No sé. Hoy, creo, ¿eh, Dé?
—No, pasado mañana.
—Todo el mundo sabe las fechas menos
yo —rezonga Johnny, tapándose hasta las orejas con la frazada—. Hubiera jurado
que era esta noche, y que esta tarde había que ir a ensayar.
—Lo mismo da —ha dicho Dédée—. La
cuestión es que no tienes saxo.
— ¿Cómo lo mismo da? No es lo mismo.
Pasado mañana es después de mañana, y mañana es mucho después de hoy. Y hoy
mismo es bastante después de ahora, en que estamos charlando con el compañero
Bruno y yo me sentiría mucho mejor si me pudiera olvidar del tiempo y beber
alguna cosa caliente.
—Ya va a hervir el agua, espera un
poco.
—No me refería al calor por ebullición
ha dicho Johnny. Entonces he sacado el frasco de ron y ha sido como si
encendiéramos la luz, porque Johnny ha abierto de par en par la boca,
maravillado, y sus dientes se han puesto a brillar, y hasta Dédée ha tenido que
sonreírse al verlo tan asombrado y contento. El ron con el nescafé no estaba
mal del todo, y los tres nos hemos sentido mucho mejor después del segundo
trago y de un cigarrillo. Ya para entonces he advertido que Johnny se retraía
poco a poco y que seguía haciendo alusiones al tiempo, un tema que le preocupa
desde que lo conozco. He visto pocos hombres tan preocupados por todo lo que se
refiere al tiempo. Es una manía, la peor de sus manías, que son tantas. Pero él
la despliega y la explica con una gracia que pocos pueden resistir. Me he
acordado de un ensayo antes de una grabación, en Cincinnati, y esto era mucho
antes de venir a París, en el cuarenta y nueve o el cincuenta. Johnny estaba en
gran forma en esos días, y yo había ido al ensayo nada más que para escucharlo
a él y también a Miles Davis. Todos tenían ganas de tocar, estaban contentos,
andaban bien vestidos (de esto me acuerdo quizá por contraste, por lo mal
vestido y lo sucio que anda ahora Johnny), tocaban con gusto, sin ninguna
impaciencia, y el técnico de sonido hacia señales de contento detrás de su ventanilla,
como un babuino satisfecho. Y justamente en ese momento, cuando Johnny estaba
como perdido en su alegría, de golpe dejó de tocar y soltándole un puñetazo a
no sé quién dijo: “Esto lo estoy tocando mañana”, y los muchachos se quedaron
cortados, apenas dos o tres siguieron unos compases, como un tren que tarda en
frenar, y Johnny se golpeaba la frente y repetía: “Esto ya lo toqué mañana, es
horrible, Miles, esto ya lo toqué mañana”, y no lo podían hacer salir de eso, y
a partir de entonces todo anduvo mal, Johnny tocaba sin ganas y deseando irse
(a drogarse otra vez, dijo el técnico de sonido muerto de rabia), y cuando lo
vi salir, tambaleándose y con la cara cenicienta, me pregunté si eso iba a
durar todavía mucho tiempo.
—Creo que llamaré al doctor Bernard
—ha dicho Dédée, mirando de reojo a Johnny, que bebe su ron a pequeños sorbos—.
Tienes fiebre, y no comes nada.
—El doctor Bernard es un triste idiota
—ha dicho Johnny, lamiendo su vaso—. Me va a dar aspirinas, y después dirá que
le gusta muchísimo el jazz, por ejemplo Ray Noble. Te das una idea, Bruno. Si
tuviera el saxo lo recibiría con una música que lo haría bajar de vuelta los
cuatro pisos con el culo en cada escalón.
—De todos modos no te hará mal tomarte
las aspirinas —he dicho, mirando de reojo a Dédée—. Si quieres yo telefonearé
al salir, así Dédée no tiene que bajar. Oye pero ese contrato... Si empiezas
pasado mañana creo que se podrá hacer algo. También yo puedo tratar de sacarle
un saxo a Rory Friend. Y en el peor de los casos... La cuestión es que vas a
tener que andar con más cuidado, Johnny.
—Hoy no —ha dicho Johnny mirando el
frasco de ron—. Mañana, cuando tenga el saxo. De manera que no hay por qué
hablar de eso ahora. Bruno, cada vez que me doy mejor cuenta de que el
tiempo... Yo creo que la música ayuda siempre a comprender un poco este asunto.
Bueno, no a comprender porque la verdad es que no comprendo nada. Lo único que
hago es darme cuenta de que hay algo. Como esos sueños, no es cierto, en que empiezas
a sospecharte que todo se va a echar a perder, y tienes un poco de miedo por
adelantado; pero al mismo tiempo no estás nada seguro, y a lo mejor todo se da
vuelta como un panqueque y de repente estás acostado con una chica preciosa y
todo es divinamente perfecto.
Dédée está lavando las tazas y los
vasos en un rincón del cuarto. Me he dado cuenta de que ni siquiera tienen agua
corriente en la pieza; veo una palangana con flores rosadas y una jofaina que
me hace pensar en un animal embalsamado. Y Johnny sigue hablando con la boca
tapada a medias por la frazada, y también él parece un embalsamado con las
rodillas contra el mentón y su cara negra y lisa que el ron y la fiebre
empiezan a humedecer poco a poco.
—He leído algunas cosas sobre todo
eso, Bruno. Es muy raro, y en realidad tan difícil... Yo creo que la música
ayuda, sabes. No a entender, porque en realidad no entiendo nada. —Se golpea la
cabeza con el puño cerrado. La cabeza le suena como un coco.
—No hay nada aquí dentro, Bruno, lo
que se dice nada. Esto no piensa ni entiende nada. Nunca me ha hecho falta,
para decirte la verdad. Yo empiezo a entender de los ojos para abajo, y cuanto
más abajo mejor entiendo. Pero no es realmente entender, en eso estoy de
acuerdo.
—Te va a subir la fiebre —ha rezongado Dédée
desde el fondo de la pieza.
—Oh, cállate. Es verdad, Bruno. Nunca
he pensado en nada, solamente de golpe me doy cuenta de lo que he pensado, pero
eso no tiene gracia, ¿verdad? ¿Qué gracia va a tener darse cuenta de que uno ha
pensado algo? Para el caso es lo mismo que si pensaras tú o cualquier otro. No
soy yo, yo. Simplemente saco provecho de lo que pienso, pero siempre después, y
eso es lo que no aguanto. Ah, es difícil, es tan difícil... ¿No ha quedado ni
un trago?
Le he dado las últimas gotas de ron,
justamente cuando Dédée volvía a encender la luz; ya casi no se veía en la
pieza. Johnny está sudando, pero sigue envuelto en la frazada, y de cuando en
cuando se estremece y hace crujir el sillón.
—Me di cuenta cuando era muy chico,
casi en seguida de aprender a tocar el saxo. En mi casa había siempre un lío de
todos los diablos, y no se hablaba más que de deudas, de hipotecas. ¿Tú sabes
lo que es una hipoteca? Debe ser algo terrible, porque la vieja se tiraba de
los pelos cada vez que el viejo hablaba de la hipoteca, y acababan a los
golpes. Yo tenía trece años... pero ya has oído todo eso.
Vaya si lo he oído; vaya si he tratado
de escribirlo bien y verídicamente en mi biografía de Johnny.
—Por eso en casa el tiempo no acababa
nunca, sabes. De pelea en pelea, casi sin comer. Y para colmo la religión, ah,
eso no te lo puedes imaginar. Cuando el maestro me consiguió un saxo que te
hubieras muerto de risa si lo ves, entonces creo que me di cuenta en seguida.
La música me sacaba del tiempo, aunque no es más que una manera de decirlo. Si
quieres saber lo que realmente siento, yo creo que la música me metía en el
tiempo. Pero entonces hay que creer que este tiempo no tiene nada que ver con...
bueno, con nosotros, por decirlo así.
Como hace rato que conozco las
alucinaciones de Johnny, de todos los que hacen su misma vida, lo escucho
atentamente pero sin preocuparme demasiado por lo que dice. Me pregunto en
cambio cómo habrá conseguido la droga en París. Tendré que interrogar a Dédée,
suprimir su posible complicidad. Johnny no va a poder resistir mucho más en ese
estado. La droga y la miseria no saben andar juntas. Pienso en la música que se
está perdiendo, en las docenas de grabaciones donde Johnny podría seguir
dejando esa presencia, ese adelanto asombroso que tiene sobre cualquier otro
músico. “Esto lo, estoy tocando mañana” se me llena de pronto de un sentido
clarísimo, porque Johnny siempre está tocando mañana y el resto viene a la zaga,
en este hoy que él salta sin esfuerzo con las primeras notas de su música.
Soy un crítico de jazz lo bastante
sensible como para comprender mis limitaciones, y me doy cuenta de que lo que
estoy pensando está por debajo del plano donde el pobre Johnny trata de avanzar
con sus frases truncadas, sus suspiros, sus súbitas rabias y sus llantos. A él
le importa un bledo que yo lo crea genial, y nunca se ha envanecido de que su
música esté mucho más allá de la que tocan sus compañeros. Pienso melancólicamente
que él está al principio de su saxo mientras yo vivo obligado a conformarme con
el final. Él es la boca y yo la oreja, por no decir que él es la boca y yo...
Todo crítico, ay, es el triste final de algo que empezó como sabor, como
delicia de morder y mascar. Y la boca se mueve otra vez, golosamente la gran
lengua de Johnny recoge un chorrito de saliva de los labios. Las manos hacen un
dibujo en el aire.
—Bruno, si un día lo pudieras
escribir... No por mí, entiendes, a mí qué me importa. Pero debe ser hermoso,
yo siento que debe ser hermoso. Te estaba diciendo que cuando empecé a tocar de
chico me di cuenta de que el tiempo cambiaba. Esto se lo conté una vez a Jim y
me dijo que todo el mundo se siente lo mismo, y que cuando uno se abstrae...
Dijo así, cuando uno se abstrae. Pero no, yo no me abstraigo cuando toco.
Solamente que cambio de lugar. Es como en un ascensor, tú estás en el ascensor
hablando con la gente, y no sientes nada raro, y entre tanto pasa el primer
piso, el décimo, el veintiuno, y la ciudad se quedó ahí abajo, y tú estás
terminando la frase que habías empezado al entrar, y entre las primeras
palabras y las últimas hay cincuenta y dos pisos. Yo me di cuenta cuando empecé
a tocar que entraba en un ascensor, pero era un ascensor de tiempo, si te lo
puedo decir así. No creas que me olvidaba de la hipoteca o de la religión.
Solamente que en esos momentos la hipoteca y la religión eran como el traje que
uno no tiene puesto; yo sé que el traje está en el ropero, pero a mí no vas a decirme
que en ese momento ese traje existe. El traje existe cuando me lo pongo, y la
hipoteca y la religión existían cuando terminaba de tocar y la vieja entraba
con el pelo colgándole en mechones y se quejaba dé que yo le rompía las orejas
con esa-música-del-diablo.
Dédée ha traído otra taza de nescafé,
pero Johnny mira tristemente su vaso vacío.
—Esto del tiempo es complicado, me
agarra por todos lados. Me empiezo a dar cuenta poco a poco de que el tiempo no
es como una bolsa que se rellena. Quiero decir que aunque cambie el relleno, en
la bolsa no cabe más que una cantidad y se acabó. ¿Ves mi valija, Bruno? Caben
dos trajes, y dos pares de zapatos. Bueno, ahora imagínate que la vacías y
después vas a poner de nuevo los dos trajes y los dos pares de zapatos, y
entonces te das cuenta de que solamente caben un traje y un par de zapatos.
Pero lo mejor no es eso. Lo mejor es cuando te das cuenta de que puedes meter
una tienda entera en la valija, cientos y cientos de trajes, como yo meto la música
en el tiempo cuando estoy tocando, a veces. La música y lo que pienso cuando
viajo en el metro.
—Cuando viajas en el metro.
—Eh, sí, ahí está la cosa —ha dicho socarronamente
Johnny—. El metro es un gran invento, Bruno. Viajando en el metro te das cuenta
de todo lo que podría caber en la valija. A lo mejor no perdí el saxo en el metro,
a lo mejor...
Se echa a reír, tose, y Dédée lo mira
inquieta. Pero él hace gestos, se ríe y tose mezclando todo, sacudiéndose
debajo de la frazada como un chimpancé. Le caen lágrimas y se las bebe, siempre
riendo.
—Mejor es no confundir las cosas —dice
después de un rato—. Lo perdí y se acabó. Pero el metro me ha servido para
darme cuenta del truco de la valija. Mira, esto de las cosas elásticas es muy
raro, yo lo siento en todas partes. Todo es elástico, chico. Las cosas que parecen
duras tienen una elasticidad...
Piensa, concentrándose.
—...una elasticidad retardada —agrega
sorprendentemente. Yo hago un gesto de admiración aprobatoria. Bravo, Johnny.
El hombre que dice que no es capaz de pensar. Vaya con Johnny. Y ahora estoy
realmente interesado por lo que va a decir, y él se da cuenta y me mira más
socarronamente que nunca.
— ¿Tú crees que podré conseguir otro
saxo para tocar pasado mañana, Bruno?
—Sí, pero tendrás que tener cuidado.
—Claro, tendré que tener cuidado.
—Un contrato de un mes —explica la
pobre Dédée—. Quince días en la boîte de Rémy, dos conciertos y los discos.
Podríamos arreglarnos tan bien.
—Un contrato de un mes —remeda Johnny
con grandes gestos—. La boîte de Rémy, dos conciertos y los discos. Be—bata—bop
bop bop, chrrr. Lo que tiene es sed, una sed, una sed. Y unas ganas de fumar,
de fumar. Sobre todo unas ganas de fumar.
Le ofrezco un paquete de Gauloises,
aunque sé muy bien que está pensando en la droga. Ya es de noche, en el pasillo
empieza un ir y venir de gente, diálogos en árabe, una canción. Dédée se ha
marchado, probablemente a comprar alguna cosa para la cena. Siento la mano de
Johnny en la rodilla.
—Es una buena chica, sabes. Pero me
tiene harto. Hace rato que no la quiero, que no puedo sufrirla. Todavía me
excita, a ratos, sabe hacer el amor como... —junta los dedos a la italiana—.
Pero tengo que librarme de ella, volver a Nueva York. Sobre todo tengo que
volver a Nueva York, Bruno.
— ¿Para qué? Allá te estaba yendo peor
que aquí. No me refiero al trabajo sino a tu vida misma. Aquí me parece que
tienes más amigos.
—Sí, estás tú y la marquesa, y los chicos del
club... ¿Nunca hiciste el amor con la marquesa, Bruno?
—No.
—Bueno, es algo que... Pero yo te
estaba hablando del metro, y no sé por qué cambiamos de tema. El metro es un
gran invento, Bruno. Un día empecé a sentir algo en el metro, después me
olvidé... Y entonces se repitió, dos o tres días después. Y al final me di
cuenta. Es fácil de explicar, sabes, pero es fácil porque en realidad no es la
verdadera explicación. La verdadera explicación sencillamente no se puede
explicar. Tendrías que tomar el metro y esperar a que te ocurra, aunque me
parece que eso solamente me ocurre a mí. Es un poco así, mira. ¿Pero de verdad
nunca hiciste el amor con la marquesa? Le tienes que pedir que suba al taburete
dorado que tiene en el rincón del dormitorio, al lado de una lámpara muy
bonita, y entonces... Bah, ya está ésa de vuelta.
Dédée entra con un bulto, y mira a
Johnny.
—Tienes más fiebre. Ya telefoneé al
doctor, va a venir a las diez. Dice que te quedes tranquilo.
—Bueno, de acuerdo, pero antes le voy
a contar lo del metro a Bruno. El otro día me di bien cuenta de lo que pasaba.
Me puse a pensar en mi vieja, después en Lan y los chicos, y claro, al momento
me parecía que estaba caminando por mi barrio, y veía las caras de los
muchachos, los de aquel tiempo. No era pensar, me parece que ya te he dicho
muchas veces que yo no pienso nunca; estoy como parado en una esquina viendo
pasar lo que pienso, pero no pienso lo que veo. ¿Te das cuenta? Jim dice que
todos somos iguales, que en general (así dice) uno no piensa por su cuenta.
Pongamos que sea así, la cuestión es que yo había tomado el metro en la
estación de Saint—Michel y en seguida me puse a pensar en Lan y los chicos, y a
ver el barrio. Apenas me senté me puse a pensar en ellos. Pero al mismo tiempo
me daba cuenta de que estaba en el metro, y vi que al cabo de un minuto más o
menos llegábamos a Odéon, y que la gente entraba y salía. Entonces seguí
pensando en Lan y vi a mi vieja cuando volvía de hacer las compras, y empecé a
verlos a todos, a estar con ellos de una manera hermosísima, como hacía mucho
que no sentía. Los recuerdos son siempre un asco, pero esta vez me gustaba
pensar en los chicos y verlos. Si me pongo a contarte todo lo que vi no lo vas
a creer porque tendría para rato. Y eso que ahorraría detalles. Por ejemplo,
para decirte una sola cosa, veía a Lan con un vestido verde que se ponía cuando
iba al Club 33 donde yo tocaba con Hamp. Veía el vestido con unas cintas, un
moño, una especie de adorno al costado y un cuello... No al mismo tiempo, sino
que en realidad me estaba paseando alrededor del vestido de Lan y lo miraba
despacio. Y después miré la cara de Lan y la de los chicos, y después me acordé
de Mike que vivía en la pieza de al lado, y cómo Mike me había contado la
historia de unos caballos salvajes en Colorado, y él que trabajaba en un rancho
y hablaba sacando pecho como los domadores de caballos...
—Johnny —ha dicho Dédée desde su
rincón.
—Fíjate que solamente te cuento un
pedacito de todo lo que estaba pensando y viendo. ¿Cuánto hará que te estoy
contando este pedacito?
—No sé, pongamos unos dos minutos.
—Pongamos unos dos minutos —remeda
Johnny—. Dos minutos y te he contado un pedacito nada más. Si te contara todo
lo que les vi hacer a los chicos, y cómo Hamp tocaba Save it, pretty mamma y yo
escuchaba cada nota, entiendes, cada nota, y Hamp no es de los que se cansan, y
si te contara que también le oí a mi vieja una oración larguísima, donde
hablaba de repollos, me parece, pedía perdón por mi viejo y por mí y decía algo
de unos repollos... Bueno, si te contara en detalle todo eso, pasarían más de
dos minutos, ¿eh, Bruno?
—Si realmente escuchaste y viste todo
eso, pasaría un buen cuarto de hora —le he dicho, riéndome.
—Pasaría un buen cuarto de hora, eh,
Bruno. Entonces me vas a decir cómo puede ser que de repente siento que el metro
se para y yo me salgo de mi vieja y Lan y todo aquello, y veo que estamos en
Saint-Germain-des-Prés, que queda justo a un minuto y medio de Odéon.
Nunca me preocupo demasiado por las
cosas que dice Johnny pero ahora, con su manera de mirarme, he sentido frío.
—Apenas un minuto y medio por tu
tiempo, por el tiempo de ésa —ha dicho rencorosamente Johnny—. Y también por el
del metro y el de mi reloj, malditos sean. Entonces, ¿cómo puede ser que yo
haya estado pensando un cuarto de hora, eh, Bruno? ¿Cómo se puede pensar un
cuarto de hora en un minuto y medio? Te juro que ese día no había fumado ni un
pedacito ni una hojita —agrega como un chico que se excusa—. Y después me ha
vuelto a suceder, ahora me empieza a suceder en todas partes. Pero —agrega
astutamente— sólo en el metro me puedo dar cuenta porque viajar en el metro es
como estar metido en un reloj. Las estaciones son los minutos, comprendes, es
ese tiempo de ustedes, de ahora; pero yo sé que hay otro, y he estado pensando,
pensando...
Se tapa la cara con las manos y
tiembla. Yo quisiera haberme ido ya, y no sé cómo hacer para despedirme sin que
Johnny se resienta, porque es terriblemente susceptible con sus amigos. Si
sigue así le va a hacer mal, por lo menos con Dédée no va a hablar de esas
cosas.
—Bruno~si yo pudiera solamente vivir
como en esos momentos, o como cuando estoy tocando y también el tiempo
cambia... Te das cuenta de lo que podría pasar en un minuto y medio... Entonces
un hombre, no solamente yo sino ésa y tú y todos los muchachos, podrían vivir
cientos de años, si encontráramos la manera podríamos vivir mil veces más de lo
que estamos viviendo por culpa de los relojes, de esa manía de minutos y de
pasado mañana...
Sonrío lo mejor que puedo,
comprendiendo vagamente que tiene razón, pero que lo que él sospecha y lo que
yo presiento de su sospecha se va a borrar como siempre apenas esté en la calle
y me meta en mi vida de todos los días. En ese momento estoy seguro de que
Johnny dice algo que no nace solamente de que está medio loco, de que la
realidad se le escapa y le deja en cambio una especie de parodia que él
convierte en una esperanza. Todo lo que Johnny me dice en momentos así (y hace
más de cinco años que Johnny me dice y les dice a todos cosas parecidas) no se
puede escuchar prometiéndose volver a pensarlo más tarde. Apenas se está en la
calle, apenas es el recuerdo y no Johnny quien repite las palabras, todo se
vuelve un fantaseo de la marihuana, un manotear monótono (porque hay otros que
dicen cosas parecidas, a cada rato se sabe de testimonios parecidos) y después
de la maravilla nace la irritación, y a mí por lo menos me pasa que siento como
si Johnny me hubiera estado tomando el pelo. Pero esto ocurre siempre al otro
día, no cuando Johnny me lo está diciendo, porque entonces siento que hay algo
que quiere ceder en alguna parte, una luz que busca encenderse, o más bien como
si fuera necesario quebrar alguna cosa, quebrarla de arriba abajo como un
tronco metiéndole una cuña y martillando hasta el final. Y Johnny ya no tiene
fuerzas para martillar nada, y yo ni siquiera sé qué martillo haría falta para
meter una cuña que tampoco me imagino.
De manera que al final me he ido de la
pieza, pero antes ha pasado una de esas cosas que tienen que pasar —ésa u otra
parecida—, y es que cuando me estaba despidiendo de Dédée y le daba la espalda
a Johnny he sentido que algo ocurría, lo he visto en los ojos de Dédée y me he
vuelto rápidamente (porque a lo mejor le tengo un poco de miedo a Johnny, a
este ángel que es como mi hermano, a este hermano que es como mi ángel) y he
visto a Johnny que se ha quitado de golpe la frazada con que estaba envuelto, y
lo he visto sentado en el sillón completamente desnudo, con las piernas
levantadas y las rodillas junto al mentón, temblando pero riéndose, desnudo de
arriba a abajo en el sillón mugriento.
—Empieza a hacer calor —ha dicho
Johnny. Bruno, mira qué hermosa cicatriz tengo entre las costillas.
—Tápate —ha mandado Dédée, avergonzada
y sin saber qué decir. Nos conocemos bastante y un hombre desnudo no es más que
un hombre desnudo, pero de todos modos Dédée ha tenido vergüenza y yo no sabía
cómo hacer para no dar la impresión de que lo que estaba haciendo Johnny me
chocaba. Y él lo sabía y se ha reído con toda su bocaza, obscenamente
manteniendo las piernas levantadas, el sexo colgándole al borde del sillón como
un mono en el zoo, y la piel de los muslos con unas raras manchas que me han
dado un asco infinito. Entonces Dédée ha agarrado la frazada y lo ha envuelto
presurosa, mientras Johnny se reía y parecía muy feliz. Me he despedido
vagamente, prometiendo volver al otro día, y Dédée me ha acompañado hasta el
rellano, cerrando la puerta para que Johnny no oiga lo que va a decirme.
—Está así desde que volvimos de la
gira por Bélgica. Había tocado tan bien en todas partes, y yo estaba tan
contenta.
—Me pregunto de dónde habrá sacado la
droga —he dicho, mirándola en los ojos.
—No sé. Ha estado bebiendo vino y
coñac casi todo el tiempo. Pero también ha fumado, aunque menos que allá...
Allá es Baltimore y Nueva York, son los tres meses en el hospital
psiquiátrico de Bellevue, y la larga temporada en Camarillo.
¿Realmente Johnny tocó bien en
Bélgica, Dédée?
—Sí, Bruno, me parece que mejor que
nunca. La gente estaba enloquecida, y los muchachos de la orquesta me lo
dijeron muchas veces. De repente pasaban cosas raras, como siempre con Johnny,
pero por suerte nunca delante del público. Yo creí... pero ya ve, ahora es peor
que nunca.
¿Peor que en Nueva York? Usted no lo
conoció en esos años.
Dédée no es tonta, pero a ninguna
mujer le gusta que le hablen de su hombre cuando aún no estaba en su vida,
aparte de que ahora tiene que aguantarlo y lo de antes no son más que palabras.
No sé cómo decírselo, y ni siquiera le tengo plena confianza, pero al final me
decido.
—Me imagino que se han quedado sin
dinero.
—Tenemos ese contrato para empezar
pasado mañana —ha dicho Dédée.
— ¿Usted cree que va a poder grabar y
presentarse en público?
—Oh, sí —ha dicho Dédée un poco
sorprendida—. Johnny puede tocar mejor que nunca si el doctor Bernard le corta
la gripe. La cuestión es el saxo.
—Me voy a ocupar de eso. Aquí tiene,
Dédée. Solamente que... Lo mejor sería que Johnny no lo supiera.
—Bruno...
Con un gesto, y empezando a bajar la
escalera, he detenido las palabras imaginables, la gratitud inútil de Dédée.
Separado de ella por cuatro o cinco peldaños me ha sido más fácil decírselo.
—Por nada del mundo tiene que fumar
antes del primer concierto. Déjelo beber un poco pero no le dé dinero para lo
otro.
Dédée no ha contestado nada; aunque he
visto cómo sus manos doblaban y doblaban los billetes, hasta hacerlos desaparecer.
Por lo menos tengo la seguridad de que Dédée no fuma. Su única complicidad
puede nacer del miedo o del amor. Si Johnny se pone de rodillas, como lo he
visto en Chicago, y le suplica llorando... Pero es un riesgo como tantos otros
con Johnny, y por el momento habrá dinero para comer y para remedios. En la
calle me he subido el cuello de la gabardina porque empezaba a lloviznar, y he
respirado hasta que me dolieron los pulmones; me ha parecido que París olía a
limpio, a pan caliente. Sólo ahora me he dado cuenta de cómo olía la pieza de
Johnny, el cuerpo de Johnny sudando bajo la frazada. He entrado en un café para
beber un coñac y lavarme la boca, quizá también la memoria que insiste e
insiste en las palabras de Johnny, sus cuentos, su manera de ver lo que yo no
veo y en el fondo no quiero ver. Me he puesto a pensar en pasado mañana y era
como una tranquilidad, como un puente bien tendido del mostrador hacia
adelante.